8

El cuarto suicida televisivo del verano se metió una bala en el cerebro en los estudios de Antena 3, en Madrid, durante la grabación de un programa de La ruleta de la fortuna. El presentador del concurso estaba invitando a una jovencita asturiana a resolver el último panel del día —“TENGO TANTA HAMBRE QUE PODRÍA...»— cuando otro de los concursantes, un gallego de unos cuarenta años con un enorme lunar en la frente, se sacó una pistola del bolsillo, la hizo girar varias veces en su mano derecha como un sheriff de película de John Wayne y luego colocó el cañón sobre su sien y se quedó mirando fijamente a la cámara equivocada. La reacción del presentador del concurso consistió en dejar caer al suelo la tarjeta del guión y echar a correr hacia la zona no monitorizada del plató, gruñendo y jadeando y murmurando un «joder joder joder» continuo que el micrófono que llevaba en la camisa no dejó de recoger y amplificar hasta el momento mismo del disparo. La jovencita asturiana dio un grito largo y muy agudo, completó un giro de trescientos sesenta grados sobre sí misma y acabó agazapándose debajo del atril ante el que estaba situada, con las manos sobre las orejas y los ojos tan cerrados que sus párpados parecían haberse fundido en una única masa de carne blanquísima. El tercer concursante, un señor cincuentón barrigudo y casi calvo, se quedó mirando fijamente al suicida, como si estuviera preparándose para saltar sobre él, o para arrojarle un zapato, o para hacer cualquier otra cosa sorprendente e inútil con la que tratar de impedir lo que estaba a punto de suceder justo a su lado. La cámara 2 dio paso a la 1, ésta hizo un zoom a velocidad de McLaren, y entonces el suicida, ya en primer plano y de frente ante su público, depuso brevemente la pistola, se la cambió de mano, se la colocó ahora sobre la sien izquierda y cerró él también los ojos. Dos lágrimas afloraron bajo sus párpados: dos únicas lágrimas gruesas y lentas que no tuvieron tiempo de resbalar más allá de los pómulos del hombre. El pistoletazo destrozó su cabeza por completo, tiñó de toda clase de colores la ruleta de la suerte y convirtió al tipo gordo y cincuentón en una estatua de sal incrustada de fragmentos humanos.

—Lo han grabado a las once de la mañana —dijo Elmer Thompson—. Y a las doce y media ya estaba en YouTube. Parece que a tus paisanos les va la marcha, ¿eh?

Estábamos los tres solos en la librería aún cerrada: Elmer Thompson, Neville St. Claire y yo. El vídeo que St. Claire me acababa de mostrar en la pantalla ultracompacta de su Mac se detenía justo en el momento del disparo: unos dientes apretados, una pistola en la sien, dos ojos cerrados y nada más. Las dos lágrimas solitarias que rodaban desde esos ojos resultaban tan visibles, tan perfectas, que parecían realzadas de algún modo por el servicio de postproducción del programa. Dos lágrimas de suicida embellecidas por ordenador.

—Antes de las seis lo habrán puesto ya enterito y sin censura en televisión —dije—. Y con montones de primeros planos. A Antena 3 le ha tocado el gordo.

—Y a Neville también. —Elmer soltó una risita y cogió fugazmente la mano de su socio—. Dile a Ikatz cuántas veces lo has visto ya.

Neville St. Claire se limitó a cerrar la ventanita del YouTube y a abrir en su lugar un documento de texto.

—Le voy a imprimir los datos que he reunido —dijo, con tono neutro de funcionario de justicia—. Y usted se los hará llegar a Paula. ¿De acuerdo? Tengo mucho interés en conocer su opinión.

—¿La opinión de una artista?

Lo pregunté sin intención irónica. Pero no sonó bien.

—Paula puede ver algo que a mí se me escapa. Puede haber oído algo en esos ambientes en los que se mueve. O tal vez, no lo sé, puede conocer algún precedente más o menos relacionado con estos hechos. Alguna conexión entre ellos y cualquier otra cosa.

—¿Algún precedente de cuatro suicidios televisados en ocho días?

Neville St. Claire recogió los diez o doce folios que la impresora acababa de escupir debajo del mostrador y me los tendió. Aún estaban calientes.

—Ya me entiende —dijo.

