19
Las caras de los dos primeros agentes motorizados que llegaron a Wentworth Street me lo confirmaron: Marta tenía razón. La había jodido a base de bien. No hacía ni un minuto que la inspectora Kerby me había colgado el teléfono, y ahora estaba sentado sobre la tapa del contenedor de basuras con el móvil en la mano, la bolsa de lona ante mis ojos y la cabeza llena de ideas extrañas. Marta había desaparecido por Gunthorpe Street hacía menos de tres minutos, y su lugar lo habían ocupado ya cinco o seis curiosos que se habían reunido en torno a la bolsa y nos observaban en silencio a los dos, a la bolsa y a mí, con cara de no saber qué cara poner. La inspectora Kerby había escuchado en silencio la historia de cómo la bolsa había llegado esta vez a mis manos, y luego me había sugerido que no me moviera de donde estaba, que no me acercara a menos de tres metros de la bolsa y que fuera pensándome una historia mejor que contarles a ella y a sus hombres en comisaría, porque esta del coche y la conductora misteriosa no le valía. Los dos agentes aparcaron sus motos en la boca de Gunthorpe Street, se quitaron los cascos y los guantes, alejaron de la bolsa a los curiosos y empezaron a acordonar toda la zona con una de esas cintas de colores. A uno de ellos lo había visto en algún momento de la mañana en Hanbury Street, haciendo guardia en la manzana del número 29; el otro, más joven, muy repeinado, parecía recién salido de un episodio de Life on Mars. Ninguno de los dos me dijo nada: se limitaron a mirarme y a poner cara de “españolito de mierda, tenías que montar tu espectáculo a estas horas de la noche”. Al poco llegaron otros tres policías, dos en moto y otro a pie, y este último, un hombre de unos cincuenta años al que ya conocía de haberle visto rondar regularmente por el barrio durante los dos últimos años, se acercó a mí y comenzó a interrogarme en un tono que me pareció voluntariamente ofensivo. Ya conocía mi historia; todo el mundo parecía conocerla. Mi historia, mi identidad y quizás también el futuro que me aguardaba.
Los dos agentes que me acompañaron a comisaría no abrieron la boca en todo el trayecto. Vistas desde la parte de atrás del coche patrulla, sus nucas parecían tan gruesas y tan tensas como la nuca de un piloto de Fórmula 1. Me dejaron en la boca del aparcamiento subterráneo de la comisaría, y allí otro agente me recogió y me condujo por un laberinto de ascensores, escaleras y pasillos hasta la misma salita llena de luces y de espejos que ya había visitado el 31 de agosto. Tres agentes me tomaron las huellas digitales y me hicieron un par de fotos, me dieron a firmar varios papeles, me quitaron la chaqueta, el cinturón y los zapatos y vaciaron el contenido de mis bolsillos en una bandeja de aeropuerto. Sólo cuando me preguntaron si quería hacer alguna última llamada antes de que me retiraran el teléfono móvil, caí en la cuenta de que nadie sabía dónde estaba. Ni Paula, ni Gloria, ni Xavi, ni Fiona, ni mi jefe: nadie. Lo pensé unos instantes, y acabé llamando a Neville St. Claire. Le expliqué brevemente la situación y él me prometió que en menos de veinte minutos estaría allí. Luego los tres agentes se marcharon con sus papeles y sus fotos y con todas mis cosas y yo me quedé solo, preparando mi historia.
