23

Andreu Palafox llegó a la casa familiar de la calle del Regomir cuando las campanas de San Justo y San Pastor acababan de tocar las seis, y se pasó el resto de la tarde encerrado en el taller con sus relojes y sus autómatas. No dedicó más de cinco minutos a escuchar el relato entusiasta que Adela le hizo de su encuentro con un joven buscón en la plaza de San Sebastián, ni se permitió ningún comentario acerca de los nuevos datos que este había ofrecido sobre la Dama del Pozo y el Hombre de Negro. La criada, por supuesto, omitió en su narración las referencias a la vida pasada del anatomista que Boris había dejado caer durante su encuentro, y Palafox, por su parte, no entró tampoco en detalles innecesarios al resumirle a Adela lo esencial de su propia jornada.

Cuando bajó a cenar a las nueve, la mesa del salón estaba dispuesta con inusual esmero y en su plato, en lugar del surtido habitual de embutidos, había una montañita humeante de arroz con pollo y verduras.

—Me he pasado toda la tarde cocinando para usted —anunció Adela, apareciendo por la puerta del pasillo con el delantal lleno de lamparones y con la cara iluminada por una gran sonrisa de satisfacción—. Lo he probado y está bueno.

Palafox observó alternativamente el plato de arroz y el rostro de su criada, que le estaba sirviendo ahora una copa de vino sin quitarle ojo.

—¿Tanto me has echado de menos a la hora del almuerzo?

La muchacha chasqueó la lengua con aire divertido.

—Más que usted a mí, seguro. ¿Se va a sentar o no?

Palafox tomó asiento y acercó el tenedor a la masa de arroz con tropezones que tenía delante. Su olor, de primeras, no resultaba alarmante, y la consistencia del arroz parecía también correcta. Palafox se llevó el tenedor a la boca y procedió a masticar con curiosidad.

—Sabes que no tengo intención de despedirte, ¿verdad?

—Claro. Pero he pensado que a partir de ahora me voy a esforzar un poco más en la cocina. —Adela se sentó en una esquina de la mesa y compuso una expresión de adulta seriedad—. Se está quedando usted muy delgado, jefe, y creo que el inspector me echa a mí la culpa.

Palafox sonrió.

—No creo que el inspector tenga mucho interés en mi peso, ni tampoco en tus dotes como cocinera —dijo—. Pero este arroz está excelente. Enhorabuena.

La muchacha enrojeció de manera encantadora.

—Todo esto me ha hecho pensar, ¿sabe? —murmuró—. La historia de la Dama del Pozo. La monjita que hemos visto esta mañana, la hermana Martina, y ese muchacho al que Patricio me ha presentado. Boris. Si no fuera por usted…

Palafox interrumpió a su criada con un movimiento aéreo de su tenedor.

—Esto ya lo hemos hablado.

—Pero es verdad. Si no fuera por usted, yo misma podría haber acabado dentro de un sarcófago de piedra. O poniéndome un hábito de monja para escapar de Trentaclaus. O rondando por la plaza de San Sebastián en busca de… —La muchacha no terminó la frase.

Palafox se llevó el tenedor a la boca y masticó lentamente sin mirarla.

—No pienses en lo que pudo haber sido —dijo por fin—. Lo que pudo haber sido y no fue, simplemente no existe. La única Adela que importa es la que eres ahora mismo.

La criada esbozó una mínima sonrisa triste y asintió con la cabeza. No dijo nada más. Aguardó en silencio a que su amo terminara de comer, y entonces fue a la cocina y regresó con una jarra de leche azucarada, un cuenco vacío y un plato de fresas que había comprado aquella mañana en el Borne. Cortó las fresas en rodajas, las puso en el cuenco y les echó un chorro de leche por encima. Luego le tendió el cuenco a Palafox y volvió a sentarse en su rincón de la mesa.

—¿Ha oído lo de las ocas? —preguntó entonces.

