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El 16 de agosto, un comité de expertos en informática y en videotecnología constituido a petición de una asociación de víctimas hispanas del 11-S había dictaminado que, hasta donde ellos alcanzaban a comprender, el vídeo de los artistas salvajes era real. Que las imágenes no habían sido modificadas digitalmente. Que los rostros reales ya identificados de los pasajeros fallecidos en aquel avión no habían sido añadidos en forma alguna a la grabación. Que de acuerdo a la tecnología presente, y aun a la futura imaginable, lo que allí se veía era —tenía que ser— lo que allí había sucedido. Y que ni siquiera el problema de la supervivencia de la grabación al impacto del avión contra la torre, último recurso al que se aferraban ya los escépticos, era tal problema en realidad: con la tecnología existente en 2001, la transmisión en tiempo real de las imágenes filmadas dentro del avión a un receptor situado en tierra no suponía, en absoluto, una proeza irrealizable. El 18 de agosto, un fontanero de Milwakee había confirmado que el último de los pasajeros pendientes de identificación en el vídeo era su hermano, Randy Holcomb, fallecido a las 8:46 de la mañana del 11 de septiembre de 2001 entre la chatarra del vuelo 11 de American Airlines. El 20 de agosto, la investigación de dos reporteros del New York Times había desentrañado los movimientos de Michael Clarke —el secuestrador pelirrojo del vídeo— durante sus tres últimos meses de vida, y lo había situado en un hotel de Salou en las mismas fechas de julio de 2001 en que Mohamed Atta —el piloto que estrelló el primer avión contra la Torre Norte del World Trade Center— se había reunido en ese mismo pueblo de Tarragona con otro alto mando de Al-Qaeda, Ramzi Binalshib, para concretar la fecha y los últimos detalles del ataque. El 22 de agosto, los servicios informativos de la BBC habían establecido una relación entre varios de los suicidas televisados del verano a partir de lo que Neville St. Claire ya había observado dos semanas y media antes que ellos: la presencia, en sus historias artísticas, de una performance consistente en alguna variación más o menos violenta sobre el tema “descompresión de un cosmonauta ruso”. El 24 de agosto, la Tate Modern había colgado en su vestíbulo de entrada una reproducción de la misma fotografía de las Torres Gemelas al borde del impacto, con la inscripción “ART ATTACKS” en su parte superior derecha, que decoraba la sala de los rollos de papel higiénico rosas de la OAA; el cuadro había tardado cinco minutos en ser retirado, y había dado lugar a una investigación interna aún en marcha que ya se había cobrado el puesto de trabajo de al menos tres personas. El 26 de agosto, horas después de la clausura temporal de la OOP-ART Academy, Gordon Brown había anunciado en rueda de prensa que la cada vez más evidente conexión inglesa de todo este asunto sería investigada, desentrañada y castigada del modo ejemplar que sin duda merecía. El 27 de agosto, Banksy o un discípulo de Banksy —Paula no estaba ahí para confirmármelo— había dibujado, sobre una de las arcadas del puente de Westminster, a Gordon Brown con el vientre cubierto de cartuchos de dinamita, montado en una bicicleta y a punto de estrellarse contra el edificio de la Tate mientras una pareja de monos con las caras de George Bush y Nicolas Sarkozy le jaleaban con entusiasmo. El 28 de agosto, en Hammersmith, una pareja de policías metropolitanos habían reducido a una mujer de unos treinta y cinco años que estaba a punto de cortarse el cuello ante una cámara de vigilancia de CCTV. La mujer iba tatuada de los pies a la cabeza con símbolos orientales, estaba tan delgada como una modelo heroinómana de Calvin Klein y llevaba puesta una de esas camisetas con el logotipo de la OOP-ART Academy que Paula suele ponerse cuando toca hacer limpieza general en casa. Apenas había forcejeado con los policías: se había dejado encañonar absurdamente por el más joven de los dos, le había tendido el cuchillo al otro, se había dejado esposar y meter en el coche patrulla entre una nube de curiosos y de teléfonos móviles que todo lo registraban y sólo había abierto la boca para decir a voz en grito que no iba a decir nada. Las noticias del día siguiente la señalaban como la primera sospechosa —o cómplice, o testigo, o lo que fuera— con vida con que contaba la policía de cualquier país para avanzar en sus investigaciones. El 30 de agosto, una inspectora de Scotland Yard que no era la inspectora Kerby había resumido en rueda de prensa el estado de las investigaciones sobre la trama salvaje del 11-S con la genial frase «en punto muerto, pero avanzando»; ese mismo día, a las cinco de la tarde, la mujer detenida en Hammersmith se había suicidado clavándose dos veces en el cuello la pluma estilográfica que aún sostenía en su mano el inspector que la estaba interrogando.

