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Las primeras referencias en prensa a la bolsa con el cadáver aparecieron esa misma tarde en los dos diarios gratuitos vespertinos, el London Paper y el London Lite. Algo habían dicho ya en las noticias del mediodía de la BBC, pero la información había sido tan breve, y se había colado tan de pasada entre el resumen de los sucesos del día, que incluso a mí me había costado relacionarla con el asunto de Gunthorpe Street. Los diarios estaban sobre la mesa del comedor cuando Paula y yo salimos del cuarto de baño, junto a una bolsa de brioches recién horneados y un corazón negro dibujado a lápiz sobre un pósit: uno de esos detalles que hacen de Gloria la amiga lesbiana que toda pareja debería tener. También estaban nuestras llaves sobre la mesa, y la taza con los posos del café que Gloria se había estado tomando cuando Paula decidió que mi olor corporal exigía una visita al baño. Otros dos pósits sobresalían del interior de los diarios y señalaban las páginas en cuestión: la nueve en el Paper, la cinco en el Lite. Paula leyó dos veces en voz alta cada artículo mientras yo olisqueaba los brioches, y luego me tendió los diarios, despegó el pósit con el corazón de la mesa y se lo pegó a la altura de su propio corazón.
En el Paper, la noticia aparecía reducida a una mínima nota de diez líneas perdida en el margen de la sección de sucesos, enmarcada entre el nuevo asalto de un violador en serie en el oeste de la ciudad y la colisión múltiple —cinco coches, un camión, dos motos y dos autobuses— que había convertido aquella mañana los accesos al centro en una especie de embudo de plástico con el cuello taponado. El Lite desarrollaba un poco más el asunto, incluyendo tres columnas de texto y una fotografía del pasillo abovedado de Gunthorpe Street bloqueado por dos policías, pero, a cambio, embutía misteriosamente la noticia entre las páginas de vida nocturna y sociedad londinenses. Ni mi nombre ni mi cargo aparecían por ninguna parte: en aquellas primeras versiones de la historia, el hallazgo del cadáver se había producido de esa forma fortuita e impersonal en que suceden siempre estas cosas cuando quien las hace suceder es el guionista de una serie de televisión o el apresurado redactor de un diario gratuito. La policía había llegado al lugar del suceso, se había hecho cargo del cadáver y ahora éste estaba siendo sometido a los análisis pertinentes para determinar las circunstancias de su muerte. Ni rastro de un guía español, de su Grupo de turistas ni de la Ruta del Terror de Murder Trail Walks: un cadáver, la policía y nada más. Una historia tan limpia y sencilla como el corazón negro de Gloria que ahora Paula llevaba sobre su pecho. El cadáver no parecía haber muerto recientemente, anunciaba el redactor no identificado del London Paper, y se creía que la bolsa que lo contenía no llevaba más de diez minutos entre los contenedores de basura cuando fue encontrada. El hallazgo podía resolver alguna de las varias desapariciones que se habían producido durante los últimos años en esa parte de la ciudad, sugería también, y responsabilizaba de todas estas informaciones a un agente de la Policía Metropolitana identificado con las iniciales M. G. El Lite, por su parte, aseguraba que el cadáver llevaba un mínimo de tres años muerto, que mostraba signos claros de violencia y que pertenecía a una mujer de mediana edad. La bolsa de lona era también antigua, lo que sugería que el cadáver había permanecido en su interior durante todo ese tiempo, y no había nada en ella que pareciera poder ayudar a identificarlo. La presencia del cadáver muy reciente de un perro en su interior era un segundo misterio que acaso ayudara de algún modo a aclarar el misterio principal. Diez minutos antes del hallazgo, un trabajador de la Aldgate Press se había acercado a tirar unas bolsas a los contenedores y no había advertido ninguna clase de olor extraño en la zona. Las fuentes de información del redactor del London Lite, por lo demás, resultaban tan oscuras y misteriosas como el criterio periodístico según el cual su texto merecía compartir página con Amy Winehouse y con Mika bajo el epígrafe “London by Night”.
