_ 17 _
En cuanto el sol se hubo puesto, Noirceuil, tal y como Lacroix sabía que haría, retornó a la entrada de la pequeña caverna. No intercambiaron una sola palabra. El cazador se acuclilló inmediatamente frente a la grieta. El propio Lacroix, cuya resistencia había cedido al fin ante los rigores del largo y duro viaje, acababa de despertarse de un prolongado sueño. Posiblemente el último de que disfrutaría durante mucho tiempo.
Noirceuil husmeó en la entrada, ligeramente al principio, apoyado sobre los talones, y balanceando la cabeza de un lado a otro. Por su aspecto parecía un animal que hubiese perdido el rastro, y esto preocupó a Lacroix más que ninguna otra cosa a la que hubiese asistido desde que viajaban juntos. Algo andaba mal, o al menos no exactamente como Noirceuil había esperado. El suyo era un arte de precisión. Si les otorgaban a sus enemigos incluso un momento de ventaja, bien podría ser el último de su existencia.
Sin vacilación, Lacroix volvió hasta la roca junto a la que había estado durmiendo, desenfundó la espada y vigiló las sombras que rodeaban el pequeño claro con ojos llenos de inquietud.
—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja.
Noirceuil no contestó de inmediato. Cuando por fin dio media vuelta, agitando la cabeza, su voz apenas resultaba audible.
—No están aquí. Puede que hayan salido por este lugar, o que se hayan internado aún más en la grieta. No estoy seguro. Creo que han estado aquí... en la última hora, más o menos, pero el rastro es demasiado tenue como para poder asegurarlo.
Noirceuil se volvió hacia Lacroix, perforándolo con la mirada.
—¿Por qué no estabas vigilando la entrada?
La mirada de Lacroix se estrechó mientras observaba a su compañero regresar desde la entrada de la cueva.
—No habías vuelto todavía, y nunca había visto a uno de ellos tan temprano, no antes de que tu hubieras vuelto. Pensé que no era tan tarde como para empezar a preocuparse.
Por un momento dio la impresión de que Noirceuil se disponía a decir algo, pero finalmente se detuvo, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Bien. Se han marchado. Debemos hacernos a la idea de que pueden despertar antes que la mayoría de los de su especie, y de que pueden encontrarse aquí, a nuestro alrededor.
El cazador maldijo en silencio, escudriñando las sombras. Mientras tanto, el corazón de Lacroix comenzaba a calmarse un tanto. Con Noirceuil a su lado se sentía al menos capaz de enfrentarse con cualquiera de sus presas. Pero ahora parecía como si ellos mismos se hubieran convertido en las presas. Había visto caer a demasiados de sus enemigos como para pensar que las posibilidades estaban demasiado en su contra, pero odiaba ser sorprendido con la guardia baja. También odiaba aparecer como un idiota. Y en cuanto a esto, la expresión pintada en el rostro de Noirceuil unos momentos antes había resultado bastante elocuente.
No captaba ningún movimiento cerca de ellos, pero algo hizo que los pelos de la parte trasera de su cuello se erizaran. Al momento supo que no estaban solos.
—Están aquí —jadeó.
Noirceuil asintió en silencio. Se había situado con la piedra a su espalda y su postura era la de una cobra erguida, dispuesta para golpear. No había miedo en él, ningún pensamiento de derrota. Sólo quería un objetivo. Por su parte, Lacroix no parecía tan impaciente como su compañero por enfrentarse con unos vampiros capaces de despertar tan temprano, pero al menos estaría menos inquieto una vez que los tuviera a la vista. Si iba a morir, prefería tener a la vista el instrumento de su muerte.
Entonces se escuchó un crujido a su izquierda, y concluyó la espera. La chica había aparecido a la vista, con las manos en la cintura, observándolos como si no fuesen más que alimañas retorciéndose en una esquina de su cocina.
Otro sonido a la derecha, y Abraham apareció en el extremo opuesto del claro, una expresión oscura y enigmática en sus ojos. Noirceuil osciló de un lado a otro, mirando hacia a él, luego hacia ella, sereno.
