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Abraham se aproximó a Grenoble con muchas precauciones. Sabía que sería muy difícil para una comitiva del tamaño de la de Montrovant esconderse en la ciudad, pero los dos agentes de la Iglesia eran una cuestión completamente diferente. Si venían de Roma podían estar al tanto de la existencia de Abraham. Por lo que había visto y lo que había oído del Condenado, el llamado Noirceuil, no tendría ninguna importancia para él el que Abraham estuviese cumpliendo una misión para la Iglesia. Si llegaban a encontrarse, uno de los dos moriría.

Se mantuvo escondido, viajando por carretera sólo cuando no le quedaba otro remedio, y finalmente penetró en la ciudad por uno de los caminos secundarios. Había visitado una vez Grenoble en el pasado, mucho años atrás. Conocía la localización de la catedral, e hizo su entrada por el extremo opuesto. También él contaba con cartas de presentación de Roma, pero la presencia de Noirceuil y Lacroix había cambiado su opinión sobre el valor que podían tener para él. Parecía que volvía a encontrarse solo, más solo de lo que hubiera deseado.

Incluso era posible que Santorini no continuase con vida. El obispo había perdido buena parte de su influencia tras la desaparición de Montrovant. Si los rumores de que había vuelto a hacer un trato con otro de los Condenados llegaban a oídos de la Iglesia podía resultar más de lo que los venerables cardenales estaban dispuestos a tolerar. No sería una novedad que ejecutasen a uno de los suyos para preservar sus secretos.

Santorini y él habían dispuesto que se mantendrían en contacto a lo largo de su misión, pero ahora Abraham había resuelto que tendría que seguir adelante sin ayuda, y el obispo tendría que pasar sin sus noticias. Encontraría a Montrovant por sí solo, y se enfrentaría a él como pudiese, pero en ningún caso se arriesgaría a ser destruido por aquellos que lo habían enviado en su busca.

Hasta aquella noche en la montaña, el único al que Abraham había tenido que temer era a Montrovant. Con la aparición de Noirceuil, el número se había doblado.

Se arrastró hasta la entrada de una avenida y anduvo a medio trote calle abajo. Estaba vacía. El atardecer apenas acababa de caer. Las familias permanecían en sus calles comiendo o descansando, y todavía era demasiado temprano como para que empezasen a salir los que acudían a las tabernas por las noches. Antes de comenzar su búsqueda tenía que asegurarse de encontrar una guarida segura. Como siempre, y particularmente en una ciudad importante como aquella, tal búsqueda resultaría un problema. Sabía que en última instancia podría abandonar la ciudad y hundirse en la misma tierra para descansar, pero de hacer esto perdería casi con absoluta seguridad su montura, a menos que pudiese encontrar un establo donde guardarla. La ciudad no era un buen lugar para que vagase un vampiro recién llegado y extraño. Debía extremar la prudencia, lo cual supondría también una demora.

Montrovant no era ningún necio. Si había venido a Grenoble era porque tenían un plan específico en su mente, y no perdería demasiado tiempo allí. Los actos del Oscuro eran gobernados con precisión por un orden del día previamente establecido, uno que no incluía demasiado tiempo para pasear por entre las calles de una ciudad. Sin poder recurrir al refugio de la Catedral, Abraham se vería obligado a perder un tiempo precioso. Rápidamente atravesó el centro de la ciudad, dirigiéndose hacia el barrio viejo. Allí, junto a los lindes de la ciudad, los edificios comenzaban a desplomarse por falta de cuidado. Había casas deshabitadas, otras reducidas a cenizas por el fuego, e incluso una vieja iglesia abandonada con las puertas completamente abiertas. El lugar había sido presa de vándalos y saqueadores y finalmente abandonado para pudrirse.

Más allá existía un pequeño cementerio. Abraham se acercó considerando la posibilidad... pero enseguida, reparando en varias sombras oscuras que revoloteaban justo en el extremo de la línea de su visión, decidió desecharla. Otros habitaban aquel lugar. Podía sentirlos, así como sabía que ellos lo habían sentido a su vez. Lo observaban, esperando a ver si se internaba en su territorio. No tenía tiempo para aquella lucha. Podía ser que le ofrecieran santuario, pero también que cayeran sobre él tratando de hacerse con su sangre y sus fuerzas. Se alejó aún más; hacia los lindes de la ciudad, hasta que encontró lo que andaba buscando.

