15

Estuve paseando hasta cerca de las nueve, y al regresar a Evelyn Gardens me encontré con que los periodistas habían tomado al asalto la plaza. La habían tomado literalmente. Una decena larga de vehículos con las carrocerías decoradas con los logotipos de radios, televisiones y portales de noticias de internet bloqueaban por completo nuestra calzada y entorpecían también el tráfico de Cranley Gardens. Un enjambre de grabadoras y teleobjetivos, de micrófonos y cámaras de televisión zumbaba en la acera norte de la calle y ante la verja del parquecillo, empuñados por toda una colección de hombres y mujeres jóvenes vestidos como boxeadores en día de entrenamiento y con esa mirada que se les pone en los ojos a los becarios condenados a una práctica dominical larga y aburrida. Yo caminaba con las manos en los bolsillos y la vista clavada en el suelo y pensaba en Paula. La imaginaba bajo tierra, diez o doce metros por debajo de mis pies, recorriendo cámara en mano el mundo en blanco y negro del subsuelo de la ciudad. Caminando entre desechos y tesoros escondidos, esquivando ratas, aguas fecales y terrores nocturnos, apretando los dientes en busca de esa gran obra suya aún por construir. Dos hombres jóvenes y fornidos ataviados con camisetas de grupos de rock esotéricos y badanas en el pelo estaban sentados en las escaleras de mi edificio, fumando algo que no parecía tabaco y sosteniendo sobre sus rodillas unas cámaras de vídeo que no tardaron en cargarse al hombro en cuanto me vieron aparecer por el extremo este de la calle. Varios niños con chubasqueros y botas de agua lo observaban todo desde el otro lado de la verja del parque, las manos aferradas a los barrotes y las bocas abiertas. Aún no llovía, pero estaba a punto de hacerlo. Yo pensaba en Paula, en su obra, en el futuro imperfecto que amenazaba con venírsenos encima. UnderLondon/AfterLondon: el mapa íntimo de una ciudad de la que yo nada sabía. Levanté la vista hacia la fachada de nuestro edificio y vi a Paula en el balcón, sosteniendo un vaso alargado en la mano izquierda y el teléfono en la derecha y mirando hacia algún punto situado fuera de la acción principal. La imaginé chapoteando en las aguas enfermas del Fleet, bebiendo de las fuentes sumergidas del Tyburn, ahogándose en silencio en las pozas torrentosas del Westbourne. Estaba hermosa, allí arriba y también en mi imaginación. En torno a ella, en las ventanas y los balcones de los otros apartamentos, un puñado de caras inglesas seguían atentamente el espectáculo de los medios de comunicación al acecho de su presa.

Absurdamente, sólo cuando tuve la gomaespuma del primer micrófono pegada a la boca comprendí que la presa era yo.

—¿Qué opina usted de los asesinatos del nuevo Destripador, señor Santailá? ¿Los considera algo personal?

—¿Teme usted que esto sea sólo el principio? ¿Que los asesinatos continúen? ¿Que siga usted encontrando bolsas con cadáveres en sus Rutas del Terror?

—¿No lo considera algo personal, o no quiere hacer declaraciones? ¿Tiene usted algo que esconder?

—¿Teme tal vez que el asesino esté jugando con usted? ¿O que lo esté señalando de algún modo? ¿O que quiera convertirle a usted en un blanco fácil para la policía?

—¿Prefiere que sus abogados hablen por usted?

—¿O que sepa algo de usted y esto sea una especie de mensaje en clave? ¿Un juego particular entre ustedes dos?

—¿No siente usted la necesidad de dar su versión de los hechos? ¿No agradece la oportunidad que le estamos brindando?

—¿Es usted el nuevo Jack el Destripador, señor Santaella?

