Capítulo 6

La reacción de Steven al vestido negro fue peor todavía que la que tuvo ante el rojo. Meg recordó demasiado tarde que el vestido que llevaba la noche en que se separaron era también negro.

Después de una cena deliciosa pero tensa, la joven salió hacia el vestíbulo de entrada mientras los hombres pagaban la cuenta.

Daphne, que parecía incómoda, se excusó. Meg asintió con la cabeza y se quedó donde estaba. No tenía intención de acompañar al lavabo a su rival. Desgraciadamente, Ahmed y David se excusaron también y ella se quedó a solas con Steve, que estaba que echaba humo.

—¿Lo has hecho deliberadamente? —le preguntó, indicando el vestido.

La joven no se molestó en fingir ignorancia. Se apretó más la mantilla en torno a los hombros.

—No —replicó—. En absoluto.

Steven se apoyó contra la pared y la miró, ignorando las idas y venidas de otros clientes. El rumor de conversaciones era elevado, pero ninguno de los dos se dio cuenta.

—La noche que nos peleamos también vestías de negro —la miró a los ojos—. Tú me dejaste desnudarle y tocarte —su rostro se endureció—. ¡Dios mío! Te gusta torturarme, ¿verdad?

—No lo he hecho a propósito —dijo ella con tristeza—. ¿Por que siempre piensas lo peor de mi?

—Porque casi siempre tengo razón al hacerlo —repuso él entre dientes. Apartó los ojos para mirar la puerta por la que habían desaparecido los demás—, ¡Malditos sean por dejarnos solos!

Su rabia resultaba muy expresiva. Meg se acercó a él, incapaz de resistir el magnetismo de su poder. Seguía llevando la misma colonia que en el pasado. La joven inhaló y lo miró a los ojos.

Los ojos de él se oscurecieron obligándola a detenerse. Meg no se había dado cuenta de lo que hacía.

—¿Te sientes aventurera? —preguntó con una sonrisa fría—. No te atrevas.

La joven apretó su bolso con fuerza. —No hago nada. Sólo quería apartarme del paso de los demás.

—¿En serio? —tendió una mano y la cogió por el brazo—. Mírame.

Meg tiró para soltarse, pero no lo consiguió. La fuerza de él la asustó.

—¡Steven, por favor! —susurró. —En otro tiempo estabas deseando quedarte a solas conmigo —dijo él entre dientes—. Entonces te temblaban las manos al desabrocharme la camisa. ¿Bailar te hace igual de feliz, Meg? —preguntó—. ¿Te hace llorar de deseo?

La joven gimió contra su voluntad. Apartó el brazo y echó a andar deprisa en busca de su hermano. Lo encontró ya en la puerta. —¿Nos vamos? —preguntó él. —¿Dónde está Ahmed? —Ahora mismo sale.

Mientras hablaba, salió Ahmed por otra puerta. Lo acompañaba otro hombre, más pequeño y que parecía nervioso. Gesticulaba al hablar con Ahmed en un idioma que la joven no comprendió.

El más pequeño parecía estar aplacándolo. Hizo un gesto con el que quería abarcar toda la estancia y se alejó con rapidez.

Ahmed murmuró algo y sus ojos negros adoptaron un momento una expresión de crueldad. Se volvió hacia ellos y su expresión desapareció al ver el rostro de Meg. Volvía a ser el hombre que ella conocía: sonriente, seductor, impertérrito.

Se acercó a ella y le besó la mano.

—Ah, mi encantadora bailarina. ¿Lista para el teatro?

—Desde luego —sonrió la joven.

—Llamaré al chófer.

—Yo lo ayudaré —dijo David, nervioso, mirando a Steven por encima de la cabeza de su hermana.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Meg con curiosidad.

—Un problema con el coche —dijo Steven con suavidad, sonriendo a Daphne, que se cogió de su brazo—. ¿Vamos, señoras?

