Capítulo 11

Meg tomó un buen sorbo de brandy y tosió un poco.

—Eso explica muchas cosas —dijo—. Su aspecto era más imponente de lo que podría esperarse de un político. ¿Está ya fuera de peligro?

—Sí. El golpe de Estado no ha dado resultado. La C.I.A. creyó que estaría más seguro aquí hasta que todo pasara. El Gobierno de Ahmed es amigo nuestro y, cuando hay problemas en Oriente Medio, tenemos la suerte de contar con la situación estratégica de su país. El Gobierno se esfuerza por ayudarlo. Por eso apoyaron a nuestra compañía cuando decidimos venderles el nuevo bombardero. Por eso lo protegieron cuando estaba en peligro.

—Todavía no puedo creerlo.

—Pero no debes contarle a nadie su identidad —le advirtió él—. Porque volverá a ver el avión cuando esté casi terminado. Su vida puede depender del secreto. En este país hay compatriotas suyos que lo odian.

—¡Pobre Ahmed! —frunció el ceño—. No creo que le guste ser constantemente protegido —otra idea cruza por su mente—. Es rey, lo que significa que tendrá que casarse con alguna princesa, ¿no? No puede casarse por amor, ¿verdad?

—No lo sé —dijo él—. Me alegro de que yo pueda elegir a mi esposa —añadió con voz ronca—. Ahora que te he esperado cuatro años, no tengo intención de seguir esperando.

—Eres muy impulsivo.

—Yo te demostraré lo impulsivo que soy —replicó él.

La puso en pie y salió con ella por la puerta. Varias horas después, habían completado sus análisis de sangre, el papeleo estaba en marcha y la boda había sido fijada para finales de esa semana.

—No volverás a escaparte —se rió él cuando entraron en su casa—. Mi madre estará encantada. Tendremos que llamarla esta noche. A propósito, he encontrado tres estudios posibles. He pensado que podías querer ir a verlos mañana.

—Me encantaría.

Lo abrazó con fuerza y cerró los ojos con un suspiro. Estaban solos en la casa. El ama de llaves de Steve hacía horas que se había marchado hasta el día siguiente.

—¿Me quedaré a cenar? —preguntó Meg.

—Te quedarás para siempre —musitó él—. Esta noche y todas las demás noches de tu vida.

La joven vaciló.

—Pero David esperará que...

Steven se inclinó a besarla, con suavidad al principio y luego con una intensidad cada vez mayor. Pero los dos estuvieron de acuerdo en que con una vez antes de casarse bastaba. Y aunque Meg durmió aquella noche en sus brazos, dormir fue lo único que hicieron. Tal y como dijo Steve, tenían el resto de su vida para hacer el amor.

A la mañana siguiente, la llevó a ver los estudios que había encontrado. Meg se decidió por uno que estaba bien situado y contaba con un aparcamiento amplio.

—Ahora lo único que tengo que hacer es convencer al banco de que seré una buena inversión —sonrió la joven.

Steven frunció el ceño.

—Ya te he dicho que yo te lo pagaré.

—Lo sé. Y te lo agradezco. Pero esto es algo que debo hacer sola —vaciló—. ¿Lo comprendes?

—Oh, sí —sonrió él—. Hablas igual que yo a tu edad.

La joven se echó a reír.

—¿de verdad?

Steven se metió las manos en los bolsillos y miró a su alrededor.

—Necesitarás mucha pintura.

—Eso, algo de equipo y unas empleadas que estén dispuestas a trabajar por poco dinero hasta que tenga una clientela establecida —añadió—. Eso sin mencionar un presupuesto para publicidad.

Apretó los dientes. ¿Se habría metido en más de lo que podía abarcar?

—Empieza tú sola —le aconsejó él—. Mira a ver si puedes compartir el estudio con alguien que lo necesite por la noche. Tal vez un instructor de kárate. Pon carteles por la ciudad y los centros comerciales y las escuelas —sonrió al ver la sorpresa de ella—. ¿No te he dicho nunca que soy más un hombre de ideas que un ejecutivo? ¿Quién crees tú que revisa nuestras campañas publicitarias?

—¡Eres increíble! —exclamó ella.

—Sólo tengo facilidad para hacer muchas cosas por poco dinero —repuso él.

La joven sonrió.

—Sólo hay un problema. ¿Como voy a dar clases si apenas puedo andar?

