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Aquilino Carrera acababa de guardar en su maletín los últimos papeles que había estado revisando mientras esperaba la hora de su entrevista con el señor Palafox cuando tres golpes secos resonaron en la puerta de su despacho. No tuvo ocasión de preguntar quién era; la puerta se abrió al instante, y por ella asomó una figura que le ahorró la necesidad de ensayar ninguna protesta.
La señora Daudí vestía aquella mañana, como de costumbre, el mismo uniforme de viuda perpetua que llevaba luciendo desde el día de la inauguración de Neothermas: falda negra hasta los pies, blusón azul marino, mantilla negra de encaje y una redecilla también negra que cubría su abundante pelo plateado. Un atuendo severo e invariable que en invierno ya resultaba algo siniestro, pero que a aquellas alturas del año, en pleno agosto barcelonés, provocaba además una instintiva compasión hacia la mujer que lo sobrellevaba.
Alguna vez, años atrás, el doctor Carrera había tratado de indagar las razones de aquel luto estricto que la gobernanta de Neothermas guardaba desde la década de 1820, cuando había enviudado de un calderero de la Ribera cuyo nombre nadie en el sanatorio parecía conocer. Pero lo único que había sacado en claro de aquellos intentos era que la señora Daudí tenía tan poca fe en los alienistas como en los confesores con sotana, y que desde luego no estaba dispuesta a cambiar sus ropas de viuda por la bata blanca que vestían las demás empleadas de la institución.
—Ha estado aquí el inspector Reigosa —anunció ahora, pronunciando el apellido y el rango del policía con una mezcla característica de obsequiosidad y de burla que Aquilino Carrera le conocía también desde el inicio de su relación—. He pensado que querría saberlo.
—¿Aquí?
—En la puerta. Por supuesto, no lo he dejado entrar.
—Se lo agradezco, señora Daudí.
—Pero hágase a la idea de que en una hora los tendrá a todos aquí dentro —añadió la mujer—. Y si no es la policía, serán los descontrolados que han tomado las calles. ¿Ha oído las campanas?
—Toque de queda —asintió el alienista, poniéndose en pie y recogiendo el maletín de encima de la mesa—. No se preocupe, la sangre no llegará al río. En esta ciudad, mal que nos pese, todos los fuegos acaban siendo de artificio.
La gobernanta de Neothermas ladeó la cabeza y esbozó un amago de sonrisa que, por infrecuente, pareció modificar completamente los rasgos de su rostro.
—¿Va a ver al señor Palafox? —preguntó—. Hablando de fuegos de artificio…
El doctor Carrera no pretendió entender la frase de su empleada.
—Que nadie nos interrumpa durante la próxima hora, por favor. Me bastará con la ayuda del señor Morel.
La señora Daudí arrugó la nariz al escuchar el apellido del recepcionista.
—Me temo que el señor Morel ha abandonado el barco, doctor —informó—. Las ratas suelen hacerlo cuando huelen a naufragio. No será una gran pérdida, en cualquier caso…
El doctor Carrera no dejó que su rostro reflejara el asombro y la inquietud que le había causado aquella noticia. Que el señor Morel, su único hombre de confianza en los últimos tiempos, hiciera dejación de sus funciones precisamente ahora… Con el maletín en la mano, el alienista llegó hasta la puerta del despacho e invitó a la mujer a salir con él al pasillo.
—¿Quiere decir que se ha marchado? —preguntó entonces.
—Lo he visto hace un rato bajando a la carbonera. Con el portón cerrado, ahí está la única salida del edificio. Y por la cara que llevaba, no creo que haya salido a dar un paseo…
—Pero no ha hablado con él.
—Tenía cosas mejores que hacer que hablar con un recepcionista incapaz —replicó la mujer con dignidad—. ¿Sabe que el señor Morel ha estado faltando últimamente a su trabajo de manera injustificada?
—He sido informado de ello, sí.
—Y en lugar de despedirlo, espera a que sea él mismo quien desaparezca cuando la cosas se ponen feas. —La señora Daudí chasqueó la lengua con audible desprecio—. Yo ya se lo advertí, ¿recuerda? Le dije que no debía contratar a un hombre como ese.
El doctor Carrera respiró hondo y se preguntó, no por primera vez, qué sería de aquella mujer a partir de mañana.
Qué sería de todos ellos a partir de mañana.
—Tenía usted razón, señora Daudí. No debería haber confiado en el señor Morel.