El resumen del estado de la cuestión que el viejo librero había hecho para mí en cuanto me había visto entrar por la puerta comenzaba con los últimos datos que se estaban publicando en internet sobre Dale Clarke, el jugador de criquet suicida, y terminaba con la relación más allá de toda duda que esos datos establecían entre él y las otras dos mujeres, la artista japonesa y la concursante sueca de Gran Hermano. En la biografía de Dale Clarke no había ningún cosmonauta ruso animalizado estallando en mitad de una performance, pero sí había, como en los otros casos, una estancia de alrededor de dos años en el estado de Nueva York seguida de un largo periodo de desaparición y, al cabo de éste, de un retorno más o menos llamativo a la vida pública. El jugador de criquet había conseguido su puesto en el equipo gracias a toda una serie de contactos aún a medio desentrañar; su debut se había producido el 13 de marzo de 2008; antes de ese día, habían pasado más de cinco años sin que nadie supiera nada de él. Ningún trabajo conocido, ningún contrato de alquiler, ningún nuevo ingreso hospitalario después de los tres ya conocidos en otras tantas instituciones psiquiátricas inglesas a finales de los noventa... La prensa de todo el país estaba rastreando su historia, y la conclusión era que no la había. Que no había historia. Entre julio de 2002 y octubre de 2007, Dale Clarke había dejado de existir. Lo mismo que Hiromi Nakatani. Y lo mismo que Inga Winnerstrand. Con una ligera variación en las fechas, tres artistas empleados o becados en diversas instituciones públicas y privadas del área de Nueva York habían desaparecido de la faz de la tierra, habían vuelto a aparecer al cabo de los años y se habían suicidado delante de una cámara de televisión.

De momento, la historia del suicida español aún estaba por escribir. Pero Neville St. Claire ya tenía una idea bien formada sobre lo que nos íbamos a encontrar.

—Se lo haré llegar —aseguré—. Pero no hoy. Hoy es su gran día.

—¿El tipo sin brazos? —Elmer se cambió de mano la taza de té que acababa de servirse y sonrió con ganas—. ¿Te lo imaginas a él suicidándose como esos otros?

—Elmer, por favor... —dijo St. Claire.

—Ese vídeo sí que daría la vuelta al mundo —dije yo—. Si verle rascarse ya es un espectáculo, verle volarse la cabeza...

Elmer Thompson soltó una risotada y puso cara de “eres malo, chaval, y me gustas”. La cara que puso Neville St. Claire fue más bien de “es un alivio que usted ya no trabaje para nosotros".

—Apertura de todos los noticieros —dijo Elmer, llevándose la taza a los labios con un gesto de señorita francesa fin-de-siècle y dando un par de sorbos—. Si nos oyera Paula...

—Nos mataría. Al menos a mí. Está tan encoñada con ese tipo, que no me extrañaría que esta noche... —no terminé la frase, porque ni siquiera sabía qué estaba diciendo. Ni por qué—. No, es broma. Es sólo que el tipo es una especie de santón entre la gente de la Academia, y a Paula le empiezan a entrar las prisas por hacerse un hueco en el mundillo.

Neville St. Claire emitió una especie de ronroneo afirmativo y asintió con la cabeza de esa forma en que uno asiente a las informaciones que no le importan lo más mínimo. Luego cogió el ejemplar del Evening Standard que tenía doblado sobre el mostrador, lo abrió por alguna de sus páginas centrales y se puso a leer. Sólo pude ver las noticias que ocupaban los dos recuadros de la parte inferior de la portada, pero me bastaron para recordar el motivo último de mi visita a Art in the Blood Bookshop: la batalla campal de Islington, como ya se conocía en prensa, radio y televisión a los graves incidentes que habían seguido a la explosión en la estación de metro abandonada de York Road, y, por supuesto, los nuevos datos manejados por la policía sobre el cadáver de Gunthorpe Street.

La fotografía que ilustraba este segundo recuadro mostraba a la inspectora Kerby tomando asiento ante una mesa llena de micrófonos y botellines de agua.

—¿Y de lo mío? —pregunté, conteniendo el repentino impulso de tironear de la manga a St. Claire y arrebatarle su diario—. ¿Ha averiguado algo?

—¿Lo suyo?

—El cadáver de la bolsa. Ese que servidor tuvo el dudoso honor de descubrir, ¿recuerda?

—Vaya que si lo recuerda —murmuró Elmer, dejando su taza de té vacía sobre el platillo correspondiente y mostrándome una sonrisa lastrada por varias caries frontales—. ¿Lo recuerdas, Neville?

Neville St. Claire no se molestó en levantar la vista del Standard.

—Lo recuerdo, sí —respondió—. Pero poco puedo decirle. En primer lugar, porque difícilmente va a poder averiguar nada un pobre anciano como yo, que se pasa el día metido en su vieja librería. Y en segundo lugar, porque me temo que de lo suyo, como usted dice, hay más bien poco que averiguar.

—No es eso lo que opina la prensa, ¿no?

—Un cadáver antiguo abandonado junto a un contenedor. Un cadáver al que ya se le adjudica una antigüedad mínima de unos cincuenta años. O bien alguien ha ido a deshacerse precisamente ahora del cuerpo de un delito que cometió hace medio siglo, o bien alguien ha desenterrado el cuerpo del delito que otra persona cometió y lo ha sacado a la luz con alguna intención que se nos escapa. Sea lo que sea...

