18

Llegamos a casa pasadas las dos de la madrugada, Paula eufórica y muy borracha, Mauricio mudo como un cartujo y yo con la cabeza palpitándome a doscientas pulsaciones por minuto. Mauricio nos deseó buenas noches en el vestíbulo, besó torpemente a su hija en la frente y se encerró en el cuarto de invitados con una novela de Philip Roth y una botella de licor de guindas que él mismo nos había traído de Ginebra. Paula cayó redonda en la cama antes de acabar de desnudarse, y así amaneció a la mañana siguiente: cruzada en su mitad del colchón con su falda blanca de la suerte enredada entre las rodillas y los tobillos y un hilillo de baba uniéndole la boca con la almohada. Yo volví a no pegar ojo en toda la noche. Cada vez que cerraba los ojos veía a toda esa gente: los habitantes del subsuelo de Londres, los huidos o expulsados de la superficie, las mujeres y los hombres invisibles que ahora mismo vivían —ya fuera en la realidad o en la imaginación creadora de Paula— sus vidas ruinosas decenas de metros por debajo de nuestros pies. Oí roncar a Paula a mi lado desde las tres hasta las seis, oí ir y venir a Mauricio a oscuras por el comedor hasta el amanecer, oí cantar a los pájaros del apartamento vecino cada vez que Borges se revolvía en lo alto de su archivador y mascullaba en sueños algún verso suelto de alguno de sus poemas. Cuando por fin me levanté para ir a trabajar, Paula seguía durmiendo su sueño comatoso en la mitad derecha de la cama y Mauricio había desaparecido. Borges estaba sentado en la mesa de la cocina, haciendo volantines de majorette con su bastón y mirando fijamente a Charlie Brown con la cabeza ladeada. Lo único que me dijo en los cinco minutos que tardé en desayunar a su lado fue: «Así es la vida, Santaella. Una jodienda interminable».

Me pasé toda la mañana en Whitechapel, ejerciendo de Guía del Terror y a la vez de atracción para dos Grupos de andaluces, uno de madrileños y otro más de asturianos y gallegos cuyos integrantes, a excepción de Marta, eran todos hombres mayores de sesenta y cinco años. Comí con Marta en el Pizza Hut de Whitechapel Road, a un par de puertas del garito de comida india en el que Fiona y yo habíamos compartido nuestro primer café algo así como medio siglo atrás, y a las dos y media en punto la deposité en el interior de un taxi con destino al hotel de Paddington que Iberojet le había asignado en esta ocasión y me prometí no volver a verla nunca más. El metro me dejó a las tres en Trafalgar Square, a punto para recoger al padre de Paula en la escalinata de la National Gallery, tomarme un café con él en Charing Cross Road y dejarlo en la puerta de Foyle’s con su lista trilingüe de libros por comprar en la mano. Ni él sacó el tema de su confesión ni a mí se me ocurrió forzarle a hacerlo: durante la media hora escasa que pasamos juntos, sólo hablamos de Van Eyck, de mi trabajo como Guía del Terror y de la conversación que la inspectora Kerby y yo habíamos mantenido a primera hora de la mañana en relación con el dispositivo policial que se estaba preparando en torno a Hanbury Street y en el cementerio de Manor Parle —donde en su día estuvo la tumba hoy perdida de la tercera víctima canónica del Destripador, Annie Chapman— para intentar que al supuesto copycat ripperiano no le resultara tan sencillo celebrar el aniversario del lunes con una nueva bolsa y un cadáver. A las cuatro menos cuarto llamé a Paula desde la boca de metro de Leicester Square, y escuché por octava o novena vez en lo que iba de día el mensaje bilingüe de su contestador. Esta vez no dejé recado. Me puse los auriculares del mp4, cacé al vuelo un 24 y me dejé llevar hacia Pimlico escuchando a todo volumen Henry’s Dream.

Media hora más tarde, Xavi había alineado seis latas de cerveza y dos bolsas de nachos sobre la mesita de cristal de su salón, se había quitado la camisa y los pantalones y había puesto un Pistons vs. Lakers del 88 en el reproductor de deuvedés que Paula y yo le habíamos regalado —cortesía indirecta de Papá Santaella— por su antepenúltimo cumpleaños. Dos tiempos muertos me bastaron para explicárselo todo, desde el horror incomunicable de las fotografías de Paula hasta la presencia incomprensible de Alexia en la primera de ellas. Una simple putita del este, una zorra como miles hay en Londres, presente a la vez en la cabecera de la exposición de Paula y en el hallazgo de la segunda bolsa de lona en Durward Street. Alexia con las tetas al aire y rodeada de mendigos subterráneos en un panel metálico de 2 × 2; Alexia vestida de fiesta, algo borracha y ojerosa junto a los restos de una víctima del Destripador en Durward Street. El partido terminó sin que Xavi consiguiera ayudarme a formular una hipótesis que lograra explicar esta doble encarnación de la rusita sin investir a Paula de un siniestro control sobre mis movimientos y aun sobre mi destino. Y entonces Magic se retiró a los vestuarios del Forum de Inglewood con una sonrisa de estrella negra de Hollywood en la cara, yo apagué con el mando a distancia el reproductor de deuvedés y en la pantalla, tras un breve fundido en azul, apareció la cara de Paula.

