Capítulo 4

Meg pasó una larga noche sin dormir, debatiendo en su interior la proposición de Steven. No podía creer que le hubiera dicho una cosa así o que esperara que aceptara. ¿Cómo era posible que su ardor enfebrecido se hubiera convertido tan pronto en desprecio? No había duda; ella estaba en lo cierto y él buscaba vengarse de su abandono. Su explicación de lo ocurrido había caído en saco roto. O quizá no quería creerla. ¿Y no tenía él tanta culpa como ella? Fue él el que le pidió que se fuera; el que le dijo que saliera de su vida.

Deseó haberle recordado ese hecho con más fuerza. Pero el insulto de él la hizo olvidarse de todo. La joven se apartó de sus brazos y se arregló la ropa con manos temblorosas mientras él se reía de sus esfuerzos.

—Eso ha sido cruel, Steven —dijo con voz ronca, cuando al fin volvió a estar presentable.

—¿De verdad? Pues iba en serio —replicó él—, Y la oferta sigue en pie. Acuéstate conmigo y sacaré del lío a tu preciosa compañía. Y tampoco tendrás que preocuparle por quedarte embarazada —añadió al poner el coche en marcha—. Yo me ocuparé de eso. Mira, Meg, lo último que desearía en el mundo sería estar atado a ti por un hijo. Lo único que quiero es acabar con esta locura de una vez por todas.

Al quedarse sola en la puerta de su casa, la joven pensó que aquello no sería posible. La locura, como la llamaba él, sería permanente porque ella había tomado el camino fácil cuatro años atrás. No le confesó sus miedos ni dudas ni le pidió explicaciones sobre Daphne. Tuvo miedo de decir lo que pensaba y más miedo aún de luchar por su amor. En lugar de eso, hizo caso a otras personas como el padre de él y su madre, que deseaba que hiciera carrera en el ballet y no se arriesgara nunca a un embarazo.

Pero los motivos de Steven eran menos claros. Meg había pensado a menudo en secreto que Steven era más bien frío en el sentido emocional, que quizá se sintió aliviado cuando terminó el compromiso. El modo en que la cortejó fue algo extraño, forzado, como si lo hiciera contra su voluntad. En aquel momento pensó que el amor era algo que él no comprendería nunca del lodo, ya que no lo había experimentado mucho en su vida. Su padre deseaba una marioneta a la que pudiera controlar. Su madre se apartó de él desde niño, incapaz de comprender su naturaleza tempestiva y mucho menos lidiar con su testarudez en todo los aspectos.

Steven creció solo. Y seguía estando solo. Tal vez utilizara a las mujeres para satisfacer sus necesidades masculinas, pero evitaba los sentimientos. En cierto modo, ella había huido de eso. Era lo bastante lista para saber que su amor por él y el deseo de él por ella no serían nunca la base de una buena relación. Y en su mente estaba presente además el miedo del embarazo. Se preguntó si su madre no habría cultivado deliberadamente ese miedo para obligarla a hacer lo que deseaba. Su madre resultó ser una manipuladora tan grande como el padre de Steven.

La noche anterior, Meg había entrado silenciosamente en la casa y dio las buenas noches a su hermano, que veía una película en la sala de estar. Se controló muy bien hasta que llegó a su cuarto, donde empezó a llorar de rabia.

Una noche de amor a cambio de dinero. ¿Por quién la tomaba? Nunca le pediría ayuda financiera a aquel hombre. La compañía de ballet sobreviviría sin él. Jamás aceptaría sus condiciones; ni siquiera para salvar su carrera.

Cuando se levantó a la mañana siguiente, David se había ido ya a la oficina. A Meg le dolía la cabeza y el tobillo le molestaba mas que de costumbre por el esfuerzo de la noche anterior. Al mirarse al espejo, recordó la facilidad con la que cayera en brazos de Steve y se ruborizó. Nunca conseguía resistirse a aquel hombre en cuanto se acercaba a ella.

Se lavó la cara, se cepilló los dientes y desayunó. Fue al hospital a su sesión de fisioterapia y, cuando regresó a casa, hizo algunos ejercicios. Y no dejó de pensar en Steven y en lo explosiva que había sido su pasión.

