5
Las fotografías del suicida que ocupaban las portadas de casi toda la prensa la mañana siguiente estaban escrupulosamente limpias de sangre y de pedacitos de carne y de cerebro, pero algo había en ellas que las hacía poco más amables que aquel último close-up salvaje previo al golpe de gatillo. El pelo del tipo era demasiado rojo, tan rojo como las bocas de las princesas en los dibujos de los niños de seis años. Sus ojos eran demasiado pequeños. Su piel tenía demasiadas pecas. Pero el verdadero problema estaba en su sonrisa: en la forma en que las comisuras de sus labios se curvaban esforzadamente hacia arriba y parecían añadirle a su sonrisa una nota explicativa —“HOMBRE SONRIENDO”— que contaminaba gravemente de irrealidad cada una de las facciones de su cara. En la fotografía escogida por el Daily Mail, una sombra rojiza de barba de tres días reforzaba el efecto de esa curvatura antinatural y convertía el rostro del hombre en una máscara radiante y vacía.
—Paula le conocía —anuncié, haciendo girar ciento ochenta grados el ejemplar del diario que Neville St. Claire tenía sobre su mostrador—. Más o menos. Parece que había impartido algunas clases en la Academia a principios de este año.
Esa era la conclusión a la que Paula había conseguido llegar tras mucho escarbar en su memoria la tarde anterior, casi una hora después del suceso, cuando el cadáver del suicida había sido ya cubierto con una sábana blanca y retirado entre aplausos del campo y el dueto de locutores de la BBC2 habían dado por finalizada su retransmisión del partido de criquet más intenso y animado de toda la historia. «Joder», había dicho Paula, «yo a este tío lo conozco»; y resultó que tenía razón. Una llamada a Gloria, un mensaje de texto (!) de Bosie y un par de consultas en YouTube se lo habían confirmado: el tipo que acababa de descerrajarse un tiro en la pantalla de nuestro televisor era el mismo tipo pelirrojo, tartamudo y muy brillante que había impartido, allá por el mes de febrero, una serie de cuatro conferencias sobre Vanessa Beecroft en el Aula Magna de la OAA. Gloria recordaba su pelo rojo desbordante, el traje mal planchado que cubría su corpachón de metro noventa y la retórica excesiva de sus manos; Paula, la concentración casi zen de su mirada y sus problemas con las erres. Ninguna de las dos recordaba su nombre, pero sí hubieran podido jurar que no era el nombre que ponía en la parte de atrás de su uniforme de jugador de criquet suicida. El tipo había impartido sus cuatro conferencias, había sellado las hojas de asistencia pertinentes y no se le había vuelto a ver por la Academia. Y ahora Paula y Gloria tenían una nueva historia que contarle al mundo.
—Artista, suicida y jugador de criquet. —Encaramado en lo más alto de su escalera de mano, Elmer Thompson soltó un bufido que sonó mitad irónico, mitad admirativo—. Bonita combinación, ¿no les parece?
Neville St. Claire recibió la información que yo acababa de proporcionarle con un carraspeo y un leve arqueamiento de la ceja izquierda, pero no dijo nada. Conociéndole como le conocía, ese doble recurso a la comunicación no verbal indicaba que su antiguo empleado acababa de sorprenderle, y sorprenderle de verdad. Pasaban pocos minutos de las ocho de la mañana: faltaba casi una hora para que la librería abriera sus puertas al público y al menos dos hasta que empezaran a llegar los clientes de verdad, pero tanto él como su compañero estaban ya impecablemente vestidos con sus trajes de lanilla, sus camisas de tonos pastel y sus corbatas oscuras, y parecían, más que dispuestos, ansiosos por lidiar con cuantas excentricidades de bibliófilo pudiera depararles el día.
—Bonita y explosiva, sí —respondí, dirigiéndome a Elmer y mirando de reojo a St. Claire—. Y no es una broma de mal gusto.
—Bonita, explosiva y cien por cien británica. —Elmer Thompson le asestó un último golpe de plumero al estante de los pintores prerrafaelitas y descendió un escalón para ponerse a la altura de los decadentes—. ¿Sabemos si también era aficionado a los azotes?
Neville St. Claire se aclaró de nuevo la garganta, completó el doble nudo del lazo que cerraba su libretita verde de los secretos y consideró adecuado intervenir.
—Caballeros, por favor —dijo, mirándonos alternativamente a su socio y a mí con la seriedad a que le obligaban su mayor edad y mejor condición—. Ha muerto un hombre.
—Ya —murmuró Elmer, haciendo bailar de izquierda a derecha su bigotillo.
—Una muerte no es una ocasión de chanzas. Y mucho menos una muerte como ésta. Y menos aún si quien ha muerto es un conocido de Paula. Porque Paula... ejem... conocía al fallecido, ¿no?
Elmer soltó una especie de hipido feliz y me sonrió con todos sus dientes. Debería haberlo supuesto: si alguien en Londres estaba disfrutando de verdad con el creciente misterio de los suicidas en televisión, ese no podía ser otro que Neville St. Claire. Neville St. Claire: el refinado y culto aficionado a los crímenes históricos por resolver. Neville St. Claire: el coleccionista legendario de primeras ediciones holmesianas. Neville St. Claire: el lector compulsivo de las páginas de sucesos de los periódicos tabloides. El mismo Neville St. Claire que, sin duda, tenía ya en sus archivos personales más información sobre los tres suicidas, sus muertes y las circunstancias de sus vidas que ningún otro ser vivo en este planeta.
