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Montrovant se había distinguido siempre entre los suyos por su capacidad para levantarse temprano. Antes de que Le Duc hubiese comenzado siquiera a agitarse desde las sombras de su sueño, el Oscuro ya estaba de pie y en acción, preparando a los otros para la marcha. No tenía la intención de permanecer en la ciudad un minuto más. Ya tenía lo que había venido a buscar y estaba dispuesto a ponerse en camino. Mientras esperaba a que Le Duc se levantara, dio instrucciones a du Puy y St. Fond, enviándolos como vanguardia del grupo. Sabía qué dirección debía tomar cuando saliera de la ciudad, y sabía por qué. Ni él ni su mesnada tenían nada que temer de los bandidos, pero precisamente eso resultaba en sí mismo un problema. No serían emboscados ni atacados, así que tendrían que hallar otro medio para encontrar a los que buscaban.

Los exploradores partieron. Cuando Le Duc por fin se levantó, encontró a Montrovant recorriendo de un lado a otro la habitación, agitado, como un loco. Los equipajes ya estaban dispuestos y las monturas preparadas. Sin esperar una sola palabra de excusa, Montrovant se encaminó a la puerta y montó. Jeanne y los otros, acostumbrados a ese comportamiento, no tardaron un instante en seguirlo. Sabían que de no hacerlo les costaría mucho alcanzarlo. El Oscuro no era de los que esperaban cuando había encontrado el rastro de su presa.

Pocos minutos después de que abandonaran la casa se encontraban ya cabalgando por la calle principal, en dirección a la salida de la ciudad. No tomaban ninguna precaución para ocultar su partida. Montrovant no temía ser seguido, y sabía que una marcha furtiva y cualquier intento de escabullirse sin ser detectado hasta el exterior de la ciudad llamaría mucho más la atención que una salida en grupo y en silencio. Así que esto es precisamente lo que hicieron. Abandonaron la ciudad por la carretera que corría hacia el oeste, los caballos avanzando con un trote vigoroso, en dirección al el bosque que se encontraba más allá.

Aquel bosque era el que la miserable comadreja había señalado a Montrovant como guarida de los bandidos. Ladrones y salteadores de caminos no eran algo desacostumbrado por aquella zona, ni resultaban difíciles de encontrar, pero precisar la zona de actividades de una cuadrilla en concreto era harina de otro costal. Sin duda, tanto la ley como al menos de la mitad de la nobleza de Grenoble andaría detrás de aquel grupo en concreto. La cosa no iba a ser tan sencilla como adentrarse en el bosque y presentar sus respetos a la banda.

Le Duc sabía que en realidad no supondría demasiadas dificultades. Si du Puy y St. Fond no lograban encontrar rastro alguno de los asaltantes, él mismo y Montrovant se encargarían de seguir su pista por otros medios. El hambre tenía inconvenientes, pero también algunas ventajas. La cálida y suculenta sangre los atraería como una llamada. Además, un grupo como aquel del que su informador les había hablado no podría ocultarse fácilmente. Era una banda grande y bien organizada.

Pronto alcanzaron los lindes de la arboleda, y se adentraron en su interior con rapidez, las sombras alargadas y espeluznantes a lo largo del camino. Jeanne dejaba que su mirada recorriera el lugar de derecha a izquierda, escudriñando los árboles y la maleza en busca de algún rastro. La carretera se encontraba en buen estado, pero aquellos a quienes buscaban no viajarían por ella, sino paralelamente a la misma, moviéndose furtivamente por entre los árboles y las sombras.

Durante el día la carretera era segura. Nadie se atrevería a iniciar una escaramuza en un camino tan frecuentado como aquel a menos que mediara la promesa de un botín inmenso. Pero por las noches las cosas resultaban muy diferentes. Una vida como aquella resultaba fácil de entender para Jeanne. Él mismo había sido un hombre de acción, y su propia naturaleza, después de su Abrazo, era la de un cazador. Su impulso era la sangre que arrebataba a sus presas... la consciencia de que vivía a costa de vidas prestadas, a costa de tiempo prestado, y que continuaría robando, y cobrando, y drenando aquella vida y aquella sangre hasta que el destino se decidiese a arrancárselas.

