20

El Salón Royal estaba situado en la acera septentrional de la Rambla de los Capuchinos, casi frente por frente del nuevo teatro del Liceo, en los bajos de un antiguo convento medieval recientemente transformado en hotel de categoría. El comedor del hotel rodeaba el claustro del convento, en el que ahora dormitaban al sol trece ocas blancas cuyo sentido el inspector Reigosa no trató de imaginar. Según su experiencia, cuando de asuntos de dinero y elegancia se trataba, su razón de policía criado en el barrio de San Pedro estaba casi tan fuera de lugar como su levita remendada. Si los ricos querían dar cuenta de sus almuerzos excesivos a la vista de trece aves de corral, no sería él quien tratara de entenderlo.

Eliseo Urbach los esperaba ya sentado ante una mesa discretamente retirada del bullicio general. Cuando los vio entrar en el comedor, se puso en pie y aguardó a que los dos hombres acudieran a saludarlo con sendos apretones de manos. Luego posó su diestra sobre la cintura de su hija y le dio un beso en la mejilla, en un gesto que a Reigosa se le antojó ligeramente fuera de lugar en un hombre de la gélida reputación del industrial.

—Siéntense, por favor —dijo entonces, tomando asiento él mismo y repartiendo su mirada de ojos cansados entre Palafox y el inspector—. Me he tomado la libertad de pedir por ustedes. La variedad de platos aconsejables en la carta de este restaurante es menos admirable que las vistas que ofrece su comedor.

Los recién llegados ocuparon sus sillas y observaron cortésmente, durante diez o quince segundos, la severa arquitectura del claustro, los colores verdes y amarillos de los cuatro limoneros que amenizaban su patio central y, en torno a ellos, la distribución irregular de las trece ocas tendidas en el suelo de piedra. Un pozo bajo y poco ornado presidía el centro del patio, y a Reigosa, inevitablemente, el verlo le hizo pensar en la mujer que llevaba ocupando su imaginación desde su visita a Neothermas.

No por primera vez aquella mañana, Teresa Urbach pareció adivinar los pensamientos del policía.

—Sería interesante saber si este pozo también está encantado —observó con tono ligero—. Aunque sospecho que los conventos masculinos no gozan del beneficio de unas inquilinas espectrales tan encantadoras como las que rondan por sus equivalentes femeninos.

Reigosa celebró el chascarrillo de la novelista con un amable fruncimiento de las comisuras de sus labios. Lo mismo hizo Palafox.

—Esas ocas no dejan de ser también un tanto espectrales —opinó el anatomista, en tono igualmente casual—. Y son trece, si no me descuento. Unos animales y un número que tienen su propia historia. Trece eran las ocas capitolinas que salvaron a Roma de la invasión de los galos con sus graznidos, y trece son también las ocas que habitan en el claustro de la catedral de Barcelona desde la noche de los tiempos. Trece años tenía Santa Eulalia, la patrona de la ciudad, cuando se convirtió en mártir. Según cuenta la leyenda, era criadora de ocas, y trece fueron los suplicios a los que la sometieron antes de morir.

—Las señales se acumulan —afirmó Teresa—. El obispo Riera tendría sin duda algo interesante que opinar al respecto.

—Sin duda. —Palafox apartó la mirada de la novelista y la concentró en Eliseo Urbach, que estaba sentado junto a su hija y lo observaba con expresión indescifrable—. El inspector y yo le agradecemos que haya querido vernos, señor Urbach. Ha pasado mucho tiempo.

El industrial asintió lentamente con la cabeza, a la vez que hacía una señal a un camarero que aguardaba a una distancia prudencial de la mesa.

—Dos años.

—Dos años —confirmó Palafox—. No crea que no estoy avergonzado. Las circunstancias…

—No tratemos de justificar lo injustificable, Palafox —lo cortó Eliseo Urbach—. Ninguno de los dos tiene perdón de Dios.