Lo comprendí al instante: ahora mismo, el hecho de que la mujer con la que llevaba tres años compartiendo techo, cama y cocina se hubiera pasado los últimos meses embarcada en una tarea que muy poco tenía que ver con manchar lienzos en la intimidad de un estudio secreto no era, ni con mucho, el mayor de mis problemas. Convertirme en la encarnación pública del misterio de las bolsas del nuevo Jack el Destripador, por ejemplo, parecía un problema mucho mayor. Pero, aun así, escuché las preguntas de los periodistas como quien escucha sonar el timbre de un teléfono que no es el suyo. Mi cuerpo estaba rodeado de lentes y micrófonos, los flashes de las cámaras iluminaban cada ángulo de mi rostro, decenas de desconocidos que nada sabían de mí comenzaban a construirme una imagen pública con sus preguntas, y yo pensaba en Paula. En Paula trabajándose una carrera de artista varios metros por debajo de la superficie de este mismo Londres que justo ahora empezaba a interesarse por mí. En Paula reptando bajo tierra, sucia de mierda y barro, rodeada de oscuridad. En Paula registrando cámara en mano las sombras y el silencio de los mundos subterráneos. Las paredes cegadas, los túneles tapiados, los pozos sin fondo: las entrañas de una ciudad en perpetuo proceso de obsolescencia y renovación. Esa abigarrada realidad subterránea en la que nunca pensamos. La supuración de los ladrillos en las bóvedas de la red de alcantarillado. Las canalizaciones del gas y del agua, de la luz, de la mierda y los orines de siete millones y medio de personas. Las hileras interminables de literas abandonadas en los refugios blindados del Blitz. Los letreros oficiales, los viejos anuncios, los planos de situación apenas legibles en los muros de decenas de estaciones de metro clausuradas. Los ríos perdidos de Londres, también: los hijos muertos del Támesis, convertidos en fantasmas tristes y olvidados.

No, yo no era Jack el Destripador. Pero a veces desearía serlo.

—¿Conocía usted a la víctima? ¿A la muchacha asesinada en el cementerio?

—¿Le inquieta convertirse en objeto de la atención de los medios de comunicación?

—¿Se trata de una broma? ¿De una campaña de publicidad? ¿Es usted un actor, señor Santaella?

—¿Espera usted encontrarse una nueva bolsa de lona el próximo día ocho en Hanbury Street? ¿Espera que el Destripador desentierre los restos de Annie Chapman y deje en su lugar el cadáver de otra muchacha destripada? ¿Espera tener usted una buena coartada en esa ocasión?

—¿Es usted Jack el Destripador, señor Santaella? Y, en caso afirmativo, ¿piensa usted volver a matar?

Varias gotas de agua cayeron sobre mi cabeza. Un relámpago iluminó el cielo ya oscurecido de Evelyn Gardens, y al instante se escuchó un trueno largo y sordo. El olor mezclado de todos aquellos hombres y mujeres que me rodeaban me hizo pensar por un segundo en el olor del contenido de la primera bolsa de lona. Intenté avanzar algunos pasos hacia la escalinata de nuestro edificio, pero apenas conseguí desplazar unos centímetros la melé de periodistas que me aprisionaba.

—¿No piensa usted hacer declaraciones, señor Saintailá? ¿Tiene algo que ocultar?

—¿Teme usted que su condición de extranjero pueda perjudicarle en esta situación?

—¿Esas son las heridas que le hizo la muchacha al defenderse?

Los objetivos de las cámaras que me observaban se embarcaron en un frenesí letal de planos cortos, golpes de zoom y ráfagas de flashes sobre mi cara. Sentí cada imagen capturada de los rastros de mi noche de amor con Paula como una afrenta personal; como una agresión gratuita e intolerable. Levanté la vista hacia la última planta del número 36 y vi que Paula seguía allí arriba, asomada a la balaustrada de nuestro balcón, hablando por teléfono con su vaso en la mano y siguiendo a la vez el espectáculo de este novio suyo siendo devorado por las fieras. Me pareció ver cómo me sonreía y me guiñaba un ojo. Publicidad gratuita, pensé. Artista, guapa y novia de Jack el Destripador. Casi pude ver ya las fotografías en los suplementos culturales de toda la prensa seria del país.

UnderLondon/AfterLondon. La roja ciudad de los monstruos subterráneos.

Londres, joder.

—Ahora ya sabe usted lo que se siente al ser un hombre público —me dijo Borges unos minutos más tarde, cuando conseguí zafarme de la jauría de periodistas y refugiarme finalmente en casa—. Bienvenido al infierno.