David llegó a casa con aire sombrío.

—¿A qué viene ese humor? —le preguntó su hermana.

El joven la miró un momento.

—¿Qué? Oh, no es nada —dijo con rapidez. Sonrió—. Si no has preparado nada, ¿quieres que salgamos a tomar un bistec?

—¿Bistec? —preguntó ella, enarcando las cejas.

—Bistec. Me apetece comer algo que necesite masticar mucho.

—¡Vaya! ¿Has tenido un mal día?

—Terrible —se encogió de hombros—. A propósito, Ahmed ha dicho que le gustaría acompañarnos, si no te importa.

—Desde luego que no —sonrió ella—. Me cae bien.

—A mí también. Pero no te entusiasmes demasiado con él —le advirtió—. Hay ciertas cosas en marcha de las que tú no sabes nada y que es mejor que ignores. Baste con decir que Ahmed no es lo que parece.

—¿De verdad? —preguntó ella, intrigada—. Sé más explícito.

—Tendrás que conformarte con eso —repuso él—. No pienso arriesgarme a una reprimenda del jefe. Hoy estaba furioso. Una de las secretarias le ha lanzado una lámpara de mesa y ha salido del edificio sin el dinero del despido.

Meg enarcó las cejas.

—¿La secretaria de Steven? —preguntó.

—A decir verdad, sí —sonrió—. Todos los demás han corrido a ocultarse, pero Daphne no. Supongo que lo conoce desde hace tanto tiempo que ya sabe de qué pie cojea.

A Meg dejó de latirle el corazón.

—¿Daphne? ¿La misma Daphne que se acostaba con él cuando estaba prometido conmigo?

David entrecerró los ojos,

—No creo que su relación fuera tan íntima y, desde luego, después de comprometerse contigo, no se acostaba con ella. Pero sí, hace años que se conocen.

—Comprendo.

—Si no recuerdo mal, ella fue la razón de que discutieras con él. La razón de tu marcha.

Meg respiró hondo.

—En parte, sí —replicó. Se esforzó por sonreír—. En realidad, me hizo un favor. Si me hubiera casado con Steven, no podría haber estudiado baile en Nueva York.

—No has dejado que se te acerque ningún hombre desde que saliste de Wichita —replicó su hermano—. Y no me digas que no tienes tiempo de hacer vida social.

Meg levantó la barbilla.

—A lo mejor Steve me enseñó una lección amarga sobre la fidelidad masculina —contestó.

—Steven no es lo que parece —dijo su hermano—. A pesar de su genio, es bastante sensible por dentro. Sufrió mucho cuando te marchaste. No creo que lo haya superado, Meg.

—Su orgullo, no. Lo ha admitido —asintió ella—. Pero a mí no me quiso nunca. Si me hubiera querido, ¿cómo podría haberse ido con Daphne?

—Los hombres hacen cosas raras cuando se sienten amenazados.

—Yo no lo amenacé nunca —murmuró ella.

—¿No? —David se metió las manos en los bolsillos y observó su rostro—. Meg, en todos los años que hace que lo conozco, Steve nunca ha salido con una mujer más de dos semanas. Siempre evitó comprometerse. Y luego empezó a salir contigo y te pidió matrimonio casi enseguida.

—Era una novedad —musitó ella.

—Desde luego que sí. Tú conseguiste derretir la pared de hielo que rodeaba su corazón y hacerle reír. Tú lo rejuveneciste. Si lo hubieras mirado bien, habrías visto lo mucho que cambiaba cuando estaba contigo. Steven Ryker se habría tirado entre las ruedas de un autobús si se lo hubieras pedido. Habría hecho cualquier cosa por ti. Su padre no quería que se casara contigo porque creía que Steven estaba lo bastante enamorado como para aliarse a tu lado en una lucha por el poder.

Sonrió al ver la expresión de sorpresa de ella.

—¿No comprendes que todo el mundo le manipuló a su modo? Steven y tú no teníais ninguna posibilidad, Meg. Tú hiciste caso a los demás e hiciste lo que ellos querían. Y el que pagó el pato fue el pobre Steven, que se había enamorado por primera vez en su vida.

