Capítulo 5

David y Meg, que habían cogido un taxi hasta el restaurante, volvieron a su casa en la limusina de Ahmed. Steven no se ofreció a acompañarlos. Meg pensó que tendría otros planes con Daphne.

—Ha sido una velada estupenda —señaló David—. ¿Cuánto tiempo más piensa quedarse en Wichita, Ahmed?

—Hasta que se firmen todos los permisos —replicó el otro hombre. Lanzó una mirada de apreciación a Meg—. Y luego el deber me obliga a volver a mi país. ¿Seguro que no quiere venir conmigo, señorita? —se burló—. Podría ponerse ese vestido y seducirme con su baile.

Meg se esforzó por sonreír, pero el futuro comenzaba a preocuparla. Su tobillo no estaba más fuerte que el día de la lesión y su preocupación creía día a día.

—Me siento halagada —dijo.

—Nuestras mujeres ya tienen más libertad que antes —musitó él—. Al menos ya no tienen que llevar velo de la cabeza a los pies ni cubrirse el rostro en público.

—¿Está casado? —preguntó ella con curiosidad—. Tengo entendido que los musulmanes pueden tener cuatro mujeres.

Ahmed se puso serio.

—No, no estoy casado. Pero es cierto que los musulmanes pueden tener hasta cuatro mujeres. Yo, sin embargo, aunque acepto muchas de las enseñanzas del profeta, no soy musulmán. Nací en una familia cristiana, lo que excluye la poligamia.

—Es esa calle de ahí—dijo David, señalando con la mano—. Usted no ha visto nuestra casa, ¿verdad, Ahmed?

—No.

—Venga —lo invitó Meg—. Podemos ofrecerles café a su chófer y a usted.

—Quizá en otra ocasión —sonrió el árabe, mirando otro coche que los seguía de cerca—. Esta noche tengo una cita en mi hotel.

—Como quiera —replicó la joven.

—Gracias por traernos. Nos veremos mañana —musitó David, al bajar del vehículo.

Ahmed asintió con la cabeza.

—El viernes terminaremos nuestro negocio —señaló—. Me gustaría invitarlos a los dos y a su amigo Steven al teatro. Me he permitido comprar ya las entradas.

A Meg le entusiasmó la idea.

—Me encantaría. ¿David?

—Desde luego —asintió su hermano. Sonrió—. Gracias.

—Les enviaré un coche a las seis. Comeremos antes de que se levante el telón.

No salió a la acera, pero sonrió y saludó con la mano a los dos hermanos. La limusina se alejó, con el coche oscuro justo detrás.

—¿Lo siguen? —preguntó la joven a su hermano.

—Sí, así es —David evitó mirarla—. Tiene guardaespaldas propios.

—Me gusta —musitó ella, al entrar en la casa.

David la miró.

—Has estado muy callada desde que bailaste con Steve —observó—. ¿Más problemas?

Meg suspiró.

—No. Steven sólo quiere pasarme a Daphne por las narices. ¿Por qué iba a molestarme eso?

—A lo mejor intenta ponerte celosa.

—No me lo imagino recurriendo a esa clase de tácticas.

David comenzó a decir algo, pero se interrumpió. Sonrió.

—Ahmed es muy misterioso —comentó la joven—. A veces tengo la sensación de que no es lo que parece. Pero es un hombre muy amable, ¿verdad?

Su hermano la miró fijamente un instante.

—¿Ahmed? Ah, sí. Desde luego que lo es. Pero, a pesar de que sea cristiano, sus costumbres y creencias son también árabes. Y su país atraviesa un mal momento ahora —la observó con atención—. Tú no ves mucho la televisión, ¿verdad? Me refiero a las noticias.

—Me resultan demasiado perturbadoras —confesó ella—. No, no veo las noticias ni leo los periódicos a menos que no pueda evitarlo. Ya sé que eso es esconder la cabeza en la arena —prosiguió—. Pero, con sinceridad, ¿qué puedo hacer yo para cambiar todo eso? Elegimos a los políticos para que nos representen. No es el sistema ideal, pero no puedo ir a otros países y decirle a la gente lo que debería hacer, ¿verdad?

—No viene mal estar informado —repuso, su hermano—. Aunque, en este momento, quizá sea mejor así —añadió—. Te veré por la mañana.

—Sí.

Lo miró con el ceño fruncido. David podía ser muy misterioso a veces.

Aquella semana, David no invitó a Steve a su casa, ya que notaba que la sola mención de su nombre bastaba para perturbar a Meg. Pero aunque Wichita era una ciudad grande, no era imposible tropezarse con la gente que se movía en los mismos círculos sociales.