Creo que tardé aún unos cuantos segundos en comprender qué estaba sucediendo.

—Se trata de no avergonzarnos de nuestra condición de voyeurs —estaba diciéndole, muy seria, a la presentadora de un magazine de tarde de una televisión nacional—. De prestigiar el voyeurismo. De confesarnos culpables del vicio de mirar, de aceptarlo como parte de nuestra naturaleza y ejercerlo abiertamente. A un nivel profundo, al fin y al cabo, el arte no consiste en otra cosa. El arte es la sublimación del voyeurismo, el perfeccionamiento del hecho natural de esconderse y mirar. Con mi exposición, yo propongo que ejerzamos este impulso natural dirigiéndolo precisamente hacia algo que nunca hemos querido mirar. Tal vez porque no sabíamos que estaba ahí. De eso trata UnderLondon/AfterLondon: de lo que sucede dentro de nosotros cuando el acto furtivo de mirar por una rendija nos pone en contacto de repente con algo que hubiéramos preferido no ver. Escondernos y mirar lo que tenemos debajo de nuestros pies. Mirar lo invisible. Espiar a quienes de verdad están ocultos de nuestras miradas. Y ahí abajo hay montones de personas que se ocultan de nosotros. Una sociedad entera, un mundo de fugitivos y refugiados que se han hecho invisibles entre nuestros desechos y que viven, literalmente, al margen de nosotros. Por eso mi exposición puede llegar a resultarle tan incómoda a ciertas personas. Porque pone al descubierto lo que ni ellos quieren que veamos ni nosotros queremos ver. —Paula hizo aquí una pequeña pausa que le sirvió, lo supe, para reponer toda la saliva que durante su parlamento había desaparecido de su cavidad bucal. Estaba sentada en una especie de puf blanco tan bajo o tan mullido que sus rodillas quedaban casi a la altura de su generoso escote, pero, aun a pesar de lo ridículo de la postura, el aura que desprendía su persona era de una invulnerable dignidad—. No resulta fácil ver según qué cosas. Ver a una drogadicta desnuda rebozada en la mierda que corre por nuestras alcantarillas, en nuestra mierda, puede resultar ofensivo para mucha gente. Pero, a un nivel subconsciente, es una imagen que funciona. Vemos a esa muchacha, toda piel y huesos, y reconocemos a la vez su humanidad y su inhumanidad. Pensamos que ha sido una persona como nosotros, pero que ya no lo es. Y tal vez sea cierto. Ninguna de esas personas del subsuelo son del todo como nosotros. Entre las muchas renuncias que les ha impuesto la vida subterránea, la primera es la renuncia a la humanidad tal y como nosotros la conocemos. Y pensar en ello no sólo resulta incómodo: también resulta doloroso. Pensar en la humanidad perdida de esas personas nos hace pensar necesariamente en nuestra propia humanidad. En si todavía, a estas alturas de la película, podemos considerarnos seres humanos. En si un mundo como el nuestro tolera ya a seres humanos tal como los habíamos conocido hasta ahora.

—Mola, tío —dijo Xavi, aplastando contra su pecho desnudo la última lata de cerveza vacía—. Tienes una novia que sale en la tele diciendo cosas profundas.

—Un mundo posthumano. Un mundo en el que ya no somos necesarios. Un mundo que, sospechamos, podría seguir funcionando aunque nosotros dejáramos ahora mismo de existir. El ser humano desaparecerá y nuestras ciudades seguirán en marcha hasta el final de los tiempos. La electricidad seguirá circulando eternamente por nuestros cables, el aire seguirá cargado de nuestras ondas sonoras, nuestra información seguirá circulando eternamente por internet. Hemos creado una realidad que ya no necesita de nosotros para mantenerse en pie. Y a veces pensamos en ello y sentimos la necesidad de huir. De meter la cabeza bajo tierra. Ya me entiendes. —Paula hizo otra pausa y volvió a generar saliva con total discreción—. Así será el mundo dentro de cien, de mil, de un millón de años. Así puede ser el mundo de mañana mismo: un pasadizo continuo de ladrillos chorreante de humedades y de escombros. Esos podemos ser nosotros dentro de unas horas: seres en ruinas agazapados entre los cimientos de una ciudad que ya no nos pertenece.

