Capítulo 3

Meg no comprendió el comentario de David hasta que la escoltó al restaurante donde estaban sentados Steve y un árabe alto muy moreno, ataviado con un traje caro europeo. Ambos se pusieron en pie al verlos acercarse. La mirada del árabe era de aprobación. Meg comprendió entonces por qué a Steve no le molestaría el vestido.

—Recuerda que Oriente Medio no es precisamente un territorio muy moderno —susurró David—. Vas vestida muy correctamente para la velada.

—Vaya —musitó ella, enfadada. De haberlo sabido, se habría puesto un vestido transparente.

—Encantado, señorita —dijo el extranjero cuando los presentaron.

Sonrió y su bigote moreno se estremeció. Era un hombre increíblemente atractivo, con ojos enormes y casi negros. Se mostraba encantador sin parecer condescendiente ni ofensivo.

—Tengo entendido que es usted bailarina.

—Sí —musitó Meg. Le sonrió—. ¿Y usted es el representante de su país?

El hombre enarcó una ceja y miró a Steve.

—Así es.

—Hábleme de su país —preguntó ella con genuino interés, ignorando por completo a Steve y a su hermano.

El hombre lo hizo, olvidando los negocios hasta que Steve empezó a mirarlos con rabia al llegar a los postres. Meg se removió incómoda bajo su mirada y Ahmed se fijó también en él.

—Steven, amigo mío —sonrió—. Perdóneme. Pero la señorita es una compañía tan agradable, que consigue que me olvide por completo de los negocios.

—No importa —se apresuró a replicar el otro.

—Lo siento —dijo Meg, con sinceridad—. No quería distraerlo, pero encuentro fascinante su cultura. Sabe usted muchas cosas.

El árabe sonrió.

—Oxford, promoción del 82.

La joven suspiró.

—Quizá debería haber asistido a la universidad en lugar de intentar estudiar ballet.

—Pero hubiese sido una pérdida muy triste para las artes, señorita. Historiadores hay muchos, pero los buenos bailarines son como los diamantes.

Meg se ruborizó ante aquel cumplido.

Steven cogió con fuerza su tenedor y lo miró con fijeza.

—Respecto a los nuevos reactores que vamos a venderle, Ahmed... —insistió.

—Sí. Tenemos que hablar de ello. Me he dejado distraer por un rostro encantador y un corazón amable —sonrió a Meg—, pero mi deber no me permite olvidar más tiempo el propósito de mi visita aquí. ¿Nos perdona que hablemos ahora de negocios, señorita?

—Por supuesto —replicó ella con suavidad.

—Muy amable por tu parle —murmuró Steven.

—Sabes que haría cualquier cosa por ti —replicó ella.

La velada le pareció larga y corta a la vez. Cuando quiso darse cuenta, se encontró con que David iba a acompañar al árabe a su hotel mientras Steve la acomodaba a ella en el asiento delantero de su Jaguar.

—¿Por qué siempre tiene que ser un Jaguar? —preguntó la joven, con curiosidad, cuando el hombre puso el motor en marcha.

—Me gustan los Jaguars.

Sacó el vehículo al centro de la calzada.

—Deja en paz a Ahmed -dijo sin preámbulos.

—Ah. Esto es una advertencia —asintió ella—. Es evidente que me consideras una mujer intrigante, capaz de extraer información secreta a un hombre y venderla a los agentes enemigos —frunció el ceño—. ¿Cuál es ahora nuestro enemigo?

—Tú no eres Mata Hari.

—No me insultes. Tengo potencial.

Adoptó una pose exagerada, con la mano suspendida detrás del cuello y el perfil vuelto hacia él.

—Con un poco de entrenamiento, podría resultar muy seductora.

—Con un poco de entrenamiento, podrías acabar oculta en un barril de petróleo flotando río abajo hasta Oklahoma.

—No tienes sentido del humor.

Sleve se encogió de hombres.

—No hay mucho en estos tiempos que invite a la risa. Al menos en mi vida.

Meg apoyó la mejilla contra la piel suave del asiento y lo observó conducir. Era raro que siempre se sintiera segura con él. Segura y excitada hasta un punto increíble. El mero hecho de mirarlo bastaba para hacerla temblar.