Entonces su cuerpo se tensó.
—¿Qué ocurre? —preguntó rápidamente Lacroix. Su primer pensamiento fue que los dos no estaban solos y su mirada comenzó a moverse salvajemente de un lado a otro. Pero no había nadie más a la vista.
—Algo va mal —dijo Noirceuil con calma—. No son como deberían. Hay algo más en ellos. Mira su piel...
Lacroix lo hizo, forzando la vista para penetrar la tenue luz. Eligió a la chica, cuya visión resultaba más agradable. No le pareció muy diferente de cualquier otra chica, si acaso algo más pálida. Miró con más atención. Noirceuil no gritaría "lobo" de no encontrarse frente a un lobo.
Entonces advirtió dos cosas. En primer lugar, la muchacha no mostraba el menor signo de miedo. A estas alturas, ya debía saber quién era Noirceuil y por qué los estaba persiguiendo, y ella era muy joven en su Condenación. Y en segundo lugar, su piel estaba aún más pálida de lo que había creído al principio, casi se diría que translúcida, y en el interior de sus ojos resplandecía una luz profunda e intensa. Lacroix había visto centenares de vampiros, pero había algo diferente, algo intimidatorio, en la apariencia de aquella. Se volvió hacia el lugar en el que Abraham había hecho su aparición, pero allí ya no había nadie.
En aquel mismo instante, Noirceuil dio un salto, moviéndose con imposible velocidad hacia donde la chica permanecía, mirándolo fijamente. Ella no se movió y, por alguna razón, esto asustó a Lacroix. Se abalanzó sobre su compañero, tratando de sujetar su capa, sabiendo que era demasiado lento, que era demasiado tarde.
Abraham surgió de entre las sombras como una oscura daga, rebanando el aire. Cayó sobre Noirceuil desde un lado, derribándolo sobre el suelo. La chica se esfumó de la vista y, mientras un gruñido de furia se elevaba desde la garganta del cazador, respondido por un chillido del vampiro, Lacroix se volvió hacia su derecha, girando y desplazándose a lo largo de la pared de roca, con los ojos lanzando miradas de terror hacia las sombras que parecían cernirse sobre él.
Agachándose tan deprisa como pudo, se volvió a mirar hacia el lugar por el que Noirceuil se había sumergido entre las sombras. Nada. Los dos habían desaparecido de la vista, y ahora él se encontraba solo. Sacó de su vaina la estaca que portaba junto al corazón y, sin un pensamiento, su mano se deslizó para aferrar el crucifijo de plata que llevaba en torno al cuello. Sabía que ambos eran gestos fútiles. Ninguna de sus "presas" estaba a la vista. Cuanto más tiempo pasase sin saber nada de Noirceuil, más aumentaría la certeza de que su compañero había encontrado por fin la horma de su zapato.
Entonces se alzó un agudo grito. Lacroix pudo reconocer la voz de Abraham. Era un aullido de dolor. Lacroix corrió hacia él. No sabía lo que estaba ocurriendo, pero lo que sí sabía era que si podía mantener a Noirceuil a su lado y con vida, tendría más posibilidades de ser juzgado ante las puertas de San Pedro en vez de en este oscuro bosque.
Avanzó agachado, buscando cuidadosamente cualquier señal que revelase la presencia de la chica. Llegó hasta el linde del claro y se arrojó, profiriendo una maldición apagada, por el mismo lugar por el que los dos antagonistas habían desaparecido apenas unos momentos antes. Hubo un sonido más adelante, pisadas apresuradas, una refriega, y otro grito, esta vez proferido por Noirceuil. Lacroix se apresuró esquivando los árboles y pudo ver a Noirceuil y Abraham hechos un ovillo, las manos en el cuello del otro, los ojos apenas separados por unas pulgadas, rodando por el suelo.