Molaba, sí. Paula estaba en la tele, en un programa de tarde de una cadena nacional, hablando con jerga de artista sobre la exposición que aquella mañana algún diario había calificado ya como “el último grito en sexploitation degradada y underporn”. Vaya si molaba.

—Mola, sí —dije—. Y encima está buena.

—Al ver tu exposición, o al leer sobre ella esta mañana en la prensa, creo que todos nos hemos hecho la misma pregunta —dijo la presentadora del magazine, una mujer bajita y más bien rechoncha cuyo estilismo parecía rescatado de las páginas de salud y belleza de algún suplemento dominical de provincias español—. ¿Todo esto es real? ¿De verdad hay gente viviendo en el subsuelo de nuestra ciudad?

—La respuesta es sí —dijo Paula.

—No te lo crees ni tú —dijo Xavi.

—Resulta difícil de creer —dijo la presentadora, haciendo girar en su mano derecha un bolígrafo coronado por un pompón de color amarillo y sonriéndonos a Xavi y a mi—. Los cocodrilos de las alcantarillas de Nueva York, los mendigos de las alcantarillas de Londres...

—No resulta difícil de creer. Resulta incómodo de creer —replicó Paula—. Creer en la realidad de esas personas requiere un esfuerzo aún mayor que creer en la realidad de las personas que vemos morirse de hambre por televisión en Darfur. Un esfuerzo mucho mayor, en realidad. Los africanitos cubiertos de moscas que vemos en televisión nos producen a la vez pena y repulsión, pero no dejamos de sentir que hay algo humano en ellos. Humano en el sentido más antiguo y obsoleto del término. Son seres a los que las circunstancias han forzado a nacer, vivir y morir en un estadio anterior de la Historia. Las personas a las que yo he retratado, en cambio, viven en un estadio posterior de esa misma Historia. Si Darfur es nuestro pasado, las alcantarillas son nuestro futuro. Si una vez fuimos tan humanos como ahora lo son esas criaturas de barrigas hinchadas y ojos saltones, algún día podemos llegar a ser tan inhumanos, tan posthumanos como esos seres de nuestro subsuelo. La humanidad pretecnológica que vemos en las noticias nos resulta familiar, pero ya no pertenecemos a ella; la humanidad postecnológica que vemos en UnderLondon/AfterLondon nos resulta extraña, pero hacia ella caminamos.

Xavi me miró con la cabeza ladeada y una sonrisa que le ocupaba toda la cara y parte del cuello. Mola, sí, pensé de nuevo. Una posthumanidad de ratas desnudas vagando por los túneles de servicio del metro de Londres. Una posthumanidad de topos y gusanos devorados por el crack, el sida y los aires fétidos del Fleet.

—Esto es lo que siempre ha soñado —dije—. Crear una obra y poder defenderla delante de un público. Ahora es feliz.

Xavi me dio una palmada en el brazo y emitió a la vez un eructo hondo y potente como la sirena de un petrolero ruso. Una mata de pelo oscuro y rizado le asomaba por la goma del calzoncillo.

—Jode, ¿verdad? —dijo. Y luego añadió—: Os doy un par de meses.

* * *

El domingo 7 de septiembre se produjeron los tres últimos suicidios televisados del verano. En Austin, Texas, un jinete se tiró del caballo que estaba domando en mitad de un rodeo, se sacó una pistola de debajo de la camisa y se voló la cabeza ante las cámaras de tres emisoras de televisión locales. En Dieppe, un mimo que llevaba tres meses atrayéndose espectadores y monedas en el paseo marítimo concluyó su última pantomima rebanándose de parte a parte el cuello y rociando con un chorro de sangre arterial las videocámaras de todo un grupo de turistas japoneses. En Londres, en el Mall, frente al palacio de St. james, una mujer con la cabeza rapada al cero y los pechos del tamaño de balones de balonmano saltó a la calzada en mitad del desfile del cambio de guardia de Buckingham Palace, hizo cinco disparos contra otros tantos caballos y se descerrajó el sexto en la sien antes de que a ninguno de los policías y militares presentes se le ocurriese cómo intervenir. Antes de las diez de la noche ya se conocían las identidades de los tres suicidas: tres artistas de entre veintinueve y treinta y cuatro años con brillantes historiales de precocidad, polémicas y extravagancia a finales de los años 90 y de los que nada o casi nada se sabía desde el año 2002. El jinete de rodeos se llamaba Ralphie Watts. El mimo francés se llamaba Jean-Paul Slonka, y era hermano del cámara que había rodado el vídeo del vuelo número 11 de American Airlines. La mujer de la cabeza rapada se llamaba Marian Heley. Según las cuentas de la ITV, con estas tres muertes la lista de suicidios televisados del verano se elevaba a dieciséis.

