Capítulo 7
El bien y el mal no existían ya por separado en la mente atormentada de Steve. Meg lo deseaba y él la deseaba a ella. Todo el dolor y la angustia de los últimos cuatro años se fundieron en ese único pensamiento. La besó hasta que ella quedó inerme en sus brazos, hasta que su cuerpo entero se puso rígido de deseo. Y sólo entonces levantó la cabeza para ver lo que sus manos habían dejado al descubierto.
Meg sintió el impacto de los ojos de Steve sobre sus senos desnudos como una caricia ardiente. Se quedó de pie delante de él, ataviada sólo con unas braguitas minúsculas e insegura en su desnudez. Pero cuando levantó las manos en un movimiento automático, él le cogió las muñecas y las llevó hasta su pecho.
—No te escondas de mí —dijo con suavidad. Sus ojos cayeron sobre el cuerpo de ella—. Eres más hermosa que un desnudo de Boticelli —murmuró.
—Te olvidas de Daphne —musitó ella.
—No hables, Meg —replicó él con voz profunda—. Hablar no conduce a ninguna parte.
—Steven, no debes...
—Oh, sí debo —abrió la boca justo encima del pezón erecto de ella—. Sí debo.
Meg sintió el contacto de su lengua un segundo antes de la suave succión que introdujo su seno derecho en la oscura cavidad de la boca de él.
Steve la oyó dar un respingo y sintió que todo su cuerpo se ponía rígido, pero no se detuvo. La acarició con gentileza e incrementó la presión. Un ligero sonido brotó de los labios de ella y luego se acercó más a él. El hombre gimió mientras sus manos le acariciaban la espalda y la atraían contra su cuerpo excitado.
Meg había dejado de pensar por completo. El ansia insistente de la boca de él hacía temblar su cuerpo de un modo increíble. Aplastó la cabeza morena del hombre contra su cuerpo, recreándose en su abrazo. Sentía como si estuviera flotando.
Steve se arrodilló y se sentó en el suelo sin soltar su pecho. La sentó sobre él, separando sus piernas de modo que quedaran cadera contra cadera. Su boca se movió al otro pecho y finalmente a la garganta antes de llegar a sus labios. La besó con pasión, sin dejar de explorar su cuerpo con manos firmes. Susurró cosas que ella no podía oír. Y luego la movió ligeramente y ella sintió su cuerpo empezar a balancearse sensualmente contra el de ella.
Dio un respingo y se puso tensa, porque ni siquiera sus momentos más íntimos habían alcanzado nunca aquella intimidad.
Steven levantó la cabeza. Sus ojos plateados estaban húmedos de deseo. Se movió despacio, de modo que ella lo sintiera íntimamente y una ola de placer recorrió el cuerpo de la joven, cuyos ojos no pudieron ver la sorpresa maravillada de él. El hombre sonrió despacio y volvió a moverse. Aquella vez, las manos de ella se aferraron a sus hombros y se relajó.
La mano de él resbaló por su muslo, recorriendo su curva. Meg vio su boca un segundo antes de que se posara de nuevo sobre la de ella. La tocó como no la había tocado nunca y unas oleadas de placer recorrieron su cuerpo. Trató de protestar, pero era demasiado tarde. Comenzó a gemir.
La lengua de él se mezcló con la de ella. Meg sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se arqueó desesperadamente hacia él. Sintió la boca de él en sus pechos, poseyéndola. La acarició hasta que lloró de deseo impotente y empezó a suplicarle.
Sus súplicas roncas, combinadas con el movimiento sensual de su cuerpo sobre el de él, le hicieron olvidar la realidad lo suficiente para que le resultara imposible volverse atrás. La besó. Le mordió el labio inferior y la sintió moverse; oyó rasgarse sus braguitas y sintió el aire en el cuerpo de ella. Meg oyó el ruido de una cremallera, el sonido metálico de un cinturón.
Steven la colocó de modo que quedara sentada con las piernas a ambos lados de él. La joven oyó su respiración jadeante mientras las manos de él le cogían los muslos desnudos para incorporarla.