—Escucha, cariño, cuando hayas conseguido el dinero, preparado el equipo y hecho la publicidad, ese tobillo estará mejor de lo que tú te crees.

—¿En serio?

—En serio. Y ahora vámonos. Tenemos que planear la boda.

Meg se preguntó si se podría ser más feliz que en aquel momento. Le parecía imposible.

Se casaron en un juzgado pequeño, con David, Daphne y Wayne de testigos. Brianna espera fuera con una cámara de fotos.

—He olvidado contratar a un fotógrafo —gimió Steve al salir del juzgado.

Llevaba un traje azul y Meg uno blanco hasta media pierna con sombrero y velo. En la mano, un ramo de lilas.

—No importa —le dijo Brianna—. Yo ayudaba a mi padre en el laboratorio. Decía que era muy buena. Ahora poneos juntos y sonreid.

Comenzaban a posar cuando una enorme limusina negra se detuvo a su lado y un hombre alto saltó del asiento de atrás.

—¿Llego a tiempo? —preguntó Lang, enderezándose la corbata—. He volado desde Langley, Virginia, para la ocasión.

—¡Lang! —exclamó Meg, sonriente.

—El mismo, amiga. ¿Puedo besar a la novia?

Steve se acercó a su nueva esposa y le pasó un brazo protector por los hombros.

—Inténtalo —dijo.

Lang enarcó las cejas.

—¿Usted también quiere que lo bese?

—¡No! —aulló Steve.

—Vaya un modo de tratar a un hombre que ha volado cientos de millas para estar en su boda. ¡Pero si hasta he traído un regalo!

El novio inclinó la cabeza y lo miró dudoso.

—¿Un regalo? ¿Qué clase de regalo?

—Algo que les gustará mucho a los dos.

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un paquete de fotografías.

Steven las cogió con tanto cuidado como si fueran serpientes vivas. Abrió el sobre y miró en su interior. Pero no encontró lo que esperaba, sino unas fotos de Meg tomadas desde todos los ángulos posibles: sonriendo, riendo, pensativa.

—Bueno, ¿qué son? —preguntó la joven—. ¡Déjame verlas!

Steve cerró el sobre y sonrió a Lang.

—Gracias —dijo.

El agente se encogió de hombros.

—Era lo menos que podía hacer —vaciló—. Ah, también está esto.

Le tendió una cinta de vídeo al novio.

—De la cámara del vestíbulo —aclaró.

Steven lo miró con sospecha.

—¿Cuántas copias han hecho?

—Sólo una —le juró Lang, con la mano en el corazón—. Y no hay negativos.

—Lang, es usted un buen hombre —le dijo Meg.

—Claro que lo soy -se volvió hacia Brianna—. Hola, hola, hola. ¿Quiere cenar conmigo? La llevaré a un restaurante estupendo y le compraré una langosta.

—¿Una langosta? —dudó ella.

Lang se metió la mano en el bolsillo y contó unas monedas.

—Dos langostas —anunció.

Brianna sonrió con ojos brillantes.

—Me encantaría -dijo-. De verdad. Pero tengo que ir a ver a alguien. Tal vez en otra ocasión.

El agente adoptó una expresión de profundo abatimiento.

—Comprendo. Es porque sólo puedo pagar dos langostas, ¿verdad? Suponga que me ofrezco a lavar los platos y la invito a media docena.

Brianna se echó a reír.

—No serviría de nada. Pero le agradezco la intención.

Pensó que era un hombre bueno, que ocultaba cierta tristeza bajo aquel exterior de payaso. Pero ella tenía muchos problemas y su testaruda mente no dejaba de pensar en un hombre alto con bigote. No sería justo dar esperanzas a Lang cuando no tenía nada que ofrecerle.

—Ah, bueno —musitó éste—. Es que soy tan atractivo que asusto a las mujeres.

—Eso es cierto —asintió Meg—. Es usted fantástico, Lang. Algún día, una chica estupenda lo llevará a su castillo para alimentarlo con helados y pasteles de ron.

—Sádica —gruñó él—. Adelante, siga atormentándome.

—Tenemos que irnos —dijo Steve—. Gracias a todos por venir. Os lo agradecemos mucho.

—De nada —sonrió David; se inclinó a besar a su hermana—. ¿A dónde os vais de luna de miel?

—A ninguna parte —repuso ella—. Nos encerraremos en casa de Steve y nos quedaremos allí hasta que se estropee toda la comida del frigorífico. Y después de eso, tengo que ocuparme de poner un negocio en marcha.