* * *

El 8 de septiembre de 2008 amaneció tan frío y lluvioso como un 13 de enero cualquiera. Cuando llegué a Hanbury Street con mi primer Grupo del día, los chubasqueros amarillos de los agentes de la Policía Metropolitana iluminaban casi literalmente cada esquina de la calle. Los agentes estaban distribuidos por parejas a lo largo de los doscientos metros que separan Commercial Street de Brick Lane, uno en una acera y otro frente a él en la contraria, empapados e inmóviles; las cúpulas de sus cascos les conferían un cierto aire de proyectiles humanos listos para ser disparados hacia el cielo gris ceniza de Whitechapel. “The Ripper’s Day”, anunciaban las portadas gemelas del Daily Mirror y del Sun desde los expositores de los newsagents de Whitechapel Road: el ciento veinte aniversario del asesinato de la segunda víctima canónica del Destripador y, si todo marchaba bien, el día del hallazgo de la tercera bolsa de lona y de la tercera víctima sembradas por su moderno imitador. (Las páginas interiores de esos dos diarios, y las de casi todos los demás, rezumaban ansiedad y expectación en cada línea que le dedicaban al tema; si el día terminaba sin ningún cadáver destripado en el depósito de cadáveres, pensabas al leerlas, alguien se iba a llevar una decepción muy grande en la vieja Fleet Street.) Decenas de periodistas pululaban animadamente por Hanbury Street con sus cámaras de fotos y de vídeo y sus micrófonos protegidos bajo grandes sudarios de plástico transparente, husmeando bajo la lluvia el rastro de la imagen del millón de libras, mientras los curiosos gravitaban a su alrededor haciendo preguntas y respondiéndolas, intercambiando opiniones, riéndose y discutiendo entre ellos en decenas de idiomas diferentes y, a partir de las nueve y diez de la mañana, señalándonos con el dedo a mi Grupo y a mí en cuanto asomamos por primera vez la cabeza por la esquina de Commercial Street.

La historia era tan sencilla como todas las demás. El 8 de septiembre de 1888, a primera hora de la mañana, el cadáver de la prostituta Annie Chapman fue descubierto en el patio trasero del 29 de Hanbury Street por un vecino que se dirigía a trabajar. La mujer tenía el cuello rajado hasta la nuca y el vientre abierto desde el esternón hasta la vagina, y sus intestinos formaban una inestable montaña de color amarillento a la altura de su hombro izquierdo. Ni el útero, ni el ombligo, ni parte de la vagina, ni dos tercios de la vejiga estaban allí: el asesino los había arrancado y se los había llevado consigo. El cadáver tenía el brazo izquierdo colocado sobre el pecho izquierdo, las piernas abiertas y la cabeza inclinada hacia la derecha. Su lengua asomaba entre los dientes, pero no alcanzaba a sobresalir entre los labios. Junto a sus pies, ordenadamente dispuestos como en un tenderete de mercadillo, había un peine, dos píldoras, un pedazo de muselina y un sobre rasgado con matasellos del 20 de agosto. Sobre su cabeza, en el muro del patio, había seis manchas de sangre. (Lo único que hoy queda de la Escena del Crimen original es alguna que otra fotografía en blanco y negro como la que ilustra la página correspondiente de nuestro Folleto del Terror. Tanto el edificio como su patio trasero han sido engullidos, junto a la manzana entera, por una fábrica cuyo aspecto resulta sólo un poco menos tétrico que la fotografía post-mortem de Annie Chapman —vestida y recompuesta: apenas una gorda dormida con los labios entreabiertos— que aparece también en el Folleto.) A las cinco y media de la mañana, otra prostituta, Elizabeth Long, había visto a Annie Chapman hablando con un hombre junto a la verja del 29 de Hanbury Street. «¿Lo harás?», le estaba preguntando el hombre, y Annie había respondido que sí. Veinte minutos más tarde estaba muerta: tan muerta —tan completamente muerta, tan minuciosamente muerta— como nadie vivo por entonces en Londres hubiera visto jamás.