Un vejo caserón se levantaba frente a él. Los postigos estaban podridos desde hacía mucho tiempo, y las ventanas abiertas y rotas, pero en la parte de atrás un cobertizo todavía se mantenía en buen estado. El lugar no mostraba signo alguno de haber sido habitado durante los últimos años, pero a pesar de ello el cobertizo se mantenía en pie. Serviría para acomodar a su caballo. Mientras se aproximaba, se encontró con una segunda y aun más agradable sorpresa.

Había una puerta de madera podrida, en ángulo sobre el suelo, que parecía conducir bajo los cimientos de la casa. Una bodega. Sería perfecto, si la puerta no se desmoronaba entre sus manos. Tal vez no tuviera que enterrarse, después de todo.

Abrió la puerta del cobertizo, escudriñando el interior y examinando las puertas y el suelo en busca de algún signo de uso o habitación reciente. No había nada de ellos a la vista. El lugar estaba vacío, cubierto de moho, e impregnado con el olor almizclado de los excrementos de gato. Pero a pesar de ello, y para un día, bastaría para acoger a su caballo. Podía dejarle la comida y el agua. El animal estaba bien entrenado... no se marcharía. Y bien, incluso si llegaba a hacerlo, no habría razón alguna para que nadie buscara en la bodega.

Después pagó una pequeña visita a aquella. Era un lugar húmedo y malsano. En su interior descansaba una mesa baja, aparentemente todavía sólida que, aunque cubierta con una considerable capa de moho y muy vieja, soportaría perfectamente su peso. Un enjambre de ratas surgió de los pequeños armarios que antaño habían contenido las botellas. Las paredes estaban infestadas de insectos. La puerta de madera no tenía una sola grieta. No entraría por allí un solo rayo de luz, y si por algún desafortunado azar la puerta llegara a abrirse, él se encontraría lo suficientemente lejos y apartado como para que la luz del sol no llegara a alcanzarlo directamente.

Aquel lugar le serviría. Dejó la mayor parte de su equipaje en la bodega y regresó junto a su montura, dirigiéndose de vuelta a la ciudad. Ya era tarde, y las luces y rumores de voces comenzaban a levantarse desde las plazas y las tabernas. Dejó que el aroma de la fresca, roja sangre impregnara sus sentidos, repentinamente conscientes de cuánto tiempo había pasado sin alimentarse. Demasiado tiempo.

Ahora que volvía a caminar entre los mortales, demasiado cerca de ellos para controlarse, el hambre amenazaba con volverlo loco. Un repentino y cercano olor se arrastró hasta él, y enseguida lo siguieron unos sonidos. Una risa baja y apagada repicó en el aire. El sonido agudo de una hoja abandonando su funda... una daga. Gritos sofocados. Abraham desmontó silenciosamente, acercándose veloz a uno de los postes que marcaban las calles y se deslizó a lo largo de la pared más cercana para asomarse a la desembocadura del callejón.

En su interior vio dos figuras, una alta, la otra pequeña y delgada. Alargó la cabeza para poder asistir mejor a la escena. Un hombre grande y barbudo se enfrentaba a una joven muchacha. La tenía acorralada contra una pared. Pero aunque el hombre era al menos dos cabezas más alto que ella, un fiero brillo resplandecía en los ojos de la muchacha. Una de sus manos sujetaba con firmeza una pequeña daga. Aunque se mofaba de ella, el asaltante permanecía apartado unos pasos, cauteloso, su propio y más grande cuchillo brillando con fuerza bajo los escasos rayos de la luna que lograban abrirse paso entre los edificios hasta ellos.

Ninguno había reparado en la presencia de Abraham. Se acercó unos pasos, sintiendo cómo el aroma de sus sangres lo atravesaba... incrustándose en sus pensamientos y obligándolo a luchar por cada instante de cordura.

—Vamos —la voz del hombretón chirrió con tono lujurioso—. Pierre te gustará.