—¿Qué estás pensando? —preguntó él.

—Que siento que no me hayas hecho nunca el amor —repuso ella con sinceridad.

El coche hizo una ese y el rostro de él se endureció. No la miró.

—No hagas eso.

Meg respiró hondo.

~¿No lo sientes tú? —preguntó.

—Tú podrías ser adictiva. Y no me gustan las adicciones.

—Por eso fumas —asintió ella, mirando el cigarrillo que tenía en la mano.

Steve la miró con rabia.

—Yo no soy adicto a la nicotina. Puedo dejarlo siempre que quiera.

—¿Y por qué no ahora mismo?

El hombre entrecerró los ojos.

—¿Por qué no? ¿Tienes miedo de no poder pasar sin él? —lo presionó ella.

Steven bajó la ventanilla, arrojó el cigarrillo a la calle y volvió a cerrarla.

Meg sonrió.

—Dentro de unos segundos empezarás a temblar —le predijo—. A temblar y a buscar colillas por el suelo. A suplicar a los desconocidos que te den un cigarrillo.

—Eso es poco inteligente, Meg —dijo él.

—¿El qué? ¿Burlarme de ti?

—Puedo decidir buscar otro modo de ocupar las manos —dijo él.

La joven dejó caer los brazos a los costados y cerró los ojos.

—¡Adelante! —dijo con dramatismo—. ¡Viólame!

El coche se detuvo de súbito y Meg abrió los ojos y lo miró horrorizada.

Steve enarcó una ceja al verla cubrirse el pecho con las manos.

—¿Te ocurre algo? —preguntó—. Sólo me he detenido para dejar paso a la ambulancia.

—¿Qué ambulancia?

Las sirenas y las luces rojas pasaron a su lado y se desvanecieron con rapidez en la distancia. Meg deseó que se la tragara la tierra.

Steven colocó un brazo sobre el respaldo de su asiento y la examinó en la penumbra del coche.

—Te gusta farolear, ¿verdad? —se burló—. ¿No te advertí que si seguías jugando conmigo acabarías teniendo problemas?

—Sí —dijo ella—. Pero a ti te ha ido muy bien estos cuatro años sin mí.

El hombre no respondió. Bajó la mano hasta la garganta de ella y jugueteó con un mechón de pelo que se le había soltado del moño, rozándole la piel hasta que el pulso le comenzó a latir con fuerza.

—No hagas eso —susurró ella con voz ronca. Le apartó la mano.

—Déjame excitarte —replicó él.

Se acercó más. Posó su boca sobre la de ella y comenzó a acariciarle de nuevo la garganta mientras su aliento penetraba en la boca de ella.

—Igual que la primera noche que salimos juntos. ¿Te acuerdas? —preguntó con voz profunda y acariciadora—. Después de cenar, aparqué el coche en la puerta de tu casa y te acaricié así mientras hablábamos. Tú eras entonces más impulsiva, mucho menos inhibida. ¿Recuerdas lo que hiciste, Meg?

A la joven le costaba trabajo respirar y hablar al mismo tiempo.

—Era muy joven —dijo a la defensiva.

—Eras apasionada —separó los labios y rozó la boca abierta de ella, mordiéndole el labio con suavidad hasta que la oyó gemir—. Me desabrochaste la camisa y metiste tu mano en el interior hasta la cintura.

La joven se estremeció, recordando lo que ocurrió después. La levantó, le dio la vuelta y metió la mano bajo su vestido negro para acariciar su pecho desnudo. Meg recobró el sentido común y se debatió. Steve se detuvo al instante y sonrió a la muchacha que jadeaba en sus brazos, ardiente por el primer deseo intenso que sentía en su vida.

—Eras muy inocente —recordó él—. No tenías ni idea de por qué yo reaccionaba con tanta violencia ante una caricia así. Fue como la primera vez que te dejé sentirme contra ti cuando estaba excitado. Te escandalizaste y asustaste.

—Mis padres no me habían dicho nada y mis amigas eran igual de ignorantes que yo —dijo ella, vacilante—. Todas las lecturas del mundo no te preparan para lo que sientes cuando un hombre te acaricia íntimamente.