El camarero, un alegre cincuentón de barriga prominente, llegó en ese instante junto a ellos y procedió a retirar las tapas que cubrían los platos ya servidos en la mesa, anunciando con acento francés el nombre de cada manjar. Cuando por fin se retiró con su cargamento de tapas apiladas, Teresa se apresuró a tomar la palabra.

—Ahora vamos a olvidarnos de los errores que los tres hemos cometido durante estos últimos años —sugirió, mirando a los dos hombres—. Tú, Andreu, has sido un ingrato y un cobarde. Tú, papá, has sido un orgulloso y un insensible. Y yo he sido las cuatro cosas a la vez. —Teresa cogió su cuchara y la hundió en la espesa sopa fría de tomate y verduras que llenaba su plato—. En lugar de lamentarnos por ello, vamos a comer y a hablar de lo que ahora tenemos que hablar. ¿No le parece, inspector?

Reigosa acercó al borde de la mesa su propio plato de sopa y emitió un gruñido satisfecho.

—Si el señor Urbach no tiene inconveniente en tratar esta clase de asuntos durante el almuerzo…

—Se me da bien tratar asuntos desagradables mientras almuerzo, inspector —aseguró el industrial, llenando los vasos de los cuatro presentes con el clarete de una botella recién descorchada—. ¿Cómo prefiere que lo hagamos? ¿Usted me interroga y yo le respondo, o vamos directamente al grano y le explico quién era y qué hacía en Barcelona el señor Oliver Manning?

A la diestra de Eliseo Urbach, Teresa esbozó una sonrisa instantánea que distrajo por un segundo la atención del inspector Reigosa.

—Yo escogería la segunda opción, inspector. Mi padre no es un hombre fácil de interrogar.

Reigosa se sacó del bolsillo su cuaderno de notas y su lapicero.

—Soy todo oídos, señor Urbach.

El padre de Teresa hizo un gesto negativo con la mano, y se dio acto seguido un par de golpecitos en el bolsillo de la fina chaqueta que conservaba puesta.

—No se moleste en tomar apuntes. Aquí traigo algunos papeles que serán de su interés; en ellos tiene todos los nombres, las fechas y los datos que necesita recordar. —Y tras humedecerse apenas los labios con el vino de su copa, comenzó a relatar su historia—: Como entiendo que ya sospechaba, Oliver Manning no era para mí un desconocido. El señor Manning era uno de los ingenieros industriales mejor considerados del Reino Unido. Las mejores fábricas del país contaban regularmente con sus servicios, desde Manchester hasta Southampton. Cuando la noticia de su muerte llegue a Inglaterra, más de un magnate del acero y del ferrocarril va a llorarla como si se tratara de la muerte de un familiar valioso. —Eliseo Urbach hizo una mínima pausa para sorber una cucharada de sopa—. Yo contraté por primera vez sus servicios en 1846. Los nuevos telares que habíamos importado de Londres el año anterior no resultaban todo lo eficientes que cabía desear, y el señor Manning se ocupó de rediseñar por completo nuestro sistema de producción. Los resultados de su intervención fueron de lo más satisfactorios.

El inspector Reigosa asintió con seriedad. Conocía bien esos resultados: cientos de obreros despedidos de la noche a la mañana gracias a aquel nuevo sistema de telares autónomos, que volvía súbitamente innecesario el trabajo de buena parte de los mismos trabajadores manuales cuyo sudor había mantenido hasta entonces en marcha las grandes fábricas textiles del Raval.

—El señor Manning regresó a Barcelona en varias ocasiones durante los años siguientes —prosiguió Eliseo Urbach—. Siempre bajo un nombre falso y con absoluta discreción. Casi todos mis competidores principales acabaron contratando sus servicios, y yo mismo volví a contar con él para solucionar algunos problemas menores. Luego, en 1851, él fue uno de los principales responsables de que mi fábrica tuviera el honor de representar a la industria española en la Exposición Universal de Londres. Si siente curiosidad, en los papeles podrá ver qué beneficios le reportó esa intervención al señor Manning.

—Podemos imaginarlos —murmuró Teresa.