* * *

Paula ya no estaba en casa cuando me desperté. Eran las siete y diez de la mañana del domingo 31 de agosto. Me duché, me vestí y comprobé que no había ninguna nota en la nevera ni en la mesa del comedor. Puse el televisor y busqué las noticias de la BBC. Un plano general de South End Green, con la gran mole de ladrillo de la Academia erguida tras su tapia como un escenario de cuento de fantasmas de M. R. James, y luego un primer plano de su directora defendiendo en una rueda de prensa la ausencia de responsabilidades legales de la OAA con respecto a las acciones que, a título personal y sin apoyo alguno de la institución, hubieran podido llevar a cabo algunos de sus estudiantes y/o empleados. Apagué el televisor. Salí al recibidor, cogí mi cartera y las llaves de la repisa y me miré al espejo antes de abrir la puerta.

La cara de Borges apareció sobre mi hombro izquierdo.

—Estuvo bien lo de anoche —dijo.

—¿Usted cree?

—Pero debería desinfectarse esas heridas. —Estaba sonriendo. Una sonrisa de viejo verde, o de fantasma juguetón—. Las mujeres, ya sabe, pueden transmitir ciertas enfermedades...

Me acerqué un poco más al espejo. Los dientes y las uñas de Paula habían dejado en mi piel un rastro de rasguños morados y cicatrices abiertas que parecían arremolinarse con especial intensidad alrededor de mi mentón y mi mejilla izquierda.

—No se preocupe —dije—. Paula está vacunada.

—Deberían haberse visto ustedes —dijo él—. No había visto nada igual desde una noche de 1927, en el Bajo de Belgrano.

—¿No se supone que es usted ciego?

Borges amplió su sonrisa.

—Conserve usted a esa muchacha, Santaella —dijo, comenzando a girar su cuerpo hacia la puerta del comedor—. No hay muchas que encajen los golpes como ella.

Lo vi desaparecer pasito a pasito bajo el quicio de la puerta, hasta que ya no quedó nada de él. Comprobé que mi cartera seguía en mi bolsillo, y luego me eché un último vistazo en el espejo, apagué la luz del recibidor y salí del apartamento meditando sobre los extraños efectos que la muerte produce sobre nosotros.

No había un alma en Evelyn Gardens, ni tampoco en Fulham Road.

Las heridas de la cara me escocían, y las del pecho aún más. Recordé el brillo de los dientes de Paula, el olor extraño de su cuerpo, el sabor de su saliva, y por un instante me pregunté si Borges no tendría razón. Si Paula no habría cogido algo extraño al contacto con los materiales con los que trabajaba en su estudio de Mornington Crescent. Me monté en el autobús pensando en ello: morir de una enfermedad transmitida a mordiscos por Paula. Una muerte extraña. Y romántica, tal vez.

El tráfico era fluido, como todas las mañanas de domingo. Me bajé del autobús en Trafalgar Square, caminé unas decenas de metros hasta el Strand y allí, ante la puerta del mismo Subway en el que habíamos cenado la noche del sábado Fiona y yo, cogí al vuelo uno de los viejos autobuses con entrada trasera que aún hacen la ruta hasta Tower Hill. Éramos cinco hombres en la planta superior, contando a un tipo negro con pinta de revisor camuflado y descontando a un niño que no me quitaba el ojo de encima. En la portada del Sun que había abandonado bajo mi asiento, la cara del hermano recién suicidado de Alison Durham ilustraba el siguiente titular: “OTRA NUEVA VÍCTIMA DEL 11-S”. Me bajé del autobús frente a la Torre de Londres, y subí a pie hasta Whitechapel High Street. Apenas había gente en la calle, y la que había no parecía estar del todo allí. Tiendas cerradas, bares cerrados, terrazas sin montar... Caminé en dirección este tratando de recordar a cuántos hombres y mujeres había visto apuntándose a la boca o a la sien con una pistola en las portadas de los diarios ingleses durante las cuatro últimas semanas. Artistas japonesas, squatters holandeses, jugadores de criquet, concursantes de Gran Hermano... El catálogo de rostros era limitado; el número de portadas dedicadas a ellos, en cambio, tendía a infinito; al llegar a la esquina de Court Road me di por vencido. Atravesé el pequeño puente cubierto y salí a la plaza de la Old School. Rodeé la fila de vehículos en batería, me detuve ante la puerta cerrada del Whitechapel Sports Centre para encender un cigarrillo y, con él en la boca, alcancé Durward Street.