El anatomista pescó el primer pedazo de fresa y masticó con agrado.

—Excelente —aseguró—. ¿Dónde lo has oído tú?

—He bajado a afilar unos cuchillos después de comer y he oído a unas mujeres que lo estaban comentando. Unas decían que era culpa del cólera, y otras que era cosa del demonio.

Palafox agitó la cabeza, sorprendido.

—Las noticias vuelan en esta ciudad. Nosotros estábamos allí cuando ha sucedido, y debían de ser ya cerca de las dos. ¿A qué hora has bajado a afilar los cuchillos?

—¿Ustedes estaban allí cuando han encontrado las ocas? —preguntó Adela a su vez, arqueando las cejas—. ¿Y qué hacían a las dos en la catedral?

Palafox depuso el tenedor y miró a su criada con rostro serio.

—Cuéntame qué has oído.

—He oído que las trece ocas de la catedral han aparecido muertas este mediodía.

Las que viven en el claustro. Por la mañana estaban vivas, y a mediodía, alguien las ha encontrado todas muertas. ¿Qué es lo que decía usted?

Palafox le refirió a su criada la escena que habían presenciado en el Salón Royal.

Otras trece ocas muertas en un claustro medieval, también sin causa aparente.

—Mañana leeremos sobre ello en los diarios —concluyó, llevándose el cuenco a la boca y apurando un último sorbo de leche azucarada.

Entonces acudió a su memoria el grupito de curiosos que rodeaba a aquel anciano gesticulante en la rampa de acceso al paseo de la Muralla. Había llegado el tiempo de los predicadores, comprendió. Crímenes y prodigios, milagros y señales: terreno abonado para tantos charlatanes que rondaban por Barcelona en busca de su pequeño momento de gloria.

—¿Usted cree que el Hombre de Negro ha tenido algo que ver en esto? —preguntó Adela con voz ahogada.

Palafox pensó en las palabras que la muchacha había utilizado al relatarle su encuentro con el joven buscón de la plaza de San Sebastián. Un ángel de la muerte. Un heraldo de la destrucción. La imagen fantasmal que rondaba los lugares donde estaba a punto de ocurrir una desgracia.

—El Hombre de Negro no es un fantasma —respondió—. Es un hombre real.

Estoy seguro de que esas ocas muertas tienen tan poco que ver con él como la epidemia de cólera.

Adela no replicó. Lo que hizo fue ponerse en pie, recoger el cuenco vacío que Palafox acababa de dejar sobre la mesa y llevárselo de vuelta a la cocina junto al plato y la jarra de leche.

Eran ya casi las diez cuando Reigosa logró por fin ser recibido en el palacio episcopal.

El toque de queda había vaciado las calles del centro de la ciudad, y las inmediaciones del palacio estaban tan desiertas que los pasos del inspector resonaban como redobles de tambor sobre los adoquines de la calle del Obispo. Cuando el custodio de la entrada le hizo una señal con la cabeza, Reigosa abandonó su refugio en el portal de la capilla de Santa Lucía y cruzó a toda prisa la calle con cara de pocos amigos.

Sentado en su despacho con las ropas mal compuestas, el obispo Riera tampoco parecía sentirse feliz ante la perspectiva de aquel encuentro intempestivo.

—¿Y bien?

El anciano no le invitó a tomar asiento, así que Reigosa permaneció de pie en mitad de la sala.

—Disculpe las horas, Su Excelencia, pero esto es importante —comenzó—. Como sabe, un caballero inglés apareció ayer asesinado en una pensión del paseo de la Aduana. El fallecido tenía en su poder una tarjeta de visita, y en ella había tres nombres anotados. Uno era el de Andreu Palafox, otro era el del sanatorio Neothermas, y el tercero era un nombre de mujer. Felicia Dedéu. —El inspector hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Le resulta a usted familiar este tercer nombre, Su Excelencia?

El obispo Riera no varió su expresión malhumorada.

—¿Debería?