—La casa en la que mi hija y yo nos alojamos durante aquel verano pertenecía al señor Manning. El número dieciocho de Berkeley Square. Por alguna razón, en lugar de disfrutar de los contactos que la Exposición proporcionaba, el señor Manning decidió pasarse aquel verano viajando de fábrica en fábrica por Estados Unidos. De ahí que mi hija y el señor Palafox no lo vieran aparecer nunca por casa ni coincidieran con él en ningún acto. Cuando terminó la Exposición, regresamos a Barcelona y no volví a mantener negocios de importancia con Oliver Manning hasta hace un mes. —Eliseo Urbach paseó su mirada por los tres rostros que atendían a su relato—. El día uno de julio contraté de nuevo sus servicios. No entraré en detalles acerca de la tarea que le había encomendado, pero tenía relación con una nueva reestructuración del sistema productivo de mi fábrica.

—Más obreros despedidos —intervino de nuevo Teresa, ahora en voz más alta.

Su padre volvió a ignorarla con plenitud.

—El señor Manning llegó a Barcelona el día veintisiete. Tanto él como yo preferimos que su estancia en la ciudad no fuera del dominio público, al menos de momento, así que le buscamos un alojamiento discreto en el paseo de la Aduana y extremamos las precauciones a la hora de mantener nuestros encuentros de trabajo. Ya conocen ustedes el Hostal de la Buena Suerte, me temo. El señor Manning acudía a pie cada mañana a la calle de los Talleres, trabajaba conmigo todo el día en mi despacho y regresaba al atardecer a su alojamiento. Hasta que ayer no se presentó en la fábrica.

—Y usted no denunció su desaparición —observó Reigosa.

—El señor Manning era un hombre con carácter, inspector. La tarde anterior habíamos tenido un pequeño desacuerdo, y supuse que había decidido tomarse la mañana libre antes de regresar al trabajo. Luego, durante el almuerzo, escuché la noticia del asesinato de un inglés en una pensión del paseo de la Aduana y comprendí lo que había sucedido.

—Y tampoco entonces fuiste a ver al inspector.

Eliseo Urbach miró a su hija, esta vez sí, con el ceño peligrosamente fruncido.

—Mi primer deber, como sin duda no entenderás, era asegurarme de que este incidente no afectara de ninguna manera a nuestra fábrica.

—Supuso usted que la muerte del señor Manning estaba relacionada con el trabajo que estaba haciendo para usted.

El industrial se volvió hacia Reigosa y sostuvo su mirada de curiosidad.

—No me pareció una idea descabellada. Como usted mismo ha tenido ocasión de comprobar, ni el nombre ni el rostro del señor Manning eran conocidos públicamente en esta ciudad. Me atrevo a decir que solo sus empleadores conocíamos su identidad y estábamos al tanto del trabajo que había llevado a cabo en nuestras fábricas durante los últimos años. Pero uno nunca puede estar seguro de nada, ¿verdad?

—¿Y bien?

—Me alegra decirle que la muerte del señor Manning no tiene relación alguna con el trabajo que yo le había encomendado.

Reigosa aguardó en vano a que Eliseo Urbach prosiguiera con sus explicaciones.

—Lo entenderé cuando vea esos papeles —dijo por fin.

—En esos papeles no hay nada relacionado con el cometido actual del señor Manning en mi fábrica. Pero debe bastarle saber que ya he descartado la posibilidad de que su muerte esté relacionada con el trabajo que hacía para mí.

Reigosa no pudo evitar sonreír.

—Está usted convencido, entonces, de que a Manning no lo mataron para impedir que su trabajo rentabilizara todavía más su fábrica y causara nuevos despidos de obreros, precisamente ahora que toda la industria textil de la ciudad está paralizada por las huelgas y los sabotajes de quienes protestan contra los telares autónomos.

—Así es —replicó Eliseo Urbach, imperturbable—. Y sé que estoy en lo cierto, además de por mis propios medios, porque mi hija me explicó anoche todos los hechos que envuelven el caso que tiene usted entre manos. Los casos que tiene entre manos —matizó de inmediato—. La tarjeta del señor Manning, la paciente de Neothermas, la doncella incorrupta de la que hoy hablan los diarios… Por no mencionar a ese caballero embozado como un personaje de novela de Teresa Urbach. Le auguro un mes de agosto interesante, inspector.