Recuerdo que leí yo también dos veces en silencio ambas noticias, y luego doblé los diarios, los dejé sobre la mesa junto a la bolsa ya medio vacía de los brioches y pensé que tal vez podría comenzar con ellos mi propio álbum de recuerdos. Un libro de recortes con todas las versiones impresas de aquella absurda historia que ya me veía contando una y otra vez, a quien quisiera escucharla, durante los próximos treinta años de mi vida. Como la historia de Paula sentadita sobre las rodillas de Borges, pero más sórdida y mucho menos pretenciosa.
No parecía una mala idea.
Un álbum de recuerdos con mis recuerdos contados por otras personas.
—A veces pienso que me gustaría ser lesbiana —dijo Paula, despegándose el pósit con el corazón del pecho y enganchándolo en mi frente de un manotón—. Con Gloria podría ser mucho más feliz que contigo.
* * *
A la mañana siguiente, la noticia aparecía en casi toda la prensa seria y en todos los tabloides del país. Desde The Guardian hasta The Sun, desde el Daily Telegraph hasta The Times, desde el Mirror hasta el Daily Mail, todos los diarios, cada uno a su manera, se ocupaban de lo que alguno ya llamaba “La bolsa del Viejo Jack”. Las informaciones que estos diarios ofrecían no eran distintas en esencia de las publicadas la tarde anterior, pero sí habían cambiado, y mucho, la extensión, los medios y el tono con que esos mismos datos eran ofrecidos. No era sólo una cuestión de espacio: era, más bien, una cuestión de énfasis. De énfasis y de entusiasmo. Una bolsa con viejos restos humanos había aparecido entre los contenedores de un callejón de Whitechapel, y esa era la noticia del día. La noticia curiosa del día, cuando menos. La primera que leer al hacerte un hueco en el metro. La primera que hojear en la cola del Tesco. La más importante de cuantas no tenían a un ministro, a un terrorista o a un jugador de fútbol como protagonistas. A ojos de cualquier observador un poco más atento, o más interesado, o más agudo y perspicaz que yo, el tratamiento que ese primer día se le dio a mi historia hubiera debido funcionar a modo de advertencia de todas las cosas extrañas que podían empezar a pasar a poco que la realidad siguiera haciéndole el juego a la maquinaria de la información. Fotografías y planos del lugar, entrevistas a los vecinos, un seguimiento casi de retransmisión deportiva de los avances en el trabajo del forense, declaraciones de la policía, de las asociaciones de vecinos de Whitechapel y —ahora sí— de Alvin J. Barrett... La primera de las bolsas del Viejo Jack debutó en la prensa escrita con honores se serpiente de verano. Y a mí, joder, ni siquiera me extrañó.
Aquel, no está de más recordarlo, estaba siendo un inicio de agosto feliz para la prensa. Las noticias llamativas, intrigantes, oscuras o simplemente extrañas se iban sucediendo una tras otra desde finales de julio, un día sí y otro también, quemándose a ese ritmo en que se quema la actualidad cuando quien la impone no es un gobierno ni una corporación empresarial, sino el puro y simple azar de la vida cotidiana. El suicidio televisado de la artista japonesa había abierto con fuerza la veda, la caída el domingo de un aerolito del tamaño de una tapa de alcantarilla sobre Buckingham Palace había mantenido bien alto el listón, y al cabo de seis días el nivel de las rarezas publicadas en los diarios seguía sin decaer. Una bomba de fabricación casera había estallado la tarde anterior en una estación abandonada del metro de Londres, originando un socavón de veinte metros cuadrados en Bingfield Street y provocando, al cabo de unas horas, unas extrañas escenas de confrontación entre antidisturbios y jóvenes manifestantes no identificados en el subsuelo de la ciudad. El misterio en torno a la figura del jugador de criquet suicida comenzaba a desvelarse muy lentamente, y algunos de los datos biográficos del hombre que habían salido aquella mañana a la luz resultaban tan sugerentes como, por ejemplo, un historial psiquiátrico lleno de hospitalizaciones forzadas, una cuenta corriente en Suiza llena literalmente de ceros, un hermano gemelo fallecido en el vuelo 11 de American Airlines durante los ataques a las Torres Gemelas o, quizá la mejor, una estancia de más de dos años como profesor de arte en la Universidad de Columbia en torno al cambio de milenio. La misma noche del miércoles, un violador se acababa de cobrar su cuarta víctima octogenaria en Richmond Park, y la policía recomendaba ya abiertamente que ninguna mujer mayor de sesenta y cinco años se adentrara a solas en el bosque de hayas del parque a ninguna hora del día o de la noche. A esa misma hora más o menos, una indigente drogadicta apenas mayor de edad había sido hallada muerta a golpes en la puerta del cementerio de Highgate; sus pies descalzos ocupaban no menos de cinco fotografías diferentes en la prensa, y cada una de sus manchas, cada uno de sus arañazos, cada una de sus uñas rotas parecían dispuestos a contarle una historia terrible a todo aquel que quisiera escucharla.