Estaba sentado en el sofá, sudoroso y despeinado y en mangas de camisa. Esquivé su bastón y sus piernas y me detuve en el umbral de la puerta abierta del balcón. A dos metros y medio de Paula, a tres del vacío y a unos quince en vertical de esas cámaras en cuya memoria yo ya estaba para siempre. Paula estaba de espaldas a mí, y no pareció advertir mi llegada. Seguía hablando por el teléfono inalámbrico, y lo hacía en esa mezcla de francés de Suiza y castellano de Argentina que sólo emplea cuando es Mauricio Santorini quien está al otro lado del aparato. Lo que había estado bebiendo mientras observaba mi espectáculo desde las alturas era whisky; el vaso, vacío y aún con hielo, estaba ahora abandonado sobre la balaustrada del balcón. Tenía el brazo izquierdo en jarras y el derecho alzado hasta su oreja de tal modo que entre ambos parecían componer una especie de ocho interrumpido por la línea de su cuerpo. Las caderas anchas y firmes, la nuca desnuda, las piernas separadas y en tensión. Los trasquilones multicolores de su pelo. Las rozaduras de las tiras de plástico de las sandalias en sus talones desnudos. Mi primer impulso fue correr hasta Paula, abrazarme a ella y pedirle perdón, una a una, por todas las cosas que se habían ido estropeando por mi culpa a lo largo de estos tres últimos años. Por mis secretos y mis mentiras. Por mis paseos por Kensington Gardens y Hyde Park. Por el disco duro de mi ordenador lleno de mierda. Pero los rumores que llegaban de la calle invisible me disuadieron de esa idea. Así que lo que hice fue aguardar a que Paula volviera la cabeza y, cuando lo hizo, dedicarle la mejor de mis sonrisas.

—Hola —dije también.

Paula me devolvió la sonrisa junto a un complejo ejercicio de mímica facial que me dio a entender lo que ya sabía: que estaba hablando con su padre y que la conversación no marchaba bien. Luego se acercó hasta mí, me dio un beso con sabor a whisky con cola y siguió hablándole al inalámbrico.

Me alejé de la puerta corredera con el estómago lleno de gusanos en ebullición.

—Yo no soy un hombre público —dije, sentándome al lado de Borges en el sofá y procurando ignorar el olor a sudor y podredumbre que emanaba de su persona—. Yo sólo soy el testigo de un crimen.

—Usted es lo que ellos quieren que sea. —Borges sonrió de ese modo que tan poco me gusta a veces—. Y ellos quieren que usted sea un hombre público.

—Usted qué sabe.

—¿Que yo qué sé? ¿Le recuerdo lo que hicieron conmigo?

—Lo que fuera que pasara con usted, se lo hizo usted mismo.

Encendí el televisor, le quité la voz e hice un barrido de canales hasta llegar a un programa de noticias. El City of London Cemetery: la tierra revuelta, el cordón policial, la lápida dorada con el nombre de Mary Ann Nichols y la fecha de su muerte. Ante ella, un hombre con aspecto de sepulturero respondía a las preguntas que le formulaba una mujer con aspecto de monja de clausura.

—El bardo ciego —dijo Borges, alzando su cabeza hacia ningún lugar—. El hombre que vivía en estado de literatura. La enciclopedia de citas ambulante. El hombre todo intelecto, todo razón, nada sentimiento. El poeta del que todo el mundo se podía aprovechar.

—Usted se lo buscó —respondí, cambiando de canal—. Usted les siguió el juego.

—¿Sabe cuánta gente publicó libros de entrevistas conmigo? ¿Sabe cuánta gente llamaba cada día a mi puerta y me obligaba a responder una y otra vez a las mismas preguntas? Chiquitos de doce o trece años, incluso. Enviados por su profesores para hacerme entrevistas como parte de sus trabajos de escuela. ¿Qué debía hacer yo?

—Sabemos lo que hizo.

—Hice lo que ellos me forzaron a hacer. La única opción que me dejaron: asumir el personaje que ellos habían creado para mí y tratar de vivir con él. Aceptar la condena de ser Borges para el resto de mis días.

Alcancé la franja de los canales por satélite y me detuve en uno alemán o tal vez austriaco en el que estaban reponiendo un viejo episodio de Los Simpson. Homer llevaba puesta una gorra de béisbol en la cabeza y estaba estrangulando a Bart ante el regocijo de la pequeña Maggie. Sonreí un segundo, y luego me volví hacia Borges.