La chica no dijo nada, pero la expresión de su rostro resultó más que elocuente. En la suave belleza de sus rasgos no parecía adivinarse la certidumbre de una derrota, y sus tensos músculos estaban dispuestos para un salto. Lanzó una ojeada hacia el extremo del callejón y el hombretón siguió estúpidamente la dirección de su mirada. En ese momento ella actuó. Su hoja atravesó el aire en un rápido y preciso arco, rebanando la parte de atrás de la rodilla. El hombre se echó atrás de un salto, mientras un rugido de furia se escapaba de su garganta. Pero estaba borracho, y la insensibilidad provocada por el alcohol le permitió ignorar el dolor y reaccionar.

Su inmenso brazo se desplomó sobre ella, aferrándola por un tobillo y haciéndola caer de bruces. La tomó por el muslo con la inmensa manaza, casi una zarpa, y la atrajo hacia sí con un gruñido. Ella levantó la daga, pero él interceptó el brazo con facilidad.

Entonces Abraham se movió. Apareciendo de entre las sombras sin una duda, sujetó el brazo del hombre antes de que consiguiera partir el de la muchacha. Abraham se hizo a un lado con un giro, y el hombre la soltó, aullando por el inesperado dolor, y se volvió para enfrentar a su nuevo enemigo con rabia enloquecida.

—Te has inmiscuido en la lucha equivocada, amiguito —rugió Pierre—. Te voy a matar ahora mismo, y luego mataré a esta pequeña zorra por lo que acaba de hacerme.

Abraham lanzó una risotada, vacía, perdida, hambrienta, que se alzó como un eco por todo el callejón. La muchacha se encogió aterrorizada contra el muro.

—No matarás a nadie, nunca más —dijo Abraham con un susurro—. Vas a suplicar, y luego morirás, y no será una muerte honorable, porque alguien que ataca a las mujeres jóvenes no se merece ningún honor.

Mientras hablaba Abraham retorció con lentitud el brazo que había aferrado, sintiendo cómo su fuerza se abría camino quebrando los huesos. El hombre comenzó a balbucir, y al instante a chillar de dolor. Abraham tapó su boca con su bota, haciéndolo caer y ahogándolo contra el suelo. El hambre borboteaba en su interior y ya no había manera de negarla. Con un rugido más animal que humano cayó sobre el indefenso Pierre, aferrándose a su garganta y clavando profundamente los colmillos en ella.

Sostenía al hombretón sin dificultad... levantándolo y arqueando su cuerpo con la furia que le prestaba el hambre... el placer... sintiendo su calor y su fuerza fluyendo hacia él. Se alimentó rápidamente, sin preocuparse de lo que lo rodeaba, ni de la chica. Ni siquiera fue consciente de su existencia hasta que se apartó tambaleante, arrojando el cuerpo ya casi sin vida de Pierre sobre el polvo que cubría el suelo del callejón. Y entonces sólo porque ella jadeó entrecortadamente.

Se giró. Ella permanecía completamente inmóvil, apoyada contra el muro de piedra como la primera vez que la viera. Pero ahora estaba aterrorizada, temblando como una hoja en la tormenta, intentando recuperar el control de sí misma y escapar corriendo callejón abajo para salvar la vida. Sólo la impresión del ataque de Pierre, combinada con el horror que acababa de presenciar la mantenían paralizada en su lugar. Algo dentro de Abraham devolvió un jirón de cordura a su mente, y logró pronunciar unas palabras.

—Espera... —dijo—. Espera, no te vayas.

En ese momento ella estuvo a punto de escapar, pero su mirada se había posado sobre la de él, y se mantuvo donde estaba, inmóvil e indefensa contra la pared.

—Por favor... —alcanzó a jadear—. Oh, por favor...

Él se le acercó, limpiándose los labios sobre la manga mientras trataba de recuperar el control de sus pensamientos y sus actos. Habló de nuevo, adoptando un tono calmado.

—Está bien, pequeña. Él se lo merecía. Siento que tuvieras que presenciarlo, pero seguro que no sientes lástima por Pierre, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro, sin que Abraham pudiera decir si se trataba de una respuesta a su pregunta, o la expresión del pánico por lo que acababa de suceder ante sus ojos. Se acercó aún más. Sabía que tenía que calmarla, o matarla. Si quería que su misión llegase a buen fin no podía permitir que rumores sobre su existencia comenzaran a extenderse.