Habían penetrado en una zona más densa cuando St. Fond reapareció entre las sombras, cabalgó hasta colocarse al lado de Montrovant y comenzó a hablar en voz baja. Montrovant agachó la cabeza, escuchándolo, entonces afirmó vigorosamente con la cabeza y picó espuelas, conduciendo a su caballo camino adelante. Los otros lo siguieron rápidamente, sin decir palabra ni cuestionar tan repentina aceleración. Enseguida, St. Fond se retrasó para volver entre sus filas y du Puy apareció sin previo aviso junto a Le Duc.

No existía razón alguna para hacer preguntas. Si la información era lo suficientemente buena para Montrovant, entonces es que era correcta. E incluso en el caso de no serlo, no era de su incumbencia el cuestionarla. Se precipitaron por el camino tras la estela del Oscuro, y cuando éste viró para abandonar la carretera principal sumergiéndose en la sombría oscuridad, lo siguieron sin decir una palabra.

Había una segunda vereda. No estaba tan despejada como el camino principal, ni mucho menos era tan ancha, pero una vez internados en ella, resultaba claramente visible. Los caballos no tenían dificultades para avanzar a buen paso. Montrovant los condujo aun más deprisa. Hábil como era al galope, no temía verse desmontado. Y, en cuanto a la seguridad de sus hombres, sólo le preocupaba en cuanto pudiera suponer para el servicio que le rendían. Atravesó como un trueno la senda y momentos más tarde se desvió por una tercera, que se internaba hacia lo más profundo del bosque.

Su llegada no había pasado desapercibida. Jeanne lo supo incluso antes de percibir el movimiento de los cuerpos, el rápido trotar de los caballos. Habían sido detectados, y aquellos que los habían visto llegarían a su campamento antes de que Montrovant pudiese alcanzarlo. No era exactamente una trampa, pero tampoco iba a resultar un ataque sorpresa.

Pero, una vez más, no había miedo en Montrovant. Ni tampoco en Jeanne, aunque éste sentía mayor preocupación por la suerte de sus compañeros. En cuanto percibió los movimientos del otro grupo delante de ellos comenzó a impartir ordenes con voz clara y tajante. Ahora que su presencia había sido descubierta, ya no había necesidad de guardar silencio. Lo importante ahora era la disciplina, y la velocidad. No contaban ya con el factor sorpresa, pero si conseguían atacar lo suficientemente deprisa, sus enemigos no tendrían tiempo para organizar una defensa.

Momentos después irrumpieron en un claro. Muchas flechas cruzaron el aire cuando los caballos hicieron su aparición tras la línea de los árboles, pero la mayoría eran tiros a lo loco, sin ninguna intención o puntería. Una de ellas, sin embargo, atravesó el hombro de Montrovant. Ni siquiera lo derribó de la silla. Espoleando su caballo hacia delante arrolló al arquero sin vacilar, sin un pensamiento. En cuestión de segundos desmontó, saltando sobre el suelo sin esperar a que su montura se detuviera, y se arrancó la flecha, partiéndola por uno de los extremos y tirando del otro hacia fuera. Con un gruñido sordo arrojó ambos pedazos al suelo.

Jeanne lo seguía de cerca. Saltando de su caballo, cayó con todo su peso y fuerza sobre otro arquero, derribándolo sobre el suelo y cercenando su garganta con una acometida de las garras. Su espada ya había abandonado la vaina para cuando sus pies tocaron el suelo. Otro enemigo apareció frente a él y su acero describió un arco llevando la muerte consigo. Una cabeza, separada de los hombros, salió despedida por el aire, dando vueltas.

La batalla fue corta. Parecía que habían encontrado el campamento sólo parcialmente guarnecido y pese a que no habían contado con el elemento sorpresa, tampoco habían tenido que enfrentarse a una defensa organizada. Sus enemigos no estaban preparados para la ferocidad de aquel ataque, y no eran guerreros disciplinados como los caballeros de Montrovant. Eran bandidos, que no debían lealtad a cosa alguna, y que no pondrían en peligro sus vidas para defender un campamento casi vacío. Poco después de que la batalla hubiera comenzado, la mayoría de ellos se había vuelto y había huido. Entonces comenzó la persecución.

—Traedme a uno de ellos —vociferó Montrovant.