—El éxito se paga —dije—. Aunque sea un éxito tan absurdo e inexplicable como el suyo. Pero eso no tiene nada que ver conmigo.

—Es el mismo mecanismo —replicó Borges—. Usted hace algo, lo que sea, y ellos eligen cómo leer lo que usted ha hecho, qué imagen trasmitir de ello al mundo y qué papel asignarle a partir de entonces a usted en función de esa lectura inicial.

—Ya veo.

—Nunca subestime el poder de un periodista. Ni la profundidad de su estupidez. Nunca le transmita a un periodista una idea que crea susceptible de ser malinterpretada. Porque incluso las ideas que le parecen más obvias pueden ser tergiversadas por un cerebro intoxicado por el virus de la actualidad continua. —Borges bajó la cabeza y suspiró sonoramente—. Los periodistas son unos hijos de perra. Unos cabrones y unos hijos de perra. Se lo digo por experiencia. La primera vez que un periodista llamó a mi puerta, debí darle una puñalada en el vientre y escupir luego sobre su cadáver.

Dije que sí con la cabeza, que vale, y me olvidé de Borges. Sobre la mesa rectangular de hormigón había uno de esos folletos de la exposición de Paula de los que Siobhan y Fiona me habían hablado en el Lido. Un díptico sencillo, elegante y visiblemente caro que reproducía varias imágenes en blanco y negro, muy difuminadas, de túneles y galerías infectados de ratas, insectos, humedades y grupos de seres humanos de aspecto terminal. Junto a él había una tarjeta de identificación de la Academia, una llave y un mazo de fotografías. La primera de ellas mostraba a Gloria cargando unos sacos de tierra en el interior de una especie de nave industrial; no quise mirar todavía las demás. UnderLondon/AfterLondon, decía la camiseta que Gloria llevaba en la foto: las dos palabras mágicas que aparecían en los miles de folletos que, al parecer, habían comenzado a distribuirse la tarde anterior por todos los rincones de Londres, en los carteles que ya colgaban de las paredes de las tiendas, los bares y las salas de conciertos más enrolladas de la ciudad y, también, en la página web que la Academia había creado para apoyar la exposición. Según Fiona, todo el mundo que era alguien en el ambiente artístico de la ciudad estaba hablando de esa exposición. Parecía que los astros habían sido propicios para con Paula: después de todo lo sucedido durante las últimas semanas, las altas esferas de la OAA necesitaban asociar su nombre con urgencia a un proyecto público que limpiara la imagen de la entidad y dejara de relacionarla, siquiera fugazmente, con el espectáculo de los artistas salvajes; y ahí estaba la exposición de Paula. La Academia había puesto a trabajar toda su maquinaria publicitaria, había echado mano de todos sus contactos y se había asegurado de que nadie que contara faltara el viernes a la inauguración. Aquel acto iba a ser la vuelta a los ruedos de la OAA después de su paso forzado a la clandestinidad: con su edificio clausurado, con sus clases de verano suspendidas, con las puertas de sus talleres cerradas con candado, aquella exposición era una suerte de prueba de supervivencia: el mundo entero les señalaba con el dedo, pero ellos seguían allí. La verdad más íntima de Paula y las necesidades de una turbia entidad cultural confluyendo en una fecha mágica: el 5 de septiembre de 2008. Si todo iba bien, si la exposición era lo que parecía y los medios de comunicación se dejaban enredar en el juego de la Academia, Paula iba a lograr hacerse un nombre para siempre.

Yo había encajado todas estas novedades como si no lo fueran en absoluto. Y luego le había pedido un tercer café con leche a nuestro camarero septuagenario y había seguido escuchando como si tal cosa.

Borges tosió dos veces y murmuró algo sobre los hijoputas de los periodistas argentinos. En el balcón, Paula giró sobre sí misma mientras hacía con su mano izquierda unos gestos parecidos a los de un árbitro de baloncesto señalando unos dobles por acompañamiento del balón. La observé durante unos instantes, y luego volví la vista hacia la pantalla del televisor justo a tiempo para ver cómo aparecía en ella la inspectora Kerby, vestida con el mismo conjunto de blusa y falda pantalón que yo le había visto hacía apenas siete horas en aquel mismo comedor y acompañada de un letrero escrito en caracteres cirílicos.