La inspectora Kerby llegó al cabo de veinte minutos. Dejó su chaqueta y su maletín sobre la mesa, me estrechó la mano con frialdad y se sentó frente a mí envuelta en un intenso aroma de almendras amargas. Tenía aspecto de no haber dormido más de tres horas seguidas en las dos últimas semanas; las ojeras le resbalaban desde los ojos hasta el borde mismo de sus pómulos y le daban a su cara un aire a la vez tristón, siniestro y envejecido. Llevaba el pelo suelto y despeinado, la blusa desmañadamente remetida bajo la falda pantalón y el pañuelo anudado al cuello con exagerada torpeza. Incluso sus manos parecían más débiles y huesudas que hacía un rato, aunque sus movimientos seguían siendo tan eléctricos y precisos como siempre. Apenas tres golpes de muñeca le bastaron para abrir el maletín, sacar de él una carpeta de color azul y esparcir sobre la mesa un puñado de fotografías del cadáver destripado de Manor Park. Las fotografías de las que Paula me había hablado por teléfono hacía ocho o nueve horas: las mismas que me aguardaban en casa, en el disco duro de mi ordenador, en «esa carpeta que tú y yo sabemos». La inspectora Kerby esperó a que yo las mirara una por una, y luego las recogió con idéntica agilidad, las guardó de nuevo en la carpeta y juntó sus manos bajo su barbilla como si estuviera disponiéndose a rezar un padrenuestro.
—Veamos —dijo.
—Ya se lo he contado todo por teléfono.
—Quiero oír la nueva versión.
—No hay una nueva versión. La historia es la que es.
La inspectora sonrió.
—Inténtelo, Santaella.
Me encogí de hombros y se lo conté todo de nuevo. Que había salido de las oficinas de Murder Trail Walks poco después que ella, sobre las ocho y media, y me había dirigido como siempre a coger el autobús ante la estación de Aldgate East dando un paseo por Whitechapel Road. Que al pasar ante Gunthorpe Street se me había ocurrido la malísima idea de subir dando un rodeo hasta Hanbury Street para ver qué ambiente se respiraba allí al cabo de todo un día de expectativas periodísticas frustradas. Que al llegar a Wentworth Street un Audi A2 de color negro que venía desde Brick Lane se había detenido a mi lado y una voz desde su interior me había preguntado si yo era Ikatz Santaella. Que, antes de darme ocasión de responder, la dueña de esa voz o tal vez un acompañante había abierto la puerta del copiloto, había arrojado algo a la calzada y entonces el coche había arrancado de nuevo y había salido a toda velocidad hacia Commercial Street. Que yo había visto la bolsa y la había llamado a ella para que se hiciera cargo de la situación. Y que, desde luego, no tenía la menor idea de qué significaba todo aquello, quién era la mujer del coche, cómo se las había apañado para dar conmigo en una calle por la que yo no debería haber pasado, por qué lo había hecho y, en definitiva, quién estaba intentando implicarme en algo con lo que yo nada tenía que ver.
Eso era todo.
—¿Está seguro?
—Sé que suena absurdo. Pero es la verdad.
La inspectora Kerby separó sus manos y asintió seriamente. Había escuchado todo mi discurso con la vista clavada en algún punto situado entre mi barbilla y mi labio inferior, y sólo ahora alzó la cabeza y me miró a los ojos.
—Pues entonces tenemos un problema —dijo.
—Sé que suena absurdo —repetí—. Podría inventarme mejores historias, en caso de querer mentirle. Pero esto es lo que ha sucedido.
La inspectora asintió de nuevo, y luego se reacomodó en su silla, hizo crujir sonoramente sus cervicales en una doble rotación de cuello y me anunció que toda aquella situación estaba comenzando a resultarle muy molesta. Realmente molesta. Molesta de verdad. Que incluso una persona tan empática y tan comprensiva y tan open-minded como ella tenía un cierto umbral de tolerancia hacia lo inverosímil, y que mi presencia recurrente en los escenarios del crimen rebasaba ya con mucho ese umbral y se acercaba tanto a lo delictivo que, con la ley en la mano, ahora mismo podría detenerme por obstrucción a la justicia, ocultación de pruebas y de datos, complicidad en hecho delictivo y una decena de cargos más. Que yo le gustaba, le parecía un buen hombre, le caía bien, pero que ya le estaba comenzando a hinchar los ovarios con mis historias inverosímiles y que a partir de ahora quería escuchar algo mejor que ese cuento de un coche fantasma que iba soltando bolsas con cadáveres a mis pies. Que una historia como esa podría valerme tal vez en España o en Italia o en algún otro de esos países tan divertidos “de por ahí abajo", pero no en Inglaterra. No en Scotland Yard. Porque todos en el departamento comenzaban a estar ya hasta los cojones de mí y de mis historias, y si todo lo que se me ocurría para encubrir mi más que evidente implicación en lo que fuera que estuviera pasando ahí afuera era decir que la conductora invisible de un coche misterioso había preguntado por mí y luego me había puesto un cadáver en las manos, entonces podía darme por jodido. Podía darme por realmente jodido. Porque aún no había nacido el varón que se riera de Dorothy Kerby. De Dorothy Kerby no se reía nadie, y menos un puto español de mierda que ni siquiera tenía los cojones suficientes para cometer por sí mismo los crímenes que planeaba. Y ahora Dorothy Kerby iba a venir a por mí. Iba a venir a por mí y me iba a cazar. Se iba a convertir en mi sombra, en mi némesis, en mi peor pesadilla. Se me iba a pegar al culo como un trozo más de mi mierda española y no iba a descansar hasta tenernos entre rejas a mis cómplices y a mí. ¿Lo había entendido?