El camarero calvo y sonriente llegó en ese punto para retirar los cuencos de sopa fría y reemplazarlos por una selección de carnes sazonadas cuyo olor, por alguna razón, le provocó a Reigosa una ligera punzada de nostalgia indefinida. Mientras aguardaban a que el camarero terminara su trabajo, el inspector trató de recordar en qué ocasión su esposa le había servido o había compartido con él una carne sazonada de aquella manera en particular. No lo logró; pero la punzada de nostalgia no acabó de desaparecer del todo.

—Así que el señor Manning no estaba en Barcelona para visitar a esa paciente de Neothermas que tal vez sea, o tal vez no, la señorita Felicia Dedéu, ni tampoco había venido para encontrarse con Andreu —resumió Teresa cuando volvieron a quedarse los cuatro solos en su mesa esquinera—. Las anotaciones que había en su tarjeta de visita no eran el motivo principal de su viaje a Barcelona.

—Y sin embargo —intervino Palafox, que había permanecido en silencio mientras Eliseo Urbach relataba su historia—, si no fuera por lo que esas anotaciones nos han llevado a descubrir, lo natural habría sido pensar que la muerte del señor Manning es otra consecuencia del ambiente de violencia que se vive en Barcelona desde el inicio de las huelgas obreras. Si algún grupo de huelguistas supo que un ingeniero inglés estaba estudiando la manera de volver a mejorar la productividad de los telares autónomos, no parece descabellado imaginar que trataran de eliminarlo. En un ambiente como el actual, con incendios y sabotajes casi diarios, un asesinato no parece un paso adelante excesivo.

—Y menos si el muerto es el mismo inglés que hace ocho años llevó a la miseria a cientos de familias de la ciudad —completó Teresa—. Con la ayuda de mi padre, claro.

Eliseo Urbach clavó con fuerza su cuchillo en el filete de ternera que tenía en el plato y se abstuvo de replicar a su hija.

—Al señor Manning lo degollaron de la misma manera que ayer degollaron a ese procurador de infortunadas —dijo en cambio, mirando a Reigosa—. ¿Me equivoco?

—No se equivoca —confirmó el inspector.

—Y ese procurador estaba relacionado, entiendo, con la doncella milagrosa de la que hoy hablan los diarios.

—Eso parece.

—¿Puedo explicarle a mi padre los sucesos de esta mañana? —intervino Teresa.

Reigosa asintió con la cabeza, y la mujer procedió a relatarle a Eliseo Urbach el hallazgo de la inquilina original del sarcófago de Santa Clara, la visita de Reigosa a Neothermas y la confirmación definitiva, por parte del doctor Carrera, de que Oliver Manning había estado en el sanatorio horas antes de su muerte visitando a una paciente cuya identidad nadie conocía, pero que había llegado a Neothermas de una manera absurdamente novelesca que remitía, no menos absurdamente, al hallazgo de la falsa doncella incorrupta en los sótanos de Santa Clara. Dos mujeres rubias y de ojos azules, que por edad y por parecido físico bien podían ser madre e hija, halladas en dos conventos cuyas monjas relacionaban su aparición con sendas tradiciones propias de pozos embrujados y de damas espectrales.

—Según el doctor Carrera, el señor Manning justificó su visita apelando a cierta mujer desaparecida cuya descripción encajaría con la de esa paciente no identificada —completó Reigosa cuando Teresa Urbach dio por terminado su relato—. Esa mujer habría desaparecido en Londres hace tres años, pero, según el señor Manning, habría indicios que podían situarla actualmente en Barcelona.

—Hace tres años —observó Eliseo Urbach, que había escuchado sin pestañear la exposición de su hija—. Mil ochocientos cincuenta y uno.

—El año de la Exposición Universal —confirmó Reigosa—. ¿Alguna idea de a qué desaparición podía referirse el señor Manning?

