_ 20 _

Montrovant despertó lentamente. Agitó la cabeza, tratando de liberarse del extraño letargo que apresaba su consciencia. Al principio no pudo recordar dónde se encontraba, o lo que había ocurrido, pero a medida que la bruma de su cabeza se disipaba y regresaban los pensamientos, se sintió más vivo. Trató de levantarse y abrió los ojos súbitamente, agitándose de un lado a otro. No podía moverse. Sus brazos estaban fuertemente sujetos. Las piernas, también atadas, estaban por completo inmóviles. Lo máximo que podía hacer era retorcerse, como un gusano, sobre la fría superficie de piedra en la que yacía.

—Ah —una voz fría, rasposa, habló en tono suave—. Parece que vuelve en sí.

—¡Tú! —escupió Montrovant. Trató de moverse de nuevo, logrando arrastrarse medio palmo hacia las botas de Kli Kodesh, y al fin se detuvo, arqueándose, luchando contra lo que lo inmovilizaba.

—Descubrirás que esas cadenas son más que suficientes para mantenerte inmóvil —dijo Kodesh con voz calmada—. Cumplieron muy bien su cometido con el joven Abraham, aquí presente. Ya deberías saberlo.

Montrovant se debatió de nuevo, bramando de furia. Indefenso.

Su mirada se extendió por la habitación, y se dio cuenta de que ya no se encontraba en la cámara. Era una amplia sala, ricamente decorada con tapices y un mobiliario suntuoso. Había otros presentes, muchos otros, reunidos a su alrededor, pero sólo cuatro de ellos permanecían junto a él: Kodesh, Gustav, Abraham, y la chica a la que había visto antes, la chica que había matado a Jeanne.

—No estaba en ese cofre —dijo Kodesh lentamente—. Jamás te he subestimado, Oscuro. No tras nuestro primer encuentro. Lo habrías encontrado y lo habrías llevado contigo si te hubiera puesto las cosas tan fáciles. Los otros tesoros, en cambio, eran muy reales. Había fuerzas de tal magnitud en aquella habitación que, si hubieras conocido sus secretos, te habrían permitido transformar la hechura del mundo tal y como lo conocemos. Pero el Grial es especial. Está a salvo. Abriste la cerradura, pero no se te ocurrió mirar bajo el cofre, donde comienza la segunda cámara de seguridad.

—Mientes —le espetó Montrovant, los ojos ardiendo y tratando de nuevo de incorporarse—. Mientes de nuevo. Mentiras es lo único que puede brotar de tus labios. Si yo soy un necio, es por haber creído alguna vez que de verdad poseías el Grial.

—Te diré la verdad —dijo Kodesh, riendo con un tono áspero y quebradizo que negaba toda alegría al sonido—. Siempre ha estado conmigo. Nunca he sido capaz de separarme de él. Estás maldito, Oscuro, pero yo lo estoy doblemente. Mi existencia no me pertenece. No podría ponerle fin, ni aunque lo deseara. Estoy comprometido, ligado de maneras que tú nunca podrías comprender. Y el Grial existe. Tenías razón al codiciarlo, al perseguirlo. Pero te equivocabas al creer que en esa empresa podrías triunfar. No soy el único poder que se alza entre tú y esa sagrada reliquia.

—¡No lo apartarás de mí! —bramó Montrovant.

—En eso tienes razón, Montrovant —le interrumpió Abraham, adelantándose e inclinándose sobre el Oscuro—. En vez de eso, te apartaremos a ti de él. Creo que apreciarás lo que hemos dispuesto para ti; probablemente más que cualquier otro, tú podrás comprender la ironía.

Se apartó entonces, y Montrovant alcanzó a ver tras de él una caja de madera del tamaño de un ataúd. No era tan grande como aquella en la que él había encerrado a Abraham, pero parecía igualmente sólida, y había unas bandas de metal a lo largo de él y en los costados, esperando para ser cerradas y aprisionarlo.

En aquel momento Montrovant comenzó a debatirse salvajemente, y los otros no se demoraron más. Abraham se colocó junto a sus pies, y Gustav a los costados. Lo levantaron, lo transportaron rápidamente hasta la caja, mientras él se retorcía tratando de liberarse, y lo depositaron en su interior sin más ceremonias. Tensó los músculos, apretó los dientes, lanzó un aullido salvaje, se desgarró la piel, y se quebró los huesos, intentando liberarse del acero que lo aprisionaba. Todo en vano. El dolor aclaró sus pensamientos durante un brillante momento de agonía y se ofreció a su vista, clavándose en su mente, una última imagen: los cuatro, mirándolo fijamente desde arriba, cada uno con una expresión diferente pintada en el rostro.