—No personalmente —respondí—. Había asistido a varias conferencias suyas en la Academia, pero no llegó a hablar nunca con él. Ya sabe: una de esas caras más o menos familiares de las que sólo te acuerdas cuando pasa algo como esto. —Le eché un último vistazo a la fotografía del hombre, y luego hice girar de nuevo ciento ochenta grados el ejemplar del Daily Mail hasta resituarlo en su posición original—. Aunque, conociéndola, esto le va a dar para horas y horas de conversación. Ella y Gloria van a ser las estrellas de Camden Lock.
Neville St. Claire asintió con la cabeza y me miró fijamente.
—Resulta interesante —dijo. Y luego, tras dudar visiblemente unos segundos, continuó—: Paula se ha interesado sin duda por este asunto, ¿verdad? Estos suicidios en televisión. Ha debido de reflexionar sobre ello. Tal vez tenga alguna idea formada al respecto.
Me encogí ligeramente de hombros.
—Creo que sólo empezó a interesarse ayer por la tarde —dije—. Cuando vio a un conocido volarse la cabeza en televisión mientras ella se comía una pizza. Los dos suicidios anteriores... Digamos que Paula es una chica ocupada. —A punto estuve de añadir: «ocupada en sí misma»—. Ocupada en su arte.
—¿No le ha parecido interesante que la primera mujer que se suicidó fuera una artista? ¿Una pintora japonesa? —Neville St. Claire alargó la mano derecha hacia uno de los cajones del mostrador y lo abrió sin apartar de mí su mirada—. ¿O que la segunda hubiera estudiado durante varios años en diversas escuelas de arte de Estados Unidos?
Me encogí de hombros otra vez. Hubiera estado bien que a Paula le hubiera parecido interesante esta doble —ahora triple— coincidencia, sí: una especie de epidemia de suicidios entre la comunidad artística mundial cuyas causas, razones y consecuencias tal vez tuvieran mucho que decirle a alguien que pretendía formar parte de esa misma comunidad. Pero no era así. Últimamente, a Paula sólo le interesaba aquello que tuviera relación directa con su Obra. Con esa Obra en la que llevaba por entonces varios meses trabajando y de la que nadie sabía nada. Esa Obra secreta cuyo epicentro era el estudio de Mornington Crescent.
El resto no era más que ruido de fondo.
—Ni siquiera sabíamos que la sueca tuviera relación alguna con el mundo del arte. O al menos yo no lo sabía —dije—. Resulta interesante.
Neville St. Claire se llevó un huesudo dedo índice a los labios y gruñó de forma casi imperceptible. Luego sacó una carpeta negra del cajón que acababa de abrir y la dejó sobre el mostrador, justo en la posición exacta para que yo no supiera si debía cogerla o no.
—Resulta aún más interesante de lo que usted puede imaginar —dijo, con sus dos pequeños ojos húmedos como conchas recién salidas del mar—. Creo haber encontrado ciertas... ciertas conexiones entre las dos primeras suicidas. Entre la artista japonesa y la concursante sueca. Tal vez no quiera decir nada, pero...
St. Claire hizo una pausa y repitió el gesto de palparse los labios con el dedo. Elmer resopló desde la atalaya de su escalera de mano.
—Suéltalo ya, Neville —dijo—. El chico tiene que irse a trabajar, ¿recuerdas?
Neville St. Claire miró a su socio de una forma que logró parecer, misteriosamente, a la vez asesina y llena de amor. Luego revolvió en el interior de su carpeta y me tendió una fotografía de la primera suicida.
—Hiromi Nakatani —dijo—. Nacida en Okinawa el 4 de abril de 1968. Soltera, sin hijos, etcétera. Una artista bastante conocida en su país, gracias a lo que enseguida le diré. No hay nada extraño en la primera parte de su biografía: estudios, exposiciones, algo de trabajo editorial... A finales de los noventa fue profesora durante varios cursos en la Universidad de Saitama, y luego se trasladó a Estados Unidos becada por una fundación privada. Eso fue en 1999. Vivió en Boston y en Nueva York, estuvo allí un par de años haciendo no se sabe muy bien qué, y luego regresó a Japón a finales de 2001. Aquí hay un vacío de más de seis años, y luego, a principios de este verano, reaparece con una especie de performance que la convierte en la artista más famosa de su país. La más famosa, y también la más polémica. De ahí que el viernes estuviera como invitada en el programa de entrevistas más visto del Japón.
—Y esa performance consistía en...
Chico listo, dijeron la leve inclinación de cabeza de Neville St. Claire y su mínima sonrisa. Pero Elmer se le adelantó:
—Un perro vestido de astronauta —dijo, agitando el plumero por encima de su cabeza—. Lo metía en una especie de nave espacial, presurizaba la cabina, la despresurizaba luego de golpe y el animal estallaba como un globo lleno de agua. El título de la obra era “Muerte de un cosmonauta ruso”.
Genial, pensé. Me acordé al instante de Fiona.
—Ya veo.
—Lo hizo tres veces, en galerías cerradas y ante públicos selectos. A la cuarta llegó la policía, le decomisó el perro y la amenazó con llevársela esposada si lo volvía a intentar. —Neville St. Claire dejó sobre la mesa su libretita verde de los secretos, recogió la fotografía que me había dado y me entregó a cambio otra: una mujer rubia, sonriente y bastante guapa que muy poco se parecía a la concursante de Gran Hermano a la que había visto meterse una pistola en la boca apenas dos días atrás—. Una estupidez como tantas otras, desde luego. Pero en este caso resulta significativa.
Levanté la foto de la sueca, y el viejo librero asintió con la cabeza.
—Prepárate —dijo Elmer—. Ahora viene lo bueno.