—El no me amaba —protestó ella.

—Te adoraba. No podía apartar la vista de ti. Todo lo que hizo durante el mes que estuvisteis prometidos, lo hizo sólo por agradarte; sólo pensó en tu felicidad —movió la cabeza—. Pero tú eras demasiado joven para darte cuenta, ¿verdad?

Meg sintió que le temblaban las piernas y se sentó.

—Nunca me dijo nada.

—¿Qué podía decirte? No es un hombre al que le guste suplicar. Tú te marchaste y él asumió que no lo querías. Se emborrachó durante tres días. Luego volvió al trabajo con furia y comenzó a hacer dinero. Entonces empezaron a rodearlo las mujeres. Ellas calmaron algo su dolor, pero no por completo. No había nada que pudiéramos hacer por él excepto verlo sufrir y fingir que no notábamos cómo reaccionaba cada vez que se mencionaba tu nombre.

Meg se cubrió el rostro con las manos. David le puso una mano consoladora en el hombro.

—No te tortures. Al final lo superó, Meg. Le costó un año y, cuando lo consiguió, era un hombre mejor. Pero no el mismo hombre. Había perdido y ganado algo en el proceso. Se había endurecido ante los sentimientos.

—Fui una tonta —dijo ella—. Lo quería mucho, pero tenía miedo de él. A veces parecía distante, como si no pudiera soportar hablarme de nada personal.

—Tú eras igual —musitó su hermano.

—Claro que sí. Era una chica reprimida e introvertida y no podía creer que un hombre como él quisiera casarse conmigo. Lo admiraba demasiado. Todavía lo admiro en cierto modo. Pero ahora lo comprendo mejor. Ahora que ya es demasiado larde.

—¿Estás segura de eso?

Meg pensó en la noche anterior, en su pasión y en el dolor y la pena que ¡e produjo su proposición. Asintió con la cabeza.

—Sí, David. Eso me temo.

—Lo siento.

La joven se puso en pie.

—¿No se dice siempre que casi lodo es para bien? —se alisó la falda—. ¿Dónde vamos a ir a comer?

—A Castello's. Y siento decirte que Steve también viene.

Meg odiaba la idea de enfrentarse a él, pero no era ninguna cobarde. Se encogió de hombros con fatalismo,

—Voy a vestirme.

David le dijo a qué hora tenían que salir y fue a llamar por teléfono.

Meg subió a su cuarto.

—Creo que me pondré algo rojo —murmuró enfadada consigo misma—. Con un cuello en forma de V, largo hasta los tobillos y con aperturas a ambos lados.

No tenía nada tan revelador, pero consiguió encontrar un vestido rojo ceñido y seductor. Se soltó el cabello y utilizó mucho más maquillaje del que empleaba habitualmente. Sacó de la caja fuerte sus joyas de diamantes y se las puso también. Estaba dispuesta a provocar a Steven Ryker todo lo que pudiera.

Lo encontró en el restaurante, como le había dicho David, pero no estaba solo. A Meg le dio un vuelco el corazón al ver a la persona que lo acompañaba: una rubia platino muy bronceada que llevaba un vestido negro muy caro. Era Daphne, por supuesto, que se cogía del brazo de Sleve como si el hombre fuera de su exclusiva propiedad. Meg se esforzó por sonreír a Ahmed, ataviado con un distinguido traje oscuro, que se puso en pie y sonrió al verla.

—La señorita está maravillosa —dijo, besándole la mano. Meg sonrió encantada—. Me morderé la lengua para no decir las palabras que me sugiere su presencia.

—Si está pensando pedirme que me una a su harén, tendrá que esperar a que sea demasiado vieja para bailar —replicó.

—Eso me hace muy desgraciado —musitó el hombre.

Steven la miraba con ojos brillantes.

—Un color muy interesante, Meg —murmuró.

La joven le hizo una reverencia.

—Es mi favorito. ¿No crees que me sienta bien? —preguntó con aire retador.

El hombre apartó la mirada, como si sus palabras le hubieran avergonzado.

—No, no lo creo —dijo con un timbre extraño de voz—. Siéntate, David.