—Despacio —susurró, al bajarla sobre él.
Meg dispuso de un segundo para maravillarse de la tuerza de su abrazo y luego la boca de él se abrió sobre la suya y sintió la primera embestida del hombre contra el velo de su inocencia.
Abrió los ojos. Sintió un dolor agudo y dio un grito. Steve la sujetó con firmeza, jadeante. Su rostro estaba rígido, tenía los dientes apretados y respiraba por la nariz de modo audible. Miró los ojos asustados de ella y volvió a bajarla sobre él.
—No tengas miedo —susurró—. Sólo te dolerá unos segundos.
—Pero... —musitó ella, buscando palabras para protestar por lo que estaba ocurriendo.
—Déjame amarte —dijo él. tembloroso. Su rostro estaba atormentado y sus ojos brillaban como ascuas—. ¡Déjame! ¡Déjame!
La joven sabía que le habría sido imposible detenerse. Ella lo amaba y eso era lo único que importaba en aquel momento. Cedió y soportó el dolor con las manos fijas en los hombros de él.
—Sólo un poco más, Meg —gimió él.
Cerró los ojos y se estremeció. Luego volvió a abrirlos y repitió el movimiento lento y deliberado de sus caderas hasta que su posesión de la joven fue completa y unas gotas de sudor cubrieron su frente. Entonces descansó, con su cuerpo unido íntimamente al de ella, y apartó con gentileza el pelo de su rostro.
Meg tragó saliva. Sus ojos expresaban una mezcla de admiración, dolor y duda.
—He esperado mucho tiempo —dijo él, tembloroso—. Llevo toda mi vida esperando esto. A ti.
Los dedos de ella temblaron sobre su camisa.
—Steve, eres parte de mí—musitó.
El hombre se ruborizó.
—Sí. Ábreme la camisa, Meg. Déjame sentir tus pechos sobre mi piel mientras nos amamos.
Meg pensó que debía estar loca. Pero había ido demasiado lejos para detenerse. Sus manos se debatieron con la corbata de él, con su chaqueta y su camisa. Le costó trabajo, pero al fin consiguió quitárselo todo.
Acarició la espesa mata de vello que lo cubría desde el cuello hasta la cintura. Bajó la vista y lo miró temblando. Las manos fuertes de él la izaron un poco, sonriendo al ver la expresión de su rostro.
—Steve...
La besó en los labios con exquisita ternura y comenzó a mover de nuevo sus caderas. Aquella vez no sintió ningún dolor, sino un placer débil que comenzó a crecer, a envolverla. Día un respingo y le clavó las uñas en los hombros.
—¿Así? —susurró él. Volvió a moverse.
Meg sollozó en su hombro, abriendo la boca contra su cuello, abrazándose a él a medida que él aumentaba el ritmo y la presión de su cuerpo.
—Tranquila —dijo él—. Así.
La imagen de él se hizo borrosa a medida que el placer se volvía violento, insistente. Steve la levantó una vez más y los dos se movieron juntos buscando algo que ella no podía definir. Su fuerza la abandonó, pero él siguió imperturbable.
—Ayúdame —susurró ella.
—Dime lo que sientes —susurró él a su vez—. Dímelo.
—Es tan maravilloso que no puedo soportarlo.
—Yo tampoco —apretó los muslos de ella casi hasta hacerle daño y se dejó ir—. ¡Meg! ¡Meg!
La joven lo notó ponerse rígido justo antes de que su mente se viera inundada por una ola de placer desconocido. Pensó con extrañe/a que se parecía al dolor. Un dolor dulce e insoportable que la golpeaba como un rayo, haciéndola gritar. No sabía si podría soportarlo y seguir con vida.
A Steven le latía con fuerza el corazón. La joven sentía los latidos contra su pecho, percibía su pulso al depositarla hacia atrás, unido todavía a ella. Se relajó y se esforzó por respirar con normalidad. La intimidad de su postura iba más allá de sus sueños más locos. Cerró los ojos para experimentarla en todas las células de su cuerpo.