A las nueve y cuarto de la mañana del lunes 8 de septiembre de 2008, la atención asfixiante de periodistas y curiosos a duras penas me permitió concluir apresuradamente mi relato del crimen, aguardar a que los veinticinco miembros de mi Grupo hiciesen sus comentarios y sus fotografías y sacarlos a toda prisa de Hanbury Street en dirección a la siguiente estación de nuestra Ruta. Fueron apenas tres minutos, pero me bastaron para advertir que tanto unos y otros —periodistas y curiosos— como los doce agentes que hacían guardia a lo largo de la calle me observaban como se observa a alguien que sabes que está a punto de hacer algo muy malo. Ninguno de los agentes me resultaba familiar, pero al menos tres de los periodistas que sostenían sus micrófonos bajo la lluvia habían participado en la seminal emboscada del 31 de agosto en Evelyn Gardens. Uno de los curiosos que me señalaban con el dedo, también lo hubiera jurado, era el chaval vestido de rapero que le había estado haciendo fotos con su móvil aquella mañana de principios de agosto a la yonqui muerta en Commercial Street.

A las once menos diez habían cambiado los rostros de los curiosos y de alguno de los periodistas, pero la situación era muy parecida: lluvia, chubasqueros, focos y flashes, veinticinco españoles gozándola a mi alrededor como niños en Port Aventura y un montón de dedos señalando hacia mi persona. Los policías habían modificado muy ligeramente sus posiciones con respecto a la manzana del antiguo número 29, y ahora, de algún modo, cada uno de ellos parecía cubrir un mayor espacio de calle y estar a la vez mucho más cerca de mí. Una de los periodistas, una chavala que no aparentaba más de quince años, se coló en el corrillo de mi Grupo e interrumpió mi descripción del cuerpo destripado de Annie Chapman para observar que a estas horas de la mañana las dos bolsas anteriores ya hacía rato que habían aparecido, y que el horario límite de cierre de edición de los diarios de la tarde era la una del mediodía.

A las doce y cinco, uno de los miembros de mi tercer Grupo observó que la estrategia que estaban siguiendo prensa y policía era claramente errónea. El tipo era aragonés, de Cariñena, y lo correcto, según él, hubiera sido olvidarse de las guardias en Hanbury Street y de las rondas más o menos disimuladas por todo el área de Whitechapel y centrarse exclusivamente en mi persona. Infiltrar un periodista y un policía en cada uno de mis Grupos, por ejemplo, y aguardar a que Jack 2.0 me hiciera entrega de su bolsa de lona. Así se ahorrarían tiempo, esfuerzos y efectivos. Porque, al fin y al cabo, todo el mundo sabía que la bolsa iba a acabar apareciendo en mis manos antes o después, ¿verdad?

A la una menos cuarto, justo cuando estaba a punto de recoger a mi cuarto Grupo en la estación de Aldgate East, las notas iniciales de Tubular Bells comenzaron a sonar en mi bolsillo y el nombre de Paula apareció en la pantalla de mi teléfono móvil.

—¿Te has enterado? —me preguntó a modo de saludo—. Ya tenemos cadáver.

Una muchacha de unos veinte años había aparecido muerta en las proximidades del cementerio de Manor Park. No en su interior, que estaba hipervigilado por la policía y por la prensa, sino en el patio trasero de un edificio medio en ruinas situado en una de las calles que conducían hasta él. Le habían cortado el cuello, le habían abierto el abdomen, le habían extraído los intestinos y los habían colocado junto a su hombro izquierdo. La habían abierto como a un pescado y —palabras literales de Paula— le habían vaciado las tripas y el coño a conciencia. Los periodistas la habían encontrado antes que la policía, ellos eran los que habían dado la voz de alarma a las autoridades, y ahora las fotos de la chavala estaban ya dando vueltas por la red a la velocidad de un virus surafricano. Paula ya había descargado las mejores en el disco duro de mi ordenador, en la carpeta que ella y yo sabíamos, para que no tuviera que tomarme la molestia de buscarlas al llegar a casa. La tumba de Annie Chapman no había sido profanada, porque ya no existía tal tumba y porque no había forma de escarbar un centímetro cuadrado de tierra en el cementerio de Manor Park sin acabar con el cañón de una pistola reglamentaria en la sien. Pero ya teníamos cadáver.

—¿Y la bolsa? —pregunté.

—Tú sabrás. —Paula soltó una risita casi tan impropia de ella como la mitad de las frases que había pronunciado en aquellos dos minutos escasos de conversación. Su padre se había marchado de vuelta a Ginebra la noche anterior; tal vez, quise pensar, esa fuera una de las causas de su evidente excitación—. Perdón. Aún nada. ¿Mucha expectación?

