26
Anclado como un viejo navío al pie de la bajada de los Leones, el caserón de los Urbach ofrecía aquella mañana el aspecto de una fortaleza habitada por espectros y por damas encantadas. Sus torres erizadas de almenas y merlones, sus ventanas enrejadas, la piedra oscura de sus muros centenarios… Bajo la intensa lluvia que caía desde primera hora de la madrugada, la estampa imponente del edificio conjuraba toda clase de imágenes siniestras que Adela, sin embargo, no estaba segura de querer ahuyentar de su mente. Al fin y al cabo, mejor pensar en castillos encantados que en clarisas degolladas, o que en asesinos embozados y sin rostro, o que en hombres buenos con la razón perdida.
Resguardada bajo los aleros de la galería cubierta, la criada de Andreu Palafox veía caer la lluvia sobre las losas del patio y trataba de no pensar en los sucesos de la noche anterior. Hacía poco más de seis horas que la señorita Urbach la había llevado de la mano hasta aquel caserón y la había dejado al cuidado de Esteban, el criado principal de la familia, un hombre afable y laborioso que en apenas un par de minutos había acondicionado para ella un dormitorio situado en la planta noble del edificio.
Para entonces, el inspector Reigosa se había hecho cargo ya de la situación en la calle del Regomir y había comenzado a impartir órdenes al señor y a la señorita Urbach con una autoridad que a Adela, de algún modo, la había reconfortado casi tanto como la calma con que padre e hija se habían conducido desde su llegada al patio del señor Palafox.
Lo que había sucedido hasta ese momento, sin embargo, estaba casi tan brumoso en su memoria como el cielo que ahora cubría el caserón de los Urbach. Después de su encuentro con el Hombre de Negro, Adela recordaba vagamente haber alejado a su amo del cadáver de la madre superiora del convento de Santa Clara y haberlo tendido en su cama. También recordaba haber encerrado a Bigotes en su propio dormitorio antes de salir corriendo por las calles desiertas del barrio del Regomir en busca de Teresa Urbach. Esteban había tardado varios minutos en abrirle la puerta de la verja, pero a la novelista le había bastado con escuchar el inicio del atropellado relato de Adela para regresar al interior del edificio, despertar a su padre y arrastrarlo con ellas hasta la casa del anatomista. Allí la señorita Urbach se había ocupado de atender con desarmante dulzura a su amigo, y Eliseo Urbach se había quedado en el patio, velando el cadáver de la clarisa, mientras Adela salía en busca del inspector Reigosa.
El policía había escuchado los balbuceos de la criada con menos paciencia que la señorita Urbach. Pero media hora más tarde, cuando ya había organizado el traslado del anatomista a Neothermas y había sugerido también que Adela se instalara aquella noche en el caserón de la bajada de los Leones, había tomado a la muchacha de las manos y le había dicho:
—Palafox tiene suerte de tener una criada como tú, Adela. Cuando vuelva a ser él mismo, estará orgulloso de ti.
Adela rememoró ahora esas palabras del inspector y recordó también, con un nudo en la garganta, la sonrisa triste que la señorita Urbach le había dedicado antes de regresar con su carruaje a la casa de la calle del Regomir para recoger al señor Palafox y llevarlo a Neothermas.
—Todo se va a solucionar —había dicho la mujer—. Ahora intenta dormir un poco. Mañana vas a tener que ayudarme.
Y eso era lo que Adela estaba decidida a hacer ahora. Ayudar a la señorita Urbach. Aclarar junto a ella lo sucedido la noche anterior en casa del señor Palafox y solucionar cuanto antes aquel embrollo perverso que había acabado con su amo encerrado otra vez en un asilo para alienados.
—¿Señorita Adela?
Sobresaltada, la muchacha se volvió hacia el interior de la galería y vio a Esteban, el criado de los Urbach, mirándola con curiosidad.
—Me ha asustado —dijo tímidamente—. Es la primera vez que alguien me llama señorita…
Esteban sonrió amablemente.
—La señorita Urbach la está esperando —anunció—. El coche está en la puerta.
Si hace el favor de acompañarme…
Adela siguió al criado por una sucesión de pasillos y escaleras hasta el patio del caserón. Allí el hombre abrió un paraguas y cubrió con él a la muchacha mientras esta salía a la calle y montaba en el coche familiar de los Urbach.
—Gracias, Esteban —dijo Teresa Urbach, desplazándose hacia el interior de la cabina para hacer sitio a Adela—. Si mi padre pregunta por nosotras, estaremos en Santa Clara.
—Entendido, señorita.
El criado cerró de un golpe la portezuela del coche y se retiró hacia el muro del caserón. Teresa le dio la orden de arranque al cochero, y solo entonces se volvió hacia Adela y le dedicó una mirada reconfortante.
—¿Has podido dormir algo?
La muchacha negó con la cabeza.
—¿Le ha visto? —preguntó a su vez.
—No me lo han permitido. Tal vez el inspector tenga más suerte. —Teresa Urbach le refirió a Adela su inútil visita a Neothermas y su posterior conversación con Octavio Reigosa en las Atarazanas, y concluyó—: El doctor Carrera sabe lo que se hace, imagino.
—El doctor Carrera no tiene ni idea de nada —replicó Adela al instante—. Según él, lo que el señor Palafox ve no son más que alucinaciones. Lo trata como a un loco.
Teresa sonrió ante la expresión vehemente de la criada.
—El doctor Carrera es un alienista. Para él, todo se reduce a salud y enfermedad.