Estaban ya en la acera cuando ocurrió todo. Cuando Steven se alejaba de las mujeres para seguir a Ahmed y a David al otro lado de la calle, donde estaba aparcada la limusina, un coche pasó a su lado y varios disparos rompieron el silencio de la noche.

Pareció que lodo ocurría a cámara lenta. El coche aceleró y Steve cayó al suelo. Ahmed se arrodilló a su lado e indicó a los demás que volvieran al restaurante.

Daphne lanzó un grito. David la cogió del brazo y corrió con ella hacia el edificio, gritándole a Meg que los siguiera. Pero la joven no tenía esa intención; el terror le daba fuerzas que no sabía que tuviera. Corrió hacia Steve, ignorando las maldiciones que el hombre le lanzó al verla acercarse.

—Vuelve dentro, idiota —gritó con furia—, ¡Meg, por el amor de Dios!

La joven no percibió el terror que expresaban las palabras de él.

—Te han herido —sollozó. Le tocó el brazo, del que brotaba sangre—. ¡Steven!

—¡Oh, Dios mío, llévesela de aquí! —le gritó él a Ahmed—. ¡Cúbranse los dos! ¡Deprisa!

Pero Ahmed no se movió y Meg tampoco.

—¡No! —susurró—. Si vuelven, tendrán que matarnos a los dos —exclamó, temblorosa.

El ruido de las sirenas apagó la respuesta de él. La miró atónito mientras Ahmed se ponía en pie de un salto y observaba la zona que los rodeaba. Convencido de que no había otros asesinos a la vista, murmuró algo a Steve y se acercó hacia dos hombres, un moreno y uno rubio, que avanzaban hacia él entre la multitud que empezaba a concentrarse. A Meg le dio un vuelco el corazón al ver que los dos hombres llevaban una pistola en la mano, pero Ahmed parecía conocerlos y se dejó acompañar por ellos.

La joven se sentó en la acera al lado de Steve y le cogió la mano mientras el personal de la ambulancia le vendaba el brazo, cuya herida era sólo superficial. El rostro pálido y los ojos asustados de la joven le dijeron cosas que su boca no habría podido pronunciar nunca. El nombre le apretó la mano y la observó fascinado mientras le curaban la herida.

—Estoy bien —dijo con suavidad.

—Lo sé.

—Será mejor sacarlo de aquí—dijo el oficial—. No se preocupe. Lo seguiremos —le dijo a Steve—. Señorita, venga conmigo.

—No —movió la cabeza con energía—. Donde él vaya, voy yo.

El policía sonrió y se apartó.

—No te vuelvas posesiva, señorita Shannon —comentó Steven sin sonreír—. No te pertenezco.

Meg comenzó a darse cuenta de su modo posesivo de actuar y se ruborizó.

—Lo siento. Olvidaba que Daphne...

Steven apartó la vista.

—Ha sido todo muy imprevisto. No pasa nada —se puso en pie tambaleante—. Vete con los demás —le dijo. Al ver que vacilaba, la miró con ojos chispeantes—. ¿Quieres hacer el favor de decirle a Daphne que venga?

—Desde luego —musitó ella—. Lo haré.

Se sentía muy desgraciada. Acababa de revelar lo que sentía y a él no le importaba nada. Todavía seguía guardándole rencor por las viejas heridas. ¿Cómo podía ella haberlo olvidado?

Steven fue a decir algo, pero ella se alejaba ya. El hombre sintió que el corazón le iba a estallar en el pecho. No podía contarle lo que ocurría. Estaría más segura si no lo sabía.

—Steven quiere que vayas con él —dijo Meg a Daphne sin mirarla—. Está en la ambulancia.

—¿Pero no deberías ir tú? —preguntó la otra, vacilante.

Meg la miró.

—Ha pedido que vayas tú —musitó temblorosa—. Ve, por favor.