El aludido apartó una silla para Meg y saludó a Daphne.

—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó.

—Le gusta que le tiren cosas, ¿verdad, querido? —se rió Daphne—. Me ha vuelto a contratar con un sueldo más alto. Deberías probar el truco.

—No, gracias —suspiró David—. Prefiero no arriesgarme.

—Supongo que Meg no es la clase de mujer que tira cosas, ¿o si? —preguntó Daphne.

—¿Quieres que lo descubramos? —replicó la aludida, levantando su vaso de agua en dirección a la otra.

David, alarmado por su reacción, le puso una mano en la muñeca.

—Perdóname si te he ofendido —se apresuró a decir Daphne, que parecía sorprendida—. No sé lo que me pasa. Abro la boca y empiezan a ocurrir cosas —murmuró con aire de disculpa.

Steven miraba a Meg con el ceño fruncido.

—No necesitas disculparte —dijo la joven con rigidez—. Yo no me ofendo nunca; ni cuando la gente pretende insultarme.

Steven pareció incómodo y la atmósfera en la mesa se puso tensa.

Ahmed se puso en pie y le tendió la mano a Meg.

—¿Quiere nacerme el honor de bailar conmigo? —le preguntó.

—Será un placer.

Meg evitó la mirada de Steven y se dejó conducir a la pista por Ahmed.

El árabe la enlazó con mucha corrección. A Meg le gustaba su olor limpio y su rostro atractivo, que le sonreía. Pero cuando la tocaba, no se producían chispas, ningún deseo de poseer y ser poseída.

—Gracias —dijo—. Creo que ha salvado usted la velada.

—A pesar de lo que pueda usted pensar, Daphne carece de malicia —repuso él con gentileza—. Y lo que siente Steven por usted resulta bastante evidente.

Meg se ruborizó.

—¿En serio?

—¿Le molesta bailar? —preguntó el hombre, al ver que se apoyaba en él.

La joven tragó saliva.

—El tobillo me duele todavía —dijo con sinceridad—. No se está curando como yo esperaba —lo miró asustada—. Fue una lesión difícil.

—Y bailar es toda su vida.

Meg se mordió el labio inferior.

—Tiene que serlo —replicó.

—¿Me permite? —dijo una voz profunda y cortante.

—Por supuesto —Ahmed sonrió a Steven—. Gracias, señorita —añadió, antes de apartarse.

Steven apretó a Meg contra él y comenzó a moverse al ritmo de la música.

—Me duele el tobillo —dijo ella con frialdad—. Y no quiero bailar contigo.

—Lo sé —le levantó el rostro y examinó sus ojeras. Y también sé por qué te has puesto el vestido rojo.

Ha sido para vengarte por lo que te dije anoche, ¿verdad?

—Has acertado —repuso ella.

El hombre respiró hondo. Sus ojos plateados recorrieron el cabello de ella y sus hombros, antes de posarse en el escote. Apretó la mandíbula y la estrechó con más fuerza.

—Tienes la piel más suave que he tocado nunca —gruñó—. Suave y cálida. No necesitas este vestido para recordarme que, cuando estás cerca de mí, no puedo pensar con cordura.

—Pues no te acerques —replicó ella—. ¿Por qué no te llevas a Daphne a casa y la seduces? Si es que no lo has hecho de camino aquí.

Perdió el paso y el hombre la sujetó con fuerza.

—Te duele el tobillo. No deberías estar bailando —dijo con firmeza.

—La terapeuta recomienda que haga ejercicio —dijo ella entre dientes—. Y es normal que duela.

El hombre no dijo lo que estaba pensando. Si el tobillo seguía doliéndole después de cinco semanas, ¿cómo iba a poder bailar? ¿Soportaría su peso? No parecía probable.

Meg vio la expresión de su rostro.

—Volveré a bailar —le dijo—. Ya lo verás.

Steven le acarició la mejilla.

—¿Por ti misma, Meg, o porque eso es lo que siempre deseó tu madre?

—Fue lo único que hice en mi vida que le gustara —replicó la joven sin pensar.

—Sí. Creo que eso es posible —le acarició el labio inferior—, ¿Todavía tienes miedo de tener hijos? —susurró.