La orden no había resultado necesaria. Jeanne ya corría en persecución de un guerrero larguirucho y de crecidos cabellos, que corría llevando un arco en una mano y una flecha en la otra. Sin tener siquiera la oportunidad de desenvainar la espada, el hombre había decidido escapar y tratar de salvar la vida en el bosque. Creía, erróneamente, que el grupo de Montrovant buscaba el botín que había quedado abandonado en el campamento, y que no tenía el menor interés en capturarlos.

Jeanne, arrebatado por la furia de la batalla, alcanzó al hombre con facilidad, moviéndose con mayor destreza y velocidad ahora que había desmontado. Se preparó para descargar el golpe... estremecido por la necesidad, el deseo de verter la sangre del otro. El hambre devoraba sus pensamientos, y la rabia del combate lo golpeaba con fuerza, haciendo que la sangre ya derramada le pareciera pobre y escasa.

Una mano pesada cayó sobre su hombro. Se dio la vuelta veloz, con la espada dispuesta para levantarse y caer, pero la mirada que se cernía sobre él le heló la sangre. Montrovant se encontraba frente a él, inmóvil, silencioso. No había miedo en los ojos de su sire. No parecía temer la furia del golpe. Ambos sabían que no llegaría a alcanzar su destino. En aquel preciso instante la cordura retornó a los pensamientos de Le Duc. La tensión abandonó su cuerpo, se hizo a un lado, y arrojó al hombre sobre el suelo con un rápido empellón de sus hombros.

—No iba a matarlo —musitó con voz débil.

Los ojos de Montrovant parecían divertidos, y Jeanne pensó que se disponía a reír.

—No, amigo mío, lo hubieras destrozado. Pero no es el momento. Aún no. Lo necesito para saber donde ha ido el resto, y si éste estaba presente cuando se encontraron con la Orden.

Jeanne asintió, alejándose despacio. Sus pensamientos se habían aclarado pero eso no hacía el hambre menos intensa. Luchó contra ella, escuchando sólo con una pequeña parte de su mente cómo Montrovant interrogaba al prisionero.

—Estoy buscando un grupo que atravesó vuestro bosque muy recientemente —decía hablando despacio—. Viajan con varias carretas cubiertas. Probablemente bajo la apariencia de monjes, o peregrinos.

Los ojos del prisionero se abrieron como platos, temblorosos, llenos de terror. Montrovant lo miraba con ojos oscuros, desapasionados. Como el hombre no respondiera inmediatamente, Montrovant lo abofeteó fuertemente, con el dorso de una mano. El bandido cayó rodando sobre el suelo, una ancha y rojiza marca cruzándole el rostro.

—Contestarás a lo que se te pregunta —dijo Montrovant con voz silbante—. Y lo harás rápidamente y sin vacilaciones. O morirás. Y no será una muerte agradable. Tampoco una muerte rápida. Será larga y lenta, e igualmente, antes de que te alcance, acabarás por revelar la verdad. Ahórrate ese dolor. Puede que también te mate, pero al menos lo haré rápidamente y de una vez.

El hombre tragó saliva, sacudió la cabeza, cerró los ojos, y volvió a tragar.

—Los vi —dijo al fin—. Jesús... Dios... no me matéis, monsieur. Los vi. Vestían túnicas pardas, iban encapuchados, y no pude ver sus rostros. Fuimos otro y yo mismo los que los detectamos en el camino. Le di la noticia a Claude, y él dirigió el ataque. Fue la primera vez desde que estamos en este bosque que sufrimos una derrota como esa. Aquella noche no ganamos nada, y perdimos tres hombres. Y fuimos afortunados por no perder nada más.

—¿Huísteis, entonces? —Montrovant entonó la pregunta como un insulto, torciendo los labios en una sonrisa despectiva—. ¿Has sobrevivido para contestar mis preguntas porque abandonaste a tus compañeros a la muerte?

Por un instante, un acceso de cólera afloró a los ojos del hombre, y enseguida se apagó bajo la mirada de Montrovant.

—No había nada que yo pudiera hacer. No creo que nadie hubiera podido hacer nada. Claude ordenó la retirada, pero lo hizo demasiado tarde. Tratamos de llegar hasta los otros, de ayudarlos, pero no pudimos. Esos monjes eran demonios. Se movían como el relámpago, y tenían la fuerza de osos. Vi como uno de ellos arrojaba a un hombre veinte pies por los aires. No eran humanos.