—¿Ves lo que has hecho? —gimió David—. Ahora se ha convertido en empresaria,

—Yo siempre digo que, si no puedes vencerlos, únete a ellos —sonrió Steve.

—Eso es justo lo que digo yo —replicó Meg.

Cogió la mano de su esposo y miró con arrobo el anillo de su dedo índice.

Cuando llegaron a casa, Steve la cogió en brazos con gentileza y comenzó a subir la escalera que llevaba al dormitorio principal. Los dos estaban algo nerviosos. Pero, cuando la besó, el nerviosismo desapareció para siempre.

Acarició con la lengua el interior de la boca de ella sin dejar de andar.

Meg no fue consciente de nada hasta que él la depositó en la cama y comenzó a desnudarla. Después se desnudó a su vez y la joven contempló con admiración su cuerpo fuerte. Era el hombre más seductor que había visto nunca. La primera vez no había tenido tiempo de mirarlo, pero en aquel momento dejó que sus ojos se regodearan en él.

Steven sonrió con gentileza y se inclinó sobre ella.

—Ya sé que la otra vez no fue así —dijo—. Pero ahora tenemos tiempo de sobra para aprender a conocernos

—Toda una vida.

La besó en la boca con lentitud.

—Ahora que ya sabes lo que ocurre, no te asusta tanto, ¿verdad? —preguntó con ternura.

Le acarició los pechos y disfrutó de la respuesta inmediata que provocó su caricia.

—Eres muy hermosa —susurró, acariciándola íntimamente. Aquel contacto la sorprendió. Le cogió la muñeca y dio un respingo—. No, pequeña —dijo él—. No te avergüences ni tengas miedo de esto. Forma parte del modo en que vamos a hacer el amor. Relájate. Intenta vencer esas inhibiciones, por favor. Eres mi esposa y estamos casados.

—Lo sé. Lo intentaré —susurró ella.

Los labios de él rozaron sus ojos, sus mejillas, su garganta, hasta llegar a la suavidad de sus senos.

El contacto de su boca en los senos la hizo estremecerse. La succión de sus labios resultaba tan excitante como sus caricias, que le producían pequeñas oleadas de placer a lo largo de la espina dorsal. Se olvidó de su nerviosismo y su cuerpo respondió a él, arqueándose para recibir sus caricias. Abrió los ojos porque quería ver cómo lo afectaba aquello a él.

Los ojos de Steve brillaban y la joven sintió la tensión de su cuerpo al curvarse sobre el de ella.

El hombre asintió con la cabeza. Buscó los ojos de ella y sus caricias se hicieron más suaves, más lentas y concienzudas. Meg lanzó un gemido. —No debes mirarme —murmuró. —Voy a hacerlo —replicó él—. Te miraré mientras procuro subirte hasta la luna. Esta será nuestra primera noche de amor. Aquí y ahora, Meg. Ahora, ahora, ahora...

Su tono profundo era como el estallido de la olas, las mismas olas que se estrellaban con placer en el interior de su cuerpo. Meg se aferró a él y gimió una y otra vez a medida que el placer aumentaba con cada caricia, con cada susurro.

Steven comenzó a moverse. Estaba sobre ella, contra ella. El placer era como una avalancha que se hiciera más y más intensa por segundos.

Sintió a Steven en su interior, percibió la lenta invasión, la tensión que daba paso a una oleada de placer tan insoportable que la hizo gritar.

Las manos de él sujetaban sus muñecas; su cuerpo estaba sobre ella, empujando, exigiendo, invadiendo. Meg oyó su respiración jadeante, su súbita exclamación, el grito ronco que salió de su garganta. En ese instante, ella comenzó a bajar también de la altura a la que la había elevado, cayendo en una semioscuridad plagada de fragmentos de luz, cada uno de los cuales resultaba más dulce y cálido que el anterior.

Steven gritó de nuevo, con los ojos muy abiertos y el rostro contraído por la tensión.

—¡Oh, oh!

Se dejó caer sobre ella y la joven lo abrazó sintiéndose una con él, parte de él, en una unidad que era todavía mayor que la primera vez que hicieron el amor.

Le tocó el rostro vacilante.

—¡Oh, Steve! —susurró, contenta de pertenecerle,

El hombre sonrió mientras se esforzaba por respirar.

—¡Oh, Meg! —replicó con una pequeña carcajada.

La joven se ruborizó y ocultó el rostro en la garganta de él.