Se detuvo al tenerla al alcance de su mano y la observó con tranquilidad.

—Siento haber tenido que asustarte. No tienes nada que temer de mí, te lo aseguro. ¿Cómo te llamas, pequeña?

Los ojos de la muchacha se abrieron por un momento un poco más, y entonces volvió a aflorar a ellos algo de la acerada resolución que habían mostrado cuando se enfrentó a Pierre. Se aclaró la garganta y logró decir:

—F-Fleurette, Monsieur.

Abraham le sonrió.

—Fleurette... pequeña flor... peligrosa y llena de espinas, se diría. Un momento más y te habrías escapado de tu amigo —señaló a lo que quedaba de Pierre— sin mi ayuda.

Ella no contestó. Se limitó a mirarlo, con miedo. Parecía como si en cualquier momento fuese a volverse y a escapar corriendo. Él decidió que un acercamiento directo era el único para el que tenía tiempo.

—No has visto lo que crees que has visto —no sugería. Relataba un hecho—. Si alguien pregunta, te viste envuelta en una pelea, y tuviste que matar a Pierre. Nunca me has visto.

Ella agitó la cabeza. Sus ojos despedían ahora una luz casi empecinada.

—¿Qué es lo que le hiciste? —preguntó súbitamente—. ¿Cómo has podido matarlo tan fácilmente? Rompiste su brazo, yo lo vi. Rompiste su brazo y bebiste su sangre. Eres un vampiro...

Él asintió.

—Así es... y tú nunca me has visto. Ni siquiera crees en mi existencia. Pierre estaba bebido, era lento, y escogió la chica equivocada a la que asaltar. No puedo dejar que te marches sencillamente y comiences a advertir a la ciudad de la amenaza del "vampiro", así que te lo advertiré una última vez. Nunca me has visto.

—Déjame ir contigo —dijo ella ansiosamente, en voz baja—. Si andas buscando algo en Grenoble, Fleurette podrá encontrarlo antes que tú —su mirada lo recorría de arriba abajo. Todavía lo temía, pero aquel temor comenzaba a ceder rápidamente ante otra cosa... ¿Temeridad...? ¿Curiosidad...?

—Me retrasarías... —comenzó a decir él.

—Irías más lento sin mí —replicó ella antes de que él pudiera concluir la frase—. Fleurette conoce cada taberna, cada callejón de la ciudad. Dime qué es lo que andas buscando —se sumió en el silencio durante un largo momento, y entonces volvió a buscar su mirada—. Me has salvado la vida. Déjame que te ayude.

Él la contempló durante mucho rato antes de darse cuenta de que sólo tenía dos opciones: o la llevaba consigo, permitiéndole que lo guiara, o debía matarla. Y también de que, de alguna manera, ella tenía razón. No había estado en Grenoble durante muchos años. Con ella a su lado tendría más posibilidades de encontrar a Montrovant o a sus hombres.

—Muy bien, mi pequeña flor —dijo. Extendió su mano hacia el rostro femenino muy, muy velozmente, tan velozmente que ella ni siquiera pudo seguir el movimiento, ni tampoco evitarlo. Dejó que sus uñas descendieran con un ademán negligente por la mejilla de la muchacha—. No me decepciones. Tengo una misión de enorme importancia que llevar a cabo. Te prometo que si me ayudas, no tendrás nada que temer de mí.

—Te ayudaré porque te debo la vida —dijo ella apartándose de su contacto y volviendo a él casi inmediatamente. Parecía más tranquila, más calmada—. No te traicionaré. Fleurette es de buena ley, así como su palabra.

Él asintió una vez más. Entonces tan deprisa como le fue posible, le refirió una descripción de Montrovant. Recordaba sólo vagamente el aspecto de sus acompañantes, pero las facciones del Oscuro estaban grabadas a fuego en su memoria. Una visión que no lo abandonaba incluso cuando él lo deseaba.

Ella escuchó con suma atención y asintió.