Montrovant lanzó una carcajada. Sin aviso se acercó a Jeanne, sujetó a su Progenie del torso, lo alzó en vilo y lo arrojó lejos de sí. Jeanne gritó. Entonces se dio cuenta de que se trataba de una charada, y fingió debatirse con más violencia, se impulsó a sí mismo, se elevó, y por fin cayó a plomo sobre el suelo. Había alcanzado tanta altura en su vuelo que fue capaz de sujetarse a una rama baja y utilizarla para columpiarse y descender con una acrobacia, sonriendo al prisionero mientas aterrizaba.

—Me vas a decir lo que quiero saber —dijo Montrovant al hombre—. Me lo vas a decir ahora mismo, y rápido.

El hombre tragó saliva una tercera vez, y asintió.

—Es muy poco lo que sé —dijo, estremeciéndose—. Eran demasiado fuertes para nosotros, y después de que hubiéramos huido, parecieron simplemente desaparecer. Claude dijo que habían tomado un camino completamente diferente. Yo no estaba tan seguro. Ninguno de nosotros lo estaba —la mirada del hombre descendió hasta el suelo, y murmuró—. Corrimos como chiquillos. No sé quién o qué viajaba en aquellos carros, ni cual era su destino, pero sí que sé hacia donde se dirigían. Hacia las montañas.

Montrovant miró fijamente hacia la oscuridad, en aquella dirección a la que el hombre señalaba.

—¿Hace cuanto? —preguntó—. ¿Hace cuanto que pasaron por aquí?

—Cuatro días —contestó rápidamente el hombre—. Hace cuatro días. Hoy es la primera noche desde aquella en que Claude se ha atrevido a aventurarse en los caminos.

—¿Ha salido esta noche? —preguntó Montrovant—. No lo vimos en el camino.

—Tenía que ir primero a la ciudad —dijo el hombre con rapidez—. Necesitamos provisiones. Debía conseguirlos, y vigilar la carretera durante algunas horas. Entonces volverá.

Montrovant sonrió. Eso le llevaría algún tiempo. No era muy probable que el jefe de los bandidos regresara antes de que ellos hubieran partido.

Con una rápida sacudida, volvió a arrojar al hombre hacia Jeanne.

—Sé rápido —dijo sencillamente. Los otros los habían alcanzado, arrastrando consigo dos prisioneros—. Debemos ponernos de nuevo en camino en unos minutos.

Dio unas rápidas instrucciones a sus hombres. No había razón para dejar el campamento intacto. Ordenó que recogieran cualquier oro, plata o provisiones que pudieran encontrar. No había manera de saber lo que les aguardaba en su camino, y dejar tras de sí recursos sin utilizar no era propio de Montrovant.

Mientras los otros se dispersaban hacia el campamento. Jeanne agarró a su prisionero por la garganta y lo arrastró hacia unos árboles sin una palabra. Apenas le llevaría unos segundos dejar su garganta al descubierto, perforarla, beber la rica y caliente sangre, y arrojar el cadáver vacío a un lado con un simple encogimiento de hombros. Sabía que Montrovant estaba realizando la misma operación muy cerca de allí, y eso le hizo sonreír. Recordó los viejos tiempos. Montrovant y él habían compartido muchos caminos, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que se alimentaran juntos. De hecho, era la primera vez que lo hacían estando tan cerca de sus compañeros. Un momento que merecería ser recordado.

Ambos regresaron al claro casi al mismo tiempo, saciados y llenos, preparados para continuar la marcha.

—Debemos encaminarnos a las montañas —dijo Montrovant con voz tranquila—. Allí los encontraremos.

Jeanne hizo un gesto afirmativo y los dos caminaron de vuelta al campamento con rapidez. Sus hombres habían reunido a los caballos, que no se habían alejado demasiado, y habían guardado cuanto podía ser fácilmente transportado en sus equipajes. Estarían de nuevo en el camino antes de que los bandidos supieran siquiera que habían sido robados.

—No hay razón para esperar al resto de estos inútiles gusanos —dijo Montrovant mientras se alejaban a galope del campamento, siguiendo una de las sendas que corrían paralelas a la carretera—. Ya tenemos la información que necesitamos. No creo que otros testigos pudieran proporcionarnos más información, y todo el tiempo que desperdiciemos antes de llegar a las montañas es tiempo que Gustav y los suyos nos ganarán.