Y, con todo, las mejores páginas de las secciones de actualidad local y sucesos de casi todos los diarios eran ese jueves para la noticia del hallazgo de un viejo cadáver en una bolsa de lona.
La antigüedad del cadáver parecía no sólo confirmarse, sino incluso crecer, hasta el punto de que tanto el Daily Telegraph como el Daily Mail hablaban ya de un crimen “cometido varias décadas atrás”, en el caso del primero, o de las pruebas de un asesinato “cuya comisión se remontaría a mediados del siglo pasado, tal vez a los tiempos del Blitz”, en el del segundo. “La bolsa de los horrores”, titulaba The Sun la colorida llamada al asunto que ocupaba la parte inferior izquierda de su portada ese jueves, y el segundo párrafo de la noticia en sí hacía referencia a un grupo de turistas españoles que seguían el rastro de Jack el Destripador cuando “el terror vino a su encuentro inesperadamente en forma de bolsa de lona”. Casi ningún diario se resistía a formular de un modo u otro la ecuación Cadáver + Whitechapel = Jack el Destripador, y muy pocos obviaban el dato del ciento veinte aniversario del asesinato, a unos metros tan sólo del lugar del hallazgo, de la prostituta Martha Tabram. El Daily Mirror titulaba en portada: “La bolsa del viejo Jack”, y dedicaba casi por entero su artículo de la página dos a aventurar, o más bien a desear, la existencia de un posible imitador del asesino Victoriano dispuesto a aprovechar la ocasión de los aniversarios que se avecinaban; la chica desnuda de su página tres lucía, tal vez por casualidad, un tatuaje en forma de cicatriz que le atravesaba de izquierda a derecha el abdomen. The Guardian se limitaba a referir los hechos objetivos del suceso, desde el hallazgo de la bolsa hasta los primeros datos de la investigación policial, y era en ese artículo donde mi nombre aproximado —Ikatz “Santela”— aparecía por primera vez en prensa como protagonista inicial de la historia. La foto de Marta, con su camiseta azul de Iberojet y su sonrisa, aparecía al pie de una mínima entrevista que le hacían en el Daily Mail; esa era, hasta donde yo pude ver, la única referencia que se hacía a su persona en la prensa matinal. La idea de un cadáver desenterrado y arrojado a un callejón de Whitechapel como una especie de broma o tal vez de ritual la proponía a vuelapluma un columnista de The Times, y lo hacía con ese tono de quien sabe que está diciendo algo que no debería decir pero no puede contener las ganas de decirlo. El Financial Times dedicaba el grueso de su noticia a comentar las inversiones y las nuevas actuaciones públicas que se estaban realizando en los distritos de Whitechapel y de Spitalfields; en las dos imágenes de la zona que la acompañaban aparecía como fondo la parte superior del “Pepinillo” de Norman Foster. Y en alguno de los tabloides, no recuerdo en cuál, un repartidor de publicidad hindú decía haber estado buzoneando por la zona en torno a las diez y media de esa mañana y aseguraba haber visto a la persona que había dejado la bolsa junto a uno de los contenedores del backyard de Gunthorpe Street: un hombre joven, alto y delgado, moreno, con gafas, elegantemente vestido y tan furtivo en sus movimientos como un ratero a punto de tirar de un bolso que pasa. La policía, aseguraba el diario, estaba siguiendo esta pista porque parecía fiable, porque el hindú era persona conocida en el barrio y, qué coño, porque los chicos de Scotland Yard no tenían nada mejor en lo que trabajar mientras se descubría la identidad del cadáver.