—Inga Winnerstrand —dijo St. Claire, pasando un par de hojas en su libretita y reacomodando discretamente su postura en la gran silla de oficina en la que estaba sentado—. Nacida en un pueblo a las afueras de Estocolmo, el 1 de julio de 1979. Por lo que han ido publicando los diarios, parece que se trataba de una especie de niña prodigio. A los dieciséis ya destacaba en una de las escuelas de arte más prestigiosa de su país, y a los dieciocho exponía con regularidad. En 2000 recibió una beca para seguir con sus estudios en Estados Unidos, y allí estuvo viviendo hasta enero de 2002. En Ithaca, en Albany y en la propia Nueva York. Entonces regresó a su país, tomó parte en un par de exposiciones colectivas y luego desapareció. No se volvió a saber nada de ella hasta el mes de marzo de este año, cuando apareció en ese concurso de televisión. Si ha visto usted las imágenes del suceso, comprobará que su aspecto había empeorado sensiblemente en estos seis años.
La mujer de la fotografía me sonreía como lo que realmente era: una jovencita de apenas veinte años con toda una vida por delante. Una jovencita sin una pistola en la boca.
—Su estancia en Estados Unidos coincidió con la de la japonesa —observé—. ¿Es eso lo que quiere decir?
Neville St. Claire agitó de izquierda a derecha la cabeza y miró a Elmer Thompson, que había ascendido un nuevo peldaño en su escalera de mano y tenía ahora frente por frente a los realistas decimonónicos. El plumero con que Elmer aligeraba de polvo los restos del naufragio de la cultura victoriana era de color verde, igual que la libretita de los secretos de Neville St. Claire. También el rótulo de la librería era de color verde, y los pomos de las puertas, y la moqueta que cubría el suelo de todo el local. Tal vez esto quisiera decir algo, se me ocurrió pensar de repente. Tal vez no fuera sólo el resultado de una mera preferencia estética.
—Hay algo más —dijo St. Claire—. En febrero de 2000, unos meses antes de marcharse a Estados Unidos, le retiraron la beca que estaba disfrutando por entonces. Debido a una polémica que hubo en torno a una obra que presentó en una especie de bienal escandinava. ¿Lo adivina? —Neville St. Claire asintió con una sonrisa, como si la respuesta que yo no había aventurado fuese perfectamente correcta—. Una rata disfrazada de astronauta, dando vueltas dentro de un microondas con forma de nave espacial. Se titulaba “Soyuz-II”.
Elmer Thompson agitó nuevamente el bigotillo que apenas cubría su labio superior, pero esta vez había menos burla que admiración en su mirada.
—Nadie se ha dado cuenta todavía —dijo—. Sólo Neville. ¿Verdad que es un genio?
—Lo es —respondí—. Vaya si lo es. —Y lo decía en serio—. ¿Y el jugador de criquet?
—Aún no se sabe gran cosa de él —respondió St. Claire—. Los periódicos han conseguido su foto, su fecha de nacimiento y poco más. Pero sabiendo que impartió algunas conferencias en la Academia donde estudia su novia... —El librero cerró su libreta y se mordisqueó brevemente el labio inferior—. Si la clientela nos respeta, esta tarde sabré más cosas. Si quiere pasarse a tomar el té con nosotros...
Acepté la invitación, y esta vez no sólo por compromiso: aquello había despertado mi curiosidad. Dos artistas espectacularmente suicidas sobre cuyas conciencias pesaba la muerte, en similares circunstancias, de anónimos seres vivos explosionados a mayor gloria del Arte Contemporáneo.
—Tal vez Paula quiera venir también —dijo Elmer, descendiendo al fin de su escalera—. Hace tiempo que no aparece por aquí.
—Está muy ocupada últimamente. Pero le trasmitiré vuestra invitación —aseguré. Luego me miré el reloj y puse cara de sorpresa—. Vaya, tengo que irme. Hay un grupito de catalanes que confían en que les recoja en Whitechapel en menos de una hora...
Neville St. Claire se levantó como un resorte de su silla y murmuró un «por supuesto» casi inaudible. Sus ojos seguían viéndose húmedos y pequeños, los ojos de un viejo sin mucho tiempo por delante, pero en ellos había más vida que en los de la mayoría de los jóvenes con los que suelo tratar. Su mano estaba fría como un filete de ternera recién sacado del congelador. La estreché con fuerza, le di un pequeño abrazo a Elmer y salí de la librería con la sensación de que algo importante acababa de suceder allí dentro.
Aunque aún no tuviera la menor idea de qué se trataba.
* * *
La historia de cómo Elmer Thompson y Neville St. Claire se convirtieron en mis improbables caseros y amigos es de esas que uno no puede poner por escrito sin tener la incómoda sensación de estar mintiendo a cada línea. O, si no mintiendo, sí al menos fabulando. Pero así es a veces la vida: las cosas suceden tal como sucederían si un escritor en la sombra las estuviera haciendo suceder a base de palabras.
Todo empezó en agosto de 2003. Hacía poco más de tres semanas que yo había llegado a Londres, y las cosas no marchaban bien. Vivía en South Kensington, en una residencia de estudiantes que estaba obligado a abandonar antes del quince de septiembre. Mi habitación tenía ocho metros cuadrados, moqueta azul en el suelo y paneles de corcho en las paredes, una cama grande, un hornillo eléctrico para el café y una ventana abierta sobre el Royal Albert Hall. Ahí terminaban las buenas noticias. Hasta hacía apenas un mes, yo había sido un joven y brillante doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada que llevaba cerca de dos años trabajando como reponedor de frutas y verduras en un Mercadona de barrio. Tenía veintiocho años, vivía con mis padres y estaba todo lo muerto que puede llegar a estar alguien que todavía respira. En agosto de 2003 ya no vivía con mis padres ni reponía cestas de plátanos en un supermercado, pero poco más había cambiado. Mi cabeza, por dentro, funcionaba exactamente igual. Trabajaba en el mismo libro que llevaba años escribiendo. Quemaba mis energías con las mismas caminatas. Escuchaba la misma música, veía las mismas películas, leía las mismas novelas. Hacía las mismas fotografías que luego guardaba en lo más hondo del disco duro de mi ordenador. Estaba igual de solo. Y el dinero comenzaba a escasear. Estaba comenzando a plantearme qué opciones de futuro tenía, y sólo me salían dos: regresar a casa o huir hacia delante. Volver a mi vida de siempre en Barcelona, regresar al fracaso cotidiano de las calles familiares y los estantes por rellenar, o buscarme un trabajo mal pagado en el sector servicios, compartir casa con un grupo de estudiantes en la tercera corona del metro y seguir escribiendo alguna que otra línea en las horas muertas de la noche. Ninguna de las dos opciones parecía la correcta, pero, por muchas vueltas que le daba, no lograba encontrar una tercera.