—¿Él también anda buscando información? —preguntó. Su rostro se tornó pensativo por un instante y al cabo se volvió de nuevo hacia él, con una expresión muy seria—. ¿Es como tú, ese Montrovant? ¿Es él también un vampiro?

Abraham afirmó con la cabeza.

—Montrovant es viejo... mucho más viejo que yo.

Ella sonrió, una sonrisa franca.

—Entonces acudirá a los lugares que recuerde... a los viejos lugares... a la vieja ciudad.

Se volvió y desapareció en las calles, seguida de cerca por Abraham. Allá en el callejón un jadeo ahogado señaló el fin de Pierre, pero nadie advirtió su muerte. Al menos no inmediatamente.

Pese a que había accedido, ante la insistencia de Lacroix, a acudir a la catedral, Noirceuil no tenía la menor intención de permanecer entre sus muros hasta la llegada de la mañana. Entró, se mantuvo en silencio pacientemente, asintiendo y mostrando la debida deferencia frente al cardenal y se marchó tan pronto como le fue posible. Sus necesidades por lo que al alojamiento se refería habían quedado resueltas mucho antes de su llegada. Sólo le llevó unos momentos encontrar a un sirviente que le mostrara donde pasaría el día y aun menos tiempo dar con otro que le enseñara un camino hasta una puerta trasera que condujera a las calles.

No podía sacudirse de encima una sensación de inquietud. Allá afuera, en las calles de aquella ciudad, podía sentir la presencia cercana de su presa, el Oscuro, y de otros. Era intolerable que Lacroix le hiciera desperdiciar una noche entera de caza mientras su presa se escabullía a sus espaldas.

Sin una mirada atrás, Noirceuil se arrebujó en su capa, cubriendo sus oscuras facciones, y se deslizó por una calle lateral, encaminándose a paso firme en dirección al centro de la ciudad. No estaba muy seguro de donde ni cómo debía comenzar su búsqueda, pero sabía que no podía hacerlo en la catedral. Lacroix podría ocuparse por sí solo de las convenciones sociales. Noirceuil sentía tanto respeto como su compañero por la Iglesia, pero al mismo tiempo, en mucha mayor medida que el otro, por la fortaleza de sus enemigos.

El mal caminaba por la tierra. Él mismo había sido contaminado... manchado. Esta era su maldición, y sólo su misión, la incansable lucha para liberar la Tierra de los de su propia especie, le otorgaba algún momento de liberación de la tortura que para él significaba. El hambre le hervía en las venas, pero se esforzó en canalizar el dolor, enfocándolo hacia las entrañas. Se alimentaría. Era un hecho tan inevitable como la salida del sol. Sin importar sus oraciones o su fuerza de voluntad. Se alimentaría. Noirceuil servía a muchos señores, pero de entre todos ellos el apetito de la sangre era el supremo.

Este era el corazón de su dolor. Sabía que era uno de los Condenados. Nada que pudiese hacer borraría el daño que se veía obligado a infligir a otros. Ningún acto de fe, remordimiento, o piedad podría redimir el asesinato y el robo de la sangre de un hombre. Poco importaba que eligiese a un mendigo o a un rey. Era una vida, y él se veía forzado a arrebatarla, una vez tras otra. Y cada vez que lo hacía, un pequeño pedazo de lo que un día había sido se marchaba con ella.

La ciudad comenzaba a mostrar su rostro nocturno. Aquellos que no estaban a gusto, o a salvo, caminando durante el día, salían de sus agujeros como cada noche. Se reunían en las calles, apoyados contra los severos portales envueltos en sombras, se encontraban a la entrada de las tabernas y otros lugares oscuros.

Los comercios ya estaban cerrados. Las familias, los niños y las bien vestidas damas, yacían ya todos en sus camas, o en las de otros. Noirceuil merodeó por las calles sin llamar la atención. No habló con nadie. La mayoría ni siquiera llegaba a reparar en su presencia, y si lo hacían, lo veían desaparecer por otros caminos a los que realmente tomaba. Su imagen era imprecisa, aquí un momento, allá al siguiente... y sin embargo seguía un camino muy claro y directo.