—Y créame que lamento tener que hablarle de este modo —concluyó, incorporando su cuerpo sobre la mesa hasta rozar casi mi frente con la suya—. No es mi estilo, se lo aseguro. Pero usted se lo ha buscado.
Ahora pienso que fue aquí donde acabé de estropearlo todo. Justo en este instante. Cuando la inspectora puso su cara junto a la mía y se me quedó mirando fijamente a los ojos y yo, en lugar de defender mi inocencia, en lugar de decirle que nada de esto era necesario, que se equivocaba conmigo, que ni yo era un necrófilo asesino de yonquis ni ella era un personaje de Hill Street Blues, lo que hice fue tragar saliva y apretar los dientes y sostenerle la mirada sin parpadear. Esa fue mi estrategia: en lugar de olvidarme de no sé qué ideas que pudiera tener en la cabeza y decir toda la verdad, en lugar de explicarle a la inspectora qué hacía yo realmente en Wentworth Street cuando aquel Audi me encontró, le sostuve la mirada a la inspectora y me callé como un gilipollas.
No sé cuánto rato estuvimos así, ella mirándome y yo aguantando su mirada, los dos en un silencio perfecto. Sus pestañas rozaban mis pestañas, su frente rozaba mi frente, su pelo rozaba mi flequillo y lo aplastaba sobre mi cabeza —podía sentirlo— como un acto más de intimidación policial. Sus ojos me observaban sin concederse un solo parpadeo, y yo seguía callado como un gilipollas. Sin pedir justicia ni perdón ni lamentarme por mi mala suerte. Sin protestar por mi inocencia. Sin hablarle de Marta. La sintonía de un móvil Motorola comenzó a sonar en el interior del maletín de cuero de la inspectora, pero ella lo ignoró y siguió mirándome sin decir una palabra. Yo intenté imaginarme las caras de toda la gente que estaría siguiendo la escena desde el otro lado de los espejos que colgaban en las paredes de la sala, pero sólo conseguí visualizar la mancha azul del uniforme de Iberojet de Marta desapareciendo por Gunthorpe Street en mitad de un silencio igual de perfecto que el que ahora manteníamos la inspectora Kerby y yo. Y justo entonces, cuando Marta completó su huida en mi imaginación y la sintonía del móvil dejó de sonar, la inspectora apartó bruscamente su cara de la mía, se incorporó, recogió su chaqueta y su maletín y salió de la sala sin decir una palabra.
Me dejaron a solas unos quince minutos. Querían darme tiempo para pensar, supuse, pero enseguida comprendí que no quería hacerlo. No quería pensar. En nada. No quería pensar en por qué Marta me había llevado hasta Wentworth Street y luego había huido dejándome con un cadáver metido en una bolsa y una historia absurda que nadie me iba a creer. No quería pensar en cómo aquel coche me había encontrado en mitad del laberinto de calles de Whitechapel. No quería pensar en la voz que me había preguntado mi nombre, ni en su acento, ni en lo correctamente que había pronunciado mi apellido. No quería pensar en las fotografías que la inspectora me había enseñado, todas esas imágenes de una nueva yonqui muerta y destripada a las puertas de un cementerio. Pero, sobre todo, no quería pensar en Paula. No quería imaginármela entrando en mi despacho, encendiendo mi ordenador e introduciendo en él mi clave secreta, buscando por internet esas mismas fotografías, descargándolas una por una en mi disco duro y revisando luego su contenido encriptado en busca de nuevos motivos para volver a abandonarme. No quería pensar en su exposición, ni en sus vídeos y fotografías, ni en sus intervenciones televisivas, en el discurso incomprensible que brotaba de sus labios cada vez que un periodista le preguntaba por el sentido de su obra. No quería pensar en Paula, pero eso precisamente era lo que estaba haciendo cuando se abrió la puerta y entró en la sala uno de los agentes que me habían tomado las huellas y me habían vaciado los bolsillos.