Resultaba evidente que se encontraban exhaustos, pero lo que heló a Lacroix en el sitio fue el rostro de Noirceuil. Los ojos estaban más abiertos, la mirada más intensa, y resplandecía con odio profundo y rojizo. Sus manos se clavaban en la carne de su oponente como garras, con una ferocidad que nada tenía que envidiar a la del Condenado. Lacroix se detuvo, y luego dio un paso atrás.
—No —jadeó.
Noirceuil le escuchó, volviendo aquellos ojos de animal hacia su compañero.
—¡Ven y ayúdame, idiota!
Lacroix agitó la cabeza, sin decidirse a avanzar. Sus labios se movían, pero ningún sonido brotaba de su garganta. De pronto, todos los hechos y los acontecimientos comenzaban a encajar, tomando un lugar preciso en su memoria y en sus pensamientos, hurtándole la concentración.
—No —repitió. Dio otro paso atrás, y fue entonces cuando sintió el suave contacto de una mano sobre su hombro.
Girando sobre sí mismo, se encontró frente a la chica, cuyos ojos palpitaban con hambre. Se le acercaba. Blandió la estaca frente a ella, tratando de clavarla en su corazón y de huir, correr hasta su caballo y después escapar a la carrera, lejos de esta montaña, hasta Roma, hasta cualquier lugar, cualquiera menos aquél.
Ella lo cogió por las muñecas con facilidad, las retorció y arrojó el arma de madera hacia las sombras con un desdeñoso movimiento de la mano. No parecía tener ninguna prisa para acudir en ayuda de su compañero. En cambio, su atención estaba fija en Lacroix, en su garganta, en el suave pulso de su sangre que se volvía más fuerte y más salvaje a cada segundo que pasaba.
Lo agarró del brazo, y con un súbito tirón lo atrajo contra su pecho, casi haciéndole perder el equilibrio.
—Al suelo, idiota —Noirceuil siseó a su espalda.
No sabía qué otra cosa hacer, así que obedeció. Se echó al suelo delante de ella y se arrastró, aterrorizado. Al cabo de un instante, ella soltó su brazo y pasó sobre él, dejándolo atrás. No trató de buscar la estaca. Rodó por el suelo y buscó refugio entre las sombras.
A su espalda, pudo escuchar cómo la muchacha dejaba escapar un siseo, avanzaba lentamente varios pasos hacia él, y al fin se detenía. La otra batalla debía de estar decantándose en favor de Noirceuil. Ella no lo siguió, y Lacroix se encontró de nuevo en el claro, corriendo hacia su montura, en cuestión de segundos. Noirceuil, su misión, todo olvidado, salvo la huida.
Se encaramó a la silla, soltó las riendas del lugar donde las había atado la noche anterior, y espoleó al caballo. El animal, aterrorizado, lanzaba agudos relinchos y coces, pero Lacroix logró dominarlo. Momentos más tarde volaba bosque a través, sin preocuparse por el azote de las ramas sobre su rostro. Rezó por no destrozarse una rodilla contra un árbol mientras su caballo atravesaba las sombras como una exhalación.
No había ido muy lejos cuando lo sorprendió otro sonido. Por un instante trató de averiguar su procedencia, pero el terror se había apoderado de sus pensamientos, y no reparó en el retumbar de cascos hasta que irrumpió en el camino. St. Fond y du Puy, sorprendidos por su repentina aparición, lanzaron gritos roncos mientras pasaba junto a ellos. Suponiendo de quiénes debía tratarse, espoleó a su caballo aún con más fuerza, lanzándose a velocidad de vértigo en dirección opuesta a la montaña. St. Fond se volvió, a punto de correr tras él, pero du Puy negó con un gesto de la cabeza. En vez de eso, ambos se internaron entre los árboles por el mismo lugar por el que Lacroix había aparecido, siguiendo en sentido contrario sus huellas.
Más atrás, por el mismo camino, Montrovant y los otros vieron aparecer la apresurada figura de entre las sombras, dirigiéndose en línea recta en dirección a ellos. Un grito agudo se elevaba desde lo más profundo de su garganta. Sin un sonido, se hicieron a un lado.