—Me están haciendo hoy más fotos que en toda mi vida.

—Entonces péinate. Llámame si hay algo.

Cuando llegué por cuarta vez a Hanbury Street, la noticia había convertido la calle en una especie de hormiguero en plena ebullición. No había acabado de torcer la esquina de Commercial Street y ya tenía tres micrófonos metidos en la boca y un par de focos apuntándome a los ojos. Las cinco preguntas que tuve tiempo de escuchar se resumían en una sola: «¿qué hay de la bolsa?». No tuve ocasión de retirar por mí mismo los micrófonos y las grabadoras: cuatro agentes de policía nos rodearon inmediatamente, apartaron a los periodistas a empellones y aun a tortazos y a mí me cogieron en volandas, me metieron en el portal de un edificio viejo como Londres y me anunciaron que, a partir de aquel momento, me quedaba vedada la entrada a aquella calle y a todo su perímetro adyacente.

No me gustó la noticia, pero tampoco me sorprendió. Paula había descargado las fotos del cadáver literalmente destripado de una yonqui, las había guardado en el disco duro de mi ordenador y luego me lo había hecho saber por teléfono: eso, por ejemplo, resultaba unas quince mil veces más sorprendente. Pero, aun así, me sentí en la obligación de llamar a la inspectora Kerby para pedirle explicaciones.

—Es lo mejor para usted, créame —fue todo lo que me dijo, con una voz que sonaba no sé si metálica o ligeramente beoda—. Si me disculpa, tenemos bastante trabajo por aquí.

Durante la pausa entre mis Grupos 4 y 5 compartí una bandeja de sushi del Sainsbury’s con Mr. Barrett en su despacho y un café extralargo del McDonald’s con Marta en la acera norte de Whitechapel Road. Marta estaba tan excitada que casi podías oler la humedad de sus bragas. Ya había visto las fotos de la muerta de Manor Park, y la notable erudición ripperiana que había ido adquiriendo a lo largo de nuestras Rutas compartidas del Terror le permitía ser categórica al respecto: el tipo que había hecho aquello se había tomado un montón de molestias para que el escenario de su crimen encajara punto por punto con la escena del crimen original. Las mismas mutilaciones en el cuerpo de la víctima, la misma disposición de piernas, brazos e intestinos, el mismo tipo de lugar incluso. Los mismos objetos personales de la víctima alineados a sus pies. Un móvil, una bolsa de hierba, unas llaves, un monedero de lana: la versión actualizada del trozo de tela, el peine y el sobre de Annie Chapman. Molaba, ¿no? No hacía ni tres horas que dos periodistas semiprofesionales del London Lite habían descubierto el cadáver, y a la policía le estaban lloviendo ya los palos desde todas las direcciones. Marta había visto a la inspectora Kerby defendiendo por la tele el orgullo vulnerado de su Cuerpo justo antes de salir del hotel, y la mujer parecía talmente la víctima de una violación múltiple salvajemente imaginativa.

Xavi me llamó a eso de las cuatro y media, justo cuando mi quinto Grupo del día desaparecía bajo tierra en la estación de Aldgate East y el sexto asomaba ya en el horizonte. Por el tono de su voz, también él parecía haber mojado los calzoncillos varias veces a lo largo del día.

—Qué —me dijo—. Qué te ha parecido. Una obra maestra, ¿a que sí?

—Esta vez te has superado, sí.

—Pues espérate, aún no has visto nada. A la siguiente pienso colgarla boca abajo del arco central del London Bridge. Con los intestinos desplegados hasta el agua.

—Será todo un éxito, sí. ¿Y la bolsa?

—La bolsa, tú sabrás. —Xavi se rió de un modo muy parecido a como Paula se había reído al decirme algo también muy parecido—. No querrás que me ocupe yo de todo, ¿no? Oye, ¿y si te han intervenido el teléfono?

—Si me lo han intervenido, lo sabrás enseguida.

—Capullo de mierda. ¿Te vienes a tomar unas birras cuando acabes?