Ni Neville St. Claire terminó la frase ni yo la recogí. Así que fue Elmer quien deshizo el silencio.

—Lo que te está diciendo es que, a nuestra edad, no hay que dispersarse. Y cuatro suicidas por televisión ganan a una muerta de hace medio siglo. Aunque la muerta venga acompañada de un caniche medio descompuesto.

Lo cierto es que, por entonces, los tres creíamos que tenía razón.

* * *

Los únicos rastros de Paula que quedaban en casa cuando regresé de la librería eran un pósit en la puerta del frigorífico y unas bragas sucias encima de la cama. También había un pequeño montón de correspondencia desplegado como una mano de naipes sobre la mesita de cristal del comedor, pero el sello suizo de la primera de las cartas me retrajo de acercarme demasiado a él. Charlie Brown estaba esta vez en posición perfectamente vertical, y el pósit que colgaba por debajo de sus piernas en el centro exacto de la portezuela del congelador no decía nada que Paula no me hubiera dicho ya de viva voz apenas una hora y media antes: «A LAS SIETE EN PUNTO EN LA OAA. TIENES LA ROPA EN LA CAMA. TE QUIERO». Siempre lo he sospechado: a Paula le encanta darme órdenes por escrito. Pero lo cierto es que a mí también me encanta leerlas y obedecer. Así que recogí las bragas de Paula, las arrojé a un rincón del dormitorio después de olerlas brevemente y me cambié de ropa. Pantalones de lino negro, cinturón negro de ciento veinte libras —entrega vía MRW— y camisa azul de manga corta: atuendo de acompañante masculino que no sueña ni por un instante con hacerle sombra a su artística pareja. Escogí los zapatos de ante negro, y como en la nota no había indicaciones sobre mi peinado, me hice una especie de raya lateral ligeramente escorada hacia la izquierda que hubiera hecho las delicias de Xavi. En uno de los bolsillos de los pantalones había algo duro y rectangular: una de las dos tarjetas de invitado que Paula había traído consigo de la Academia la tarde anterior. «Se están dando de hostias por ellas», me había dicho, enseñándomelas a distancia como quien enseña un billete premiado del Euromillón. «Que yo sepa, no se han repartido más de treinta. Y nosotros tenemos dos.» En la mía ponía “Ikatz Saintela”, pero aquí, a diferencia de en el reportaje de The Guardian, el error de transcripción que desfiguraba mi apellido parecía no sólo voluntario, sino incluso muy bien pensado. O al menos esa era la idea que Paula había intentado venderme mientras se hacía un hueco sobre mí en el sofá y empezaba a arrancarme el uniforme.

Me metí la invitación en la cartera y la cartera en el bolsillo, y entonces comenzó a sonar el teléfono.

—Creo que me he metido en un lío —dijo Xavi cuando descolgué—. Un lío gordo de verdad.

—Mira, justo hace un momento he pensado en ti —dije yo—. Te he plagiado el peinado.

—Genial. Tú me has plagiado el peinado, y yo acabo de follarme a quien no debía.

Ganas tú, pensé. Con Xavi, siempre gana él.

—Ganas tú. ¿Menor?

—Peor.

—¿Un tío?

—No jodas.

—¿Entonces?

Xavi se quedó un instante en silencio, y comenzó a respirar como si el acto en cuestión aún no hubiera terminado. Creo que comencé a asustarme.

—Joder, tío —dijo—. No sé ni cómo decírtelo.

—Qué has hecho, Xavi.

—No sé en qué estaba pensando, de verdad. Estaba en la limusina, esperando a un grupito de galesas de despedida de soltera, y cuando me he dado cuenta ya la tenía en la parte de atrás con las bragas en los pies.

Una ciega, pensé. Una discapacitada mental. Otra minusválida. Una ancianita inglesa. Un travelo. Paula.

—Te has follado a Paula —dije.

Xavi volvió a respirar de esa forma, y tardó un par de segundos en responder.

—Joder, tío, ha sido sin querer. Ha venido, se ha metido en la limusina y a los dos minutos mi polla estaba en su boca. Te juro que no sé cómo ha pasado.

Dos sirenas de policía entraron por mi oído derecho, me atravesaron el cerebro y salieron por el oído izquierdo. La carta del padre de Paula era azul y cuadrada y estaba sin abrir en lo alto de una colección entera de facturas por pagar. La carcajada de Xavi tardó algo así como tres o cuatro segundos más de la cuenta en llegar: los necesarios para que mi cerebro pudiera generar una imagen hiperrealista de la escena en cuestión.

—Muy gracioso, sí.

—Lo sé. ¿Qué haces?