Caminaba lo suficientemente cerca de las calles principales como para que hubiera poca amenaza de ataque, pero lo suficientemente entre las sombras para evitar a la mayoría de los caminantes nocturnos. Evitaba la algarabía de los bares y se apartaba al escuchar la jarana de los burdeles. En ellos no encontraría lo que buscaba. Siguió adentrándose en los suburbios, rodeado por edificios cada vez más viejos, cada vez más destartalados y degradados, mientras los sonidos propios de los despiertos y los vivos se hacían a su alrededor cada vez más escasos.

El aroma de la sangre lo golpeó repentinamente, y se detuvo, tambaleante, luchando contra una súbita oleada de hambre, maldiciéndose a sí mismo por su estupidez. Había esperado demasiado para alimentarse, había esperado y ahora se encontraba con tal abundancia de humanidad a su alrededor. Lentamente se calmó, combatiendo el acceso de locura... eliminándola. Él no sucumbiría.

Poco a poco la tranquilidad volvió a su mente. No se volvió hacia el aroma de la sangre, todavía no. Era una sangre vieja, casi fría, moribunda, y aunque hubiera probablemente bastado para calmarlo, no era lo que ahora necesitaba. Tal vez fuera una pista hacia el camino que andaba buscando, pero ahora mismo no podía seguirla. Antes necesitaba alimentarse. Con un súbito salto, se plantó en el primer rellano del edificio más cercano, sin preocuparse por que nadie pudiera verlo, y con un segundo y veloz movimiento se encaramó sobre la repisa del tejado. Se movió tan rápidamente que alguien que hubiese reparado en él lo habría tomado por una ilusión, aquí un segundo, desaparecido al siguiente, y de pronto sobre el tejado del edificio de enfrente.

No fue muy lejos. Se encontraba entre edificios viejos y decrépitos, pero todavía habitados, y no le llevó demasiado tiempo encontrar lo que andaba buscando: una balconada, justo bajo el nivel del tejado, y una anciana, sola, sentada allí en su silla con la mirada perdida en las calles debajo de ella. No miró hacia arriba mientras él se aproximaba, y pudo observarla durante unos segundos, mientras la vieja lucha se renovaba en su corazón, se arrastraba por entre sus venas y se derretía en el fuego de su hambre.

Escuchó cuidadosamente, aclarando sus sentidos. No captaba movimiento alguno debajo de sí, ningún signo que indicara que había alguien más en la pequeña habitación frente a la balconada. Ella estaba sola. Y si no lo estaba, los otros dormían.

No se demoró más. Era una vida, sí, pero si había sido una vida buena, cedería el paso a una gloria eterna. Un regalo que para él estaba vedado. Y si no lo había sido, entonces le quedaba ya poco tiempo para remediarlo. En todo caso, su trabajo debía continuar. No había ningún otro al que la Iglesia pudiera recurrir. Ningún otro sobreviviría para poder cazar a los demonios bebedores de sangre y conducirlos ante el juicio. No era más que una vida; una vieja vida que se aproximaba a su fin.

Noirceuil descendió sobre el balcón con la suavidad de una hoja al caer, y pese a que no hizo ningún ruido, vio que la mujer se ponía rígida. No se volvió, pero él pudo escuchar como su corazón se aceleraba, y supo al instante que ella había sentido su aproximación y su presencia. Pero no vacilaría. No había nada que ella pudiese hacer.

—Así que —dijo la mujer, todavía mirando hacia las calles, la voz temblorosa pero al mismo tiempo fuerte— es cierto. Vienes a por mí de noche, como una sombra, para arrancarme de este mundo de lágrimas. Te he esperado mucho tiempo, señora.

No comprendió inmediatamente las palabras, pero detuvo su paso, y escuchó.

—No voy a mirarte todavía —dijo ella, meciéndose tranquilamente sobre su silla—. Sé que mi momento ha llegado, y aunque estoy preparada para ello, no voy a arrojarme en tus brazos, ni siquiera por la promesa de una vida mejor. Quiero saborear estos últimos momentos, señora, catarlos como un vaso de buen vino del mercado, suaves dulces, cálidos. Esperaré al frío contacto de tus manos sobre mi hombro.