Daphne hizo una mueca y se alejó, pero había una expresión nueva en su rostro, y no era de alegría. Pasó al lado de uno de los dos hombres que se habían llevado a Ahmed y le lanzó una sonrisa misteriosa. El policía la miró un momento; su compañero hizo entonces un comentario y apartó la vista.

Meg los observó con curiosidad hasta que su hermano interrumpió sus pensamientos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó David.

—Sí —se acercó al árabe—. ¿Está usted bien, Ahmed? Con la confusión, supongo que me he portado como una tonta.

—No. Sólo como una mujer enamorada —repuso él con gentileza. Sonrió—. Estoy bien. Parece que Alá me protege. No tengo ni un rasguño. Pero no me gustaría que hubieran matado a mi amigo Steve por mi causa.

—Se pondrá bien —intervino David—, Nos están esperando.

—Supongo que ninguno de los dos querrá explicarme lo que ocurre, ¿verdad? —preguntó Meg cuando estuvieron instalados en el coche policial que seguía a la ambulancia.

David se quedó un momento pensativo.

—Hemos vendido unos aviones muy sofisticados al país de Ahmed. Tienen un vecino hostil menos rico y ha habido algunas amenazas. Hay agentes del Gobierno vigilándolos, pero esta noche han decidido actuar. Quieren dejar claras sus protestas.

—¿Quiere decir que han intentado matar a Steve porque usted ha comprado un avión? —preguntó la joven, volviéndose hacia Ahmed.

El árabe hizo una mueca. Intercambió una mirada con David y se encogió de hombros.

—Ah, más o menos. Es más complejo que todo eso, claro, pero es así.

—Han intentado matar a Steve. ¡Oh, Dios mío! —exclamó ella.

—Así es —comentó David, con una mueca. No era la verdad completa, pero no podía contárselo todo.

—¿Steve tiene protección del Gobierno? —preguntó ella.

—Por supuesto.

Ahmed señaló sobre su hombro y Meg vio un coche negro que los seguía a ellos y a la ambulancia donde iban Steven y Daphne.

—¿Quiénes son? —preguntó nerviosa.

—La C.I.A. —dijo David—, Nos están vigilando, pero nadie podía haber previsto lo de esta noche.

Aunque a partir de ahora, incrementarán la vigilancia. Sus cámaras captarán hasta el menor estornudo.

—¡Bromeas! —musitó la joven.

—¡Jesús! —exclamó una voz en la radio del coche policial.

Examinaron a Steven, le pusieron la inyección del tétanos y le dieron el alta. Luego llevaron a todos a una comisaría de policía, donde dos hombres altos, los mismos que habían rodeado a Ahmed después del tiroteo, comenzaron a hacerles preguntas a todos menos a Ahmed. Este había sido recibido por otro grupo de árabes que lo rodearon con grandes muestras de respeto y entraron con él en otra habitación, y a Meg no se le ocurrió preguntarse por qué si la víctima había sido Steve, los agentes del Gobierno habían corrido a proteger a Ahmed.

Mientras hablaba con su gente, el árabe parecía de nuevo alguien más importante que un simple enviado de un pequeño país del Oriente Medio. Su expresión cambió cuando se acercaron a él los otros y no sólo pareció más solemne, sino casi implacable. Sus ojos negros, que Meg siempre había visto sonrientes, adoptaron una expresión helada y amenazadora. Hablaba con frases breves y sucintas que los demás árabes recibían con muecas y algo parecido al miedo.

Meg frunció el ceño al verlos, pero un miembro de la C.I.A. la distrajo de su contemplación.

—¿Es usted residente permanente de Wichita? —le preguntó el agente rubio.

La joven negó con la cabeza.

—No. Vivo y trabajo en Nueva York. He tenido una lesión...

—Tobillo izquierdo, problemas de ligamentos, fisioterapia y descanso durante una semana más —terminó en su lugar el agente moreno y alto.