—Cagarme en los padres de un hijoputa de Lleida.

—Yo también te quiero, tío. ¿Y además?

—Ponerme guapo para una cita. —Me levanté, cogí la carta de Mauricio y la coloqué boca abajo sobre la factura de BT. Las sienes me empezaron a latir como un segundo corazón—. ¿Tú no deberías estar trabajando?

—Lo estoy. Lo de las galesas es verdad. Ahora cabo de dejarlas en un pub del Soho. Cuando salgan estarán tan borrachas que, con un poco de suerte, mi polla tendrá de verdad una boca en la que meterse. Aunque no sea la de Paula. —Xavi resopló como un Benny Hill colocado hasta las cejas de viagra—. ¿La cita es con ella?

—¿Quieres que te cuente cómo follamos ayer en el sofá?

—Joder, sí. ¿Empiezo a tocarme ya?

—Que te den, cabrón.

Colgué el teléfono y pensé por un segundo en lo bonita que es la amistad. Luego fui a la cocina, cogí la nota de Paula, arranqué su mitad superior y me la metí en la boca.

Las órdenes de Paula sabían a cobre y a menta. Como un chupito de sangre espolvoreada con smints.

* * *

A las siete menos cuarto de la tarde, el tiempo había comenzado a estropearse en el norte de Londres. Los vientos del Heath perturbaban en húmedos remolinos la superficie de los lagos del sur de Parliament Hill, bajaban como un invisible tráfico rodado por Spaniards Road y giraban en torno al templete de piedra de South End Green para acabar estrellándose contra los muros de ladrillo rojo de la OOP-ART Academy. Bolsas de plástico, papelitos de publicidad, hojas muertas de diario... Decenas de despojos giraban sobre sí mismos unos cuantos centímetros por encima del suelo, frente al muro de la Academia, atrapados en un frente de bajas presiones que parecía dotarlos de una vida milagrosa e inútil.

—Si no hubiera visto American Beauty, ahora esto me parecería original —comenté, recogiendo con una cucharilla la espuma de mi capuccino y hundiendo voluntariosamente mis labios en ella.

Bosie no pareció escucharme.

—Lo único que yo sé de Borges es que era ciego —dijo—. Que era ciego y que está muerto. Y que el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa está basado en él. Así de inculto soy.

El capuccino de Bosie estaba colocado bajo la perpendicular exacta de su barbilla, con la tapa de plástico del take away encajada en el vaso de cartón y con una pajita blanca y roja de refresco embutida en su ranura. Acabábamos de tomar asiento junto a la mayor de las dos ventanas de la cafetería de South End Green, y ya estaba comenzando a arrepentirme de haber aceptado tan alegremente la invitación de Bosie. «¿Hace un café para acortar la espera?», me había preguntado apenas cinco minutos atrás, al poco de recibirme en la puerta de la Academia; Paula estaba situada a su derecha, Fiona estaba a su izquierda, y las dos juntas parecían el equipo de guardaespaldas más sexy y más ineficaz del mundo. «Hace», le había respondido yo. Y aquí estaba ahora, sentado ante Bosie McVannish en la misma cafetería pseudoitaliana en la que tantas veces había desayunado con Paula en el pasado y preguntándome cómo nuestra inicial conversación sobre el tiempo, sobre el vestidito de Fiona y sobre la misteriosa reunión que estaba a punto de celebrarse en el salón de actos de la OOP-ART Academy había derivado tan rápidamente hacia el tema que yo más odio y más temo: yo mismo.

Yo mismo y mi trabajo.

El trabajo no remunerado que ocupa mis tardes, buena parte de mis pensamientos y, a veces lo pienso, lo mejor de mi vida entera.

—Pues ya sabes más sobre Borges de lo que yo sé sobre cualquier artista que a ti pueda interesarte —dije.

—Es un consuelo. —Bosie acercó sus labios a la pajita y bebió un sorbo de capuccino—. Háblame de él. De por qué lo elegiste.

—Es un tema muy poco interesante.

—Estoy seguro de ello. Pero de algo hay que hablar.

Bosie me dedicó una de esas sonrisas dentudas y oblicuas que ya casi había olvidado en esta última semana. Sus labios estaban ahora llenos de espuma de leche, pero el efecto de la sonrisa no era muy diferente al de aquellas que tanto me habían inquietado en nuestro primer encuentro. Pensé en el marco verde de su cuadro de Mary Jane Kelly, en las salpicaduras rojas que modificaban la vieja fotografía, en la caligrafía ilegible del mensaje que me había hecho llegar el martes a través de Fiona. Y luego pensé en Borges.