Meg lo descubrió un día en que acudió a unos almacenes que siempre había frecuentado su familia a comprar un regalo de cumpleaños para David. Allí se encontró con Steve.

Si se sorprendió y alarmó al verlo, a él le ocurrió lo mismo. La miró con hostilidad.

—¿Vas a comprar ropa? —le preguntó con sarcasmo—. No te resultará fácil encontrar aquí nada apropiado.

—Voy a comprarle un regalo a David —repuso ella, tensa.

—¡Qué coincidencia! Yo también.

—¿No se ocupa tu secretaria de esas cosas?

—Los regalos de mis amigos los elijo personalmente —replicó él—. Además, Daphne tiene otras tareas. No quiero que se canse mucho durante el día.

Meg tuvo que esforzarse mucho para no expresar la rabia que le produjeron aquellas palabras. Mantuvo los ojos fijos en las corbatas.

—Supongo que no —dijo.

—Mi padre tenía razón —prosiguió él, enfadado por la falta de reacción de ella—. Habría sido la esposa perfecta. No sé por qué he tardado cuatro años en darme cuenta.

A Meg se le paró el corazón. Tragó saliva.

—A veces no comprendemos el valor de las cosas hasta que es demasiado tarde.

—Muy cierto —replicó él.

La joven lo miró con ojos llenos de malicia.

—Yo no comprendí lo mucho que me importaba el ballet hasta que me prometí contigo -dijo con una sonrisa fría.

Steve apretó los puños, pero consiguió sonreír.

—Como ya dijimos, fue una suerte que rompiéramos —inclinó la cabeza para observarla—. ¿Cómo va la financiación de tu compañía de ballet?

Meg dio un respingo.

—Muy bien, gracias. Creo que no necesitaré ayuda.

—¡Qué lástima! —musitó él.

—¿De verdad? Estoy segura de que Daphne no estaría de acuerdo.

—Oh, ella no espera que sea fiel a estas alturas —replicó él—. Al menos, no hasta que el compromiso sea oficial.

Meg sintió que iba a desmayarse. Sabía que el color abandonaba lentamente su rostro, pero se mantuvo firme y no se agarró a ningún sitio en busca de apoyo.

—Ya veo.

—Todavía tengo tu anillo guardado en mi caja fuerte —le informó él.

Meg recordó que se lo había dado a su madre para que se lo entregara en su nombre.

—Lo guardo para no olvidar al tonto que fui al pensar que tú podías casarte conmigo —prosiguió él—. No volveré a cometer el mismo error. Daphne no quiere sólo una carrera; quiere también tener hijos conmigo —añadió con crueldad.

La joven bajó la vista, exhausta. Tocó una corbata de seda con mano temblorosa.

—Ahmed nos ha invitado a cenar y al teatro el viernes por la noche —comentó.

—Lo sé —repuso él. No parecía complacido.

Meg se esforzó por mirarlo.

—No es necesario que te muestres deliberadamente insultante, Steven —dijo con suavidad—. Ya sé que me odias. Todo esto es innecesario.

—¿De verdad? Pero tú no sabes lo que siento, Meg. No los ha sabido nunca y nunca te ha importado —se metió las manos en los bolsillos y la miró con rabia—. Ahmed se marchará pronto —prosiguió—. No te entusiasmes demasiado con él.

—Es un amigo; eso es todo.

Steven la observó un momento.

—¿Qué tal van tus ejercicios?

—Muy bien, gracias.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó él con brusquedad.

—A finales de mes.

El hombre suspiró.

—¡Gracias a Dios!

Meg cenó los ojos durante un segundo. Cogió la corbata que había estado examinando y se alejó sin mirarlo. Tenía un nudo en la garganta.

—Me llevo ésta —le dijo al dependiente.

Sacó su tarjeta de crédito, Su voz sonaba rara, Steven estaba de pie detrás de ella, intentando disculparse.

Eso de insultarla empezaba a convertirse en un hábito. Sólo podía pensar en lo mucho que la había querido y lo fácilmente que ella se había alejado de él. No confiaba en ella, pero seguía deseándola. Ella daba color a sus sueños. Sin ella, todo le parecía monótono. Sólo tenía que mirarla para sentirse bien. Era adorable: rubia, dulce y gentil. Una lástima que lo único que deseara fueran un par de zapatillas de baile y un escenario.

Gimió en su interior. ¿Cómo podría sobrevivir otra vez a su marcha? No debería haberla tocado. Lo único que había conseguido era que la partida resultara tan dura como la primera vez. La vería alejarse por segunda vez y una parte de él moriría.