Según todas las fuentes, el perro que había compartido espacio con la mujer dentro de la bolsa de lona era un caniche, y llevaba muerto cuatro o cinco días.
* * *
La voz de Papá Santaella me sonó al principio como la voz de un actor de doblaje que no consigue acordar del todo sus palabras con los labios del actor que hay en pantalla. Cogí el teléfono inalámbrico que Paula me tendía, escuché el saludo de mi padre y sus primeras palabras y pensé que esta vez no era sólo la distancia lo que nos separaba. Ni la distancia, ni la edad, ni tampoco las viejas heridas que sólo ahora comenzaban a cerrarse. Esta vez el desajuste era mayor: un desajuste tan grande, tan radical y tan secreto a la vez, que de algún modo amenazaba con hacer imposible la comunicación entre nosotros. Eran las cuatro en punto de la tarde, y el rostro enmudecido de Steve Carell asumía una mueca de director psicótico de oficina en la pantalla del televisor. Paula alternaba su mirada entre él, yo y su maletín de artista a medio componer. Llevaba puestos un pañuelo negro en la cabeza, unas sandalias en los pies y el mismo chándal de trabajo sucio de barro y de pintura con que había venido a recogerme la mañana anterior a Murder Trail Walks. Su maletín de artista estaba en el suelo, abierto ante el televisor como una puta delante de un cliente, y llevaba cinco minutos revisando tan metódicamente su contenido que me vi pensando vagamente en el cirujano de Isabel II preparando sus instrumentos antes de lanzarse al remiendo de algún órgano real. La luz del sol se reflejaba en las rojas copas de los árboles de Evelyn Gardens, teñía de sangre las paredes del apartamento y nos convertía a Paula, a Steve y a mí en las tres víctimas de la masacre más lograda de toda la historia del cine de ketchup e higadillos.
—Así, me estás diciendo que has visto mi nombre en el Guardian y llamas para preguntar qué ha sucedido —resumí un par de minutos más tarde, cuando mi padre por fin se calló y me cedió la palabra—. ¿Es eso? ¿Que estabas en Tallinn leyendo la sección de sucesos del Guardian y has visto que hablaban de mí? Joder, papá, esta vez te has superado.
Paula soltó una risita y murmuró algo así como «tío, contrólate, que es tu padre». Algo paradójico, teniendo en cuenta las cosas que yo he oído a Paula decirle a su padre.
—En Estonia también existe internet, ¿sabes? Lo conocen desde hace por lo menos tres meses. —Ahora el que sonrió fue mi padre—. Justo el tiempo que hace que abandonaron las palomas mensajeras.
—Eso he oído, sí —dije—. Internet en todas las casas y váteres en los patios de todos los edificios. Oye, ¿y lees otros diarios por internet, aparte del Guardian? ¿El Pravda quizás? ¿El Granma? Dicen que en Corea del Norte hay un periódico vespertino que viene pegando muy fuerte.
—Ya veo que el sentido del humor no lo has perdido...
—Me viene de familia.
—No de la de tu madre. —Papá Santaella guardó un pequeño silencio de humorista a la espera de una carcajada antes de continuar—. Entonces el Ikatz Santela de la noticia eras tú. Por fin lo has conseguido, ¿eh? Salir en la sección de sucesos de un periódico inglés...
—Estamos todos muy contentos, sí —dije, cogiendo uno de los folletos de comida a domicilio que había sobre la mesita de cristal y llevándomelo a la boca—. Mi siguiente proyecto es ir a por la sección de internacional.
—No dudo que lo conseguirás, hijo. —Papá Santaella tosió sobre el auricular, y el sonido de su pleura encharcada me revolvió brevemente el estómago—. Y ahora, si pudieras explicarle a tu padre qué ha sucedido exactamente...