Traía la bandeja con mis zapatos, mi cartera, mi móvil y mi cinturón; las únicas cosas que faltaban eran mi copia del Folleto del Terror de Murder Trail Walks y mi agenda con los horarios de visita del día, pero no me molesté en protestar. El agente tenía más o menos la edad de Paula, y se parecía vagamente a ella: la misma piel morena, los mismos ojos grandes y negros, el mismo pelo castaño cuidadosamente desordenado. Aguardó a que me pusiera los zapatos y el cinturón y a que comprobara que todo estaba en orden dentro de mi cartera, y luego me invitó a seguirle con un gesto hasta la siguiente estación de mi noche. Recorrimos de nuevo un pequeño laberinto de escaleras y pasillos y acabamos en una especie de gran sala de espera en la que había tres largas hileras de asientos de plástico ocupados casi en su totalidad por varias decenas de hombres y mujeres y algún que otro niño con aspecto de llevar allí encerrados un montón de horas.
En el extremo de una de esas hileras estaban sentados Elmer Thompson y Neville St. Claire.
—¡Ikatz, cariño! —gritó Elmer en cuanto me vio entrar en la sala, y al cabo de tres segundos estaba dándome el abrazo más intenso y más cerrado que nadie, hombre o mujer, me haya dado en mi vida. Llevaba puestos unos tejanos lavados a la piedra, unas zapatillas de deporte y una sudadera blanca con el logotipo de no sé qué universidad americana, y parecía recién salido de un anuncio de Tommy Hilfiger rodado en clave gerontófila por Todd Solondz—. ¿Estás bien?
—Perfectamente. Siento haberos hecho venir a estas horas, pero...
—Tonterías, tonterías. —Elmer me soltó y se volvió hacia el agente que me custodiaba—. ¿Nos lo podemos llevar ya, o piensan joderle aún un poco más?
El agente no se molestó en responder. Me señaló con un golpe de barbilla uno de los pocos asientos que quedaban libres en la sala, y luego se dio media vuelta y desapareció por el mismo pasillo que nos había traído hasta aquí.
—Siéntese, Santaella —tradujo St. Claire, y dio dos palmaditas en el plástico verde del asiento vecino al suyo.
—De verdad que lo siento —repetí, obedeciendo—. He pensado que usted podría...
Tampoco él me dejó terminar.
—Ha hecho bien —dijo, con esa sequedad profesional un tanto cortante que suele reservar para sus sesiones dominicales de caza menor en la sucursal de Christie’s de Old Brompton Road—. Y ahora cállese y no abra la boca hasta que yo se lo diga. ¿De acuerdo?
También el aspecto de Neville St. Claire era profesional y cortante: cabeza repeinada, mejillas rasuradas, gemelos de oro y brillantes y el traje de lanilla gris más señorial de todo su guardarropa. La clase de hombre que quieres tener a tu lado cuando una inspectora de Scotland Yard acaba de amenazarte con pegarse a tu culo y convertirse en tu peor pesadilla. Agaché la cabeza y asentí con sumisión: ni una palabra hasta que él no me lo ordenara.