Eran las ocho y media de la mañana del 31 de agosto: la misma fecha, el mismo lugar, ciento veinte años y cinco horas después.

MARY ANN NICHOLS ROW, 1845-1888”, decía como siempre la inscripción pintada en tiza sobre el muro norte de la Old School, justo en el lugar donde fue hallado su cuerpo. La primera víctima no discutida de Jack el Destripador. La alcohólica y desahuciada Polly Nichols, convertida en parte de la Historia por la gracia del cuchillo de un maníaco asesino. Me detuve ante las letras blancas perfiladas sobre el muro de ladrillo y expulsé una bocanada de humo sobre cada una de ellas en honor de la vieja prostituta destripada.

Sólo al concluir con la S reparé en la bolsa de lona que había justo ante mis pies.

* * *

El primer coche patrulla llegó a Durward Street apenas cuatro minutos después del final de mi conversación con la inspectora Kerby. Para entonces, ya se me habían unido en la custodia de la bolsa una pareja de ancianos, un vigilante de seguridad y dos jovencitas. Yo no estaba nervioso, ni asustado, ni más inquieto de lo habitual. En realidad, ni siquiera estaba especialmente sorprendido: en mi cerebro, el hecho incomprensible de haber vivido ya aquella situación hacía tres semanas en Gunthorpe Street servía, en todo caso, para paliar la extrañeza del momento, no para multiplicarla. La inspectora Kerby, por su parte, había aceptado la noticia con la misma naturalidad con que yo la estaba viviendo. Apenas había hecho preguntas: me había escuchado en silencio, había tomado nota del lugar exacto del hallazgo, se había disculpado varias veces por no poder acudir ella en persona a hacerse cargo de la situación y, tras una pequeña deliberación con varias voces masculinas ininteligibles, había prometido enviarme cuanto antes al agente Howard y a algún otro de sus hombres. Luego me había recordado que el agente Howard era el policía negro que me había acompañado la vez anterior a comisaría, se había despedido de mí con un “hasta luego” pronunciado en castellano de Benidorm y había colgado.

—Ya están aquí —dijo una de las chavalas, la más joven de las dos, señalando con el dedo al coche de policía que se acercaba por la boca este de Durward Street. Estaba sentada en el suelo, junto a la bolsa, la espalda apoyada contra el muro y las piernas recogidas contra el pecho, en una postura de colegiala descuidada que dejaba a la vista cada detalle de la tela azul de sus braguitas—. ¿Qué hacemos?

—Yo que tú me iría levantando —le respondió el vigilante de seguridad.

Los primeros en unírseme en la vela del cadáver habían sido los dos ancianos: un hombrecito calvo y encorvado, muy moreno, que parecía español y aun andaluz pero no era ni una cosa ni la otra, y una mujerona recia y ancha como un monovolumen que le tenía cogido del brazo como un alguacil a su preso. Habían aparecido en la calle desde alguna de las muchas puertas del edificio de Murder Trail Walks mientras yo hablaba por teléfono con la inspectora Kerby. Se habían acercado a mí entre cuchicheos y miradas llenas de avidez, y habían aguardado a que colgara para preguntarme si aquella bolsa de lona que tenía ante las puntas de mis pies era lo que parecía ser. Luego había llegado un vigilante uniformado del Whitechapel Sports Centre, un tipo de mi misma edad pero más alto, más ancho y mucho más musculado que parecía haber olido desde su garita de guardia la presencia del cadáver y las diversiones que de él podían derivarse y había venido a hacerse cargo de la situación. Y al momento habían aparecido por la esquina de la Old School dos chavalas con pinta de putitas del este —faldas cortas, medias de rejilla, escotes abismales y una cierta sordidez escarmentada en la mirada— que volvían de fiesta o tal vez de trabajar y que habían parecido encantadas de toparse con un modo tan peculiar de rematar su larga noche de sábado. La cara con que las vieron llegar los dos ancianos y el cordón sanitario que establecieron al instante en torno a ellas me sugirió que no era yo el único en hacer cábalas sobre su profesión. Las dos chavalas hablaban un inglés con sabor a vodka y a orejeras, y tenían esa clase exacta de belleza que hace salivar a Xavi ante la pantalla de su ordenador. La más joven me concedió dos minutos y medio de su atención antes de sentarse junto a la bolsa y enseñarnos las interioridades de su indumentaria. La mayor tenía en el cuello un cardenal casi tan bueno como cualquiera de los míos. Lo observé justo cuando el coche plateado de la Policía Metropolitana se detuvo con un gemido animal ante la verja del Tower Hamlets City Learning Centre, y ya no pude hacerle ningún comentario al respecto.