Se lo expliqué lo mejor que pude, omitiendo la parte en que mis manos acababan enredadas en el pelo del cadáver y haciendo hincapié, en cambio, en las circunstancias de mi primer contacto con el funcionamiento interno de las comisarías inglesas. Paula fue y vino varias veces por el comedor mientras yo desgranaba mi relato, la última de ellas para darme un beso en la coronilla y despedirse con mímica —un dedo al reloj, nueve dedos al aire, una mano con las cinco puntas de los dedos juntas apuntando hacia la boca— hasta la hora de la cena. El suave portazo que dio al salir del apartamento coronó casi a la perfección el anticlímax de mi historia y el silencio inusitadamente largo de Papá Santaella.
—El pobre hombre está tan feliz con todo esto que hasta da un poco de repelús —concluí—. Pero resulta divertido. Y tierno a la vez.
—Un hombre interesante, este Barrett —intervino al fin mi padre—. Me gustará conocerlo.
—Es como si gracias a este cadáver hubiera recuperado una especie de vocación, o de visión íntima, o lo que fuera que le llevó a montar su empresa hace veinte años. Esta mañana incluso ha insistido en acompañarme durante la ruta con el primer Grupo. Y no ha parado de decirle a la gente que anduvieran con los ojos bien abiertos, por si acaso. —Sonreí al pensar en mi jefe. En él, y en su cara mientras yo me perdía una vez más en la descripción de la rutina laboral de las prostitutas victorianas. Y entonces volví a escuchar en mi cerebro las tres últimas palabras de Papá Santaella y caí en la cuenta de su posible sentido—. Perdona, es que... ¿Has dicho que te gustará conocerlo?
—Cuando vaya a visitaros. ¿No te lo dijo Paula? Se lo comenté el viernes, cuando te llamé y no estabas.
Cerré los ojos e hice memoria. Me lo había comentado, sí. El viernes. Toda una vida atrás.
—Pensé que era una broma.
—Vaya.
—Ya me entiendes, papá. Es sólo que... —Busqué la forma más adecuada de decirlo, pero no di con ella—. ¿Tú en Londres?
—Ya va siendo hora, ¿no te parece? ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?
—¿Cuánto tiempo hace que no pasas más de una semana seguida en ningún lugar?
—¿Y eso qué tiene que ver?
También era verdad. Alcancé el mando a distancia y apagué el televisor justo en el momento en que Steve Carell estaba a punto de ponerle un gorrito de Papá Noel en la cabeza a la recepcionista de su oficina. Luego mordisqueé un poco la esquina del folleto de comida a domicilio y dije:
—Pues no lo sé. Nada, supongo. —Y enseguida añadí—: No, oye, lo siento. Me encantará que vengas a vernos, de verdad.
Papá Santaella sonrió al otro lado de la línea. Pude verlo con toda claridad.
—Estupendo —dijo—. Eso fue lo que me dijo Paula.
—Estupendo.
—Una chica simpática, Paula. Tengo ganas de conocerla. ¿En persona es tan guapa como en las fotos?
Ese era un tema que no me veía capaz de tocar en ese momento. No el de la belleza de Paula, sino el de Paula en general: el de su mera existencia. No después de haber invitado a mi padre a venir a visitarnos. Paula y Papá Santaella juntos en una misma ciudad, en un mismo apartamento, en una misma habitación. Y yo con ellos. Arranqué un pedacito del folleto, hice una bola en mi boca con él y me la tragué.
—¿Tú estás bien? —pregunté.
—Como siempre. Ya sabes.
—Ajá. ¿Alguna...? ¿Alguien que...?
Una sombra se interpuso entre la puerta del balcón y yo, y los pájaros del apartamento vecino se pusieron a cantar a ritmo de selva tropical. Papá Santaella recogió amablemente mi pregunta.
—Nadie especial. Nadie a quien vayas a conocer.
—Ajá.
Se hizo uno de esos silencios subacuáticos que suelen preceder a nuestras torpes despedidas. Pero, en lugar de apelar a la falta de monedas y colgar, Papá Santaella volvió a la carga.
—Oye, ¿estáis bien? Paula y tú, quiero decir.
—Tan bien como siempre —respondí al instante—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Es sólo... —Tras un mínimo silencio, Papá Santaella recurrió a una de sus toses de fumador empedernido para clavar en mi espalda sus puntos suspensivos—. Por nada.