Le Duc observó al enloquecido jinete pasar como una ráfaga de viento junto a ellos, y se volvió a Montrovant, con una silenciosa pregunta en los ojos. El Oscuro sacudió la cabeza.
—Déjalo ir. Es aquello de lo que huye lo que nos concierne.
Volviendo de nuevo al camino, Montrovant clavó las espuelas en los flancos de su caballo y reanudó su marcha. Al cabo de unos metros, abandonó el camino y se hizo a un lado, por donde sus hombres acababan de internarse entre las sombras. Encogiéndose de hombros, Jeanne y los otros lo siguieron.
Momentos después aparecieron en el claro, donde se desarrollaba una escena salvaje. Fleurette había conseguido apartar a Noirceuil de Abraham, pero a éste último le costaba levantarse, y el cazador se había vuelto hacia ella, preparado para descargar su golpe.
En aquel momento, St. Fond y du Puy habían aparecido entre los árboles, cargando en línea recta contra los dos antagonistas. Abraham, aunque estaba herido, había logrado echarse a un lado y había desaparecido entre las sombras una vez más. Los dos caballeros, inflamados por la energía y la adrenalina de la carga, desenvainaron las espadas e hicieron girar a sus monturas, dispuestos a enfrentarse con cualquiera que se interpusiese en su camino.
Noirceuil dejó escapar un gruñido de frustración, volviéndose para enfrentar el nuevo peligro. Dudó por un instante. Deseaba saltar sobre Fleurette e ignorar a los dos caballeros, pero al mismo tiempo quería cargar sobre ellos. La decisión quedó clara segundos más tarde, cuando Montrovant apareció siguiendo a los caballeros, con Le Duc a su lado.
El Oscuro sólo necesitó un instante para evaluar la situación. Rápidamente, lanzó su caballo a la carga. Con sus cuartos delanteros propinó un fuerte golpe a Noirceuil, y lo envió dando tumbos hacia las sombras. Pero el cazador no perdió el control de sí mismo y, mientras pasaba junto a Fleurette, lanzó con sus afiladas garras una rápida y mortal estocada sobre su rostro. Ella logró esquivarlo y se dirigió hacia los árboles. Le Duc la interceptó, obligándola a detenerse y ella trató de escapar en dirección opuesta. Pero allí se encontraba St. Fond, mirándola fijamente, con la espada desenvainada.
Profiriendo un grito de furia, Noirceuil se perdió entre las sombras que los rodeaban.
—No se ha ido —exclamó Montrovant. El Oscuro vagó de un lado a otro del claro, examinando las señales de lucha, y entonces miró por un momento a la muchacha.
—Hay otro. Manteneos juntos. Hagáis lo que hagáis, permaneced todos a la vista de algún otro, y no os acerquéis demasiado a esas sombras.
Se movió entonces con asombrosa rapidez, desmontando y yendo a colocarse junto a Fleurette. La miró de arriba abajo, reparando en su joven figura, la profundidad de sus ojos, y la fría, inquebrantable fortaleza de su mirada.
—¿Cuánto hace? —preguntó con calma.
Ella no contestó. Se limitó a devolverle la mirada. Él se acercó aún más, como si se dispusiese a tocar sus hombros, y enseguida se apartó.
—¿Cuánto hace desde tu Abrazo?
Tampoco esta vez hubo respuesta. De pronto, un grito proveniente de los árboles cercanos arrancó una maldición de los labios de Montrovant. Se hizo a un lado, dirigiéndose hacia la oscuridad, y Le Duc dio varios pasos tras él. En aquel mismo instante, con la atención de los caballeros distraída, ella desapareció. St. Fond y du Puy intercambiaron miradas de consternación, pero no la siguieron. La palabra de Montrovant era ley, y tampoco tenían prisa por averiguar que era aquello que se escondía entre las sombras y a lo que el Oscuro parecía temer. Era mejor contar con un poco de campo abierto para luchar.
Montrovant y Le Duc, confluyendo desde lados opuestos, se encontraron con Noirceuil y Abraham, todavía enzarzados. Uno de los brazos de éste último pendía herido, inútil a su lado. El cazador lo había acorralado contra un árbol, pero no parecía tener la fuerza suficiente para descargar el golpe definitivo. Montrovant tiró de las riendas, observando la escena un instante, y entonces dio rápidamente la vuelta.