—Una vez, Bioy y yo planeamos matar a un gacetillero de La Nación. ¿Se lo he contado ya? —Borges cruzó la pierna izquierda sobre el muslo derecho y sonrió—. Al final no salió bien.

La inspectora Kerby dejó de hablar con subtítulos y le cedió su puesto en la pantalla a un gordo vestido con una bata blanca de científico comunista en la que podían leerse las siglas XPR. No, nunca me lo había contado. Tal vez porque se lo acababa de inventar: últimamente, los recuerdos de Borges son tan falsos como los míos propios.

Paula repitió su giro sobre sí misma y se asomó por la puerta del balcón.

—La hemos cagado —me dijo, tapando con la mano izquierda la parte inferior del inalámbrico.

Antes de poder preguntarle qué sucedía, Paula ya se había dado otra vez la vuelta y volvía a enseñarme el listado de fechas y ciudades reproducido en la parte trasera de su camiseta de la gira 2005 de Tristania. Su nuevo corte de pelo parecía afinar las facciones de su cara, hacerlas aún más limpias y precisas, observé. Los mechones negros, rojos y castaños brotaban del centro de su cabeza y salían disparados en todas direcciones.

—Nunca me lo ha contado, no. —Dejé el folleto de la exposición otra vez sobre la mesa y me levanté del sofá—. Disculpe.

Borges asintió con la cabeza: disculpado. Crucé el comedor, salí al balcón y le di a Paula un beso en la nuca. Ella sonrió y frotó su cabeza contra mi cuello mientras le decía a su padre algo que sonaba a insulto francés grueso y retorcido. Le di una palmada en el culo, me asomé con precaución a la balaustrada y comprobé que allí abajo no había nadie.

Evelyn Gardens, húmeda y vacía y tan triste como siempre.

Me volví hacia Paula en el mismo instante en que ella colgaba el inalámbrico y hacía ademán de arrojarlo balcón abajo.

—Mi padre —dijo, mirándome con una encantadora expresión de niña contrariada—. Que viene a la inauguración.

Genial, pensé. Y lo pensé de verdad.

—¿El viernes?

—Es un detalle que recuerdes el día. —Paula me abrazó y volvió a frotar su cabeza contra mi cuello. Luego me dio un beso en la barbilla, me sacó la lengua y lamió de principio a fin uno de los arañazos que me recorrían la mejilla izquierda—. Mañana saldrás en todos los diarios.

—Genial.

—Y en las noticias de la tele.

—Mejor todavía.

—¿Quién les ha dado tu nombre?

Me encogí de hombros. La respuesta evidente era: Alvin J. Barrett. La respuesta que me había acudido a la mente mientras ojeaba el folleto de Paula era: Paula. Y la que ahora se me acababa de ocurrir, mientras le palmeaba el culo a Paula, era: Alexia. La rusita de Durward Street. La putita del este que me había dado su número de teléfono falso, y a la que yo le había dado mi nombre, mi ocupación laboral y algún que otro dato más que tal vez hubiera debido callarme.

—Mr. Barrett, supongo —dije, y aparté el tema con una mueca—. ¿Qué tal los preparativos en la galería?

—Bien, supongo. Tengo la sensación de que aún está todo por hacer. Ya sabes.

Asentí con una sonrisa. Ya sabía.

—Va a ser un éxito. Seguro.

—Seguro. —Paula me dio un beso, y luego apartó un poco la cara y se me quedó mirando con seriedad—. Ha llamado esa policía.

—¿La inspectora Kerby?

—Quiere verme mañana. Le he dicho que se pase por la galería. ¿Qué querrá?

Me encogí de hombros.

—Comprobar coartadas, supongo. Es su trabajo.

—También ha dicho que se pasaría por tu oficina durante la mañana. Que tal vez pudieras ayudarla en algo.