El papel del folleto del restaurante chino sabía a comida china, y también a tintas y a celulosa importadas de Shangai. Borges se sentó a mi lado en el sofá y volvió su ciega cabeza hacia mí. Su sonrisa se parecía a las sonrisas de los bebés: una sonrisa sin objeto ni razón, pero agradable de ver.
—Es sólo... —repetí, engullendo una segunda bola de papel.
—Es sólo que el viernes estuve hablando un rato con Paula. Un rato bastante largo. Y, no sé, me pareció que algo pasaba.
—¿Algo entre ella y yo?
—No lo sé. Algo, simplemente.
—Algo.
—Fue lo que me pareció. ¿No hay ningún problema?
Un motor rugió cerca del auricular de Papá Santaella, y también en mi comedor. Un coche de fabricación estonia, pensé: el motor de un coche estonio rugiendo en las profundidades de South Kensington.
—¿Y se puede saber qué fue exactamente lo que Paula te dijo de mí?
—No me dijo nada de ti, Ikatz. En realidad no me dijo nada ni de ti ni de ella. Fue sólo una sensación mía. Ya sabes.
Borges levantó su bastón y apuntó con él hacia uno de los cuadros que colgaban de las paredes del comedor: una composición en grises y blancos que Paula había pintado en su primera semana de residencia en la Academia. Si quería decirme algo con ese gesto, no lo entendí.
—Ya sé —dije.
—Pero seguramente me equivoqué.
—Seguro que sí.
—No hay ningún problema entre vosotros.
—Ninguno.
—Estupendo.
—Somos una pareja feliz.
—Estupendo.
—Ayer mismo hicimos el amor en la bañera. Dos veces.
El silencio de Papá Santaella se pareció por un instante al silencio de Borges. Pero él enseguida se echó a reír.
—Eso es bueno, eso es bueno —dijo. Y luego pateó el suelo con su pezuña trasera, resopló y volvió a embestir—. El caso es que fue cosa del padre de Paula. Él fue quien me metió la idea en la cabeza. Si no hubiera hablado antes con él, seguro que la conversación con Paula no...
—Espera, espera —le interrumpí en cuanto pude reaccionar—. ¿Dices que has hablado con el padre de Paula?
—El jueves de la semana pasada. Me llamó él.
No podía creérmelo. Literalmente: no podía. La idea del padre de Paula comunicándose de algún modo con el mío era algo que estaba más allá del horizonte de posibilidades de mi imaginación. Mucho más allá. Antes podía imaginarme a Paula cabalgando sobre Xavi en aquel lavabo para minusválidos del Royal Albert Hall que a Papá Santaella y a Mauricio Santorini hablando por teléfono desde sus respectivas ciudades europeas.
—Te llamó él —repetí.
—Un hombre curioso. Te tiene en muy alto concepto, ¿sabes?
—Borges une mucho, sí —dije, mordisqueándome el labio inferior. No quería alzar la voz, no quería—. ¿Pero se puede saber qué coño hacía el padre de Paula llamándote por teléfono?
Esta vez, el silencio de Papá Santaella no acabó en sonrisa.
—Joder, Ikatz —dijo—. Al fin y al cabo somos consuegros, ¿no? Más o menos. Sin papeles de por medio, pero...
—¿Y bien?
—Estaba preocupado, simplemente. Me dijo que notaba algo en su hija. Algo extraño. Como si algo la preocupara, o como si algo le estuviera sucediendo. Algo importante. Y quería saber si yo también lo había notado. O si sabía algo a través de ti.
Intenté recordar la última vez que el padre de Paula había llamado a casa, y no lo conseguí. La última vez que Paula lo había llamado a él había sido a finales de junio, y todo lo que había conseguido había sido dejarle un recado a su secretaria en su despacho de la universidad.
—No soy el más indicado para juzgar qué es o no una sana relación paterno-filial, pero yo diría que Paula y su padre no tienen precisamente una comunicación muy fluida. Desde que los conozco, no los habré escuchado cruzarse nunca más de tres frases seguidas. Y la tercera suele ser un grito.
—Eso me dijo Mauricio, sí.
Mauricio.
—¿Y entonces?
—¿Cómo?