La mano de él recorrió su hombro hasta llegar a la cremallera del vestido. La bajó lentamente, con gentileza, controlando con facilidad el movimiento asustado de ella.

—Han pasado cuatro años y lo deseas —le dijo—. Me deseas a mí.

Meg no podía creer que le estuviera permitiendo hacerle eso. Se sentía como un zombi mientras él bajaba el vestido hasta la raya del sujetador y la miraba. Su mano grande y morena le acarició el cuello y se posó después con ligereza sobre sus pechos sin que él dejara de mirarla.

Su boca tocó la frente de Meg. Su respiración era jadeante. La de ella también.

—Déjame desabrochártelo, Meg. Quiero sentirte en mi boca.

Aquella había sido siempre su mejor arma: ese modo de hablarle que hacía que su cuerpo ardiera de deseo. La joven apoyó la frente en la barbilla de él mientras los dedos de Steven desabrochaban con rapidez la prenda. Sintió el aire frío sobre su cuerpo y vio al hombre apartarse para mirarla.

—¡Dios mío! —dijo con reverencia. Sus manos se contrajeron sobre los hombros de ella, como si temiera que pudiera desvanecerse.

—Aquella última noche te dejé mirarme —susurró ella, temblorosa—. Y después te fuiste con ella.

—No. No —susurró él, inclinando la cabeza—. No, Meg.

Cerró su boca en torno al pezón de ella y comenzó a succionarlo en silencio.

Los dedos de ella se aterraron al pelo de él, donde se agarraron con gentileza al sentir el placer más intenso que había conocido nunca. Una noche, tiempo atrás, él intentó besarla de aquel modo y ella lo combatió. Fue demasiado para sus sentidos. Aquello, unido a la excitación de él y al peso de su cuerpo sobre ella, le provocaron una oleada de pánico. Pero en la actualidad era cuatro años más vieja y había vivido una larga abstinencia. Lo deseaba con fiereza.

La boca de él siguió alimentándose con ella mientras sus dedos recorrían la firme suavidad que paladeaba. Meg sintió su lengua, sus dientes, la lenta succión que parecía extraerle el corazón. Se estremeció angustiada, indefensa, a medida que la ardiente presión de la boca de él intensificaba aún más su deseo.

Steven la sintió temblar y levantó con lentitud la cabeza.

—¡No! —exclamó ella, tratando de devolver la boca de él a su cuerpo—. ¡Por favor, por favor!

El hombre la abrazó con fuerza, jadeante.

—Por favor —sollozó ella, aferrándose a él.

—Espera.

Abrió los botones de su camisa y la apretó con fuerza contra su pecho, de modo que los senos desnudos de ella frotaran el vello de su torso.

—Meg —musitó con ternura—. ¡Oh, Meg! ¡Meg!

Sus dedos acariciaron la espalda de ella mientras ella le besaba la garganta.

Steven le volvió la cabeza y la besó de nuevo, un beso profundo y largo que pareció que no iba a terminar nunca, mientras a su alrededor la noche se oscurecía y el viento soplaba.

En algún momento, la joven comenzó a llorar con sollozos que eran a la vez de pena y de deseo. Steven la abrazó con ojos angustiados. Y luego, lentamente, el deseo empezó a aplacarse en los dos.

—No llores —susurró él, besando sus lágrimas—. Era inevitable.

La joven volvió el rostro para que él pudiera besar el otro lado. Saboreó sus exquisita ternura con los ojos cerrados.

Cuando sintió que los labios de él se apartaban de mala gana, abrió los ojos para mirarlo. Los de él expresaban deseo y ternura.

—Sigues inmaculada —dijo él con voz ronca—. Ni siquiera te han tocado aquí —acarició con la mano sus senos desnudos antes de bajar la cabeza para besarlos.

—No puedo sentir esto con ningún otro hombre —confesó ella—. No puedo soportar que me toquen los ojos de otro hombre, y mucho menos sus manos.

Steven respiró hondo.

—¿Por qué diablos te marchaste, maldita sea?

—Tenía miedo.

—¡De esto?

