Capítulo 2

Meg se quedó sin respiración. Ella había hablado en broma, pero Steve parecía ir en serio.

—Steve,.. —susurró.

El hombre le miró los labios; al oírlos pronunciar su nombre, se puso rígido.

—Una boca corno un pétalo de rosa —dijo con voz ronca—. Una vez estuviste a punto de ser mía, Meg.

La joven vibraba como un alambre tenso.

—Tú me apartaste —susurró.

—¡Tenía que hacerlo! —musitó él, enojado—. ¡Estúpida imbécil! ¿Todavía no sabes por qué?

Meg no lo sabía. Lo miró con curiosidad.

Steven lanzó un gemido.

—¡Meg! —jadeó y apartó sus manos de ella. Se las metió en el bolsillo y la miró largo ralo—. No, no lo comprendes, ¿verdad? —dijo con intensidad—. Creí que a lo mejor habías madurado en Nueva York —frunció el ceño—. ¿No decías antes que un hombre se había ofrecido a mantenerte?

La joven sonrió con timidez.

—Es el administrador de mi bloque de apartamentos. Quería adoptarme,

—¡Santo Cielo!

Meg apoyó los dedos en los brazos de él, sintiendo su fuerza. Se inclinó hacia él con gentileza, con un placer que se incrementó al ver que sacaba las manos de los bolsillos y las posaba en sus hombros.

—En mi vida no hay lugar para complicaciones —dijo con tristeza—. No sería inteligente —forzó una sonrisa—. Además, estoy segura de que ya tienes a todas las mujeres que necesitas.

—Claro que sí —asintió él, mirándola con curiosidad—, pero hace mucho tiempo que te deseo. Empezamos algo que no llegamos a acabar nunca. Quiero conseguir que dejes de atormentarme de una vez por todas, Meg.

—¿Has pensado en contratar a un exorcista? —empujó el pecho de él con aire juguetón—. ¿Por qué no le pegas una foto mía a una de tus amantes?

Steve la sacudió con gentileza.

—Cállate.

—Además —prosiguió ella, suspirando y echándole los brazos al cuello—, probablemente me quedaría embarazada y habría un escándalo. Mi carrera estaría acabada, tu reputación arruinada y tendríamos un hijo al que ninguno habría querido.

Pensó con vaguedad que era raro que la amenaza del embarazo no la aterrorizara ya como antes.

—Mary Margaret, estamos en el siglo veinte —murmuró él, riendo—. Hoy en día las mujeres no se quedan embarazadas a menos que lo deseen.

La joven levantó la cabeza para mirarlo con ojos muy abiertos.

—Vaya, señor Ryker, es usted muy sofisticado. Supongo que tendrá un cajón lleno de preservativos.

El hombre soltó una carcajada.

—Así es.

Meg sonrió.

—Deja de atormentarme —dijo—. No quiero acostarme contigo y estropear así una hermosa amistad.

Hace mucho tiempo que somos amigos, Steve, aunque sea a distancia.

—Amigos, enemigos, pareja —asintió él.

Su sonrisa dio paso a una mirada fija, en la que brillaba la emoción. Su pecho se elevó y cayó con fuerza y él llevó una mano a la coleta de ella y la agarró de repente. Le sujetó la cabeza con firmeza y empezó a inclinarse hacia ella.

—Steve... —protestó ella, insegura.

—Un beso —susurró él—. ¿Es eso mucho pedir?

—No deberíamos —murmuró la joven.

—Lo sé.

Su boca rozó la de ella con lentitud, de un modo sugestivo. Su cuerpo fuerte se quedó inmóvil y su mano libre subió hasta la garganta de la joven, que acarició con ternura. Le rozó el labio inferior con el pulgar para abrirlo.

Las manos de ella apretaron con fuerza la camisa de él. fascinada por el calor, los músculos y los latidos de corazón en su pecho. No conseguía apartarlo.

—Mary Margaret —suspiró él. Y la besó.

—¡Oh, Dios mío! —gimió ella, estremeciéndose.

Se sobresaltó como si se hubiera lanzado de repente a un lago de agua helada. Un fuego extraño recorrió sus venas y la hizo quedarse rígida de placer. Steve era mucho más experto que cuatro años atrás. Su lengua se abrió paso con gentileza en la oscuridad de la boca de ella y Meg dio un respingo ante aquella invasión. La lengua de él sabía a humo y a menta y su boca era dura.