—¿Entonces cómo nota que le pasa algo a su hija? Por lo que yo sé, Paula podría estar embarazada de ocho meses, ser alcohólica y votar a los tories, y él ni se hubiera enterado.
—Veo que te cae bien ese hombre...
Lo cierto es que me cae de maravilla. Esa es, precisamente, otra fuente constante de problemas entre Paula y yo. Mauricio Santorini es ese tipo brillante, divertido y ligeramente chiflado que a los veinticinco años publicó una novela de estilo borgiano y que ahora, a los sesenta, sigue asegurando que esa novela se la dictó el propio Borges en su apartamento de la calle Maipú. En la primavera de 1973. Cuando él iba cada tarde a tomar dulce de leche con el ya viejo y ciego escritor y éste le utilizaba en secreto a manera de amanuense de su opus magnum.
—Sólo digo que me parece extraño —dije—. Y me toca las narices. Me parece extraño y me toca las narices que mi padre y el padre de Paula comiencen a interesarse precisamente ahora por nuestras vidas.
—Entonces estáis bien.
—Perfectamente.
—Pues nada más que decir. Ya sabes cuál es mi opinión sobre las parejas: lo que sucede en su interior es sólo cosa suya. —Mi padre dijo esto último como si estuviera diciendo algo realmente original y ocurrente. Y luego volvió a embestir—. ¿Y de dinero cómo andáis?
La cabeza de Borges se movía casi imperceptiblemente: de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha otra vez. Las manos que empuñaban su bastón parecían el ramaje de un chopo comido por alguna enfermedad mortal. El tercer momento epicéntrico de nuestras conversaciones padre/hijo: Papá Santaella me ofrece dinero, yo lo rechazo y al cabo de una semana aparece en nuestra puerta un camión de reparto de MRW y nos deja el electrodoméstico más nuevo, más caro y a menudo también más inútil que pueda encontrarse en el mercado.
—Bien, gracias —respondí—. Mejor que nunca.
—¿Seguro?
—Tan seguro como que hoy es jueves. —Hice una última bola con los restos del folleto de comida china y me la tragué. Luego miré a Borges—. Oye, voy a tener que colgar. Ha venido una visita y debería atenderla.
—No, no, por mí no lo haga —dijo Borges, revolviéndose incómodamente en su rincón del sofá.
—Bien, sí —dijo Papá Santaella—. Yo también debo volver al hotel. Tengo baño de algas dentro de media hora.
Baño de algas.
—Estupendo. Pues hasta la próxima, ¿no?
Papá Santaella dijo que sí, hasta la próxima, y colgó después de darle un beso al auricular. Yo dejé el teléfono sobre la mesita de cristal y me quedé mirando a Borges, que ahora tenía la vista perdida en una esquina del techo.
—Los padres —dijo, arrastrando levemente la última ese—. Cuántas cosas les debemos, ¿verdad?
—¿Lo dice de forma irónica?
Borges sonrió.
—La ironía está en los oídos del que escucha, no en los labios del que habla —dijo—. ¿Eh?
Los pensamientos de Borges, lo he notado, desprenden últimamente un incómodo tufillo orientaloide que siempre arruina lo bueno y citable que pudiera haber en ellos. Creo que a él le resulta tan frustrante como a mí.
—No anotaré esta frase.
—Se lo agradezco. —Borges agachó la cabeza.
—Y lo único que yo le debo a mi padre son estas cuatro extremidades colocadas más o menos en su sitio y ese televisor de cuarenta pulgadas. Todas sus demás contribuciones a mi vida podría presentarlas ante un jurado como pruebas de la acusación y conseguir que lo colgaran.
Borges cruzó la pierna izquierda sobre el muslo derecho y se acomodó el bastón sobre el regazo. A la vista quedó un calcetín tan gris como sus propios pantalones.
—Es muy triste que un hijo hable así de su padre —dijo—. Yo le debo infinidad de cosas a mi padre. Infinidad.
Esta vez no pude controlarme.
—¿Quiere que le recuerde lo de aquella prostituta de Ginebra? —le pregunté—. ¿La puta que su padre quiso compartir con usted?
Las mandíbulas de Borges se apretaron visiblemente.