Hasta que conocí al hombre de la cabeza afeitada.
Fue en el salón de desayunos de la residencia. No era la primera vez que reparaba en él: un hombre delgadísimo, ni alto ni bajo, tal vez sesentón, de formas y maneras impecables y dueño de un perfecto inglés apenas empañado por un muy ligero acento español. No era el único hombre de edad avanzada que daba cuenta a solas de su english breakfast en mitad de los grupos de jóvenes mochileros, los matrimonios de mediana edad y las ocasionales familias con niños que iban llenando el salón de desayunos según avanzaba la mañana; pero sí era, con mucho, el más llamativo. Bajaba a desayunar temprano, como yo, y como yo se sentaba en alguna de las mesas situadas junto a la gran cristalera central. Nunca habíamos cruzado una sola palabra, ni tan siquiera un saludo, hasta aquella mañana. «Veo que es usted lector de Borges», fue lo primero que me dijo, tomando asiento en la mesa vecina a la mía y señalándome con su afilaba barbilla el ejemplar de Discusión que yo tenía cerrado junto a mi bandeja. «Veo que usted también lo es», dije yo, y así empezaron nuestra charla, mi nueva vida en Londres y, quién sabe, quizás también todo esto que ahora me está sucediendo.
El hombre se llamaba Bruno Aladrén. Había nacido y vivía en un pueblo de Badajoz, era dueño de una librería de viejo y había vivido varios años en Londres a finales de los ochenta. Ahora estaba en la ciudad por cuestiones de trabajo: negociar algunas compras, asistir a un par de subastas, etcétera. Cultivar algunas viejas amistades, también. Uno de esos amigos era Neville St. Claire; algo me habló Aladrén de él esa primera mañana, pero no recuerdo qué me dijo. No fue hasta un par de días más tarde, un sábado, cuando mi historia de filólogo sin expectativas y su historia de librero con contactos se acabaron de unir. Neville St. Claire le había comentado la tarde anterior que estaba buscando a alguien que digitalizara las partes más valiosas de su fondo y pusiera en marcha una página web para su librería; yo le había comentado la mañana anterior que necesitaba un trabajo que me permitiera permanecer en Londres más allá del quince de septiembre. La ecuación era tan sencilla que no podía estar correctamente formulada. Visitamos la librería esa misma mañana, un local grande, elegante y bien situado al que nunca me había atrevido a entrar durante mis frecuentes paseos camino del Tesco de Fulham Road. Las primeras ediciones de Sir Arthur Conan Doyle ya estaban ahí, en el escaparate, hablándome de un mundo —el mundo de los coleccionistas, el mundo del dinero— al que hasta entonces yo jamás me había ni tan siquiera asomado. Bruno Aladrén hizo las presentaciones y desapareció como un caballero, y yo quedé a merced de St. Claire y de Elmer Thompson. El cuestionario que empezó a continuación duró no menos de seis horas, seis horas a lo largo de las cuales mi vida entera —mi currículum, mi carácter, mis aptitudes, mis defectos: una interminable confesión con apéndices y notas al pie— quedó expuesta de un modo casi inconcebible. Pasé toda la mañana con los dos libreros, comí con ellos, hice con ellos la digestión entre libros y teclados, y a las cinco de esa tarde ya había firmado el primer contrato en inglés de toda mi vida.
El trabajo en Art in the Blood Bookshop era mucho, pero agradable. Entraba a las nueve de la mañana, me comía un bocadillo a la una en la trastienda y salía a las siete: diez horas al día viendo libros, tocando libros, respirando libros. Luego volvía a mi habitación, cenaba algo delante del ordenador y me ponía a trabajar en la novela de Borges. Mi vida entera orbitaba en torno a un epicentro de papel, cuero y palabras: descripciones bibliográficas durante el día, cápsulas de información sobre libros ya escritos, y frases de un libro sin escribir por la noche. Me llevaba bien con Elmer Thompson, charlaba y me reía con él, y con Neville St. Claire mantenía la clase de relación que sus maneras parecían exigir: distante, correcta y con un punto de sumisión por mi parte. Enseguida comencé a conocer a los bibliófilos de la zona: personajes discretos, oscuros y cien por cien británicos que llegaban a media mañana, se pasaban un par de horas revolviendo en silencio los estantes de la librería y acababan haciendo una sola compra —ese ejemplar intonso de las Barrack-Room Ballads; esa novela autografiada por Ford Madox Ford— que hubiera podido pagar con creces mi sueldo del mes. Todos eran hombres de una edad avanzada, casi todos estaban solteros y muy pocos trabajaban. Sus historias personales se adivinaban tan aburridas como la mía, pero ellos tenían dinero. Ninguno gozaba de buena salud. No hacía falta ser muy agudo para comprender que era la previsible desaparición más o menos inmediata de esta clase de bibliófilos de media mañana lo que había llevado a St. Claire y a su socio a querer cubrirse las espaldas con la puesta en marcha de la web. El futuro del libro de coleccionista estaba en internet: la venta online, las subastas virtuales, el acceso a todo un mundo nuevo de bibliófilos en tiempo real. Ese era el futuro del libro antiguo, y el mío también. En menos de tres semanas había hecho el trabajo previsto para un mes, y la página ya estaba en marcha en modo de prueba. Se me daba bien aquello: leer, describir, teclear y volver a leer. Era como absorber la información de una biblioteca entera a partir de las portadas de sus libros, de sus encuadernaciones y de los textos de sus solapas. Para cuando llegó la segunda semana de septiembre —para cuando una hoja de papel azulado con membrete oficial se coló por debajo de mi puerta y la amenaza del cierre de la residencia se convirtió en algo mucho más real que el ominoso presagio que hasta entonces había sido— yo ya me había ganado a los ojos de St. Claire una cierta fama de chico eficiente y responsable en quien se podía confiar. Y mis problemas de alojamiento se resolvieron por sí solos.