Había dejado de llover definitivamente antes de la una, pero a media tarde el aire seguía tan cargado de humedad que irritaba las mucosas nasales. Las nubes formaban en el cielo un puzzle compacto como un suelo de piezas de Lego. Las manecillas gigantes del reloj de la fachada del London Hospital señalaron las cinco, las seis, las siete de la tarde, y nada sucedió. Cada hora sin noticias electrificaba un poco más el ambiente en Whitechapel; a cada nueva Ruta del Terror que mis Grupos completaban, los peinados de los reporteros que hacían guardia en los alrededores de Hanbury Street se iban pareciendo más y más al peinado de Jack Nance en Eraserhead. Remontabas Commercial Street camino del Ten Bells y sentías que el asfalto latía bajo tus pies con la fuerza de doscientos corazones. A las cinco y cinco, Paula me llamó para decirme que la chavala asesinada ya tenía nombre, Charlotte Wallace, y también edad, diecinueve años, e incluso una historia corta y más bien previsible que incluía jeringuillas, mendicidad y largas noches al raso bajo los puentes de Camden Town. A las cinco y cuarto, Bosie me llamó para contarme más o menos lo mismo, las últimas noticias del último flash de la BBC, y para anunciarme que nuestra exposición conjunta sobre el Destripador ya tenía quien la quisiera; un marchante galés con buenos contactos, con mucho dinero y con una galería recién estrenada en el Soho situada a tres minutos de la galería de Paula. A las cinco y veintitrés, el agente Howard aparcó su coche patrulla frente al arco de Gunthorpe Street, se bajó de él con cara de policía de The Wire y me separó unos instantes de mi Grupo para informarme de que la inspectora Kerby quería verme a las ocho en punto en las oficinas de Murder Trail Walks, y de que más me valía presentarme a la cita. A las cinco y media llamé a Paula para contarle esto último, y fue Fiona quien me cogió el teléfono.

—Está en el baño, preparándose para una entrevista para Wallpaper. Yo la estoy ayudando. ¿Has encontrado ya la bolsa?

Etcétera.

A las ocho menos cinco, la inspectora Kerby y yo estábamos sentados en dos de las tres sillas del despacho de Alvin J. Barrett. La tercera silla, la situada al otro lado de la mesa, la ocupaba el propio Mr. Barrett. La inspectora Kerby parecía recién bajada a tierra después de un largo paseo en una montaña rusa: así de descompuesta se veía. Un cansancio antiguo se acumulaba en sus ojos, en sus arrugas, en las venas muy hinchadas de sus manos. Su aspecto seguía siendo el de una mujer poderosa, temible incluso, pero una mujer poderosa y temible con problemas muy serios. Los dedos índice y pulgar de su mano derecha sostenían una bolsita de plástico en cuyo interior había un folleto de Murder Trail Walks.

—Esto estaba en uno de los bolsillos de la chaqueta de la muchacha asesinada esta mañana en Manor Park —dijo—. ¿Me lo explican?

Media hora más tarde, Mr. Barrett había cancelado telefónicamente la última visita guiada que me quedaba por hacer aquella tarde y todas las que ya tenía programadas para los tres días siguientes, había repasado minuciosamente todos sus archivos con la ayuda de la señora Bowen y había informado por fin a la inspectora Kerby de que ninguna Charlotte Wallace había tomado parte jamás en ninguna de las Rutas del Terror de Murder Trail Walks, ni en las que yo guiaba ni en las que estaban al cargo de los otros dos Guías de la empresa. Las fotografías que la inspectora había esparcido sobre la mesa de Mr. Barrett mostraban sólo el rostro de la muchacha: unos ojos azules entreabiertos, unas mejillas hundidas y una telaraña de pelos rubios pegados sobre la frente sin color. Varias manchas oscuras bajo la barbilla, justo en el límite inferior de las fotografías, sugerían con fuerza la presencia invisible del cuello separado casi del tronco, del vientre rajado, del sexo abierto y desvalijado. Yo las había mirado una por una y le había asegurado a la inspectora Kerby que no conocía a esa pobre muchacha, que no la había visto antes en mi vida, que no sabía cómo había llegado ese folleto a su bolsillo ni por qué, que nuestros folletos se imprimían y se repartían a miles al cabo del mes entre todos nuestros clientes y que, en los cinco años que llevaba viviendo en Londres, yo no había pisado ni una sola vez el cementerio de Manor Park ni tampoco sus alrededores. La señora Bowen, para mi sorpresa, había confirmado enfáticamente lo de los miles de folletos mensuales, y le había enseñado a la inspectora Kerby la última factura de la imprenta para demostrarlo. La inspectora Kerby había recibido en silencio nuestras explicaciones, había tomado algunas notas en un pequeño cuaderno de anillas de aspecto escolar y se había guardado varios documentos del archivo de Mr. Barrett en el bolso. El teléfono le había sonado seis o siete veces a lo largo de nuestra entrevista, pero sólo había atendido una de las llamadas. Antes de marcharse, nos había estrechado la mano a Mr. Barrett, a la señora Bowen y a mí, me había citado a las diez de la mañana siguiente en su despacho de comisaría y nos había aconsejado a los tres —pero miraba a mi jefe mientras lo hacía— que nos alejáramos de la prensa durante unos cuantos días.