—Hay un cuento titulado 25 de agosto, 1983 —dije—. Es uno de los últimos cuentos que Borges escribió. Empieza cuando un personaje llamado Borges se inscribe en un hotel de Adrogué. Tiene sesenta y un años, y lo único que sabemos de él es que va a suicidarse. Mientras está firmando en el registro, el recepcionista le dice a Borges que creía haberlo visto subir ya arriba; luego lo mira mejor y dice que no, que él es más joven que el otro caballero. Borges recibe esta información como si ya la esperara, o como si de algún modo no le sorprendiera. Sube corriendo a la habitación en la que siempre se ha alojado durante sus visitas al hotel, entra en ella y se encuentra con un anciano tendido en la cama. El anciano, lo comprende enseguida, es él mismo. Y acaba de tomarse un frasco entero de pastillas. La situación es absurda, en plan Kafka: pasan cosas extrañas pero nadie parece extrañarse de ello. Los dos personajes se ponen a hablar, comprueban que ambos son una misma persona y descubren que cada uno de ellos está viviendo ese momento desde un lugar y una época diferentes. El Borges anciano está suicidándose en su casa de Buenos Aires el día 25 de agosto de 1983, mientras que el Borges más joven vive en el año 1960 y está a punto de suicidarse en el hotel Las Delicias de Adrogué. Los dos lo aceptan sin más, como se aceptan los sueños, y siguen hablando. El más joven interroga al anciano sobre los años que le quedan por vivir hasta llegar a ese momento, al suicidio que ahora está contemplando y que un día vivirá en primera persona, y el anciano le habla de la obra que escribirá en esos años venideros. Los dos recuerdan cómo, muchos años atrás, otro Borges mucho más joven que ambos ya escribió el borrador de esa escena, intentando suicidarse sin éxito en la habitación 19 de ese mismo hotel Las Delicias en el que ahora el Borges intermedio cree estar. Y finalmente el Borges anciano muere y el otro se resigna a vivir los años que aún le quedan hasta cometer por sí mismo ese suicidio.

Una bolsa del Tesco se elevó cerca de un metro por encima del suelo, se mantuvo allí varios segundos y luego fue atropellada por un 24 que llegaba a su parada de inicio de ruta. Hice una pequeña pausa para encender un cigarrillo, y Bosie aprovechó para dar dos largos sorbos de su capuccino mientras seguía sin apartar la vista de mí.

—No es un buen relato —proseguí—. Pero hay dos cosas interesantes en él. La primera es la referencia que hacen los dos personajes a ese intento anterior de suicidio en el hotel Las Delicias: el borrador de la escena que ahora están representando. Parece que ese intento de suicidio fue real, y que sucedió hacia 1934. Un momento epicéntrico en la vida de Borges, y también en su obra: a partir de ese suicidio frustrado, es como si Borges comenzara a ser Borges de verdad. Como si la proximidad de la muerte accionara algún resorte en el interior de su cabeza y le pusiera en contacto consigo mismo. Con la literatura que estaba destinado a escribir. —Hice otra pausa, preguntándome por qué le estaba hablando de esto a un tipo sin brazos al que apenas conocía. Di una calada al cigarrillo y exhalé con fuerza el humo hacia el techo. Bosie tenía otra vez una sonrisa cruzada en el rostro. Sólo entonces vi el cartel de prohibido fumar que había en la pared y la cara con que me estaba mirando el dueño de la cafetería—. Dediqué cuatro años y una tesis a ese cuento, a uno de los peores cuentos de Borges, sólo por esas dos o tres líneas —dije, apagando el cigarrillo en el líquido marrón ya tibio que seguía llenando mi vaso de cartón—. La única referencia escrita de primera mano sobre el momento en el que Borges se encerró con una pistola en un cuarto de hotel y no se atrevió a disparar. Pero además hay otra cosa interesante en el relato. Algo que el Borges anciano le dice al Borges más joven sobre la obra que a éste le queda por escribir. Lo que le dice es que, al final, comprenderá que toda su obra no es más que un conjunto de borradores dispersos. Sus relatos, sus ensayos, su poesía. Así que acabará decidiéndose a intentar escribir un gran libro. Una novela. La gran novela de Borges. El Borges anciano le dice al Borges más joven que la escribirá, que escribirá esa novela, y que resultará ser una obra maestra. Pero la publicará bajo pseudónimo en Madrid, y lo único que conseguirá será que la crítica la acuse de ser un mal plagio extendido de los cuentos de Borges. Un remedo sin alma de sus temas y su estilo.

—Muy propio —dijo Bosie—. Si el mundillo de la crítica literaria se parece en algo al de la crítica de arte, eso es exactamente lo que hubiera sucedido en la realidad.

—Nunca lo sabremos —repliqué yo, ahuyentando de mi mente la imagen del padre de Paula tumbado a mi lado sobre la hierba en uno de los parques que bordean el lago Lemán—. Borges nunca escribió esa novela.

—Afortunadamente.