Jeanne asintió.

—Si se han dirigido a las montañas desde aquí, sólo pueden haber seguido un camino. Dejarán pistas de su paso. Resulta difícil esconder un grupo tan nutrido como el suyo, incluso viajando de noche.

Montrovant hizo un gesto afirmativo. Reunieron a los hombres y se lanzaron al galope con estruendo a través del bosque, en dirección a la carrera. Montrovant quería encontrarse muy lejos de los límites de la ciudad antes de la llegada del alba. Resultaría inoportuno que los bandidos decidieran ir tras ellos, y más aún que consiguieran dar con ellos durante el día. El bosque se los tragó y el silencio volvió a reinar entre las sombras.

Abraham abandonó la bodega y se dirigió al cobertizo poco después de que cayera la noche. No tenía tiempo que perder. Si Montrovant había dado con los bandidos y el camino seguido por la Orden pasaba en efecto a través de aquel bosque más allá de la ciudad, ya podía encontrarse allí, e incluso de nuevo en marcha tras ellos. Abraham tendría que recuperar su rastro, y esperaba poder hacerlo lo suficientemente deprisa como para mantenerse a una distancia que le permitiera seguirles la pista.

También quería abandonar Grenoble antes de que Noirceuil y Lacroix pudieran encontrarlo. Sabía que probablemente no era la presa de los dos cazadores, pero, asimismo, no tenía la menor duda de que este hecho no le impediría a Noirceuil destruirlo si llegaba a cruzarse en su camino. Abraham había visto el hambre latiendo en sus ojos mientras realizaba su cometido. Había un odio enterrado allí, muy antiguo y muy poderoso. La última cosa que Abraham deseaba era perecer antes siquiera de haber tenido su objetivo a la vista.

Montó en su caballo y se alejó de las ruinas, lanzando inquietas miradas a uno y otro lado para asegurarse de que no había sido visto. Sintió a otros caminando aquí y allá, pero eso no resultaba inesperado. El día tocaba a su fin. Los trabajadores regresaban a sus casas, esperando encontrar la comida en sus mesas. Era un buen momento para levantarse y desaparecer.

Unos ojos lo observaban desde las sombras de un callejón, pero no les prestó atención. Sus pensamientos estaban enfocados en lo que le esperaba, en el bosque, y en el sombrío recuerdo de la risa de Montrovant y de sus ojos. Pronto, se dijo, para bien o para mal, ajustarían las cuentas.

No tomó el camino que conducía directamente hacia los bosques. Se desvió y lo rodeó, aproximándose por el extremo contrario, del que sobresalía una estrecha franja de árboles, y se adentró en ella con todos los sentidos alerta. Existía la posibilidad de que, viajando solo y de noche, los bandidos dieran con él antes de que se internara demasiado en el bosque. No le preocupaba la posibilidad de un ataque, pero no quería desperdiciar demasiado tiempo, ni convertirse en el siguiente rumor que se intercambiaran los borrachos y los curiosos en las tabernas. Eso atraería inmediatamente a Lacroix y a Noirceuil tras su rastro.

Se movió silenciosamente y, aunque en más de una ocasión sintió que había ojos vigilándolo, y pudo escuchar movimientos furtivos entre los árboles, unas veces delante, otras veces detrás, nadie lo molestó mientras se dirigía hacia el interior del bosque y el camino principal. Aproximadamente una hora después de la puesta del sol salió de entre los árboles y tomó el camino, examinando todo cuanto le rodeaba en busca de señales del paso de los otros.

Al principio no encontró nada, pero a medida que se iba internando en el bosque encontró un rastro. En aquel lugar varios caballos se habían lanzado a la carrera, habían abandonado el camino principal, desviándose hacia otro secundario y, más tarde, se habían internado entre los árboles. Anduvo con cuidado. No tenía sentido anunciar su presencia. Si era posible, quería entrar y salir sin ser visto.