—Ninguna en absoluto.

—¿Alguien más los acompañó a Londres aquel verano? ¿Socios, amistades, personal de servicio?

—Recibimos algunas visitas mientras estuvimos allí, todas breves. Pero ninguna desapareció antes de volver a Barcelona. —Eliseo Urbach amagó una de sus primeras sonrisas de la tarde—. Parte de nuestro propio personal de servicio viajó con nosotros a Londres, y todos regresaron igualmente a salvo. Y Teresa me corregirá, pero no creo que ninguna de nuestras criadas haya tenido nunca el pelo rubio.

La novelista agitó la cabeza.

—Tal vez era todo una invención del señor Manning. Puede que quisiera ver a esa mujer por algún motivo que desconocemos, y se buscó cualquier excusa que le permitiera llegar hasta ella. Sin una causa razonable, el doctor Carrera no le habría dejado acceder a su habitación.

Se hizo un pequeño silencio en la mesa. Teresa retiró su plato casi lleno y volvió la cabeza hacia el antiguo claustro que hacía las veces de patio interior del restaurante.

El inspector Reigosa retiró también su plato, bebió un poco de vino y siguió la dirección de la mirada de la mujer, cuyas cejas acababan de arquearse de manera divertida.

Lo que vio fue a un hombre vestido de ujier, elegante y bien parecido, inclinado sobre una de las trece ocas que seguían tomando el sol en torno al pozo del claustro.

—No hemos hablado del Hombre de Negro.

Reigosa se giró hacia su derecha y se encontró con la mirada intensa de Andreu Palafox.

—Cierto —dijo. Y devolviendo de nuevo su atención a Eliseo Urbach, preguntó—: ¿Alguna idea de quién es ese caballero y qué negocios tiene con su almacén de la calle de Montcada?

El industrial se encogió de hombros.

—Como comprenderá, inspector, no tengo costumbre de emplear a caballeros que se pasean por ahí embozados como salteadores de caminos. Ni tengo tratos tampoco con asesinos ni con hombres de Iglesia. La relación que el señor Manning pudiera mantener con ese caballero es algo que usted deberá aclarar sin mi ayuda.

—Por supuesto, señor Urbach. Pero ese caballero visitó ayer su almacén solo unas horas después de que el señor Manning fuera asesinado, y poco más tarde también de que él mismo, según todos los indicios, acabara con la vida del procurador de Trentaclaus. Me intriga pensar qué podía buscar allí.

Eliseo Urbach se puso recto en su silla y miró a Reigosa con mortal seriedad.

—No creo que le intrigue más que a mí, inspector. Créame. Pero mis almacenes llevan dos semanas paralizados, al igual que mi fábrica y que los barcos que me dan servicio. Nada entra ni sale del almacén de la calle de Montcada desde el día veinte de julio; puede comprobarlo también en los papeles que le daré. El almacén está cerrado para evitar pillajes, como está cerrada la fábrica para evitar que los saboteadores atenten contra mis telares. —El industrial agitó la cabeza—. En este descontrol en el que vivimos últimamente, cualquiera puede estar utilizando las dependencias de mi negocio para hacer Dios sabe qué. Esto es ahora Barcelona: una ciudad sin ley en la que cualquier cosa puede suceder.

—Y por si aún teníamos alguna duda de la veracidad de esta afirmación… —intervino Teresa, señalando con el dedo los ventanales que daban al claustro.

Dos hombres acompañaban ahora al ujier que había llamado la atención de Reigosa unos minutos antes. Uno de ellos operaba una especie de carreta de estibador, y el otro tenía en la mano una pala con la que estaba tratando de recoger del suelo el cuerpo de una de las ocas. Cuando al fin lo logró, arrojó la oca a la carretilla y procedió a repetir la operación con otro de los animales. Las trece ocas, comprendió entonces Reigosa, no estaban tomando el sol: estaban muertas.

Palafox fue el primero en romper el silencio que aquella extraña imagen había provocado en la mesa.