Un avión atravesó a muy baja altura el cielo de South Kensington en dirección este-oeste, y justo en ese instante comenzó a llover de verdad. La noche era ya casi completa. Las farolas amarillas de Evelyn Gardens iluminaban las aceras desnudas, la verja del parque, las fachadas blancas de los edificios. Lo comprendí mientras miraba el reflejo de las luces residuales de Evelyn Gardens en los ojos de Paula: el verano estaba a punto de terminar.

—Genial —dije. Y también lo dije de verdad.

* * *

Esa noche soñé que me convertía en Jack el Destripador. Estaba tumbado en mi despacho sobre la alfombra de Papá Santaella, haciendo el amor con Paula, y de repente yo ya no era yo. Yo era Jack el Destripador. Mis manos estaban manchadas de sangre, y un surco de carne abierta recorría todo el pecho, el vientre y el sexo de Paula. Ahí estaban sus entrañas: rojas, grandes, palpitantes, encerradas entre huesos y secretos. Por fin desnudas y accesibles. Las veía y pensaba: esto es Paula. Su verdad interior. La guarida última de sus secretos. Paula tenía los ojos abiertos y miraba hacia el techo. Sus piernas estaban abiertas y separadas, las plantas de sus pies hundidas en la alfombra, las rodillas apuntando hacia las paredes norte y sur de mi despacho. Desde lo alto de su archivador, Borges nos observaba y sonreía. «Por fin es suya, Santaella», decía. Los ojos de Paula miraban fijamente hacia arriba, hacia el techo, tan desnudos y tan muertos como los ojos de Mary Jane Kelly en el escenario de su carnicería en Miller's Court. Borges sonreía, Paula estaba muerta y yo ya no era yo. Yo era un monstruo. Un asesino. Jack el Destripador.

En mi sueño, mis manos se hundían en el cuerpo de Paula y comenzaban a buscar.

Cuando me desperté, la mitad derecha de la cama estaba revuelta y vacía. Un débil resplandor eléctrico iluminaba el rectángulo de la puerta y proyectaba un haz de luz de intensidad intermitente sobre el cuerpo desaparecido de Paula. Nuestras sábanas tenían el color de una pantalla sintonizada en un canal muerto, y aún estaban calientes. El reloj digital de la mesilla de Paula señalaba las 2:23. Un murmullo de voces y risas enlatadas llegaba desde el comedor, confuso y apenas audible. Un mechón húmedo de pelo enredado en mis pestañas partía en dos mitades casi exactas el dormitorio. Intenté dormirme de nuevo, pero no lo conseguí. Cada vez que cerraba los ojos veía el cadáver destripado de Paula.

Paula estaba sentada en el suelo del comedor, las piernas recogidas bajo el culo y la espalda muy recta, frente al televisor de Papá Santaella. Su aspecto era el mismo que cuando la había encontrado jugando al NBA Live con Gloria: unas bragas, un sujetador y nada más sobre su cuerpo. Las imágenes del televisor se proyectaban sobre su piel blanca e intacta y pixelaban su carne hasta el límite exacto de la legibilidad. Había una hilera de cabezas agachadas en su vientre, una mano negra empuñando una pistola en sus muslos, un cielo cargado de luz, de humo y de edificios en rumbo de colisión entre sus costillas: tatuajes invertidos, fugaces como visiones, que se acumulaban sobre su cuerpo y estallaban dejando un rastro de imágenes desvanecidas tras de sí. Un cuchillo abriendo el cuello de una azafata sobre su pecho izquierdo. Una lluvia de vómitos y sangre resbalando por sus brazos. Un niño llorando bajo el pliegue de su vientre.

—Ya está aquí —dijo cuando me senté a su lado—. El segundo avión.

El suelo del comedor estaba tan frío que sentí cómo mi carne se soldaba a la cerámica y me inmovilizaba ante el televisor, tal vez para siempre. También la mano de Paula estaba fría cuando se la cogí y la coloqué sobre mi regazo. Por un instante, los ojos del secuestrador negro que disertaba a voz en grito sobre la muerte y el heroísmo y el inmediato Reinado del Arte Salvaje se superpusieron a los ojos de Paula y me observaron desde algún lugar intermedio entre su eternidad y nuestro presente.

—Acabo de soñar que te mataba —dije, sólo por romper el silencio.

—Dentro de unos días yo también saldré en televisión —dijo Paula, observando la pantalla sin concederse un solo parpadeo.