Meg abrió la boca y se inclinó hacia adelante.

—¡Jesús! —dijo él con un guiño de malicia.

David se echó a reír.

—Meg, espero que no tengas nada que ocultar.

La joven recordó la noche en el coche de Steve y se ruborizó. No se atrevió a mirarlo, pero el agente moreno apretó los labios y apartó la cabeza con deliberación. Meg creyó que iba a desmayarse.

Les hicieron algunas preguntas más, les dieron unas cuantas instrucciones y después les permitieron marcharse.

Cuando salieron, Ahmed estaba en el vestíbulo con los demás árabes. Los agentes del Gobierno lo saludaron con respeto y todos empezaron a conversar juntos. Ahmed asintió, dijo algo en árabe a sus compañeros y se acercó a despedirse de sus amigos.

Dejó a Meg para el final. Le cogió la mano entre las suyas y la tranquila autoridad de sus facciones la sobresaltó. Aquél no era el hombre encantador y amistoso que conocía. Había un cambio en él que no podía definir.

—Espero que la velada no haya sido demasiado tensa para usted, señorita. Confío en volver a verla pronto y en circunstancias distintas. Adiós.

Le besó la mano, saludó con la cabeza a Steve y David y volvió con sus hombres. Estos lo rodearon y salieron con él al exterior seguidos por el agente moreno.

Meg no sabía qué pensar. Tuvo que morderse la lengua para no hacer preguntas. Pero no tardó en concentrar su preocupación en Steve. Sus ojos se posaron en el grupo que formaba con Daphne y el agente rubio.

—Cogerán a los hombres que han intentado matarlo, ¿verdad? —le preguntó a David.

—Claro que sí. No te preocupes —vio que iba a hacer más preguntas y levantó una mano para detenerla—. Ha sido una herida superficial. Todo va bien.

—¿Qué es lo que le ha vendido a Ahmed? —preguntó ella.

—Un avión de combate muy moderno. Lo último en tecnología. El Gobierno lo aprueba porque somos aliados de la nación de Ahmed, que tiene una situación muy estratégica.

—Pero, si querían impedir la venta, ¿por qué han disparado contra Steve?

—Probablemente han disparado contra los dos, pero le han dado a él.

La joven se relajó un poco.

—¿Pero y si vuelven a intentarlo? —preguntó.

—Ya te he dicho que los dos estarán rodeados por agentes del Gobierno.

—¿Y no intentarán sacar ahora a Ahmed del país?

David hizo una mueca.

—No lo sé. Tranquilízate, Meg. Trata de no preocuparte demasiado. Todo está controlado, créeme.

Meg se rindió al fin. Su hermano parecía ya menos preocupado y no tenía más remedio que aceptar que Steve estaría protegido de futuros ataques.

David, sin embargo, temblaba por dentro. Lo que les había dicho la C.I.A. a Steve y a él era suficiente para aterrorizar a cualquiera. Ahmed no podía irse a su país todavía y, mientras estuviera en Wichita, correría un peligro mortal. El asunto era mucho más serio que una simple protesta por una venta de armas. En el país de Ahmed había un golpe militar en marcha y sus dirigentes lo habían condenado a muerte.

Su posición era alto secreto, así que Meg no podía enterarse. Sólo lo sabía Daphne a causa de su relación con Wayne Hicks, el agente rubio de la C.I.A. La secretaria hacía en realidad de vínculo entre los agentes y Ahmed. Era una situación comprometida, llena de secretos. Meg miró a Steven. —¿Te pondrás bien? —le preguntó. —Soy indestructible —dijo él—. Sólo necesitaba una venda. Creo que será mejor que acompañe a Daphne a casa —añadió.

—Gracias —musitó la aludida, sonriéndole.

Meg apartó la vista para no tener que ver la expresión de los otros dos. Sentía que se le rompía el corazón.

Sonrió con esfuerzo y cogió a David del brazo.