No había centinelas, lo cual resultaba en sí mismo extraño. El rastro dejado por los caballos seguía claramente la trayectoria de una vereda. Al cabo de un rato, alcanzó al borde de un claro que parecía marcar los límites del campamento de los bandidos. No había nadie a la vista. Entonces pudo oler la sangre fresca, y entre las sombras que los árboles proyectaban, vio los cuerpos tirados sobre el suelo y los restos desordenados de sus posesiones. Montrovant había estado aquí, y se había marchado. Condujo su caballo al interior del claro, moviéndose entre los restos ruinosos del campamento. El animal rehusaba acercarse a los cadáveres todavía calientes.

No había demasiados cuerpos, no tantos como podría haberse esperado teniendo en cuenta la descripción dada por Raúl de la banda. ¿Dónde estaba el resto? ¿Muertos? ¿Huidos? Desmontó, se inclinó sobre uno de los cadáveres para examinarlo, y fue entonces cuando las puertas del Hades se abrieron y arrojaron una inundación sobre el claro.

Aparecían desde detrás de cada árbol, con ojos llameantes, gritando con una mezcla de rabia y frustración. Abraham giró sobre sus talones, se agazapó, vio que se encontraba rodeado, y dio un poderoso salto, apartando con facilidad el primer caballo y su jinete y sujetándose a una rama que había sobre él. Se lanzó girando como un remolino hacia delante y pateó la cara del que lo seguía. Eran demasiados. Tal vez pudiera matarlos a todos, tal vez no, pero en todo caso sería un baño de sangre. Maldiciendo, rodó sobre el suelo, agachándose y esquivando la hoja del siguiente atacante, arrancando de un poderoso tirón al hombre de la silla y arrojándolo a un lado.

Su propia montura se encabritaba enloquecida, tratando de esquivar la horda de atacantes. Logró deslizarse hasta su lado y se encaramó a la silla, sujetándose con fuerza a los flancos de la bestia. No necesitaba montar para enfrentarse a ellos, pero no podía permitirse el perder sus papeles y sus escasas posesiones. Picando espuelas, se arrojó hacia delante, agachado y aferrándose con fuerza al cuello del animal.

No sacó un arma. Se dirigió hacia el líder de los bandidos, esquivó su ataque y, al pasar a su lado, aferró la empuñadura de su arma y, con un rápido movimiento, se la arrebató. El bandido lanzó un gruñido, pero Abraham lo abofeteó con fuerza, haciéndolo caer de bruces al suelo.

Hizo girar al caballo, y se lanzó hacia el límite del claro. Ya escapaba por una estrecha abertura entre los árboles, cuando el grito de una voz conocida se abrió camino hasta él y le hizo volverse. La vio y profirió una maldición. Fleurette era arrastrada desde los árboles, gritando y dando patadas, por un enorme guerrero cuyos ojos brillaban con una luz de muerte. Su destino resultaba evidente.

Sin pensarlo dos veces, dio un fuerte tirón a las riendas de su caballo, obligándolo a volverse de nuevo hacia el interior del claro. Furiosos espadachines convergían sobre él desde todas direcciones, pero pasó como una exhalación entre ellos, ignorando su carga, con los ojos en el guerrero que aferraba con fuerza a Fleurette por los cabellos.

El hombre advirtió la llegada de Abraham y levantó la espada con un grito. Ese fue el momento elegido por Fleurette para aplastar con su bota el empeine de su pie. Se inclinó a un lado, chillando de dolor, y ella se arrojó sobre él. La daga voló hasta su garganta y brotó un rojizo chorro de sangre que hizo estremecerse a los sentidos de Abraham.

No vaciló. Cabalgando como un vendaval hasta ella, se inclinó y la tomó como lo hiciera el guerrero, levantándola y depositándola sobre la silla, delante de él. Y entonces se lanzó hacia el borde del claro y más allá. No era la dirección que había pretendido tomar, y volvió a maldecir. Viró, alejándose en ángulo de la carretera, y volvió a girar.

Justo antes de que se iniciara el ataque había reparado en unas huellas que abandonaban el claro. Sabía en qué dirección se había marchado Montrovant. La única duda que se le planteaba era, ¿podría escapar del bosque, especialmente ahora que cargaba con nueva e inesperada compañía, sin verse alcanzado y muerto por los bandidos?