Mientras hacía acopio de valor para resistirse, el hombre la cogió en brazos y la levantó en el aire, aplastándola contra el muro de su pechos mientras sus besos la hacían olvidar todo lo que no fuera el deseo. En el centro del mundo estaba Steve y su necesidad, y ella se encontró haciendo lo posible por satisfacerlo, con sus brazos en torno al cuello de él.

El hombre apartó la boca para respirar y ella se quedó quieta, con los labios hinchados, los ojos muy abiertos y la respiración jadeante.

—Si no te detienes —dijo con voz temblorosa—, te arrancaré la ropa y te poseeré aquí mismo, en la alfombra.

A pesar de su deseo, el hombre se echó a reír, como siempre con ella. No había habido nunca otra mujer que pudiera hacerlo reír, hacerle sentir tan vivo.

—¡Oh, Dios! ¿No puedes callarte ni cinco minutos? —preguntó entre risas.

—Es cuestión de defensa propia —se rió también ella—. ¡Oh, Steve! Besas de maravilla —gimió.

El hombre movió la cabeza, derrotado. La depositó en el suelo, lo bastante cerca como para que ella percibiera lo que le había ocurrido.

—Lo siento —musitó Meg.

—Sólo contigo, cariño —dijo él con intensidad. Le sujetó los brazos un minuto con fuerza y luego la soltó con una sonrisa y se volvió a encender otro cigarrillo—. Esa reacción es extraña. Con otras mujeres, necesito un poco más de tiempo. Pero contigo nunca ha sido así.

Hacía años que Meg no pensaba en aquello. En aquel momento lo hizo y comprendió que tenía razón. Sólo tenía que tocarla para excitarse. Se había convencido a sí misma de que él no la deseaba, pero su memoria no era tan mala que hubiera olvidado el tamaño y la fuerza de su excitación. La primera vez que ocurrió tuvo miedo de él, aunque él le aseguró que ambos eran compatibles en todos los aspectos, especialmente en aquél. No le gustaba recordar su intimidad con él porque le dolía todavía pensar en cómo había terminado todo. Al mirar para atrás, le parecía imposible que hubiera podido irse con Daphne después de su discusión con ella. A menos...

Se quedó rígida al recordar con cuánta desesperación la deseaba. ¿Estaba tan desesperado que necesitaba apagar su deseo con otra persona?

Steve —musitó.

—Lo que has dicho antes —dijo ella con lentitud—, ¿Te resultaba muy difícil contenerte conmigo?

—Sí— su expresión cambió—. Al parecer, eso no se te ocurrió hace cuatro años —añadió con sarcasmo.

—Hay muchas cosas que no se me ocurrieron hace cuatro años —replicó ella. Sentía un miedo nuevo que no quería explorar.

—No te esfuerces mucho por recordar —se burló él—. ¡Dios no permita que tengas que reconsiderar tu posición! Además, sería demasiado tarde.

—Ya lo sé. Tendría que olvidarme de mi carrera.

—Tu carrera —asintió él. Pero había algo desconcertante en su modo de decirlo, en su modo de mirarla.

—Será mejor que vaya a vigilar el asado —murmuró ella.

Steve examinó su rostro con interés.

—Será mejor que te retoques el carmín si no quieres que David haga algún comentario embarazoso.

—David me tiene miedo —le informó ella—. Una vez le di una paliza delante de la mitad de sus compañeros de clase.

—Me lo dijo, pero ha crecido.

—No demasiado.

Se tocó la boca, ligeramente dolorida por la presión de los labios de él. Después de cuatro años, no había esperado descubrir tanta pasión en él,

—¿Te he hecho daño? —preguntó Steve—. No era mi intención.

—Siempre fuiste algo brusco cuando me besabas —recordó ella con una sonrisa de nostalgia—. Y nunca me importó.

Los ojos de él brillaron y Meg se apresuró a retirarse a la cocina antes de poder leer la expresión de su rostro. Estaba demasiado cerca y no podía permitirse mantener una aventura con él. No se atrevía a intentarlo. Después de haberlo perdido una vez, sabía que no podría sobrevivir a otra tragedia semejante. Steve la deseaba todavía, pero eso era todo. Quería acabar con ella algo empezado tiempo atrás y había algo en su actitud hacia ella que la desconcertaba. No era tanto una pasión no satisfecha por su parte, como una venganza largo tiempo acariciada.