A Steven le costaba trabajo creer lo que había hecho. La oleada de placer casi lo había dejado sin sentido. La deseaba tanto, que ni siquiera se había desnudado por completo. La había poseído sentado sobre la alfombra cuando su primera vez juntos debería haber sido en la cama, en su noche de bodas, con todo arreglado entre ellos. Peor aún, ni siquiera se había molestado en utilizar ningún tipo de protección. Lanzó un gemido. —¡Oh, diablos!
Se apartó de ella y se incorporó tembloroso. Se abrochó los pantalones con un movimiento de rabia antes de sacar un cigarrillo del bolsillo de su camisa y encenderlo. Se puso la camisa. No miró a Meg, que había conseguido volver a ponerse el camisón con manos temblorosas.
Steve se fumó la mitad del cigarrillo antes de apagarlo en un cenicero que había en la mesa. Antes de hablar, se abrochó la camisa y se puso la corbata y la chaqueta.
Para entonces, Meg estaba sentada en el borde del sofá; se sentía incómoda y avergonzada.
Steve se acercó a ella, buscando las palabras adecuadas. Una tarea imposible. No había ninguna que pudiera excusar lo que acababa de hacer.
—Te dolerá un rato —dijo con voz tensa—. Siento no haber podido ahorrarte el dolor.
La joven se estremeció, pero no dijo nada. El hombre se arrodilló delante de ella, con la manos en el sofá, a su lado.
—Meg —dijo con voz ronca—. No pasa nada. No tienes nada de lo que avergonzarle.
—¿En serio? —unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Oh, cariño —gimió él.
La cogió en sus brazos y se sentó sobre la alfombra, apretándola contra sí.
—No llores.
—Soy una mujer fácil.
—No es cierto —levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Hemos hecho el amor, ¿tan terrible es eso? Si no me hubiera vuelto loco ni te hubiera espantado hace cuatro años, esto habría ocurrido hace mucho tiempo y tú lo sabes.
Meg no podía negar aquello. Sólo decía la verdad.
—¡Se lo dirás a Daphne? —preguntó.
—No, no se lo diré a Daphne —replicó él—. No es asunto suyo. No le importa a nadie, excepto a nosotros dos.
La joven seguía sintiéndose desgraciada, pero parte del dolor empezaba a desaparecer. Cerró los ojos y deseó no tener que volver a moverse nunca. Steve era cálido y fuerte y le parecía maravilloso estar allí abrazada a él. Lo que había ocurrido estaba bien.
La mano de él acarició el vientre plano de ella. Se apartó un poco y lo miró con rostro preocupado.
Meg sabía lo que estaba pensando. A ella también se le había ocurrido.
—No has usado nada —susurró.
—Lo sé. Soy un estúpido; te deseaba demasiado para, preocuparme por eso —la miró e hizo una mueca—Lo siento. He sido un irresponsable. Perdóname.
Los ojos azules de ella observaron su rostro moreno.
—¿En qué piensas? —preguntó él con curiosidad.
—Tú eres hijo único —dijo ella—. ¿Tu padre tuvo hermanas?
El hombre negó con la cabeza. Sonrió.
—Somos una familia de varones. ¿Es eso lo que querías saber?
La joven asintió con la cabeza.
La mano de él apretó un segundo su vientre.
—Un niño te costaría tu carrera —dijo.
Meg lo miró.
—¿Y no crees que mi tobillo también me la costará?
Steven la miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
Meg decidió olvidar toda cautela. Había llegado el momento de ser sincera costara lo que costara.
—Me duele con sólo andar. Está hinchado. Han pasado semanas y no mejora. Los ensayos empiezan la semana que viene, pero yo no seré capaz de bailar. No por mucho tiempo. A lo mejor nunca más.
Steve no se movió. Sus ojos recorrieron el rostro de ella, pero no dijo nada.
La joven lo miró con tristeza.
—¿Qué pasará con tu relación con Daphne si me quedo embarazada? Arruinaría tu futuro —suspiró—. Oh, Steve, ¿por qué tiene que ser la vida tan complicada?