El día quince ya estaba viviendo en la trastienda de la librería. Y allí seguí hasta finales de enero. No sé si esos tres meses fueron los más felices de mi vida en Londres; sí fueron los más sencillos y agradables. Dormía en un cuarto sin luz natural ni ventilación, tenía mis cosas en una maleta, lavaba la ropa y me bañaba en una especie de macetero gigante de color marrón y todo cuanto tenía para cocinar mi comida era un microondas que ya era antiguo en los tiempos en que Rick Astley encabezaba las listas del Billboard. Lo primero que veía al abrir los ojos por la mañana era un polvoriento muro de libros que parecía siempre a punto de venirse abajo sobre mi cabeza, y eso era también lo último que veía al acostarme. Pero se estaba bien allí. Tenía sentido. Hacía un trabajo no relacionado con la reposición de frutas y verduras, mis padres estaban a varios miles de kilómetros de mí y mi cuenta corriente comenzaba a engordar. Me pagaban bien, muy bien, mejor de lo que nunca me habían pagado en mi vida, y la presencia de todos aquellos libros a mi alrededor parecía ejercer un efecto benéfico sobre la novela de Borges. Trabajaba, escribía, hablaba con mis dos jefes y de vez en cuando salía a comer o a cenar con ellos. Conocí la casita que tenían en King’s Road y el apartamento abuhardillado de Evelyn Gardens. Descubrí, tan tarde como me fue posible, que los dos eran pareja. Catalogué y catalogué sin parar, puse en marcha definitivamente la interfaz de consultas y compras on-line, les enseñé a St. Claire y a Elmer el funcionamiento de todo aquello y entonces, de repente, me encontré sin trabajo. Mi papel había concluido, y con él mi contrato. Ninguno de mis dos jefes se atrevía a decírmelo, pero yo, era evidente, ya no tenía nada que hacer en aquella librería. Ni como trabajador, ni como inquilino.
De nuevo, las cosas se solucionaron por sí solas. La idea de alquilarme el apartamento de Evelyn Gardens fue de Elmer: el piso llevaba dos años vacío, ellos no lo necesitaban ni pensaban alquilárselo a desconocidos y yo, ejem, no parecía tener ningún sitio mejor adonde ir. El precio que me ofrecieron era ridículo, pero ni aun así me lo podía permitir. Londres, créanme, no es una buena ciudad para vivir sin trabajar. Comencé a hojear las secciones de trabajo de los diarios, y al cabo de unos cuantos días encontré una oferta que sonaba bien. Solicitaban experiencia en el sector turístico, buena presencia y español como lengua materna. Yo cumplía uno de esos tres requisitos, así que ese mismo día rellené mi solicitud y fui a entregarla en mano a Durward Street.
Así fue como entré a trabajar en Murder Trail Walks.
Así fue como conseguí mi apartamento de Evelyn Gardens.
Y así fue como, al cabo de cuatro años y medio, todo estaba listo para que el primer cadáver de Jack el Destripador se cruzara en mi camino y comenzara a arruinarme la vida.
* * *
Llegué a la estación de Aldgate East con tres minutos de retraso. Allí estaba ya mi primer Grupo de la mañana: diecinueve catalanes de mediana edad, un adolescente con aspecto de fumeta y una jovencita de unos veintitrés años con paraguas y uniforme, todos serios y muy juntos, agrupados como ovejas a la espera de su pastor en la acera norte de Whitechapel High Street. Había más mujeres que hombres, comprobé: una proporción aproximada de 3 a 2. No suele ser habitual. También había más faldas, tejanos, vestidos de cuerpo entero y camisas bien abotonadas que cualquiera de esos coloridos atuendos de español en vacaciones con que suelen avergonzarme mis Grupos durante los meses de verano. El uniforme de la jovencita era azul, igual que su paraguas, y llevaba escrito sobre la pechera el nombre de un operador turístico nacional con el que tengo unos cuantos problemas no resueltos.
—Marta —me dijo en cuanto me identifiqué, estrechando mi mano y sonriéndome con esa sonrisa de segundo de Turismo que a tan poca gente le sienta realmente bien—. Hoy seré, como quien dice, su segunda de a bordo. Su intermediaria entre el grupo y usted. Ya me entiende.
Estupendo, pensé.
—Estupendo.
Lo primero que hice después de que la jovencita me soltara la mano fue mover al Grupo varios metros hacia la derecha de la boca del metro y arrinconarlos en un lugar menos molesto de la acera. Luego me disculpé por la mínima tardanza, repartí los folletos de nuestra Ruta del Terror entre los veinte miembros del grupo y, mientras éstos le echaban un vistazo a las fotos de las prostitutas muertas y empezaban a hacer comentarios sobre las cicatrices de las autopsias, procuré dejarle claro a la tal Marta que, por mucho paraguas y mucha sonrisa de facultad de Turismo que ella tuviera, aquí mandaba yo: dentro de los límites de Whitechapel, Guía del Terror gana a Guía de Iberojet. Luego le expliqué a mi Grupo un par de cosas generales sobre lo que íbamos a ver aquella mañana, hice un rápido encuadre histórico de lo que era aquella zona del East End hacia 1888 y echamos por fin a caminar en fila india hacia Gunthorpe Street.