Pensó que sería bueno que volviera pronto a Nueva York. Un solo beso conseguía que le temblaran las rodillas y que apenas pudiera andar. Si intensificaba más sus caricias, no podría resistirse a él. El deseo que sentía ya casi le resultaba imposible de contener. Era una mujer y reaccionaba como tal. Mala suerte que el único hombre que la excitara fuera el único al que no se atrevía a entregarse. Si Steve le guardaba rencor por haber roto su compromiso, entregarse a él sería una invitación al desastre.

La cena fue más bien silenciosa; Meg se mostró callada y Steve taciturno. David intentó llevar solo el peso de la conversación.

—¿Es que no podéis decir nada ninguno de los dos? ¿Una palabra de vez en cuando mientras trato de disfrutar de este asado? —gimió, mirando primero al uno y después al otro—. ¿Os habéis vuelto a pelear?

—No nos hemos peleado —repuso Meg, inocentemente—. ¿Verdad que no, Steve?

El hombre miró su plato y cortó un trozo de carne sin responder.

David levantó los brazos al techo.

—Nunca conseguiré entenderos —murmuró—. Voy a buscar el postre —dijo, poniéndose en pie.

—Yo no quiero nada —gritó la joven detrás de él.

—Sí quiere —añadió Steve de inmediato—. Estás demasiado delgada. Si pierdes un kilo más, no te quedará nada de carne.

—Soy bailarina. No puedo bailar con un cuerpo gordo.

Steve sonrió.

—Eso es. Llévame la contraria —musitó.

—Alguien tiene que hacerlo —replicó ella—. Toda esa atención femenina te ha estropeado. Tu madre dice que adondequiera que vas hay una cola de mujeres esperándote.

El hombre contempló su taza de café y frunció el ceño.

—¿Eso dice? —preguntó con aire ausente.

—Pero que nunca tomas en serio a ninguna de ellas -se rió ella, sin humor—. ¿No has pensado nunca en casarte?

Steve levantó la vista.

—Claro que sí. Una vez —dijo con hostilidad.

Meg se sintió incómoda.

—No habría salido bien —comentó con rigidez—. Yo no te habría compartido con nadie, a pesar de tener dieciocho años y ser una ingenua.

Steve entrecerró los ojos.

—¿Crees que soy lo bastante moderno como para estar al mismo tiempo con una esposa y una amante?

La pregunta le molestó.

—Daphne era hermosa y sofisticada —replicó—. Y yo era muy inexperta. Muy inhibida. Te avergonzabas de mí.

—Jamás —musitó él con violencia.

Meg lo miró curiosa.

—Es cierto. Tu padre me dijo que por eso no me llevabas nunca en público.

—Mi padre. ¡Qué personaje! —se llevó la taza de café a los labios—. Entre tu madre y mi padre hicieron un buen trabajo, ¿eh?

—Daphne era un hecho —replicó ella, testaruda.

Steve respiró hondo.

—Sí, lo era, ¿verdad? Tú lo viste en el periódico.

—Desde luego que sí —su voz sonaba amarga y no le gustaba descubrir sus sentimientos, así que forzó una sonrisa— Pero no ocurrió nada irreparable. Yo tengo una carrera brillante por delante y tú eres varias veces millonario.

—Así es. Me miro al espejo dos veces al día y me digo lo afortunado que soy.

—No te burles.

El hombre miró su reloj de pulsera.

—Tengo que irme —dijo, apartando su silla.

—¿Tienes una reunión de negocios?

Steve la miró un momento sin decir nada.

—No —repuso—. Tengo una cita. Como te dijo mi madre —añadió con una sonrisa fría—, estos días no tengo problemas en encontrar mujeres.

Meg no supo cómo fue capaz de sonreír, pero lo consiguió.

—¡Qué chica más afortunada! —suspiró.

Steve la miró con furia.

—Tú no cedes nunca, ¿verdad?

—¿Es culpa mía que seas tan seductor? No me extraña que las mujeres se enamoren de ti. Yo también lo hice.

—No por mucho tiempo.

Meg miró su rostro con curiosidad.

—Debería haberte hablado de Daphne, en lugar de salir corriendo.

—Deja el pasado en paz —dijo él, con voz ronca—. Ya no somos los mismos de antes.

—Uno de nosotros desde luego que no —musitó ella secamente—. Antes no besabas así.

Steve enarcó las cejas.

—¿Esperabas que me mantuviera casto cuando te marcharas?

—Claro que no —replicó ella, apartando la vista—. Eso habría sido imposible.

—La fidelidad sólo tiene cabida en una relación de compromiso mutuo —dijo él.

La joven se miraba las manos, no a él. La vida le parecía muy vacía últimamente. Ni siquiera bailar llenaba el espacio vacío de su corazón.