—¿Tú crees?

—Por eso la estás escribiendo tú. ¿no?

Una segunda bolsa de plástico inició una danza enloquecida en mitad de South End Green, junto a la verja del urinario público, y enseguida varios pedazos de papel se unieron a ella. Grandes nubes grises derivaban a tan baja altura por el cielo de Hampstead que casi parecían ir a rozar las chimeneas victorianas del edificio de la Academia: una ambientación espléndida para el acto anunciadamente épatant que estaba a punto de desarrollarse en su interior. La cafetería, lo advertí también entonces, olía como huelen los hornos de Barcelona cuando son las nueve de la noche y ya no queda una sola barra de pan en sus estantes.

La bolsa hizo una última pirueta en el aire y acabó atravesada por una de la puntas de la verja del urinario.

—¿Suena lo suficientemente absurdo? —pregunté.

—¿Escribir la novela que Borges no escribió?

Me encogí de hombros.

—Dedicar, primero, cuatro años de tu vida a diseccionar académicamente diez páginas no especialmente brillantes escritas por un hombre muerto —creo que dije—. Y dedicar luego otros diez años más a escarbar en el trabajo de ese mismo hombre muerto para construir con ello algo que a nadie va a interesar.

No me gusta oírme decir estas cosas. Me deprime. Pero es lo que hay.

—Una forma demasiado cruel de describir tu trabajo, ¿no?

—Autoconsciencia.

—La autoconsciencia mata el arte. —Bosie apuró de un último sorbo su capuccino, y luego mordió la pajita, la sacó del vaso de cartón y la dejó caer sobre la mesa. Su barba, observé, parecía esta tarde menos densa que el viernes anterior. Más ligera, y también más suave. Como si se la hubiera descargado un poco para la ocasión—. Esa es la primera lección que aprende un alumno de la OOP-ART Academy. A mí nunca me verás preguntándome qué sentido tiene ensayar variaciones sobre la fotografía de una prostituta asesinada por Jack el Destripador.

Asentí con la cabeza y sonreí levemente. Viniendo de un tipo que había sido visto saltando a la comba en Covent Garden vestido de beefeater, pensé, aquel no parecía un consejo especialmente atendible. Luego agaché la cabeza, olí la mezcla de café en polvo, leche en polvo y ceniza que había en mi vaso de cartón y escuché rugir a mis entrañas como una sirena antiaérea en pleno año 1944.

—Hay algo más —dije—. El padre de Paula. Es profesor universitario en la Universidad de Ginebra. Enseña lengua española y literatura hispanoamericana. A mitad de los setenta, cuando aún era soltero y vivía en Buenos Aires, escribió y publicó una novela titulada Dahlmann. Dahlmann es el personaje de un cuento de Borges, El Sur. La novela no tuvo ningún éxito; yo la he leído, y a primera vista no es más que una colección de temas, estilos y personajes borgianos que más parece un pastiche que una auténtica novela. Pero el caso es que Mauricio Santorini, el padre de Paula, asegura que esa novela no es suya. Que fue Borges quien se la dictó. Como en el cuento, Borges habría decidido escribir finalmente una novela, pero lo habría hecho en secreto, sirviéndose de un joven profesor de literatura como escribano, y la habría publicado con el nombre de éste para protegerse en caso de recibir malas críticas.

—¿Y tú te lo crees?

—El padre de Paula está completamente convencido de ello. Por lo que Paula explica, se ha jodido a base de bien la vida por defender esa supuesta verdad. Y cuando lo oyes de su boca, acabas por creértelo. Al menos durante un rato.

Bosie sonrió de un modo que no me gustó nada.

—Qué casualidad, ¿no? Paula vive rodeada de amantes de Borges.

Una casualidad tremenda, desde luego. Me pasé el dorso de la mano por la mejilla derecha, noté la dureza de mi barba incipiente y comprendí, justo en ese instante, que había estado planteándome seriamente la posibilidad de hablarle a Bosie de aquella extraña noche ginebrina en que me fue concedido poseer el fantasma de Borges.

Así de gilipollas puedo llegar a ser a veces.

—Ya ves —dije. Y luego me miré el reloj y puse cara de sorprendido—. Son las siete menos cinco. Ya deberíamos estar sentados en la sala de actos, ¿no?

Salimos de la cafetería y recorrimos a buen paso los cincuenta metros escasos que nos separaban de la entrada de la Academia. Las nubes que iban llegando a la plaza desde el norte, desde el Heath, eran cada vez más negras y estaban cada vez más bajas. No hacía frío todavía, pero el ambiente era más fresco que ninguna otra tarde de las dos o tres últimas semanas. Lo comprobé al tenderle la tarjeta con la invitación al maromo que custodiaba la entrada a la OAA: el vello de mis brazos desnudos comenzaba a adquirir esa viscosa consistencia de vello púbico adolescente que tan perturbadora resulta cuando uno la advierte en los brazos de otro hombre.