Volvió sobre sus pasos. Milagrosamente, la persecución parecía haberse convertido en una agitación confusa. Podía escucharlos vociferando y profiriendo insultos entre la maleza, pero a medida que él avanzaba les ganaba fácilmente terreno. Azuzó a su montura, lanzándola a vertiginosa velocidad sin importarle los latigazos y rasguños que le propinaban al pasar las ramas de los árboles. Fleurette se aferraba a él, con los ojos cerrados por el terror. El rápido latido de su corazón contra el pecho de él amenazaba con enloquecerlo. Necesitaba salir de entre estos árboles. Necesitaba alimentarse. Ambas cosas eran de suma importancia.

Se dio cuenta de que si no conseguía encontrar a algún otro, tendría que tomarla a ella. No sabía que era lo que se había apoderado de él, obligándolo a salvar a la muchacha, pero fuese lo que fuese empalidecía en comparación con la intensidad de su hambre. Si lo necesitaba, se alimentaría. Y si ella era la única que se encontraba a su alcance, ella sería su alimento. Tal vez lo lamentase después, pero esa era su naturaleza.

Siguieron paralelamente a la carretera, por el sur, esquivando las rocas, los árboles, cualquier cosa que se cruzase en su camino, volando a toda velocidad en dirección a las montañas. Él vigilaba, proyectando sus sentidos en todas direcciones, en busca de sangre, en busca de corazones latiendo con furia, en busca del retumbar de los cascos de caballos, pero no encontró nada de esto. Habían avanzado varias millas siguiendo el camino, cuando, por fin, no pudo soportarlo más y tiró de las riendas.

No había encontrado una sola señal de la presencia de otros a lo largo de la carretera, y el hambre comenzaba a devorar su cordura. Apartó a la muchacha de su pecho, obligándola a mirarlo a los ojos.

—¿Por qué? —preguntó con amargura—. ¿Por qué no podías quedarte en la ciudad, beber tu vino y vivir tu vida? ¿Por qué tenías que seguirme?

—Yo... pensé que podías necesitar ayuda —musitó, tratando de mantener su mirada unos instantes, sin conseguirlo—. El bosque es un lugar peligroso. Simplemente quería asegurarme de que estabas a salvo. Tú salvaste mi vida.

—Y ahora puede ser que tenga que quitártela —dijo con voz áspera—. Sabes lo que soy. Sabes que debo alimentarme, y a pesar de ello vienes a mí.

Ella lo miró con calma.

—Conozco la oscuridad que te envuelve —dijo—. La he visto. La sentí cuando empujaste a Raúl contra el muro —temblaba sin control.

Él gruñó, saltando bruscamente de la silla y alejándose unos pasos mientras ella pugnaba por recuperar el equilibrio y encontrar un asidero.

—No tienes la menor idea —escupió las palabras en dirección a la muchacha—. No es una elección. Es mi naturaleza. Debo alimentarme. Si tú estas aquí, y el hambre me consume, tu vida se volverá una parte de la mía, y dejarás de existir. Mi voluntad no es tan fuerte como para impedírmelo.

Ella lo observó con miedo, pero no trató de alejarse. Se mantuvo sobre la silla, lanzándole amplia una mirada, llena de preguntas.

—Si no es a mí, ¿tomarás a otro?

Él le devolvió la mirada, los ojos oscurecidos, y luego asintió.

—Por supuesto.

Ella descendió de la silla. Acercándose... el cuerpo temblando, pero el paso firme.

—Tómame entonces, porque pienso seguirte pase lo que pase. Y si no puedo ir contigo, no deseo regresar al bosque para ser violada o asesinada. No tengo nada ni nadie que me espere en Grenoble. Me sentaría en la soledad, soñando contigo... y con la oscuridad.

Él siguió observándola, agitando la cabeza. Retrocedió un paso. Pero ella era rápida. Se le acercó, giró la cabeza, apartando el cabello a un lado, y se encogió de hombros, como aguardando.

A pesar de su bravata, un débil temblor recorría su cuerpo.

—No lo haré —dijo él. Pero se mantuvo inmóvil. El corazón de la muchacha martilleaba furiosamente en su pecho. El aroma de su cálida sangre se mezclaba con el perfume de sus cabellos. Había miedo pero también fortaleza, en sus ojos. No había visto nada parecido desde su Abrazo. Había visto el miedo, la súplica, el odio, pero jamás esto. Ella le estaba ofreciendo lo que necesitaba para sostener su vida, se ofrecía a sí misma, y pese a que estaba aterrorizada, se mantenía firme y en pie.