—A ti no te habría importado tener una relación de compromiso —murmuró—. Dudo mucho que hubieras sido capaz de serle fiel a una sola mujer. Y yo no soy una belleza como Daphne.

Steve se puso tenso, pero su rostro no mostró ninguna reacción. La miró.

—Buen intento, pero no da resultado.

Meg levantó la vista, sorprendida.

—¿El qué no da resultado?

—Tu aire de víctima —se estiró y los músculos tensaron su suéter—. Te conozco demasiado bien —añadió—. Siempre has sido muy teatral.

La joven lo miró sin parpadear.

—¿Te hubiera gustado que fuera a tu casa como una fiera después de veros a Daphne y a ti fotografiados en el periódico?

—No —admitió él—. Odio las escenas. Pero eso no te da derecho a mentir sobre la razón por la que querías romper nuestro compromiso. Le dijiste a tu madre que bailar era más importante que yo. que tenías miedo y salías corriendo. Eso fue lo que me dijo.

Meg estaba confusa, pero pensó que tal vez Nicole había decidido no mencionar a Daphne.

—Supongo que pensó que lo mejor para todos era hacerte creer que me marchaba a causa de mi carrera.

—Eso es. Lo decidió tu madre —los ojos de él brillaban con frialdad—. Ella decía algo y tú te apresurabas a obedecerla. Siempre le tuviste miedo.

—¿Y quién no? —murmuró la joven—. Ella era muy decidida y yo una niña muy protegida. No sabía nada de hombres hasta que te conocí a ti.

—Sigues sin saberlo —comentó él—. Me sorprende que vivir en Nueva York no te haya cambiado.

—Uno es lo que es, viva donde viva —le recordó ella. Bajó de nuevo la vista, enfadada con él—. Yo bailo. Es mi profesión. Es lo único que hago. He trabajado mucho para lograrlo y ahora empiezo a obtener la recompensa. Me gusta mi vida. Así que probablemente fue algo bueno que descubriera a tiempo lo que sentías por mí. Escapé por los pelos —añadió con amargura.

Steve se acercó a ella lo suficiente para hacer que se sintiera amenazada, para que fuera consciente de él y levantara la vista. Sonrió con crueldad.

—¿Y tu buena suerte te compensa? —preguntó con sarcasmo.

—¿Por qué?

—Por saber la cantidad de mujeres a las que les gusta yacer en mis brazos en la oscuridad.

Meg sintió que iba a perder la compostura.

—¡Maldito seas! —gritó.

Steve se dio la vuelta riendo.

—Eso es lo que pensaba —hizo una pausa al llegar a la puerta—. Dile a tu hermano que lo llamaré mañana —entrecerró los ojos—. Cuando tu madre me devolvió el anillo que le habías dejado, te odié. Tú fuiste el mayor error de mi vida. Y, como tú has dicho, escapaste por los pelos. Los dos lo hicimos.

Se marchó y sus pasos resonaron por el pasillo antes de que se abriera y cerrara la puerta de salida. Meg se quedó donde estaba, dolorida por dentro. Le había dicho que la había odiado en el pasado, pero el odio seguía presente en sus ojos cuando la miraba. A pesar de haberle sido infiel, no le había perdonado su abandono. Si era él el que había obrado mal, ¿por qué la culpaba a ella?

—¿Dónde está Steve? —preguntó su hermano, entrando en la estancia.

—Se ha ido. Tenía una cita —musitó ella, entre dientes.

—¡Qué suerte la suya! El sí que sabe atraer a las mujeres. ¡Ojalá tuviera yo la mitad de su... ¿A dónde vas?

—A la cama —repuso Meg desde la escalera. Su tono de voz no invitaba a hacer más preguntas.

Le hubiera gustado tener algún otro sitio al que ir, pero por el momento estaba atrapada en Wichita. Atrapada con Steven cerca, arrojándole a la cara sus nuevas conquistas. Cojeaba a causa del accidente y, aunque los tendones se estaban curando, eso no ocurría con tanta rapidez como ella había esperado. El médico no fue capaz de decirle si el problema desaparecería por completo y la fisioterapeuta a la que acudía tres veces por semana, no se comprometía en absoluto, limitándose a recomendarle que hablara con el médico. Meg, no obstante, no quería hacerlo, ya que sabía que no estaba haciendo muchos progresos y tenía miedo de descubrir la razón.