—Si mañana leo algo sobre este folleto en la prensa, sabré que han sido ustedes. Y no me lo tomaré a bien.

Cuando salí de las oficinas de Murder Trail Walks, era ya casi noche cerrada. No llovía, pero hacía aún más frío que a las ocho de la mañana. Marta me estaba esperando junto a la verja del aparcamiento del Sainsbury’s. En cuanto me vio aparecer por el portal, tiró su cigarrillo al suelo y vino corriendo hacia mí. Con su paraguas, su gorrito de lana y su uniforme azul de Iberojet, parecía una mezcla de colegiala francesa y puta de alto standing. Su sonrisa era de tal felicidad que resultaba incluso un poco obscena.

—Me ha reconocido —me dijo, cogiéndose de mi brazo y besándome en la mejilla—. La inspectora Kerby. No me ha visto desde lo de Gunthorpe Street, pero se acuerda de mí.

Y entonces, diez minutos después de terminar de hablar con la inspectora Kerby, fue cuando sucedió lo de la bolsa.

Marta y yo habíamos recorrido en silencio los apenas ochocientos o novecientos metros que separan Durward Street de Angel Alley, y allí Marta me había cogido de la mano, había tirado de mí hacia el interior del callejón cubierto y había comenzado a besarme. Su boca sabía a cerveza, a nicotina y también a toblerones: una combinación de sabores que me había parecido casi tan extraña como el hecho mismo de estar sintiéndola de repente en mi boca al abrigo de las mismas paredes que llevaban cuatro siglos protegiendo la intimidad de incontables generaciones de prostitutas de Whitechapel. Nos habíamos besado con creciente intensidad a lo largo de todo el callejón, junto al muro de la Aldgate Press, frente a la puerta de la Whitechapel Gallery, y habíamos acabado magreándonos como dos adolescentes rijosos junto a los contenedores de basura del pasadizo que comunica el callejón con Gunthorpe Street, en el lugar exacto donde los dos juntos habíamos encontrado la primera bolsa de lona la mañana del 6 de agosto. Tal vez Marta supiera qué estábamos haciendo, y por qué; yo no tenía la menor idea. Recorrimos a trompicones Gunthorpe Street, buscando refugio para nuestros besos junto a cada coche, examinándonos al pie de cada farola, acariciándonos en cada portal, y así llegamos a Wentworth Street. Nadie se cruzó en nuestro camino: ni un solo periodista, ni un policía, ni siquiera un vecino: como si todo el mundo hubiera abandonado en masa Whitechapel al toque de un silbato inaudible y nos hubieran dejado solos a Marta y a mí. En la esquina de Gunthorpe Street con Wentworth Street, la luz blanca de una solitaria farola iluminaba un pequeño contenedor de basuras. Los faros de un coche se acercaban lentamente desde Brick Lane, borrosos de humedad y de niebla. Una gruesa cadena doble con candado mantenía cerrada la tapa del contenedor. Paula me detuvo a su lado, metió sus manos en los bolsillos de mi chaqueta y juntó su nariz con la mía.

Estábamos a punto de besarnos de nuevo cuando el coche de detuvo a nuestro lado.

—¿Ikatz Santaella? —preguntó una voz desde su interior.

El coche era un Audi de color negro. Un A2. La voz era inglesa, femenina y más bien joven. No reconocí ni el uno ni la otra. Lo único que pude ver a través de los dos dedos de ventanilla bajada fue una cabeza oscura cubierta por un gorro muy parecido al de Marta y el rescoldo de un cigarrillo. Ni siquiera me dio tiempo a responder. Escuché cómo se abría la puerta del lado contrario del coche y cómo algo caía al suelo produciendo un ruido sordo y amortiguado: el ruido que hace al caer sobre el asfalto una bolsa de lona con un cadáver podrido en su interior. Y entonces el coche arrancó de nuevo, recorrió a toda velocidad el último tramo de Wentworth Street y desapareció por la esquina de Commercial Street.

Marta fue la primera en deshacer nuestro abrazo, cruzar la calzada desierta y ponerse en cuclillas ante la bolsa de lona.

—La hemos jodido —dijo, mirándonos alternativamente a la bolsa y a mí. Y al instante se corrigió a sí misma—: La has jodido a base de bien.

Cinco segundos después, el único rastro de Marta que quedaba en la calle era el sonido de sus pasos alejándose a la carrera por Gunthorpe Street.