Entonces lo comprendió. Lo había reconocido, después de todo, pero su imaginación le había asignado un papel más romántico que el que le deparaba la realidad: era la Muerte. Para ella era el ángel de la muerte, el ángel que le traía un agridulce presente. Un ángel... el único ángel que solo podría ser, la única gloria que alguna vez estaría a su alcance. Sólo en otorgar la muerte era él diligente y puro.

Se acercó otro paso, pero aún vaciló.

—Anciana madre —dijo, preguntándose de pronto si tendría hijos—. A todos nos es dado pasar un tiempo en el mundo. El tuyo ya se ha consumido, y has de acudir al servicio de tu Señor. Alégrate.

Ella estuvo a punto de volverse hacia el repentino sonido de su voz. Entonces se detuvo con un estremecimiento.

—Me he alegrado por los días soleados, y por el sonido de la voz de mi hija. Recordaré con orgullo las cosas buenas que he hecho, y la gente a la que he ayudado, e incluso tendré un recuerdo de misericordia para aquellos que me han hecho mal. Pero no me alegraré ante la muerte hasta que alcance el otro lado y pueda evaluar cuánta verdad hay en sus promesas.

Él la contempló durante unos instantes. Entonces el hambre lo asaltó con fuerza repentina, alimentada por el recuerdo de una promesa. La promesa que se le hiciera cuando era un niño, un niño que encendía las velas del altar de la iglesia cada Domingo y cantaba los himnos de alabanza con voz argentina. La promesa que le había sido arrebatada cruelmente, a favor de una eterna condena.

Cayó sobre ella, abrazándose a su arrugada carne, los colmillos mordiendo, abriéndose paso, las manos apretándola contra sí para mantenerla inmóvil. Ella dejó escapar un grito breve y ahogado, y entonces se sumió en el silencio, temblando contra su cuerpo, y después pareció alejarse, en dirección a aquella luz que tanto tiempo atrás hubiera descendido sobre él para reclamarlo. Creyó sentir como la llamaba, arrebatándola a su abrazo mientras él se llevaba la sangre sin alma de sus venas. Sollozó, liberándola, liberándose, dejando que el cuerpo se desplomara sobre la barandilla de la balconada. Con un rápido giro de sus muñecas la arrojó al vacío, y observó mientras el cuerpo caía sobre las calles y se desplomaba sobre el suelo, acabando lo que su hambre había empezado.

Nunca otorgaría a otro el Abrazo. Nunca extendería la maldición. Nunca. En cambio, consagraría su vida a poner fin a su existencia. Se volvió, intentando expulsar los recuerdos de la extraña anciana y sus palabras fuera de su mente, mientras, limpiándose cuidadosamente la sangre de los labios, escalaba a toda prisa la pared de vuelta al tejado y se marchaba siguiendo el mismo camino por el que había llegado.

Volvió a la calle. Miró en todas direcciones y no vio un alma. El aroma de la sangre que había captado antes permanecía allí, pero mucho más débil. Se había enfriado casi por completo. Ya no quedaba vida ni consciencia alguna en ella.

Encontró rápidamente la boca del callejón y penetró en él. El montículo de carne que había sido Pierre atrajo inmediatamente su atención. Se acercó a él. Con la bota hizo girar al cuerpo para verlo de frente. No tenía marcas, pero él no las necesitaba. Ya había adivinado la verdad.

Volviéndose, dejo que sus ojos escudriñaran el callejón, pasando sobre los muros y la tierra, en busca de cualquier pista que pudiese guiarlo hasta aquel que había drenado la sangre de aquel cuerpo. No había nada; nada, salvo un sutil hormigueo estremeciéndose en lo más profundo de su mente. Volvió a la calle y se marchó, buscando deprisa la cercanía de las luces. Pero al doblar la primera esquina se detuvo repentinamente.

Una simple gota de sangre resplandecía sobre el polvo de la calle, a sus pies. Se inclinó, tomando la gota con la yema de uno de sus dedos, y se la llevó a los labios. La misma. Se apresuró a toda velocidad calle arriba, siguiendo un aroma y un rastro de muerte. Aún quedaban por delante varías horas de la noche, y la caza había dado comienzo.