—¡Steven! —exclamó ella. Se ruborizó.

—Tú me has hecho pensar en lo que ocurrió aquella última noche que estuvimos juntos. Recuerdo lo que te dije cuando empezaste a debatirte.

—Esto no es necesario... —lo interrumpió ella.

—Te dije que, si llegábamos hasta el final, no importaba —susurró, mirándola a los ojos—, porque me habría encantado dejarte embarazada.

Meg se estremeció y su cuerpo tembló como si buscara la fuerza y el consuelo del de él.

Sleven la abrazó, moviéndose apenas, con su boca sobre la oreja de ella.

—Tú no creías que fuera a detenerme. Y tenías miedo de tener un hijo.

—Sí.

Los dedos de él acariciaron su cabello. Sus piernas temblaban contra las de ella y la atracción que ambos compartían lo hacía sentirse débil. Y luego, de repente, se excitó por completo y ella lo notó.

—No te apartes de mí —le dijo con voz ronca—. Ya sé que te da asco, pero no puedo evitarlo.

Meg se quedó inmóvil.

—No es eso —susurró, levantando la vista—. No quiero hacerle daño. Tú me decías que, cuando te ponías así, no me moviera, ¿recuerdas?

Steven dejó de bailar y sus ojos buscaron los de ella con tanta fiereza que ella apenas si pudo soportar la intensidad de su mirada.

El hombre entreabrió los labios para respirar mejor.

—Lo recuerdo todo —musitó—. Tú me atormentas, Meg. Noche tras noche.

La joven vio la tensión que expresaba su rostro y se sintió culpable de ser su causante.

—lo siento —dijo con ternura—. Lo siento mucho.

El hombre apartó la vista y luchó por controlarse. Meg se apartó un poco y comenzó a hablar con calma sobre la situación mundial y el tiempo mientras los dos se movían.

—Tengo que dejarlo ya, Steven —dijo al fin—. El tobillo me duele mucho.

El hombre se detuvo.

—Siento lo que te dije anoche —musitó—. Te deseaba con locura —se rió con amargura—. Eso, al menos, no ha cambiado nunca.

Los ojos de ella lo miraron con adoración. No podía evitarlo. Era para ella lo más perfecto del mundo y, cuando estaba a su lado, lo tenía todo. Pero lo que quería la destruiría.

—No puedo acostarme contigo y seguir luego con mi vida —dijo con suavidad—. Para ti sería sólo una noche más, un cuerpo más. Pero para mí sería terrible. No sólo sería mi primera vez, sino con alguien a quien —apartó los ojos—, alguien a quien una vez quise mucho.

—Mírame.

La joven obedeció.

—Meg —dijo él, cuando la música empezó de nuevo—. No sería sólo una noche más y un cuerpo más.

—Sería por venganza —argumentó ella—. Y tú lo sabes. No se trata de hacer el amor, sino de vengarse.

Yo salí de tu vida y te hice sufrir. Ahora quieres castigarme por ello, ¿y qué mejor modo que acostarte conmigo y marcharte luego?

—¿Crees que podría? —preguntó él con amargura.

—No lo sabríamos hasta que ocurriera —bajó la vista—. Sé que intentarías protegerme, pero tú no puedes controlarte cuando me abrazas. Anoche no podías —levantó el rostro—. ¿Y qué haríamos si me quedara embarazada?

Steven la observó un rato.

—Podrías casarte conmigo —dijo con suavidad—. Podríamos criar juntos a nuestro hijo.

Aquella idea la entusiasmó y asustó al mismo tiempo.

—¿Y mi carrera? —preguntó.

El rostro de él perdió su suavidad y sus ojos se volvieron fríos.

—Eso, por supuesto, se habría acabado. Y tú no podrías soportarlo. Después de lodo, llevas toda tu vida trabajando en esa dirección, ¿no? —la soltó—. Será mejor que volvamos a la mesa. Tienes que cuidarte el tobillo.

Volvieron a la mesa. Steven le cogió la mano a Daphne y no la soltó durante el resto de la velada. Y siempre que miraba a Meg, lo hacía con hostilidad, amargura y desprecio.