Le rozó el pezón con los labios y Meg lanzó un grito de placer.

—Era virgen —susurró.

—Todavía lo eres —la sentó sobre él, sujetándole las caderas con fuerza—. Y todavía tienes miedo —prosiguió, al ver la aprensión que expresaban sus ojos—. Te aterroriza llegar al final conmigo.

La joven tragó saliva.

—No es eso —susurró.

—Entonces, ¿qué es?

Meg podía sentir el calor y la fuerza de su cuerpo y sabía que la deseaba desesperadamente.

—Steven, mi hermana murió al dar a luz —dijo.

—Lo sé. Me lo dijo tu padre, pero no me pareció oportuno hacer más preguntas. Sólo sé que era doce años mayor que tú.

Meg lo miró a los ojos.

—Era igual que yo —susurró—. Delgada y estrecha de caderas. Vivían en el norte. El invierno que tenía que dar a luz nevó mucho y su esposo no consiguió llevarla a tiempo al hospital. Murió y el niño también —vaciló y se mordió el labio inferior—. A las mujeres de mi familia no les resulta fácil dar a luz. A mi madre tuvieron que hacerle la cesárea cuando nací yo. Cuando murió mi hermana, mi madre me hizo creer que un embarazo sería también una condena a muerte para mí. Consiguió que llegara a sentir terror ante la mera idea de quedarme embarazada —añadió con tristeza, escondiendo el rostro en el cuello de él.

Steven la soltó un momento, sorprendido. Apoyó la mejilla de ella contra su pecho y la abrazó con ternura.

—Nunca habíamos hablado de esto. —Yo era muy joven —replicó ella, cerrando los ojos—. No podía decírtelo. Físicamente me dabas miedo. Siempre que me tocabas, empezaba a temblar de pasión. Todavía me ocurre.

Los ojos de él acariciaron suavemente su cabello. —Si me lo hubieras dicho, podría haberte ayudado.

—Tal vez. Pero me aterrorizaba quedarme embarazada y tú te mostraste muy apasionado aquella noche. La discusión me asustó. Tú me dijiste que me marchara y luego te llevaste a Daphne a un lugar público para poder salir en lodos los periódicos. Me dije a mí misma que tenía más sentido elegir el ballet que elegirte a ti. Eso me ayudó a marcharme.

Steven levantó la cabeza y miró un momento por la ventanilla. Segundos después, volvió la vista hacia los pechos de ella.

Meg sonrió con tristeza.

—No me crees, ¿verdad? Sigues resentido, Steven. —¿No crees que tengo derecho a estarlo? La joven se removió contra él. —Creía que no me querías lo suficiente como para sufrir por ello.

—Así era —se apresuró a asentir él—. Pero mi orgullo se resintió.

—Nicole me dijo que te habías emborrachado.

Steven sonrió con crueldad.

—¿Y no te dijo que me emborraché con Daphne?

Meg se puso tensa; en aquel momento lo odiaba.

La mano de él cubrió sus senos. La miró a los ojos.

—Todavía te deseo —dijo—. Más que nunca. La joven lo sabía. El rostro de él no ocultaba su deseo.

—No sería buena idea —dijo—. Como has dicho tú, es mejor evitar las adicciones.

—Te sobrevaloras mucho si crees que estoy lo bastante loco como para volver a hacerme adicto a ti —dijo él con una sonrisa burlona, fruto de aquellos cuatro años de angustia.

Meg se quedó muy quieta al ver la expresión de su rostro. La mención del pasado parecía haberles devuelto toda la amargura y la rabia de antes. No supo qué decir. —Steven...

La mano de él le acarició el pecho. —Tu compañía de ballet necesita dinero. Yo os sacaré del lío —propuso. —¿Lo harás? —exclamó ella.

—Oh, sí. Seré el ángel de tu compañía. Pero hay un precio.

—¿Cuál es el precio? —preguntó ella, perpleja. —¿No te lo imaginas? —sonrió él—. En ese caso, te lo diré. Acuéstate conmigo. Dame una noche, Meg. una sola noche para vencer mi obsesión por ti. Y a cambio, yo te devolveré tu precioso baile.