—Tal vez sí —respondió Reigosa—. En un principio pensamos que podía tratarse del nombre de la joven que yacía en el sarcófago de Santa Clara. Esa joven cuyo cuerpo ustedes enterraron ayer, y de la que hoy, por alguna razón, ya han tenido noticia los diarios. Todo el mundo, por cierto, parece extremadamente satisfecho con la idea de que esa pobre muchacha muerta pudiera ser realmente una doncella romana incorrupta. Enhorabuena.

El rostro del obispo se endureció un poco más todavía.

—Si ha venido a reprocharme algo, inspector…

—En absoluto, Su Excelencia. Ha hecho usted bien su trabajo. Nada que objetar por mi parte. —Reigosa ensayó una sonrisa conciliadora—. Le decía que en un principio pensamos que esa joven podía ser Felicia Dedéu. Luego supimos de la existencia de una paciente ingresada en Neothermas, una mujer que apareció hace un par de semanas en el convento de Santa Teresa, y pensamos que tal vez Felicia Dedéu fuera ella. Pero hoy, consultando los registros parroquiales, mis hombres han dado finalmente con el nombre.

—¿Y bien? —preguntó de nuevo el obispo Riera.

—Felicia Dedéu ha resultado estar siempre muy cerca de nosotros, Su Excelencia.

De usted y de mí. Aunque nosotros la conocíamos por otro nombre.

El anciano frunció el ceño, pero esta vez sus ojos dejaron entrever también algo de curiosidad.

—Yo no conozco a ninguna Felicia Dedéu —aseguró.

—En realidad, sí la conoce. Aunque usted la llama de otra manera. Tengo entendido que algunas personas religiosas, cuando toman sus hábitos, renuncian a su nombre seglar para señalar simbólicamente el inicio de una nueva vida. ¿Me equivoco?

El obispo Riera asintió lentamente.

—¿Quiere decir que Felicia Dedéu es una monja?

—Usted, Su Excelencia, la conoce como la madre Piedad. La madre superiora del convento de Santa Clara. —Reigosa se sacó del bolsillo interior de la levita el legajo que sus hombres habían desenterrado en el registro provincial—. El nombre de Felicia Dedéu quedó en su pasado cuando se convirtió en clarisa, pero estos papeles lo conservan. Y ahora yo me pregunto, Su Excelencia… ¿qué hacía el nombre de la madre superiora del convento de Santa Clara anotado en la tarjeta de un caballero inglés asesinado?

El anciano guardó unos segundos de silencio.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó al fin.

—Quiero hablar con la madre Piedad lo antes posible.

—Hablará con ella mañana.

—Preferiría…

—Ni hablar —interrumpió el obispo Riera—. No va a entrar usted en un convento femenino a estas horas de la noche para hacer preguntas inconvenientes. Venga usted aquí mañana a las nueve, e iremos los dos juntos a hablar con la madre Piedad.

Reigosa se guardó el legajo otra vez en el bolsillo y asintió resignadamente, pero con íntima satisfacción. No había esperado sacar nada mejor de aquel perro viejo.

—A las nueve en punto, Su Excelencia. Descanse.

El inspector salió del despacho y abandonó el palacio episcopal disfrutando de la sensación de que por fin comenzaba a tener algún control sobre la situación que se traía entre manos. Por un momento pensó en acercarse a la calle del Regomir e informar de sus novedades a Palafox, pero finalmente desistió. El anatomista, pese a su juventud, era un hombre de rutinas y horarios casi tan regulares como los de las monjas de Santa Clara; tampoco él agradecería una intrusión a aquellas alturas de la noche, aunque fuera para hacerle saber que el misterio de la Dama del Pozo comenzaba por fin a aclararse o, mejor dicho, a espesarse de una manera extrañamente iluminadora.

Mañana sería otro día, pensó Reigosa, y echó a caminar con paso ligero hacia su casa sin sospechar lo que estaba a punto de suceder.