Kli Kodesh, sonriendo como siempre con aquella sonrisa siniestra suya, disfrutando de las emociones que cruzaban el rostro de Montrovant y del destino que le esperaba al Oscuro. Gustav, los ojos aún llenos de furia, una expresión hosca en el rostro. Abraham, el rostro mostrando una confusa mezcla entre la amargura por los recuerdos de su prisión, y la satisfacción de la venganza. Y la chica, cuyo nombre Montrovant ni siquiera conocía, la única entre todos ellos que parecía experimentar algo cercano a la misericordia.

Entonces la tapa fue colocada en su lugar, y la oscuridad se cernió sobre él. Luchó aún con mas fuerza, mientras, una tras otra, las bandas metálicas iban envolviendo el cofre, y el crujido de los cerrojos al ser cerrados y asegurados, anunciaba el sellado de su tumba. Su mente se hundió lentamente en la oscuridad que lo envolvía, y aulló. Una vez tras otra, más fuerte, más fuerte aún, hasta que pareció que la caja, y el mundo que la rodeaba, se derrumbarían hechos añicos por la simple fuerza de su voz. Pero no hubo respuesta a sus aullidos, y el último de los cerrojos fue echado de una vez, y para siempre.

En el exterior del cajón los gritos apenas resonaban como suaves y amortiguados ecos, fáciles de ignorar, fáciles de olvidar. Mientras los hombres de Gustav terminaban de asegurar el cofre, y lo transportaban a los pisos inferiores para ser cargado en un carro, los otros se alejaron, dirigiéndose a una mesa junto al muro. Kli Kodesh se sentó en uno de los extremos, Gustav en el otro, y Abraham apartó una silla para que Fleurette pudiera unirse a él en el extremo más largo.

Durante un rato todos se mantuvieron en silencio, entregados a sus propios pensamientos. Al fin, Abraham tomó la palabra.

—Nos marcharemos mañana mismo, a la puesta del sol. Quiero regresar a Roma y visitar a Santorini antes de que pasen demasiados días y noches. Tengo una recompensa que reclamar, y un montón de preguntas que necesitan respuesta. No me gustó el ser cazado por Noirceuil. Sin duda, Lacroix estará de camino hacia allá en este preciso momento, lo mismo que los hombres de Montrovant. Demasiadas preguntas, para todos, y no las suficientes respuestas.

—Estarán encantados de volver a verte en Roma cuando les lleves las noticias de nuestra nueva localización, y ese cofre. Creo que hay cámaras muy profundas en las mazmorras del Vaticano. Montrovant no va a andar buscando ningún Grial en un futuro próximo. Y creo poder asegurar que también será el golpe de gracia para tu obispo.

Abraham asintió.

—El cajón no volverá a ver la luz del día, a menos que la Iglesia desaparezca. Y si eso llega a ocurrir —añadió, encogiéndose de hombros—, probablemente sea robado, o quemado, junto al resto de los secretos que la Iglesia esconde.

Kli Kodesh volvió a reír, y esta vez sí que había un poco de verdadera alegría en su tono.

— Ese si que será un espectáculo al que me gustará asistir. Lo único que deseo, de algún modo, es que si llega a ocurrir, nuestro amigo Santos se encuentre de nuevo entre nosotros. Recordadme una noche de estas, cuando volvamos a vernos, que os cuente cómo nos conocimos Montrovant y yo.

Fleurette los miraba y escuchaba sus palabras, los ojos oscuros. Volviéndose al fin miró a Abraham muy de cerca.

—Iré contigo. No me queda otra opción.

Abraham se puso tenso.

—¿Es esa la única razón? Hice lo que hice para salvarte de Noirceuil y Lacroix. No consideré lo que supondría hasta que te tuve entre mis brazos y me di cuenta de que iba a perder al único ser que, en toda mi vida y toda mi muerte, había perdido un momento en preocuparse por lo que me ocurriera. Lo siento.

Ella volvió a mirarlo, sin moverse. Finalmente, habló de nuevo.

—Yo no lo siento. Aún no. No tenía nada, y por eso lo abandoné todo tras de mí con tanta facilidad. No esperaba nada, y se me ofreció esto. Aún no sé si lo odio, o si te odio a ti. Muchas cosas han pasado, y no todas ellas malas —su rostro se dulcificó ligeramente—. Quería aventura, y eso es lo que me has dado... y en abundancia.

Gustav se levantó entonces, y habló, su voz desprovista de toda emoción.

—Tengo mucho que hacer aquí. Las cámaras deben ser limpiadas y reparadas antes de que a Roma se le meta en la cabeza la idea de enviar a alguien a investigar nuestras medidas de seguridad. Los artefactos deben ser inventariados y vueltos a guardar. Llevará mucho tiempo, pero ese es un problema que sólo me concierne a mí.

—Siempre has guardado bien nuestros secretos, Gustav —dijo Kli Kodesh con voz amable—. A ese respecto, ni siquiera Santos era mejor; y él era muy poderoso.

Gustav se alejó sin responder. El resto se mantuvo en silencio y, uno por uno, fueron marchándose lentamente mientras el alba se iba aproximando.