—¿Aikatz Seint’ela? —preguntó, más o menos, el primer policía que se bajó de él.

—Soy yo —dije, y me acerqué a recibirle con la mano tendida—. Ikatz Santaella. ¿Ha hablado con la inspectora Kerby?

El agente asintió levemente con la cabeza, se detuvo a cinco metros de la bolsa y de la chavalita yacente y me estrechó la mano con palpable desgana. Sus ojos recorrieron mi cara, mi cuello y el resto de mi cuerpo y parecieron tomar nota mental de un montón de cosas. Luego se volvieron hacia la chavala, que dibujó una sonrisa invertida en su boca y se levantó del suelo palmeándose el culo y estirándose la falda.

El policía gruñó y me miró de nuevo.

—El agente Howard llegará en seguida —dijo al cabo de un rato extremadamente largo. Era un hombre de unos cuarenta años, pequeño y delgado, con pinta de cualquier cosa menos de agente de Scotland Yard—. Está en camino.

—Estupendo —murmuré. Y luego me volví hacia mi derecha y señalé lo evidente—: Ahí la tienen.

El agente asintió de nuevo, se acercó a la bolsa y aguardó a que su compañero se bajara del coche y llegara a su lado para acuclillarse ante ella. Hablaron algo entre ellos en una jerga que me resultó incomprensible, y luego el recién llegado levantó la cabeza y me miró desde el otro lado de sus gafitas a lo Jarvis Cocker.

—¿Ha tocado la bolsa? —preguntó.

Los dos conocíamos la respuesta.

—La he abierto.

—Muy inteligente por su parte —dijo el segurata del centro de deportes.

—Pensé que debía asegurarme antes de llamar a la inspectora Kerby. Pensé que tal vez se tratara de una broma.

Ninguno de los dos agentes hizo ningún comentario. El de la gafas se levantó, se sacó un teléfono del bolsillo y pulsó una única tecla antes de llevárselo al oído. El otro permaneció agachado ante la bolsa, las manos sobre las rodillas y los pies torcidos hacia el interior, inspeccionando las particularidades del pavimento que la rodeaba.

—¿Ha movido la bolsa? —preguntó, más o menos a la vez que sus ojos se posaban en la colilla aún fresca de un Lucky Strike.

—Está justo donde estaba —respondí—. Y la colilla es mía. Estaba fumando cuando he visto la bolsa, y no he pensado...

El segurata resopló a diez centímetros de mi oreja izquierda, se dio media vuelta y comentó algo con el anciano. La enorme mujerona de éste soltó una risita sorprendentemente infantil y me miró con cara de ancianita benigna.

El agente de las gafas se guardó otra vez su teléfono y se dirigió a su compañero.

—La inspectora —dijo—. Algo interesante.

Ni él añadió más ni el otro agente preguntó nada. Me sorprendí añorando a la inspectora Kerby: oír su voz por teléfono hacía un rato me había hecho recordar lo mucho que me había gustado ir sabiendo de ella por los medios a principios de mes, cuando el asunto de la bolsa de Gunthorpe Street aún no había sido engullido por el vídeo de los artistas salvajes.

—¿Relacionado con esto? —pregunté.

Ninguno de los dos agentes me respondió.

—¿Y usted? —preguntó el agente pequeño y delgado, mirando a la chavala que había estado sentada junto a la bolsa—. ¿La ha tocado?

—Yo no soy tonta.