Daphne iría con él aquella noche, porque, sin ella, no podría sobrevivir a la compañía de Meg. ¡Menos mal que tenía a Daphne! Ella era una amiga, y no buscaba otra cosa, pero era también una compañera de conspiración, ya que estaba enterada de todo lo concerniente a Ahmed. Sabía cosas que no conocía nadie más de la compañía y los ayudaba en todo. Tenía un novio, uno de los dos agentes del Gobierno que protegían a Ahmed. Pero afortunadamente, Meg no sabía nada de todo aquello.

Steven corría un cierto peligro. Casi tanto como Ahmed. No podía contárselo a Meg sin tener que contarle otras cosas secretas. Daphne lo sabía, claro. Contaba con la misma protección con la que contaban Ahmed y él mismo. Pero a pesar de su amargura contra Meg, no quería involucrarla. Amarla era una enfermedad que no tenía cura. Estaba tan metida en él como la sangre en sus venas. Y él, sin embargo, no le importaba a ella, ya que lo único que necesitaba ella para vivir era bailar. Eso le partía el corazón, le hacía ser cruel. Pero hacerle daño no le causaba ningún placer. La miraba con ojos posesivos, muriéndose de ganas de abrazarla y disculparse por su crueldad.

Meg dejó el mostrador y comenzó a alejarse sin levantar la vista. Steven, impulsado por una fuerza que no podía controlar, la cogió del brazo y tiró de ella hasta un lugar recluido, detrás de algunos trajes.

Miró los ojos sorprendidos y heridos de ella.

—No dejo de hacerte daño, ¿verdad? —dijo con voz ronca—. No es mi intención. Te juro que no es mi intención, Meg.

—¿En serio? —preguntó ella, con una sonrisa de tristeza—. No te preocupes. Dios sabe que tienes derecho después de lo que te hice.

Se alejó de él y salió con rapidez de la tienda.

Steve se maldijo y la observó hasta perderla de vista. No se había sentido tan mal en toda su vida.

Meg pasó el resto de la semana tratando de practicar sus ejercicios y de no pensar en Steve y Daphne. David no le había dicho nada, pero lo oyó hablar con Steve una noche y captó lo bastante como para saber que Daphne lo acompañaría al teatro.

El jueves telefoneó a Tolbert Morse, el director de su compañía de ballet.

—Me alegro de que hayas llamado —dijo él—. Creo que quizá hayamos encontrado la solución a nuestros problemas. ¿Puedes volver a Nueva York la semana que viene para ensayar?

Meg se puso tensa. Sólo un milagro podía curar su tobillo en tan poco tiempo. Vaciló. No quería admitir que sus progresos eran muy lentos. En su interior sabía que no estaría en condiciones de bailar tan pronto, pero no podía decirlo en voz alta. El baile era lo único que tenía. Steven había dejado claro que no quería un futuro con ella. Cualquier esperanza en ese terreno carecía de fundamento.

Su sueño de abrir una escuela de ballet para niñas crecía lentamente, pero tendría que abrirla en Wichita. ¿Y podría soportar tener que ver a Steven a menudo? Su amistad con David implicaba que se lo encontraría constantemente en la casa. No. Su tobillo tenía que curarse. Tenía que bailar. Era lo único que le quedaba. La crueldad de Steven había servido para reafirmar el hecho de que ya no tenía un lugar en su vida.

—¿Que si puedo estar lista en una semana? —preguntó con una risa forzada—. Allí estaré.

—Buena chica. Le diré a Henrietta que reserve tu antigua habitación. ¿El tobillo va bien?

—Muy bien —mintió.

—Entonces nos veremos la semana que viene.

Meg colgó el teléfono y se quedó mirándolo largo rato antes de decidirse a moverse. Una mentira conducía a otra, pero, ¿acaso era mentir? ¿No estaba en ese momento haciendo ejercicios de ballet?

Volvió a la barra de prácticas. Si se concentraba, era muy posible que pudiera lograr lo que se proponía.

El viernes por la tarde, al volver a casa, David se quedó mirándola desde el umbral. Tenía el ceño fruncido y, cuando ella detuvo para descansar, no pudo evitar notar la preocupación que expresaban sus ojos.

—¿Qué tal vas? —preguntó él.

Meg sonrió, decidida a no mostrar sus miedos.

—Lenta pero segura —repuso.

David apretó los labios.

—¿Qué dice la terapeuta?

Su hermana evitó su mirada.

—Oh, que es cuestión de tiempo.