—Normalmente no lo es.
—Pues ahora sí—se mordió el labio inferior—, ¿Tú querrías un niño?
A Steve le dio un vuelco el corazón. Un niño. Un vínculo con Meg que nada podría romper. La idea le encantó.
Pero no respondió de inmediato y ella temió lo peor. Tuvo que reprimir unas lágrimas.
—Comprendo —musitó—. Supongo que querrías que fuera a una clínica y...
—No.
—¿No querrías eso?
—Claro que no —repuso él cortante. La miró a los ojos—. ¡Ni lo pienses siquiera! Te juro que si haces algo así...
—No lo haría nunca —replicó ella—. Eso es lo que iba a decirte. Que no podría.
Steven se relajó. Le acarició la mejilla y apartó el pelo de su rostro.
—Vale. No lo hagas jamás. La gente que no quiere niños debería pensarlo antes de hacerlos. —Como nosotros ahora. El hombre enarcó una ceja. —Exacto.
Meg se relajó más. Steve parecía menos rígido y austero.
—Yo podría haber dicho algo. —Claro que sí. ¿Y cuándo has pensado exactamente en decirlo?
La joven se ruborizó y bajó la vista.
—A mí también se me ha ocurrido tarde —musitó él—. Ha sido muy intenso, ¿verdad? Para ti también.
—Hacía mucho tiempo que te deseaba —confesó ella.
—Y yo a ti —respiró hondo—. Bueno, ya está hecho. Ahora tenemos que vivir con ello. Sacaré tu anillo de la caja fuerte y te lo traeré. Estamos oficialmente prometidos.
—¿Pero y Daphne? —exclamó ella.
—Si vuelves a nombrarla una vez más, no sé lo que haré —murmuró él—. Lo comprenderá.
—No me has preguntado si quiero prometerme contigo —protestó ella.
El hombre la apretó contra sí.
—Si llevas un niño ahí, no tienes elección. Mi madre cogería una escopeta y nos perseguiría a los dos antes de permitir que su nieto naciera fuera del matrimonio.
Meg sonrió al imaginarse a su madre tambaleándose bajo el peso de uno de los rifles de caza de Steven.
—Supongo que lo haría —lo miró con timidez—. Y yo me sentaría en la puerta de tu casa con una pancarta y ropa de maternidad para que todo el mundo supiera quién era el culpable de mi embarazo.
Steven sintió que el mundo giraba a su alrededor. Se dijo que no debía entusiasmarse demasiado. Después de todo, con su tobillo en aquellas condiciones, la carrera de ella estaba acabada. Sólo era la segunda opción en su vida. Pero al menos querría al niño si habían hecho uno.
Meg levantó la vista, vio la frialdad que cubría su rostro y comprendió que, a pesar de su deseo por ella, la amargura seguía todavía presente.
El hombre se encogió de hombros. Le removió el pelo.
—Yo te deseo y tú me deseas. Pase lo que pase, al menos tendremos eso —suspiró con gentileza—. Además, si la atracción que sentimos sigue así de fuerte cuatro años después, no es probable que disminuya, ¿verdad?
—¡Por el amor de Dios, Steve! —exclamó ella, escandalizada.
—Eres una reprimida, Meg —movió la cabeza—, ¿Qué voy a hacer contigo?
—Podrías dejar de avergonzarme —musitó ella.
Steven frunció el ceño.
—Mi hermosa Mary Margaret —dijo con suavidad—. Cuando me despierte por la mañana, creeré que lo he soñado.
—¿Sueñas conmigo? —preguntó ella involuntariamente.
—Oh, sí. Desde hace años —buscó los ojos de la joven—, «No hay ninguna de las hijas de la Belleza que posea una magia como la tuya» —citó de memoria—. ¿Te gusta Lord Byron, Meg?
—A mí nunca me leíste poesía —dijo ella con una sonrisa triste.
—Quería hacerlo, pero tú eras muy joven y temía que te burlaras —se echó a reír—. ¡Menos mal que no lo hice! De todas formas te fuiste —terminó con amargura.