La chavala se llamaba Alexia, estaba por cumplir los diecinueve años y tenía un teléfono móvil sospechosamente fácil de memorizar que me había dado mientras aguardábamos la llegada de la policía. Su amiga tenía un par de años más que ella, y, además del cardenal en el cuello, lucía unos ojos tan llenos de pinturas de guerra que podías imaginarte golpeándolos una y otra vez sin dejar marca alguna en ellos. Las dos eran rusas, rubias y atractivas de ese modo un poco triste en que resultan atractivas las actrices sin talento. A pesar de la sonrisa del agente de seguridad, no me di por aludido. Saqué el paquete de tabaco, cogí un cigarrillo y me lo dejé en la boca sin encender. Una madre y un niño torcieron por la esquina de la Old School, miraron durante unos segundos la escena que componíamos los policías, los curiosos y la bolsa de lona y se dieron la vuelta enseguida. Encendí el cigarrillo, le di una calada y se lo ofrecí a la chavala del cardenal.

—Vaya, gracias —dijo.

Un segundo coche patrulla entró por la boca este de Durward Street y fue a aparcar tras el primero. Éste sí traía las luces encendidas. Cuando la chavala me devolvió el cigarrillo, su boquilla sabía a una mezcla de las boquillas de todos los cigarrillos que alguna vez he compartido con Paula, con Fiona, con Gloria y con alguna que otra mujer más. El sabor de seis mujeres en una.

—Guau —dijo, volviéndose hacia su amiga—. Esto ya parece una reunión de policías.

—Qué ingeniosa —dijo el segurata, mirándola como si ya se la hubiera follado un par de veces y ahora sólo le quedara despreciarla.

—Y tú qué gilipollas —dijo la otra chavala.

Los dos ancianos se miraron entre sí y pusieron cara de querer marcharse de allí y no saber cómo hacerlo. Están ustedes jodidos, me hubiera gustado decirles: siguiente estación, comisaría. Una buena lección para el futuro: la próxima vez que salgan de casa y vean algo raro en el suelo, dense media vuelta y enciendan el televisor.

—Habló la puta.

El segurata hizo con las manos y la boca un gesto que supuse indecente. Las dos chavalas alzaron a la vez sus dedos corazones e hicieron la pantomima —lo supuse también— de metérselos al tipo por el culo. Me gustaban, decidí: me gustaban mucho. Pero entonces reconocí a través del parabrisas del coche recién llegado la negra cara de inglés de tercera generación del agente Howard y me olvidé por completo de ellas.

A falta de la inspectora Kerby, ver al agente Howard me alegró tanto como reencontrar a un viejo compañero de escuela.

—El agente Howard —dije yo, dirigiéndome a nadie en particular—. Le conozco.

El segurata recibió la información con un “ajá” y un arqueamiento de la ceja izquierda.

—Vaya —dijo.

—Yo encontré el anterior cadáver —añadí—. En Gunthorpe Street.

Esto pareció interesarle más. A él, a las chavalas, al matrimonio de ancianos y al policía de las gafas, que detuvo su incipiente amago de ir a acercarse al coche del agente Howard y se me encaró de un modo ligeramente intimidante.

—¿Usted es el tipo de las rutas del Destripador? —preguntó.

Asentí con la cabeza y señalé hacia el gigantesco edificio de ladrillo que se abría ante nosotros.

—Mi oficina está aquí —dije—. En este edificio. Tengo... Es decir, tenía una visita guiada con un grupo de españoles a las diez. Por eso estoy aquí.

—Vaya con el español —dijo el segurata, mirándome con un nuevo respeto en los ojos.

—Joder, mola —dijo la chavala más joven, mirándome como si acabara de convertirme en el personaje más interesante de la noche londinense.

Me encogí de hombros, le sonreí a ella y a su amiga y procuré evitar en lo posible la mirada del agente de las gafas, que parecía haber puesto a funcionar a pleno rendimiento los mecanismos de su cerebro de servidor de la ley.

—Ikatz Santaella —dijo al cabo de unos segundos, pronunciando mi nombre y mi apellido más correctamente de lo que Paula jamás lo ha conseguido—. Ahora le recuerdo.

—¿Estuvo en Gunthorpe Street?

—Me encargué del papeleo correspondiente. —El hombre se me quedó observando en silencio, los ojos muy abiertos y relucientes al otro lado del cristal. La mirada de un policía que sopesa la posibilidad de haber capturado sin quererlo al mismísimo Jack el Destripador—. Mucho papeleo —dijo al fin.