—Pero tienes que empezar a ensayar dentro de un mes —insistió él—. ¿Crees que estarás lista?

—A decir verdad, será dentro de una semana —dijo ella. Le habló de la llamada de teléfono y David protestó con vehemencia.

—No te preocupes, estaré bien —repuso ella, exasperada.

Su hermano se metió las manos en los bolsillos con un suspiro.

—Vale. Me callaré. Ahmed llegará a las seis.

—Sí, ya lo recuerdo. Y deja de preocuparte. Ya sé que ha invitado también a Steve y Daphne.

David respiró hondo. Sabía lo que ocurría, pero no podía contárselo a Meg.

—Lo siento —dijo.

La joven se esforzó por olvidar las cosas dolorosas que le dijera Steve en su último encuentro.

—¿Por qué? —preguntó, aparentando calma—. A mí no me importa.

—¿Seguro?

Meg lo miró a los ojos.

—¿Y qué pasaría si me importara? ¿De qué serviría? Yo me fui hace cuatro años. Pude haberme quedado aquí y afrontar la situación. Pero dejé que me manipularan y lo tiré todo por la borda. ¿No lo comprendes? No me di cuenta del daño que le hacía —se volvió, esforzándose por controlar las lágrimas—. Además, él ya ha tomado una decisión y le deseo suerte. Estoy segura de que Daphne hará todo lo posible por hacerlo feliz. Hace mucho tiempo que lo quiere.

—Eso es cierto —asintió su hermano—. Pero él no la ama. No la ha amado nunca. Si la hubiera amado, se habría casado con ella hace tiempo.

—A lo mejor sí. Pero también pueden haber cambiado ahora sus sentimientos hacía ella.

—Si vieras cómo la- trata en la oficina, no dirías eso. La relación entre ellos es estrictamente laboral. Jamás he sorprendido una mirada amorosa entre ellos.

—Sí, pero tú dijiste que algo había cambiado cuando la despidió.

David sonrió.

—Es cierto.

Meg se volvió hacia las escaleras.

—No importa; pronto me iré a Nueva York.

—Hermanita —susurró él con suavidad—. ¿Puedo ayudarte de algún modo?

La joven negó con la cabeza.

—Gracias de todos modos. Muchas gracias, David.

—Yo creía que con el tiempo podrías olvidarte de él.

Meg observó su mano, apoyada sobre la barandilla.

—Lo he intentado —dijo temblorosa. Respiró hondo—. Me queda el baile, David. Eso me compensará.

El joven la observó subir las escaleras con la terrible certeza de que el ballet no la compensaría por una vida sin Steve. Su tobillo no mejoraba y ella debía saberlo. Pero también debía saber que Steve no iba a admitir lo que sentía por ella. Había sufrido demasiado. David movió la cabeza y subió a vestirse a su cuarto.

La limusina llegó puntual. Meg no tenía muchos vestidos elegantes, pero en una ocasión había comprado uno para un banquete. Se lo puso aquel día. Era un vestido de cóctel de crepé negro sin mangas, con falda de vuelo y cuerpo de encaje. David la miró con extrañeza cuando la vio bajar.

—Ahmed se va a desmayar -dijo.

Meg se echó a reír. Se tocó el peinado que le había costado media hora arreglar. Pequeños mechones rubios rozaban su cuello largo y elegante.

—Espero que no —murmuró—. No es muy descocado, sólo lo parece. Cuando lo llevé en Nueva York, causó sensación.

—Esto no es Nueva York y Steven se va a subir por las paredes.

—Pues que haga lo que quiera —musitó ella.

David dejó de intentar razonar con ella. Pero sí la convenció de que añadiera una mantilla de encaje negro al traje, con el argumento de que Steve podía descargar su rabia con él en lugar de con ella.

La limusina era muy cómoda, pero Meg tenía la extraña sensación de que alguien la observaba. Miró por la ventanilla de atrás y vio que los seguía no un coche, sino dos.

—¿Quién hay en el segundo coche? —murmuró.

—No hagas preguntas —sonrió David—, A lo mejor es la Mafia.

—Eres insoportable, David.

—Tú eres mi hermana —replicó él—, ¿Qué eres tú, en ese caso?

La joven levantó los brazos en ademán de rendición y reclinó la cabeza contra el asiento.

Llevaba toda la semana temiendo aquella velada. Pero, cuando Ahmed se marchara, ya no tendría que volver a salir con Steve. Podía evitarlo hasta que regresara a Nueva York. Mientras tanto, si el verlo con Daphne le arrancaba el corazón, nadie lo sabría aparte de ella.