—Yo no pretendo ser una amenaza para usted, créame —me susurró casi al oído la chavala del paraguas cuando cruzamos el paso de peatones de Commercial Street—. Ni se me había pasado por la cabeza.
—Aquí huele raro, ¿no? —dijo a mi espalda el adolescente del Grupo, con el tono de voz exacto del hijo adolescente de Padre de familia.
—Ni a mí tampoco —le respondí yo a la chavala—. Créame.
El cielo se había ido encapotando según el 15 avanzaba por Fleet Street camino de Tower Hill, y ahora Londres empezaba a parecerse de verdad a Londres. Una muchachita india de apenas dieciocho años repartía tarjetas telefónicas ante la puerta del Burger King; cogí un par y le di las gracias. Las múltiples obras en marcha en Whitechapel y en Spitalfields llenaban el aire de ruidos industriales y de una especie de polvillo en suspensión que nublaba muy ligeramente la vista. Las pequeñas terrazas de las cafeterías y los restaurantes de comida rápida estaban ya montadas y llenas de gente. La propaganda de la tarjeta anunciaba mil minutos de llamadas gratis a Indonesia, a Pakistán y a Bangladesh. La gente iba y venía a nuestro alrededor, nos esquivaba como quien esquiva a un animal grande y torpón y nos miraba con esa cara de asco que ponen los habitantes de Londres cuando piensan: «putos turistas, siempre jodiendo».
Yo también lo pienso a veces.
Putos turistas. Y putas guías de operadora turística nacional.
—Gunthorpe Street —anuncié, cuando llegamos ante el arco de entrada de la primera estación de nuestra Ruta—. Conocida en 1888 como George’s Yard. Una calle interesante de verdad. Relacionada por dos motivos diferentes con Jack el Destripador. ¿Están listos?
La chavalita de Iberojet dijo que sí, estaban listos, y me sonrió con cara de querer hacerse muy amiga mía. Para entonces, la mitad del Grupo estaba ya haciéndole fotos a la fachada de The White Hart y a la placa que había en la parte interior de su pared, y la otra mitad había atravesado el corto pasillo abovedado que unía Whitechapel High Street con Gunthorpe Street y observaba la zigzagueante calle de adoquines y ladrillos que se abría ante su vista. Sólo tres miembros del Grupo seguían a mi lado, además de la chavala del paraguas.
—Son un grupo un poco anárquico —murmuró ésta—. Tal vez yo podría...
—No, gracias —repliqué sin mirarla—. ¡Amigos, no corran tanto, que la acción empieza aquí!
Las nubes grises y bajas que cubrían el cielo de Gunthorpe Street le otorgaban a la calle el aspecto exacto de un viejo lugar del crimen poblado de fantasmas. La mayoría de los catalanes depusieron sus cámaras y volvieron junto a mí con cara de estar encantados de la vida. Dos hombres calvos y barbudos se quedaron en la parte norte de la calle, haciéndole fotos al edificio Victoriano de la School Board y fotografiándose entre sí, y también vi desaparecer el culo del adolescente fumeta por la verja de acceso al backyard que une Gunthorpe Street con Angel Alley; pero decidí no molestarme. La placa colocada sobre la pared de The White Hart comenzaba preguntándose “WHO WAS JACK THE RIPPER?”, hacía una breve referencia al pobre Duque de Clarence y luego anunciaba que en aquel mismo lugar, en los sótanos del pub, había vivido durante la época de los crímenes otro de los aspirantes canónicos a Jack el Destripador: el barbero, cirujano y psicópata confeso George Chapman, condenado a muerte y ahorcado varios años más tarde por el envenenamiento de sus tres esposas.
Esta fue la historia que les expliqué a los miembros de mi Grupo durante los siguientes tres minutos.
—Joder —dijo entonces el adolescente, apareciendo por entre los contenedores de basura del callejón con dos dedos en la nariz—. Aquí sí que huele raro de verdad.
—Dídac, compórtate —dijo una de las mujeres del Grupo, una señora bajita y muy morena, cogiendo al chaval por el brazo y haciendo amago de zarandearle—. ¿De acuerdo?