—Eso es un infundio —respondió—. La invención de algún biógrafo calenturiento.
—¿Y su negativa a leer sus escritos? ¿El desinterés por la vocación de su hijo?
—Eso era por mi bien.
—¿Y la mayor herencia que le dejó? ¿Su ceguera?
—Una bendición.
—Y una leche, una bendición. Si usted no hubiera estado ciego, a lo mejor María Kodama no habría conseguido meterse tan fácilmente en su...
La bofetada con que Borges interrumpió mi frase resonó en todo el apartamento.
—Disculpe usted —dijo al instante, cuando la palma de su mano no se había separado todavía del todo de mi cara—. Esta ha sido una reacción intolerable por mi parte.
—No pasa nada —repliqué, palpándome la mejilla y comprobando que ya comenzaba a arder—. Me la he ganado.
—La verdad es que sí. —Borges alzó la misma mano que me había golpeado y se recolocó a tientas un mechón rebelde de su pelo—. Mi padre me dio muchas cosas.
—Lo sé.
—A mi padre le debo mi lengua. Mi patria. Mi sentido del honor y del deber. Mi agnosticismo ilustrado. Mi sentido del humor. La fe de mis mayores. Y lo más importante de todo: mi apellido. A mi padre le debo ser quien soy.
Respiré hondo y asentí con la cabeza. Como si él pudiera verme.
—No quería hablar mal de él —dije—. Lo siento de verdad. Lo cierto es que le envidio a su padre.
Borges alzó de nuevo la cabeza hacia el techo y cerró los ojos. Volvía a sonreír, pero ahora su sonrisa no se parecía a la sonrisa de un bebé. Tampoco aquella tarde íbamos a trabajar: lo vi en la expresión de esos ojos cerrados. La novela de Borges seguiría en punto muerto veinticuatro horas más, y con ella mi futuro.
—Pues no debería —dijo, con una voz tan ronca que apenas le pude entender—. Nadie debería envidiarme. Créame.
* * *
Esa noche volví a ver a la inspectora Kerby. Fue en televisión, en las noticias de la noche de la BBC. Una mínima entrevista grabada ante las puertas de las oficinas centrales de la Policía Metropolitana, con el letrero de New Scotland Yard dando vueltas a su espalda y su falda agitándose al viento de un modo que resultaba hasta sensual. La inspectora se había quitado las gafas que lucía en Gunthorpe Street el día anterior, tenía un leve brillo en los labios y llevaba el pelo recogido en una gruesa cola de caballo larga y gris. Su aspecto, a pesar de la falda y de la blusa anticuadísimas, era exactamente el de una de esas corredoras maduritas y muy sanas a las que a veces persigo los sábados por la mañana por Kensington Gardens. Me gustaba la inspectora Kerby. Me caía bien. Oírla hablar de pruebas forenses y de cadáveres en mal estado resultaba casi relajante. Hablaba de mi cadáver, del cadáver de mi bolsa, y lo que decía era, básicamente, que las pruebas aún no habían concluido, pero que tanto el estado del cuerpo como las características físicas de la misma bolsa de lona que lo contenía parecían indicar que la mujer cuyos restos se estaban analizando había muerto en torno a la mitad del siglo pasado. Entre 1945 y 1960, tal vez. Y también decía que su muerte no había sido natural. No sólo por el hecho de que el cadáver estuviera desmembrado y metido en una bolsa: también, o sobre todo, por las múltiples heridas de bala que el cuerpo presentaba. Siete heridas de bala, al menos, y tal vez algunas más. La inspectora Kerby miraba a la reportera de la BBC mientras hablaba, y su cara transmitía tristeza, preocupación y también seguridad. Seguridad en sí misma y en el sistema. Firmeza. La inspectora Kerby hablaba del cadáver de una mujer asesinada medio siglo atrás y tú, al escucharla, tenías la sensación de que el asesino la había jodido. De que, a poco que siguiera con vida, sus últimos años se iban a convertir en un infierno. De que la inspectora Kerby iba a ir tras él y lo iba a atrapar.
Me gustaba esa mujer. Me gustaba mucho. Casi deseé que nuestra relación no hubiera hecho más que comenzar.