—En ese caso, nosotros también nos iremos a casa. Buenas noches.

David cogió un taxi en la puerta. Al parecer, Daphne iría en el Jaguar de Steve.

Meg se sentó en silencio en el taxi, tratando de asimilar todavía los violentos sucesos de aquella noche. Los disparos, la herida de Steve, la increíble transformación de Ahmed, la policía, los agentes del Gobierno, el hospital... Todo se fundía en una mezcla borrosa. Cerró los ojos. Daphne había ganado la partida y lo único que le quedaba por hacer era cederle el campo una vez más. Si Steve la hubiera amado, se habría quedado a luchar. Pero no era así. ¿Acaso no había dejado claro que prefería a Daphne?

Antes siempre había contado con el santuario de su apartamento de Nueva York para esconderse. Pero con el tobillo en aquellas condiciones, sabía que pasaría mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de volver a bailar. Tenía que empezar a pensar en una profesión nueva. Si no podía bailar, no le quedaba más remedio que encontrar otro modo de ganarse la vida. Una escuela de ballet sería el modo ideal. Había estudiado ballet durante toda su vida. Sabía que podía enseñarlo. Lo único que necesitaba era un préstamo pequeño, un estudio y la voluntad de tener éxito.

El problema era que tendría que ser en Wichita. Nueva York estaba llena de escuelas de ballet y alquilar allí una propiedad costaba una fortuna. Nunca podría pagar un estudio allí. En Wichita, por otra parle, era conocida en ciertos círculos aunque la familia ya no fuera rica. Sus raíces se remontaban a cuatro generaciones atrás. Lo malo era que tendría que ver a Steven de vez en cuando, pero quizá consiguiera endurecer su corazón.

Mientras tanto, Steven y David estarían a salvo con la vigilancia de los hombres de la C.I.A. Y, por supuesto, sacarían a Ahmed del país.

¿Pero y ella? Sería como volver a perder a Steven de nuevo y no sabía si podría soportarlo.

Meg se acostó, pero no consiguió dormir. Steve había acompañado a Daphne a su casa. Se vio atormentada por imágenes íntimas de los dos. No podía soportarlo.

El viernes por la noche no durmió nada y el sábado estuvo triste y ausente. Trabajó en sus ejercicios, pero su falta de progreso sólo consiguió deprimirla más. El sábado por la noche, al ver que no podía dormir tampoco, se levantó y decidió bajar a la cocina a tomar una taza de cacao caliente. Tal vez eso la ayudara a conciliar el sueño.

Abrió la puerta y oyó un ruido abajo. Su primera idea fue que podía tratarse de un ladrón, pero las luces estaban encendidas.

Se acercó a la barandilla y se inclinó. David, en el vestíbulo, se estaba poniendo una gabardina.

—¿David? —lo llamó, sorprendida.

El joven levantó la vista hacia ella. Tenía un maletín en la mano.

—Creí que estabas dormida.

—No puedo dormir.

—Lo sé. Bueno, tengo que llevarle esto a Ahmed.

—¡Pero es medianoche!

—Ahmed no se fija en pequeñeces como la hora. Y antes de que empieces a preocuparte, te recuerdo que tengo guardaespaldas fuera. Intenta dormir, ¿vale?

Meg suspiró.

—Vale. Ten cuidado.

—Lo tendré.

La joven regresó a su cuarto. Oyó la puerta cerrarse dos veces y el coche de David alejarse. Le pareció extraño que se cerrara dos veces la puerta, pero estaba adormilada y no le dio demasiada importancia.

Se miró en el espejo, ataviada con el ligero camisón que le llegaba sólo hasta los muslos. Decidió que estaba muy seductora con el cabello suelto. Suspiró.

—Una lástima que tu pelo no sea rubio platino —le dijo a su imagen—. Y tus piernas son demasiado largas.