—Olor a realidad —creo que dije yo, sonriéndole al chaval—. Olor a historia en acción. Olor a Whitechapel. —Y luego, mostrándole a mi Grupo el folleto abierto por la página correspondiente, comencé a narrar la historia de la primera víctima posible de Jack el Destripador—. Martha Tabram. Nacida Martha White. También conocida como Martha Turner y como Emma Turner. Una prostituta alcohólica de treinta y nueve años que en agosto de 1888 se encontraba sin techo, sin marido y sin más posesiones que la ropa que llevaba puesta. Al menos en este sentido, ya lo verán, sí es una víctima canónica del Destripador. Una mujer desesperada que murió justo cuando las circunstancias de su vida parecían haberla llevado al borde de un precipicio. La última persona que la vio con vida fue otra prostituta, una amiga suya apodada Pearly Poll. Esto fue la noche del 6 de agosto de 1888. Un día de fiesta nacional, un día en el que todo Londres estaba bebiendo y aturdiéndose con toda clase de divertimentos más o menos legales. Hoy, por cierto, se cumplen ciento veinte años de este asesinato. Tal vez deberíamos cobrarles un pequeño suplemento por el aniversario, ¿no? —La chavala del paraguas rió discretamente mi gracia, y varias mujeres del Grupo la imitaron—. Tranquilos, que no lo haremos. Las dos mujeres habían estado bebiendo esa noche en un pub cercano, el Two Brewers. El pub ya no existe, pero luego veremos otros que les permitirán hacerse una idea de lo que era beber cerveza en aquella época. Martha Tabram era alcohólica, recuerden. Igual que su amiga, y que la mayoría de las prostitutas de Whitechapel, y que algo así como el setenta por ciento de la población del East End. Niños incluidos. La vida era aquí un infierno entonces, recuerden. Un infierno jodido de verdad. Si ahora esto les parece una mierda, deberían haberlo visto por entonces. Si hubieran nacido aquí hace ciento veinte años, o ciento cuarenta, la mayoría de ustedes serían alcohólicos, prostitutas o clientes de prostitutas. O estarían muertos. Piensen en ello. Tendrían toda clase de enfermedades hoy ya desaparecidas, y les correrían tantos piojos y tantas ladillas por el cuerpo que ya no les quedarían uñas con que rascarse. Sus niños venderían carbón por las calles, sus niñas coserían doce horas al día o harían trabajos manuales en los portales de algún callejón como éste. Ya me entienden: trabajos manuales. Ustedes nacerían, crecerían, se casarían, tendrían hijos, verían morir a la mitad de ellos, envejecerían antes de cumplir los cuarenta y al final se morirían. Y su vida sería un infierno de principio a fin. De la cuna a la sepultura. Sin remedio ni esperanza. Una mierda. —Me llevé la tarjeta telefónica de la muchachita india a la boca y lamí ligeramente una de sus puntas. Las caras de los miembros de mi Grupo comenzaban a cambiar de expresión: de curiosas iban pasando a incómodas. Decidí reconducir mi discurso—. Así, Martha Tabram y Pearly Poll habían estado bebiendo en el Two Brewers. Allí habían conocido a dos hombres, habían intimado a su manera con ellos, habían recorrido otros pubs de la zona y bebido en ellos y luego habían venido hasta aquí para... ya saben. Según Pearly Poll, los dos hombres eran soldados. Fue justo aquí donde se separaron, debajo de este arco. Martha Tabram y su cliente se quedaron discutiendo aquí el precio de sus servicios, y Pearly Poll se llevó al suyo al callejón vecino a éste. Angel Alley. Uno de los escondrijos favoritos de las putas de Whitechapel desde tiempos de la Reina Virgen. Nuestro intrépido amigo ya lo conoce, ¿verdad? —El adolescente arrugó la nariz y me miró con cara de saber de buena tinta que soy un gilipollas. La chica Iberojet sonrió y dijo algo que no entendí. También yo creí detectar ahora un olor extraño flotando sobre nuestras cabezas, pero no me detuve a pensar en ello—. La verja que nuestro amigo ha atravesado hace un momento conduce a la parte trasera de Angel Alley. Ahora hay allí una galería de arte, la Whitechapel Gallery, y una editorial anarquista, la Aldgate Press. Entonces no había nada. Nada más que putas, mendigos y hombres rijosos necesitados de alivio. Si tienen ustedes una cierta imaginación, cuando visitemos el callejón dentro de un momento podrán sentir cómo flotan todavía en el ambiente todos los pecados que allí se han cometido a lo largo de los siglos. Pecados de toda clase. Pecados que ustedes, por mucho mundo que tengan corrido, no pueden ni siquiera imaginar. Antes de seguir, tal vez les guste a ustedes conocer cómo funcionaba exactamente esto del sexo mercenario en la época. Los mecanismos de la prostitución callejera. Y no me refiero a las posturas preferidas de putas y clientes; no se preocupen. No soy tan inconsciente como para ponerme a describir ante nuestro amigo menor de edad la forma en que putas y clientes realizaban el acto sexual en tiempos de Victoria, ¿verdad? No queremos que ninguno de ustedes se sienta tentado de contratar los servicios de ningún abogado, ¿no es cierto? —Sonrisas incómodas. Un par de carraspeos. Una vocecita en mi cabeza diciendo «cállate antes de que sea demasiado tarde, gilipollas»—. Aunque tampoco es que hubiera mucha variedad. Ni siquiera había un especial contenido erótico en todo ello. Ya me entienden. Han visto ustedes las fotos de las prostitutas en el folleto, ¿verdad? Viejas, gordas, sucias y desdentadas. Y ya eran así en vida, no es que salgan desfavorecidas por ser fotografías post-mortem. Mujeres arruinadas en todos los sentidos posibles de la palabra. Despojos humanos con la sangre llena de enfermedades y la piel llena de suciedad y de piojos. Los caballeros del Grupo tal vez quieran imaginarse la situación. Imaginen por un momento que son ustedes unos estibadores del puerto de Londres que regresan a casa después de una jomada interminable de trabajo. Traen ya varias cervezas en el cuerpo, y se beben unas cuantas más en el pub vecino. Están borrachos. Tienen ganas de marcha. Y saben que en su casa no podrán conseguirla. Sus mujeres y ustedes viven en una sola habitación húmeda y maloliente que comparten con sus cinco hijos. Sin espacio para el sexo. Sin espacio para nada que tenga que ver con sus necesidades masculinas. Así que buscan a una de las putas que pululan por las calles, le ofrecen un par de monedas que hubieran debido pagar el pan de mañana de sus hijos y van tras ellas hasta algún lugar más o menos resguardado. Hasta un callejón como éste. Procuran no mirar la cara de la puta. Ni su aspecto ni su olor les importan, porque ustedes huelen igual o peor y además están borrachos. Pero no quieren verle la cara para no tener que apartar la vista cuando la vean durmiendo en la calle a la mañana siguiente. Llegan al callejón, ella se pone contra la pared y se arremanga los múltiples faldones que la cubren, y entonces ustedes se sacan el instrumento del pantalón e intentan acertar a oscuras en algún agujero más o menos penetrable de su cuerpo. Esto mientras están ustedes borrachos, recuerden. Noten ustedes el tacto de las ropas de la puta, la humedad de sus carnes, el cosquilleo de los insectos que cambian de cuerpo. Imaginen...