—Tú me forzaste a hacerlo —replicó ella. Vio el dolor que expresaba el rostro de él y se enterneció—. Tú no has tenido mucho amor, Steven. Creo que nunca has confiado mucho en nadie. Ni en Daphne ni en mí. Te gusta mi cuerpo, pero no quieres mi corazón.
El hombre se escandalizó. La miró sin saber qué decir.
—Yo te amaría si tú me dejaras —prosiguió ella con gentileza.
Steven apretó la mandíbula.
—Acabas de amarme en el suelo —dijo con frialdad.
Una multitud de ideas inundaba su mente. Se sentía vulnerable y no le gustaba. La miró con rabia.
—Ni siquiera has intentado detenerme. Ya que no puedes bailar más, te casarías muy a gusto conmigo por interés.
Meg lo miró, pero pudo percibir algo distinto en las palabras de él. Se dio cuenta de que seguía combatiéndola y eso sólo podía deberse a que le importaba. Quizá no lo sabía. A lo mejor se había convencido a sí mismo de que amaba a Daphne, pero no era así. Aunque era bastante inocente, la joven sabía que los hombres no perdían el control como lo perdía Steven con ella a menos que su deseo estuviera teñido también por emociones más poderosas. Luchaba contra ella por la misma razón que siempre, por mantener a raya sus emociones. Tenía miedo de arriesgar su corazón con ella. ¿Por qué no había sabido verlo así años atrás?
—¿No dices nada? —preguntó él furioso.
Meg sonrió de nuevo, con cierta malicia.
—¿Me vas a devolver mi anillo esta noche? —preguntó.
El hombre vaciló.
—Meg...
—Lo sé. Es más de medianoche y supongo que David volverá pronto. Pero puedes venir a cenar mañana por la noche. Y tráeme el anillo —repitió—. Espero que no lo hayas perdido.
Steven la miró con fijeza.
—No, no lo he perdido. No podré traértelo mañana. Tengo una cena con Ahmed y Daphne también viene.
Meg perdió cierta seguridad, pero algo le hizo seguir adelante.
Se acercó a él y observó cómo cambiaba la expresión de su rostro. Lo cogió por las solapas y se puso de puntillas, frotando su cuerpo contra el de él antes de besarlo en los labios. Sentía los latidos de su corazón y percibía su respiración jadeante. Pero él no se movió, así que Meg le mordió con gentileza el labio inferior y se apartó.
—¿A qué viene eso? —gruñó el hombre.
—¿No te ha gustado? —preguntó ella.
Steven apretó los dientes.
—Tengo que irme.
—A cenar quizá. Pero no a la cama de Daphne. Ahora no vas allí.
—¿Por qué estás tan segura? —preguntó él con una sonrisa de burla.
Meg lo miró a los ojos.
—Porque sería un sacrilegio hacer con otra persona lo que acabamos de hacer nosotros dos.
A Steve le hubiera gustado negarlo. Quería hacerlo. Pero no consiguió pronunciar las palabras. Se volvió y avanzó hacia la puerta. Una vez allí, se volvió.
—Compra un vestido de novia —dijo, cortante—. Y si esta vez intentas volver a escaparte, te seguiré aunque sea hasta el infierno.
Cerró la puerta a sus espaldas y Meg lo miró con una mezcla de emociones, entre las que resaltaba una alegría incontrolable.
Steve no estaba tan contento. Tenía a Meg, pero la victoria no era completa. A pesar del placer que le había dado, no estaba más cerca que antes de capturar su corazón. Y lo deseaba más de lo que habría creído posible.
A ella le importaba. De no ser así, no se habría entregado de un modo tan generoso. Meg no habría hecho jamás aquel sacrificio sólo por necesidad física. Pero no debía olvidar que su carrera ya no era una barrera entre ellos. Su carrera había pasado a la historia. Aunque le importara, de haber existido la opción del ballet, habría sido lo primero. Lo sabía y saberlo le causaba una gran amargura.