—Trece ocas muertas —dijo en un tono esforzadamente ligero—. Tenías razón, las señales se acumulan.

Teresa respondió al anatomista con una sonrisa igualmente dubitativa.

—Los ingleses aseguran que el día que los cuervos abandonen la torre de Londres, la ciudad se hundirá para siempre —observó—. Esperemos que el obispo Riera no esté en lo cierto y estas ocas no anuncien el final de Barcelona.

Eliseo Urbach carraspeó con impaciencia y alzó el brazo hacia el techo de vigas del comedor.

Un par de minutos más tarde, el camarero había sustituido sus platos vacíos por cuatro tazas de café con leche y una gran fuente de pastelillos de yema.

Fue entonces cuando el industrial sacó el mazo de papeles de su bolsillo y se lo tendió a Reigosa.

—Me hará saber lo que descubra sobre ese Hombre de Negro, inspector. Si sus acciones o las del señor Manning han salpicado de alguna manera a la reputación de mi negocio, quiero ser el primero en saberlo.

Reigosa asintió mientras recogía los papeles y reprimía la tentación de comenzar a inspeccionarlos de inmediato.

—Gracias, señor Urbach. Y lo mismo le digo yo a usted. Si algo llega a sus oídos, ya sabe cómo encontrarme.

Eliseo Urbach asintió también.

Al otro lado de los ventanales del claustro, la carreta que el empleado del Salón Royal operaba junto al pozo empezaba a desbordar de ocas muertas.

—Una comida agradable —opinó Teresa, repartiendo su mirada entre los rostros de los tres hombres que la acompañaban—. Y nos quedan todavía algunos minutos antes de que mi padre recuerde que tiene que regresar urgentemente a su despacho en la fábrica. Así que, Andreu, tal vez quieras aprovechar la ocasión para explicarnos de una vez por qué hace dos años que rehúyes de forma tan efectiva su compañía y eludes también la mía siempre que tienes ocasión.

Palafox interrumpió en seco el primer viaje de su taza de café hacia sus labios y miró a la novelista con cara estupefacta. Teresa le guiñó un ojo y sonrió hermosamente.

Reigosa también sonrió.

Eliseo Urbach expulsó una bocanada de humo del cigarro de primera calidad que acababa de encenderse y observó al anatomista con aire divertido.

—No hagas caso de mi hija —aconsejó—. Su necesidad de hacer y decir siempre lo inapropiado comienza a resultar un tanto monótona, después de tantos años. Si esa es la razón por la que has dejado de visitarla con la frecuencia de otros tiempos, no te culpo en absoluto. —Los ojos y los labios del hombre asumieron por un momento una expresión muy parecida a los de su hija—. En cuanto a nuestra situación, no te preocupes. Tú y yo tendremos pronto una charla, pero será a solas y en un lugar menos público que este.

Palafox asintió de inmediato, visiblemente aliviado.

—Será un placer, señor Urbach.

—Y ahora es cuando tú aseguras que mi encanto sigue intacto, y que si has dejado de visitarme a diario es solamente porque esos autómatas tuyos son unos amantes muy absorbentes.

El anatomista inclinó gentilmente la cabeza.

—Tal vez tú y yo necesitemos mantener también una conversación a solas un día de estos.

Teresa no varió su sonrisa ni atenuó el brillo de sus ojos.

—En ese caso, inspector, busquemos usted y yo algún tema de conversación que no requiera de tantos preparativos —dijo—. Por ejemplo, usted que es del barrio de San Pedro y conoce por dentro lo que es una fábrica textil, ¿qué opinión tiene de los telares autónomos? ¿Usted también cree que los obreros están en su pleno derecho de atacar a las máquinas que amenazan con quitarles el pan?

Octavio Reigosa se llevó su taza de café a los labios y volvió a felicitarse por no haber conocido a aquella mujer cuando él mismo era un joven tan impresionable como Andreu Palafox.

—Me temo que los policías no tenemos opiniones propias, señorita Urbach. Pero me gustará escuchar la suya —aseguró—. Presiento que será original.