Aparte de su lesión, tampoco hubiera tenido trabajo en ese momento. Su compañía de ballet no podía actuar sin fondos y, si no conseguían reunir pronto algunos, se quedaría sin empleo. Era una lástima desperdiciar tantos años de su vida en una apuesta de ese tipo. Le gustaba el ballet. Si hubiera sido lo bastante rica, habría financiado personalmente a la compañía, pero los dividendos de sus acciones no bastarían para lograrlo.

David tampoco tenía tanto dinero, pero Steve sí. Hizo una mueca al pensar en ello. Steve tiraría el dinero o lo quemaría antes de prestárselo a ella. Se prometió que, de todas formas, no se lo pediría nunca. Era demasiado orgullosa para hacerlo.

Intentó una vez más no dejarse llevar por el pánico ante la idea de no volver a bailar. Se consoló con un sueño propio: abriría una escuela de ballet allí, en Wichita. Sería agradable enseñar a bailar a niñas pequeñas. Después de todo, ella misma había practicado ballet desde los cuatro años. Poseía la experiencia necesaria y le gustaban los niños. Era una opción que no había tomado en serio hasta entonces, pero en la que pensaba a menudo desde su lesión. La ayudaba a seguir adelante. Si fracasaba en un área, todavía le quedaría la otra. Sí, tenía posibilidades de futuro.

A la mañana siguiente estaba lloviendo. Meg miró por la ventana y sonrió, ya que la lluvia que golpeaba la hierba y los árboles sonaba acorde con su humor. Estaban a finales de primavera, había muchas flores y, gracias a Dios, no se esperaba ningún tornado. La lluvia, aunque inesperada, era agradable.

Hizo sus ejercicios, malhumorada por el estado de su tobillo, que seguía doliéndole después de seis semanas de trabajo paciente. David estaba en su despacho y, sin duda, Steve también, si no se había cansado demasiado la noche anterior. ¿Cómo se atrevía a arrojarle sus conquistas a la cara y hacer comentarios sarcásticos y dolorosos al respecto?

No era la misma persona que había conocido a los dieciocho años. Aquel Steve era un hombre callado, sin la crueldad del hombre nuevo que utilizaba a las mujeres y luego las dejaba de lado. O quizá siempre había sido así y ella lo había mirado con los ojos del amor, sin notar sus muchos fallos.

Después de su intercambio la noche anterior, no esperaba volver a verlo, pero David la telefoneó justo antes de salir del despacho para transmitirle una invitación a cenar de parte de Steve.

—Acabamos de firmar un contrato con un potentado de Oriente Medio —le dijo—. Vamos a llevar a su representante a cenar y Steve quiere que nos acompañes.

—¿Por qué yo? —preguntó ella con amargura—.Soy un regalo especial para ese cliente o está pensando en venderme como esclava? Tengo entendido que las rubias son muy apreciadas allí.

David no percibió la amargura de su voz. Se echó a reír, tapó el auricular con la mano y murmuró algo.

—Steve dice que no es mala idea, y que te vistas como una mujer del harén.

—Dile que ni pensarlo —murmuró ella—. No sé si quiero ir. Supongo que Steve conoce mujeres de sobra dispuestas a ayudarlo a divertir a sus clientes.

—No seas difícil —se burló su hermano—. Una noche fuera te vendrá bien.

—De acuerdo. Estaré lista cuando llegues a casa.

—Estupendo.

Meg colgó y se preguntó por qué se había dejado convencer. Seguro que Steven había invitado también a una de sus mujeres y quería pasarle por las narices a su última conquista. A ella la echarían en brazos del árabe. ¡Pues si pensaba que iba a tomar parte en su plan, lo esperaba una sorpresa!

Cuando David abrió la puerta principal, encontró a Meg ataviada con un traje que había comprado para una fiesta de Halloween: un vestido negro que la cubría desde las orejas hasta los tobillos, complementado por un ancho cinturón plateado y zapatos del mismo tono. A causa de su tobillo, no podía llevar con facilidad zapatos de tacón. Su cabello iba recogido en un moño discreto y no llevaba maquillaje. No se daba cuenta de que su belleza rubia hacía superfluo el maquillaje de todos modos. Tenía una piel cremosa exquisita con tonos rosados propios.

—¡Guau! —silbó David.

Su hermana lo miró con rabia.

—No tienes que dar tu aprobación. Esto es una rebelión. Un traje revolucionario, no un vestido de sociedad.

—Yo lo sé y Steve también lo sabrá —sonrió y la cogió del brazo—, pero le gustará, créeme.