Se hizo una mueca en el espejo; abrió la puerta y bajó las escaleras. Una taza de cacao caliente la ayudaría a dormir.

Al entrar en la cocina, bostezaba. Pero se quedó inmóvil al ver al hombre que estaba allí de pie, mirándola como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.

—¡Steven! —exclamó.

El hombre iba vestido con una chaqueta azul de sport y pantalones oscuros, camisa blanca y corbata azul de rayas. En su brazo izquierdo no se apreciaba ningún bulto. Ya no llevaba venda.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Miró a su alrededor—, Y recuerda que no debes estornudar. Probablemente han puesto cámaras por todas partes. ¡Oh, Dios mío! —añadió al comprender que iba en camisón y recordar la sonrisa de malicia del agente moreno.

—Aquí no hay cámaras ocultas —replicó él—, ¿Por qué iba a haberlas? —entrecerró los ojos—, Y menos mal, porque no quiero que nadie más te vea así.

—¿Sólo tú? —se burló ella—. Guárdate eso para Daphne, querido. ¿Qué buscas aquí? David ha salido.

—Lo sé. Tengo que cuidar de ti mientras está fuera. Estás pensando acortar tu visita y volver pronto a Nueva York, ¿verdad? —preguntó con brusquedad.

Meg no quería responder a aquello. Aquella mañana el tobillo le había dolido más a causa del ejercicio de la noche anterior. Apenas si podía andar y la sola idea de bailar le daba náuseas.

—¿Me estás pidiendo que me marche? —preguntó a su vez.

—No. Al contrario —se metió las manos en los bolsillos—. Creo que sería mejor que te quedaras en Wichita. Pero no salgas sin David, por favor.

—Te dispararon a ti, no a mí —le recordó ella.

Tuvo que reprimir la oleada de miedo que la embargó al pronunciar aquellas palabras. ¡Podían haberlo matado! No se atrevía a pensar demasiado en aquello.

—Estás bien, ¿verdad? —preguntó de mala gana.

—Sí, estoy bien.

Percibió la preocupación de Meg, pero no quiso profundizar mucho en ella. La joven lo había amado una vez, o había creído amarlo, antes de decidir que el baile era más importante para ella. La miró con un deseo creciente. Vestida de aquel modo, lo excitaba casi más de lo que podía soportar. No sabía si podría controlar su deseo. Aquel camisón era demasiado revelador.

La joven se miró los pies descalzos. —Me alegro de que no Le pasara nada. Steven no replicó. Cuando ella levantó la vista, se encontró los ojos de él clavados en su pecho. Su mirada expresaba deseo, necesidad. Casi podía sentir cómo se aceleraban los latidos de su corazón. —No, Steve —dijo con calma.

—Si yo no, entonces, ¿quién? —preguntó él, avanzando hacia ella—. Tú no te entregarás a nadie más. Tienes veintitrés años y sigues virgen. Meg se mordió el labio inferior. —Me gusta seguir así —dijo con voz temblorosa. El hombre estaba ya muy cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo, oler la colonia que usaba. Era una fragancia que siempre había relacionado con él y que la excitaba por sí sola.

—Tonterías. Me esperabas a mí. Todavía me esperas —bajó los ojos hasta el escote de ella y vio que estaba excitada—. Ni siquiera puedes ocultarlo —se burló con voz ronca—. Sólo tengo que mirarte o ponerme a tu lado y tu cuerpo empieza a hincharse de deseo.

Meg tragó saliva.

—No me humilles —susurró.

—No era eso lo que pretendía.

Sacó las manos de los bolsillos y le acarició con lentitud la curva de los hombros. Le besó la sien, la nariz, la boca. La joven lo deseaba con todas las células de su cuerpo.

—Steve -musitó-. Steve, ¿qué hay de Daphne?

—¿Qué Daphne? —susurró él.

La besó en la boca y movió las manos con brusquedad, bajándole el camisón hasta los pies con un solo movimiento.