—Tenéis medio minuto para entrar y sentaros —dijo el negrazo, devolviéndole con notable naturalidad su tarjeta a Bosie—. Cuando se apaguen las luces ya no entra nadie.

Bosie encajó esta advertencia con cara de “tú no sabes con quién estás hablando, negro de mierda”.

—Nos sobran veinte segundos —dijo, y su sonrisa dibujó una diagonal casi perfecta en mitad de su rostro.

Paula y Fiona estaban sentadas en la segunda fila del salón de actos, Paula junto al pasillo central, Fiona en el interior del bloque de butacas, y entre ellas había dos butacas vacías. Bosie se adelantó a mí y me evitó la difícil decisión sentándose junto a Paula. «Esta noche cenamos en el Garden Gate», me dijo todavía, antes de volverse hacia Paula y olvidarse de mí: «tienes que contarme todavía toda esa historia de la bolsa». Fiona olía a acrílicos, a desinfectante industrial y también, absurdamente, a vainilla. A natillas Danone. A crema catalana de pastelería. Así sentada, con la espalda bien recta sobre el respaldo de la butaca y las piernas cruzadas con recato de estudiante de teología, su mínimo vestido de seda blanca seguía pareciendo tan espectacular y tan inocente a la vez, tan natural, como me lo había parecido veinte minutos antes, cuando Fiona me había recibido en la puerta de la Academia con dos besos y un pequeño abrazo y me había arañado ligeramente la barbilla con uno de los alfileres de colores que le atravesaban las orejas.

—¿Preparado? —me preguntó en voz baja, acercando su cabeza a la mía.

—Supongo que sí. ¿Sabes algo?

—Lo que todo el mundo.

—¿O sea?

—Nada. —Fiona soltó una risita e hizo bailar el piercing de su nariz en una especie de gesto a lo Embrujada—. Salvo que esto va a ser lo más grande desde que Duchamp le puso firma a aquel urinario.

El peinado de Fiona había sufrido una remodelación tan absoluta para la ocasión que su cabeza parecía la cabeza de una hermana gemela suya igual de exhibicionista pero con gustos muy diferentes. En lugar de las rastas pajizas de grosores y texturas diversos, ahora Fiona lucía un pelo planchado por arriba y por los lados, rapado al uno por detrás y teñido en toda su extensión de un azul tan eléctrico que parecía reflejar y absorber a la vez toda la luz que había a su alrededor. Sólo un par de vetas negras en la zona izquierda de su cabeza perturbaban esa hipnótica extensión azul, y lo hacían con tanta gracia que a uno se le iban los ojos todo el rato hacia ellas.

Al menos a mí me pasaba.

—Guau —creo que dije.

—Ya verás —dijo Fiona, bajando aún más la voz— Todo es tan secreto por aquí estos días que parece que estemos en el Pentágono. Pero se han filtrado cosas. Ya verás.

Recibí esta confidencia con un grave movimiento de cabeza. Como si de verdad creyera que cualquier novedad que pudiera anunciarse o proyectarse o escenificarse del modo que fuera en el salón de actos de una escuela de arte del norte de Londres pudiera llegar a merecer siquiera una centésima parte de los adjetivos superlativos con que las expresiones de las caras de Fiona y de sus compañeros parecían premiarla ya por adelantado.

—Estoy impaciente por verlo —aseguré.

—Yo también.

—Y te queda muy bien el peinado.

Fiona sonrió.

—A ti el tuyo te queda fatal —dijo. Y luego alargó su mano derecha recargada de anillos y me revolvió el pelo hasta, supuse, hacer desaparecer todo rastro de raya en él—. Mejor.

Le iba a dar las gracias cuando se apagaron las luces. Oí que Bosie le decía a mi izquierda a Paula que se preparase, que nunca iba a olvidar aquel día, y de nuevo pensé que por muy ridículos que nos sintamos a veces los escritores, por muy inútiles y fatuos que nos creamos, siempre habrá en el mundo unos doce millones de artistas modernos a años luz de distancia de nosotros en términos de ridiculez, de fatuidad y de inutilidad totales y absolutas. Y algunos de ellos ni siquiera tienen brazos.