—El señor Palafox no es un enfermo. Y usted lo sabe.
—El señor Palafox no es un enfermo —coincidió la novelista—. Pero ahora mismo, tal como están las cosas, Neothermas no es un mal lugar para él. Y por irritante que pueda resultar en ocasiones, el celo del doctor Carrera también nos será de utilidad.
Adela pensó en ello unos instantes.
—Usted también cree que el señor Palafox corre peligro —dijo por fin.
—Eso me temo.
—Alguien quiere hacerle daño, y el inspector y usted piensan que en ese sanatorio está más protegido. Por eso decidieron llevarlo allí anoche.
Teresa Urbach tomó la mano derecha de la muchacha y ejerció sobre ella una ligera presión.
—Y por eso ahora tenemos que descubrir quién quiere hacerle daño, y por qué.
Adela asintió con la cabeza y, tras una breve vacilación, se decidió a convertir en palabras la idea que había estado rondando por su mente durante aquellas últimas horas de insomnio.
—Creo que yo sé quién está detrás de todo esto —dijo—. Creo que sé quién quiere hacerle daño al señor Palafox.
Teresa miró a Adela con expresión menos sorprendida de lo que la criada había previsto.
—¿De verdad?
—Creo que todo tiene que ver con lo que pasó hace tres años. La paciente a la que el señor Palafox estuvo a punto de matar cuando era anatomista.
—¿Por qué piensas eso?
—Ayer conocí a alguien que la había tratado antes de aquello. No era un familiar de esa mujer, pero le guardaba un gran rencor al señor Palafox por lo sucedido. Dijo que la pobre no puede valerse por sí sola y que su cabeza no ha vuelto a ser la misma desde aquel día. —Adela hizo una pequeña pausa antes de preguntar—: Esa mujer tendría padres y hermanos, ¿verdad? O un novio, o un pretendiente, o alguien que la quería y que no ha sido capaz de perdonar lo que le hizo el señor Palafox.
Teresa Urbach apartó la vista de Adela y miró por la ventanilla de su portezuela.
Ya abandonaban la plaza de San Miguel, comprobó, y parecía que la lluvia comenzaba a remitir. Dos minutos más y estarían en la plaza del Rey.
—No creo que los tiros vayan por ahí —dijo, enfrentando de nuevo la mirada de la criada de Palafox.
—Si alguien le hiciera daño a alguien a quien yo quiero, yo tendría deseos de vengarme. ¿Usted no?
La novelista no respondió a esta pregunta.
—Esa mujer se llama Alicia —dijo en cambio—. Alicia Ferrer. Cuando sucedió aquello, tenía veinticinco años y era maestra voluntaria en una escuela para niñas del barrio de Santa Catalina. No estaba casada ni tenía hermanos, y de sus padres se ocupó el mío con suficiente generosidad. Había un prometido, un hombre al que la familia no tenía gran aprecio, pero desapareció cuando se hizo evidente que las secuelas del incidente no iban a ser temporales. —Teresa agitó la cabeza—. Ni el señor Ferrer ni su esposa están detrás de todo esto. Estoy segura de ello.
—¿Siguen en contacto con ellos?
—Mi padre dio trabajo al señor Ferrer. Desde entonces ocupa un puesto de escasa responsabilidad en el departamento de contabilidad de su fábrica. Le diré que hable con él, pero sé que ese pobre hombre no está detrás de todo esto. Le guarda rencor al señor Palafox, sin duda, y no sería humano si no lo hiciera; pero de ahí a imaginarlo buscando venganza hay un gran trecho. Y menos una venganza como esta, tan absurdamente elaborada y con tantas víctimas de por medio.
El coche detuvo en ese instante su marcha, y la voz del cochero anunciando que habían llegado al convento de Santa Clara impidió que Adela tratara de defender su teoría; una teoría en la que, en el fondo, ella misma tampoco estaba segura de creer. A fin de cuentas, ¿cómo encajaban en aquella supuesta venganza paterna los asesinatos de un ingeniero inglés y de un procurador de prostitutas, por no hablar de las dos Damas del Pozo? ¿Y por qué degollar a una clarisa en el patio de la casa del señor Palafox y no degollarlo directamente a él? Quien fuera que estuviera detrás de todo aquello, no quería ver muerto a su amo; solo quería enloquecerlo y convertirlo en sospechoso de asesinato.
—Puede que tenga razón —concedió—. Era solo una idea.
—Era una buena idea —aseguró Teresa Urbach—. Y creo que no andas desencaminada. Yo también pienso que detrás de todo esto se esconde alguien que siente un interés perverso por nuestro amigo.
«Nuestro amigo». A Adela le gustó escuchar a la señorita Urbach referirse así a su amo.
—Tal vez aquí tengamos más suerte —dijo, bajando del coche tras ella y mirando con súbita aprensión los sucios muros del convento de Santa Clara.
También Teresa observó el antiguo palacio real con rostro serio y ojos brillantes.
—Algo me dice que así será.
Adela se volvió hacia ella con sorpresa.
—¿Quiere decir…? —No terminó su pregunta.
La novelista la tomó del brazo, y las dos echaron a caminar hacia la escalinata de acceso al portalón del convento con el cochero siguiéndolas, paraguas en alto, a una mínima distancia prudencial.
—Todo empezó aquí, al fin y al cabo. Con un milagro. —Teresa Urbach se recogió las faldas y empezó a subir peldaños—. Y ahora creo que no atendimos lo suficiente a lo que la Dama del Pozo trataba de decirle al señor Palafox.