Asentí con gravedad: lo imaginaba, sí. Mucho papeleo. Luego me volví hacia el coche patrulla recién llegado y vi cómo el agente Howard se bajaba de él y empezaba a charlar animadamente con el otro agente. Sus miradas no se volvieron en ningún instante hacia mí. Eso era bueno, supuse. O, cuando menos, no era malo del todo.

—¿Tú has encontrado las dos bolsas? —me preguntó entonces el vigilante de seguridad, devolviéndome la conciencia de mi nueva posición de objeto de la misma curiosidad que hasta entonces había despertado la bolsa de lona—. ¿Por casualidad?

—Suena extraño, ¿verdad?

El tipo sonrió con todos sus dientes. Sus ojos seguían clavados en mí, pero ahora el respeto que creía haber visto antes en ellos comenzaba a parecer más bien otra cosa. Algo a mitad de camino entre el colegueo delincuente y la sugerencia prechantajista.

—Si yo fuera policía, te detenía ahora mismo.

Por fortuna, el agente Howard llegó a mi lado antes de tener que pensar en serio en cómo replicar a esto.

—Santaella —dijo, tendiéndome la mano y amagando una sonrisa—. Nos volvemos a encontrar.

—Agente Howard... —Le estreché la mano con firmeza y, al igual que la primera vez, me alegré de no ser culpable de nada que mereciera la atención de la policía. Tener por enemigo a un tipo como el agente Howard no debía de resultar una experiencia agradable—. Ha hablado con la inspectora Kerby, supongo.

—La inspectora está ocupada con otro asunto —dijo, echando un vistazo a su alrededor y memorizando visiblemente todo cuanto allí había por ver: desde la bolsa de lona hasta la inscripción en memoria de Mary Ann Nichols; desde las tetas de las dos rusitas hasta la disposición general de Durward Street—. De momento, tendrá que conformarse conmigo.

—Será un placer —aseguré.

—Deme dos minutos y estoy con usted.

El agente Howard se retiró a deliberar con sus tres compañeros junto al primero de los coches patrulla, y yo me volví hacia Alexia y sonreí lo mejor que pude.

—Un buen tipo —dije.

—Y tú un tipo con suerte. Dos muertas en menos de un mes.

Sí, no estaba mal. Una estadística curiosa.

—Suena extraño, ¿verdad? —repetí.

La compañera de Alexia sonrió de esa forma en que sonríen las putas de Hollywood cuando les piden según qué cosas.

—Extraño —dijo, cogiéndome el cigarrillo de la mano. No sólo su aliento: todo su cuerpo olía a alcohol. A alcohol y a sudores varios y a humos legales e ilegales—. Es una forma de definirlo, sí.

Me devolvió el cigarrillo, y yo me apresuré a llevármelo a la boca y lamer su boquilla. También ella me había dicho su nombre, pero ya no lo recordaba.

—Cuestión de suerte —dijo, sonriéndole a Alexia—. ¿No?

—¿Se te ha resistido mucho? —preguntó entonces el segurata.

—¿Perdón?

—Al meterla en la bolsa. —El tipo me señaló la cara. No sonreía—. Cuando las descuartizas suelen resistirse, ¿no?

—Qué gracioso —dijo la chavala de los cardenales—. ¿A ti te dejan llevar armas de fuego?

—¿Y a ti te dejan ir por ahí contagiando el sida a quien te sale de los ovarios?

La anciana se llevó la mano a la boca y cerró los ojos. Por fortuna, el agente Howard regresó antes de que la chavala pudiera llevar a cabo el movimiento de embestida que la tensión de todos los músculos visibles de su cuerpo parecía presagiar.

—Ya sabe lo que toca —me dijo—. Mis compañeros se ocuparán de esto. —Y luego, volviéndose hacia mis cinco compañeros de escena del crimen, añadió—: Tengo que pedirles que me acompañen a comisaría. Necesitamos sus declaraciones. Será sólo un rato. ¿De acuerdo?

La cara que pusieron las dos chavalas me lo acabó de confirmar: por cincuenta o sesenta libras, toda la carne y la experiencia de Alexia y de su amiga podrían estar a mi disposición durante un par de horas. Era bueno saberlo.

—No os preocupéis —les dije en voz baja, echando a caminar hacia los coches patrulla—. Es sólo una formalidad.

Ninguna de las dos me respondió: antes de terminar la frase, ya habían echado a correr Durward Street abajo con sus falditas, sus tacones y toda la sordidez de sus vidas de inmigrantes a cuestas.