Fiona recogió sus piernas y adoptó una perfecta postura del loto a mi derecha, silenciosa y concentrada como una gimnasta rusa. En la penumbra casi absoluta del salón, su pelo seguía irradiando una ligerísima fosforescencia azulada. Delante de mí, en la primera fila de butacas, dos hombres de mediana edad se miraban en silencio; junto a ellos, en el asiento inmediatamente anterior al de Paula, una mujer de mi edad se había metido un dedo en la boca y parecía chuparlo con fruición. La gran tela blanca que cubría la pared del estrado se iluminó entonces débilmente, y en algún punto por encima de nuestras cabezas resonó una especie de chasquido. Un parpadeo amarillento y rectangular iluminó nuestras caras: la de Bosie, la de Fiona, la mía propia. Las respiraciones parecieron detenerse por completo en la sala, y con ellas el mundo. Ni una tos, ni una sonrisa, ni el más leve murmullo: un centenar de artistas y de aspirantes a artista en posición perfecta de espera. Me incliné un poco hacia delante y miré a Paula. Tenía la vista clavada en la pantalla vacía, y su cara era una máscara de cera: una máscara despojada de cualquier otra emoción humana que no fuera la expectación. Ni ella ni Bosie me miraron. Sus cerebros, pensé, estaban ahora tan sincronizados que hubieran sido intercambiables. También Fiona miraba la pantalla, lo comprobé al volverme hacia ella, pero su nivel de atención parecía ligeramente diferente al de sus dos compañeros. Fiona, de algún modo, aún estaba aquí.

—Ojalá esto no sea una decepción —murmuré, pero ella no me oyó.

Su pelo brillaba como brillan los fuegos fatuos en los pantanos de los pueblos de las películas de terror.

* * *

Lo primero que sucedió fue que el parpadeo amarillento se detuvo y desapareció. En su lugar, dos caras ocuparon la pantalla. La cara de la derecha era la de un hombre; la de la izquierda era la de una mujer con cara de hombre, o con cara de mujer muy maltratada por la vida. Para cualquiera que no hubiera pasado bajo tierra los cuatro últimos días, la cara del hombre resultaba tan familiar como la de cualquier actor realmente famoso. Nadie en la sala dudó un segundo de a quién pertenecía. La cara de la mujer se parecía a la cara de Glenn Close en ciertos momentos especialmente crueles de Daños y perjuicios, y pertenecía a una —para mí; no para el noventa por ciento de la gente que había a mi alrededor— completa desconocida. Las dos caras estaban detenidas en sendas expresiones de tensión extrema, de concentración autista, de abrumada responsabilidad: caras de saber que lo que estás haciendo es lo más importante que has hecho en tu vida y que, además, ya no tiene vuelta atrás. El cuello de la camisa del hombre era amarillo, y estaba lleno de manchas de sudor; una mata de vello rojizo asomaba por entre sus botones desabrochados. Tanto el cuello como el nacimiento del pecho de la mujer estaban desnudos: una carne blanca y firme, joven todavía, surcada por unas finísimas cicatrices pixeladas que parecían dispuestas allí de acuerdo a un patrón estético bien definido. Había hélices y medias lunas, y puntas de flecha, y anillos, y rectángulos quebrados. Resultaba tan evidente que ella misma se había hecho esas cicatrices, que mirarlas era imaginarse a la mujer con un punzón en la mano y con los dientes apretados.

—Lo que vais a ver ahora no lo ha visto nadie todavía —dijo entonces una voz femenina, amplificada y distorsionada por una megafonía muy deficiente—. Esto es exclusiva mundial. Pasado mañana nadie hablará de otra cosa, pero hoy vosotros lo vais a ver antes que nadie. ¿Estáis listos?

Nadie respondió a la absurda pregunta, pero un sordo murmullo de tono mayoritariamente femenino nació y murió en la sala en menos de cinco segundos. Apenas pude distinguir su rostro al contraluz de la pantalla, pero me pareció que la mujer que había hablado era una de las lesbianas de brazos nudosos que habían estado rondando por la galería de Southwark el vienes anterior. Recordé la tarjeta identificativa de profesora de la OAA que la mujer lucía aquella tarde en su americana, y comencé a pensar que acaso aquel incómodo tufillo de misterio de campamento de verano que desprendía todo cuanto envolvía el acto —las tarjetas de invitación, el secretismo, el maromo negro en la puerta de la Academia— sí estuviera justificado. Que acaso sí estuviéramos a punto de ver algo gordo de verdad en aquella pantalla.

—De acuerdo, pues. Pero recordad: esto no puede salir de aquí. Hasta el domingo, vosotros no habéis visto nada. Confiamos en vosotros.

La mujer se bajó del estrado y fue a sentarse en la primera fila de butacas. Fiona deshizo su postura del loto y acercó sus labios a mi oreja, pero no llegó a decirme nada. Sus pies plantados en el suelo me parecieron una forma tan buena como cualquier otra de amarrarse a la realidad. Un nuevo chasquido se escuchó sobre nuestras cabezas, y entonces la imagen se puso en marcha, las dos caras cobraron vida y tras ellas apareció el interior inconfundible de un avión de pasajeros.

Creo que no tardé más de quince segundos en comprender lo que estaba viendo.