—No ha sido como la otra vez.

—Antes eras virgen —sonrió él. Se colocó de espaldas y apoyó la mejilla de ella contra su pecho—. ¿Estás bien? —preguntó.

—Soy feliz, —repuso ella—. Y estoy un poco cansada.

—Me pregunto por qué.

La joven se echó a reír.

—Te quiero mucho, Steven —dijo con voz emocionada—. Más que a mi vida.

—¿En serio? —la abrazó con fuerza—. Yo también te quiero, amor mío. Nunca debí dejarte marchar. Pero lo que sentía por ti era tan fuerte que me asustaba.

Le acarició la frente, apartando un mechón de pelo.

—Meg, no soportaría perderte -dijo, confesando sus miedos más secretos—. No podría seguir viviendo. Esos cuatro años sin ti fueron un infierno. Hice muchas locuras para llenar el vacío que habías dejado en mí, pero nada dio resultado —respiró hondo—. No podría dejarte marchar de nuevo.

—¡Oh, Steve! No tendrás que hacerlo —lo besó con suavidad—. Yo no querré marcharme nunca. Hace cuatro años, creía que no me amabas. Me fui porque creía que no podría retenerte. Era muy joven y tenía un miedo irracional a quedarme embarazada a causa de la muerte de mi hermana. Pero ya no soy aquella niña asustada. Me quedaré a tu lado y lucharé hasta la muerte con cualquier mujer, con tal de conservarte —susurró con fiereza.

Steven se echó a reír. Los dos se parecían mucho.

—Sí, yo siento lo mismo. Es irónico, ¿verdad? Estábamos enamorados y teníamos miedo de creer que algo tan intenso pudiera durar. Pero ha durado.

—Sí. Creí que nunca te conformarías sólo conmigo —susurró ella.

—Idiota. Nadie más podría llenarme.

La joven lo miró a los ojos sonriente.

—Ya está todo aclarado?

—Sí.

—¿Y no apretarás los dientes por la noche pensando que estoy planeando modos de salir huyendo?

Steven negó con la cabeza.

—Te vas a convertir en una mujer de negocios responsable. ¿Cómo vas a huir de los créditos y los impuestos?

Meg sonrió.

—Buena pregunta.

El hombre cerró los ojos.

—Nunca soñé que pudiera ser tan feliz.

—Yo tampoco. Apenas si puedo creer que estemos casados —suspiró—. Adoraba bailar, Steven. Pero bailar habría sido lo segundo en mi vida. Tú estabas por delante incluso entonces. Siempre lo estarás.

Steve la colocó de espaldas y se inclinó para besarla con ternura.

—Moriría por ti —susurró—. Odiaba al mundo entero porque tú habías preferido ser bailarina a estar conmigo.

—Te mentí. Nunca he deseado nada con tanta fuerza como estar contigo.

Steven cerró los ojos y Meg sintió que los suyos se llenaban de lágrimas. Hasta entonces no había comprendido del todo su miedo a perderla. Y eso la hacía temblar, Le asustaba la responsabilidad de ser amada de aquel modo.

—No te decepcionaré nunca más —le prometió—. Nunca. No te dejaré ni aunque tú me lo pidas. Esto es para siempre, Steve.

El hombre la creyó. Tenia que hacerlo. Si eso no era amor, es que el amor no existía. Cedió al fin y olvidó sus miedos.

—Yo nunca te pediré que me dejes —la besó con pasión; luego la miró con malicia—. A lo mejor estoy soñando otra vez.

Meg sonrió.

—¿Eso crees? Déjame ver.

Lo empujó encima de ella y pocos minutos después, él estaba convencido de que no era así. Aunque, como le dijo más tarde, desde su punto de vista, la vida iba a ser un sueño a partir de entonces; un sentimiento que Meg compartió por entero.

Meg abrió la escuela de ballet y se convirtió en un centro famoso y respetado, que atrajo a muchas futuras bailarinas. Su tobillo se curó; no lo suficiente como para volver a los escenarios, pero sí para permitirle enseñar. Era feliz con Steve y su trabajo la llenaba. Lo tenía lodo.

Las zapatillas de raso rosa y cintas del mismo color descansaron durante años en una funda de plástico sobre el piano de la sala de estar. Pero a su tiempo salieron de allí para calzar los pies temblorosos de la primera hija de Meg y Steven, quien un día consiguió bailar en la Compañía del Ballet Americano de Nueva York, en calidad de primera bailarina.