—Y sin embargo, tenía pensado contar con él para su experimento con el señor Palafox. Como si no dispusiera usted aquí de enfermeras y doctores entre los que escoger. ¿Quiere que…?
—No será necesario —se adelantó a responder el alienista—. El señor Palafox y yo solo vamos a tener una charla. Pero no quiero que nadie nos interrumpa. Y cuando digo nadie, quiero decir…
—Entendido, doctor —le interrumpió la mujer. Habían llegado al vestíbulo principal del sanatorio—. Cuente usted conmigo.
Al pie de la escalera, el doctor Carrera le agradeció a la señora Daudí su lealtad y su trabajo y la vio alejarse con paso desigual hacia la entrada.
Dos celadores seguían haciendo guardia junto al portón cerrado, y una enfermera solitaria lo observaba con expresión preocupada desde la boca del pasillo de ingresos.
El alienista rehuyó su mirada, y evitó también atender al rugido perfectamente audible de la multitud que había tomado la calle de la Canuda. Echó un último vistazo al vestíbulo desierto y respiró el olor familiar del aire de su propio sanatorio. Luego puso un pie en el primer peldaño de la escalera e inició el ascenso final hasta la tercera planta de Neothermas con la cabeza llena de dudas y de interrogantes que solo un hombre, a estas alturas, podría ser ya capaz de resolver.
Mauricio Morel acababa de deshacerse de su bata de empleado de Neothermas cuando oyó el disparo. Estaba en los sótanos del edificio, en una de las celdas en desuso que se alineaban a lo largo del corredor de servicio principal. La puerta de la carbonera se hallaba a pocos pasos de distancia, de modo que el disparo lo sobresaltó casi con tanta violencia como el descubrimiento que había hecho aquella mañana en la habitación de Andreu Palafox. Al oír el estallido, dejó caer al suelo la bolsa de lona que tenía en la mano y salió inmediatamente al corredor.
Lo que vio fue una extraña comitiva de siete personas encabezada, aún más extrañamente, por una de las enfermeras del sanatorio. Laura. La jovencita parlanchina y descarada a la que el doctor Carrera había puesto, Dios sabría por qué, a cargo del ala de pacientes especiales.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí?
Laura detuvo su marcha ante él y lo miró con parecida sorpresa.
—¿Qué hace usted aquí abajo, señor Morel?
—He preguntado yo primero, jovencita. —El recepcionista apartó la vista de Laura y recorrió, uno por uno, los rostros que se alineaban tras ella. Reconoció a tres de ellos—. Inspector —murmuró con voz dubitativa. Y volviéndose hacia la celda de la que había salido, dijo—: Si buscan al señor Palafox, el doctor Carrera acaba de llevárselo a su despacho.
Laura echó a caminar inmediatamente por el corredor en dirección a la escalera y el inspector, tras una pequeña vacilación, la siguió con paso ligero. Lo mismo hicieron los dos muchachos y el policía pelirrojo que iban tras él, a los que Morel no había visto nunca.
—¿Nos acompaña, señor Morel? —preguntó entonces Teresa Urbach, parándose con su padre junto a la puerta de la celda—. Puede que el doctor Carrera se sienta menos disgustado por nuestra visita si nos ve llegar en compañía de un empleado de confianza.
El señor Morel agitó la cabeza sin mirarla.
—Yo ya no trabajo aquí, señorita —dijo, recogiendo la bolsa de lona del suelo y cargándosela al hombro con un pequeño gruñido al tiempo que caía en la cuenta, con alguna sorpresa, de que era cierto: él ya no trabajaba allí—. Y si quiere volver a hablar con el señor Palafox, yo no perdería el tiempo conmigo.
La novelista endureció el rostro al escuchar aquello, y salió a toda prisa detrás de sus acompañantes. Su padre, en cambio, siguió plantado en la puerta de la celda con una expresión extraña en el rostro.
—Nos conocemos, ¿verdad? —preguntó por fin.
El señor Morel se volvió hacia la puerta y miró al hombre con tranquilidad.
—Yo lo conozco a usted, señor Urbach. Pero dudo que usted me conozca a mí.
Eliseo Urbach se mordió el labio inferior y sostuvo la mirada de su interlocutor durante algunos segundos. Luego agitó la cabeza.
—Disculpe —murmuró, y desapareció por el corredor con sorprendente ligereza.
El señor Morel aguardó a que el sonido de sus pasos se desvaneciera en el silencio de la carbonera, y entonces contó hasta diez y salió de la celda con la bolsa al hombro.