* * *
Eran más de las doce cuando Elmer detuvo su viejo Austin en Evelyn Gardens y se bajó de él para dejarme salir por la puerta del conductor. Sólo había una luz encendida en toda la fachada del número 36, y era la de nuestro comedor. Comprobarlo fue un alivio y a la vez una causa renovada de inquietud. Subí uno a uno los ciento quince escalones que conducen hasta el ático, entré en casa y descubrí que Paula estaba esperándome en el sofá, viendo una reposición de Colombo en el televisor sin voz y escuchando un disco de Beth Orton. Estaba en pijama, tenía el pelo húmedo y aplastado sobre la frente y parecía a la vez recién levantada y lista para irse a dormir. Hacía algo más de una hora que la había llamado desde la sala de espera de comisaría, y la tranquilidad con la que había encajado entonces mis novedades no me había gustado en absoluto. Ahora, el abrazo que me dio a modo de bienvenida fue mucho más breve y menos intenso que el de Elmer, pero luego me cogió del cinturón, me sentó a su lado en el sofá y me dio un par de besos tan largos y húmedos que me empalmé al instante.
—Así que encuentras otra bolsa con huesos, te llevan a comisaría para interrogarte, te acusan de varios asesinatos y tú, en lugar de informar de todo ello a tu novia, llamas a dos viejas mariconas para que vayan a sacarte las castañas del fuego —resumió la situación al cabo del segundo beso, sentándose a horcajadas sobre mis muslos y procediendo a desabrochar uno por uno los botones de mi camisa de Guía del Terror—. Estupendo.
—He pensado que St. Claire podría...
—No quiero escucharlo.
Paula me desnudó por completo antes de deshacerse de la parte inferior de su pijama, y sólo entonces volvió a besarme: un largo minuto de silencio incómodo y forzado que, de algún modo, me dio la medida exacta de la situación en la que nos encontrábamos. Lo comprendí mientras hacíamos el amor allí mismo, en el sofá, frente al televisor encendido, torpes y rutinarios como una vieja pareja de católicos practicantes: Xavi tenía razón. Amaba a Paula. Me jodía su triunfo. Y yo tampoco le daba más de un par de meses a nuestra relación.
* * *
La carpeta en la que Paula había guardado las fotografías de la yonqui muerta de Manor Park estaba rotulada con el nombre de “Dahlmann”. Contenía quince imágenes, y estaba guardada a su vez dentro de la carpeta más cuidadosamente encriptada de todo mi disco duro. Lo descubrí esa misma noche, al cabo de nuestro triste encuentro en el sofá, mientras Paula se duchaba de nuevo para quitarse mi sudor y mis olores de encima y yo, encerrado en mi despacho, comenzaba a buscar respuestas para unas preguntas que aún no sabía ni siquiera cómo formularme. Lo primero que comprobé fue que todos mis documentos estaban todavía ahí. Los vídeos, las fotografías, las capturas de páginas web: todo lo que había sobrevivido al escrutinio de Paula aquella noche del Royal Albert Hall. La historia especular de mi vida en Londres: el minucioso archivo documental de la persona que no soy. Comprobé que nada había desaparecido, que todo estaba en su sitio, que cada pieza de mi vergonzoso antidiario seguía estando ahí. Y entonces abrí la carpeta de Paula, “Dahlmann”, me puse a mirar sus fotos y comencé a comprender. Mientras el agua caía sobre el cuerpo de Paula a dos tabiques de distancia y limpiaba mis manchas de su piel, yo observé una por una las fotografías de la yonqui muerta y me detuve en la última de todas. Una foto más del mismo cadáver destripado, pero, lo supe al instante, diferente por completo a todas las demás. Los ojos abiertos, el cuello y el vientre rajados, la cabeza casi desprendida. La montaña de intestinos junto al hombro, sobre el suelo, azulados o verdosos o no sé de qué color. Amplié la fotografía hasta el límite de su resolución, la hice girar sobre sí misma, recorrí con el cursor cada uno de sus detalles, y entonces, justo cuando el agua dejó de correr por las viejas cañerías del apartamento, empecé a notar en la espalda un frío que me atravesaba la piel, la carne y los huesos y se me metía hasta lo más profundo del corazón.
Al cabo de cinco minutos, ya había guardado esa fotografía en un pen-drive y en la memoria de mi mp4 y había borrado para siempre todo —todo— lo demás.