—Esto es una broma, ¿no? —me interrumpió aquí por fin una de las mujeres del Grupo, mirando primero a la chavala del paraguas y luego al resto de sus compañeros—. Una cámara oculta, o algo así. ¿No?
La chavala del paraguas había arqueado cómicamente ambas cejas y me miraba con una expresión visiblemente indecisa en la cara. Como si no supiera qué hacer, si llevarse de inmediato a su grupo lejos de mí y de mis historias o bien seguir admirando en silencio mi agresivo e innovador estilo de animación turística. El cuerpo, lo estaba viendo, le pedía lo segundo. Pero el paraguas azul de Iberojet pesaba mucho en su mano.
—Una peculiar forma de introducirnos en el mundo de Jack el Destripador, desde luego —dijo, paseando la mirada por los veinte catalanes que la rodeaban—. Muy gráfica. Tal vez demasiado, ¿no? Tal vez alguno de nuestros amigos pueda sentirse incómodo ante...
—Vale, vale —la interrumpió el adolescente, zafándose de la mano de su madre y abriéndose paso hasta el centro del Grupo—. Este tío está como una puta cabra y se pone cachondo hablando de prostitutas muertas. Pero, joder, ¿soy yo el único que lleva cinco minutos oliendo a muerto?
Gracias, chaval, estuve a punto de decirle. Pero uno de los hombres del Grupo se me adelantó.
—Creo que tiene razón. No sé si a muerto, pero aquí hay algo que huele muy mal.
—Es ahí —dijo otro hombre—. En la entrada de ese callejón. Donde los contenedores.
—Si hay contenedores, es normal que huela mal —dijo la madre del adolescente—. ¿No?
—No tan mal —dijo el primer hombre. Y luego se volvió hacia mí—. ¿Echamos un vistazo?
Me encogí de hombros y dije que bueno. Echemos un vistazo. Me abrí paso entre los catalanes, llegué hasta la verja de acceso a los backyards de Gunthorpe Street y Angel Alley y me detuve ante los contenedores. Lo cierto era que olía mal. Muy mal. Pero no mucho peor de lo que a mí me olían últimamente casi todas las cosas, desde las cervezas hasta las empanadas de Cornualles.
—Joder —dijo la chavala del paraguas, Marta, situándose a mi lado en mitad de los contenedores—. Huele mal de verdad.
—Diez euros a que es parte del tour —dijo alguien a nuestra espalda.
—Diez euros a que es una prostituta muerta. Y diez más a que la ha matado él.
Sonreí y me llevé la tarjeta telefónica a la boca. Luego le pasé la carpeta de Murder Trail Walks a Marta y, ya con las manos libres, abrí la tapa del primer contenedor y eché un vistazo en su interior. No tenía ni idea de por qué estaba haciendo aquello. Tampoco tenía ni idea de cómo olía un cadáver. El cadáver de la yonqui del lunes olía a vómitos, nada más. Pero ahora ya parecía haber un claro consenso entre el Grupo: allí olía a muerto, y era a mí a quien correspondía aclarar el misterio.
—¿A ti cuánto te pagan por una mañana de trabajo? —le pregunté a Marta mientras dejaba caer la tapa del primer contenedor y me dirigía hacia el segundo.
—¿En limpio?
Bolsas negras de basura rebosantes de materiales orgánicos en descomposición. Trozos de pizza florecida. Mondaduras de fruta. Yogures a medio comer. Cartones. Plásticos. Papeles manchados de mierda. Esqueletos astillados de pollo, de vaca, de cerdo y de cordero. Pastas de toda clase con sus salsas correspondientes: tallarines a la parmesana, macarrones a la boloñesa, tallarines al pesto, cubiertos de insectos y ceniza y de granos negros de arroz tan hinchados como el vientre de un ahogado. Toda la comida que yo no había comido en la última semana, amontonada ante mis ojos igual que un desafío. O que una felicitación.
—Te paguen lo que te paguen, nunca lo consideres suficiente. Por mucho que sea. Siempre puede llegar un día en que te encuentres buscando un cadáver en un contenedor inglés, y entonces...
Me callé cuando vi la bolsa de lona.
No estaba en el contenedor, sino detrás de él. Entre la parte de atrás del contenedor y la pared norte del edificio número 1 de Gunthorpe Street. Era una bolsa grande, negra, con aspecto de tener tantos años como la pared de ladrillo junto a la que estaba colocada.
El olor venía de su interior.
—Creo que te acabas de comer media tarjeta —me dijo Marta.
—Es esto —dije—. Esta bolsa.
Marta se arrodilló junto a mí y observó la bolsa con la nariz arrugada en un mohín menos de señorita que de charcutera ofendida por el olor de un nuevo queso francés. Comprobé que lo que había dicho era verdad: la mitad de la tarjeta telefónica de la chavalita india estaba en mi mano, y la otra mitad comenzaba a descender con dificultad por mi esófago. Un buen número de miembros del Grupo habían atravesado la verja que cerraba el callejón y estaban ya formando una expectante media luna de cuerpos inclinados a nuestra espalda. La barbilla del adolescente estaba literalmente encima de mi hombro derecho.
No todos los gritos que se escucharon cuando abrí la bolsa fueron de asco o de terror.
—Diez euros más a que son huesos de cartón piedra —le oí decir al hombre de antes—. Y otros diez a que la carne es de pollo.