—Yo... —se abalanzó sobre ella. Era demasiado. Sabía que debía haber tomado a Raúl o a cualquier otro de la taberna, dejando su vacía cáscara tendida en aquel callejón, y haberse marchado. Había esperado demasiado. Fleurette dejó escapar un débil grito cuando lo sintió caer sobre sí. Él la empujó hacia atrás, sujetándola para impedir que escapara y se abrió paso hasta su garganta. Se debatió, pero sólo hasta que la tuvo firmemente entre sus brazos. Ahora la tenía, se estaba alimentando de ella, y mientras drenaba su sangre, la sintió debilitarse... su cuerpo trepidando contra el suyo, sus ojos cerrados por el súbito éxtasis del momento. Contempló cómo aquellos ojos se cerraban, y en aquel instante algo se quebró en su interior. Combatió el arrebato del hambre, apartándose de ella con un gruñido en el último momento, mientras todavía quedaba un retazo de vida en su corazón. Depositándola con rapidez sobre el suelo, deslizó una de sus afiladas uñas sobre su propia muñeca, dejando a su paso una grieta enrojecida. Un chorrito de la sangre recién arrebatada a la muchacha comenzó a brotar de la herida. Con un suspiro de frustración, enfurecido ante su propia debilidad, depositó la abierta muñeca sobre sus labios.

Los ojos de la muchacha parpadearon y se abrieron, y al instante comprendió lo que él pretendía, pero si deseaba resistirse, no lo hizo. La sangre se deslizó al interior de sus dulces labios, se derramó sobre la lengua... y ya estaba perdida. Renacida a él. La sostuvo mientras se aferraba a la muñeca, succionando con avidez la sangre desde su herida, haciendo estragos en la carne, hambrienta. El dolor le hacía apretar los dientes. Cerró los ojos y esperó. No sabía cuanto tiempo llevaría, cuanta de su sangre sería necesaria para traerla de vuelta. Nunca había Abrazado a otro. Se había jurado no transmitir jamás la enfermedad.

Entonces levantó a la mujer en sus brazos y miró sus ojos cerrados, y en aquel preciso instante supo que aquel era el único ser humano que le había mirado con algo siquiera semejante a la amistad desde hacía más tiempo del que alcanzaba a recordar. No había querido abandonarlo a su destino, y en sus intentos por ayudarle, se había precipitado en contra del de ella, contra el abismo. Ahora podría odiarlo. Seguramente lo haría cuando la consciencia de lo que le había hecho, de su Abrazo, se abriera paso hasta ella. Tendría que vivir con ello. El hecho desnudo, ahora se daba cuenta, era que no había querido quedarse solo, y había tomado la decisión por ella. Sintió aún una punzada de hambre, pero no había pasado tanto tiempo desde que se alimentara de Pierre en el callejón. Sobreviviría. Y también ella.

La responsabilidad añadida de enseñarla y de mantenerla con vida mientras seguía su camino, era algo que a duras penas podía permitirse. Arrojó ese pensamiento lejos de sí con enfado. Alcanzaría a Montrovant, o tal vez no, pero si llegaba a hacerlo, muy probablemente sería destruido. Nada impedía que disfrutase de sus últimos días en compañía de otro. Era una lógica endeble, pero no estaba prepara para enfrentarse a la verdad en ese momento.

Le arrebató su muñeca con un rápido ademán, observando el dolor aflorar a su rostro y la mantuvo delicadamente a distancia mientras ella se arrastraba tras él, intentando engancharse de nuevo a la vena para succionar algo más de su fuerza. Él se la negó, y entonces las mudas preguntas comenzaron a aflorar, una detrás de otra, a su mirada. La levantó consigo, volvió a montar, y se encaminó hacia la montaña.

Ahora debían encontrar un refugio en el que descansar a salvo, donde pudiese alimentarla por lo menos una vez más y reconstruir sus fuerzas. Las montañas le lanzaban su llamada, pero de alguna manera parecían encontrarse a mundos de distancia, e incluso el recuerdo de la burlona risa de Montrovant se estaba desvaneciendo, reducida apenas a un eco apagado.