—Ahora —dijo el Oscuro en voz baja—. Ahora es el momento.
Sin una palabra más, se lanzó a la carrera hacia el acantilado. Le Duc, acostumbrado a tan repentinas decisiones, siguió a su señor, dejando que los dos vampiros terminasen su combate como pudieran. Pocos segundos después, se encontraban frente al acantilado, severo e impasible. Pero antes de que Jeanne pudiera pronunciar palabra, Montrovant desmontó, se agachó y se acercó a la pequeña grieta que se abría en la pared de roca.
Era una cueva. Una abertura en el muro. Una puerta. Jeanne esbozó una sonrisa y se dispuso a desmontar. Montrovant ya estaba desapareciendo en el interior del oscuro agujero cuando Le Duc puso pie a tierra y abandonó el claro dejando su caballo, sus pertenencias, y probablemente su misma existencia tras de sí.
—¿Dónde conduce? —preguntó con voz ronca.
—Hacia el interior y hacia arriba —replicó Montrovant suavemente—. ¿Pudiste verlos, Jeanne? Abraham, aquel a quien abandoné a la muerte en la fortaleza, y la chica, muy joven en la Sangre... y a pesar de todo eran muy fuertes. Su sangre era diferente, poderosa...
—La Orden —murmuró Jeanne.
—Así es —replicó Montrovant—. Y este es el único camino que podrían haber seguido para llegar tan rápidamente desde su fortaleza. Hace un rato sentí los caballos de los otros dos, los cazadores, en este lugar, y me pregunté por qué se encontrarían aquí. Si Abraham y la chica hubieran venido por el otro camino, se habrían topado con nosotros, no con ese extraño.
—¿Por qué hemos venido, en vez de quedarnos a ayudar a los otros? —preguntó Jeanne, sintiendo una punzada de culpa latiendo en su pecho.
—Tus palabras, en la posada —gruñó Montrovant, mientras se arrastraba rápidamente hacia el interior de la montaña—. Kodesh habrá supuesto que me quedaría a luchar. El extraño era un cazador, y por lo poco que pude ver del equipaje en su caballo, enviado por Roma. Caza a los suyos, Jeanne. Kli Kodesh sabía que esto me enfurecería. Espero que cuente con tenerme ocupado durante un buen rato. Me alejé de la batalla porque era precisamente la última cosa que deseaba hacer. Pronto sabremos si mi decisión ha sido acertada o si, una vez más, ha jugado conmigo como si fuera una marioneta.
Jeanne sonrió entre las sombras y lo siguió. Pronto llegaron junto al primer portal, que estaba abierto, y lo atravesaron. Jeanne vaciló, considerando la posibilidad de cerrarlo tras de sí, pero la desechó. Una vez que estuvieran en el interior, poco podía importar quién los siguiera. Si otros venían tras ellos y provocaban alguna agitación, tal vez la atención de sus habitantes se apartara de Montrovant y de él mismo. Siguieron por el pasadizo hasta llegar al segundo portal. Éste permanecía cerrado. Montrovant se entretuvo unos segundos con él hasta que, con un jadeo de satisfacción, logró abrirlo. En silencio, lo atravesaron y penetraron en el interior de los niveles inferiores del castillo. La losa fue devuelta a su lugar y ellos se perdieron por el pasadizo, y hacia las escaleras que había más allá.
Fleurette, inmóvil bajo las sombras que proyectaba un enorme y viejo roble, observaba a los dos caballeros. El hambre sólo era un impulso apagado, y no sentía la necesidad de alimentarse, pero al mismo tiempo no la complacía quedarse donde estaba, sin hacer nada. Fundiéndose con las sombras, rodeó el claro hasta que volvió a captar los ruidos de la lucha arrastrándose hasta sus oídos.
Acelerando el paso, irrumpió en el claro justo a tiempo para ver la figura de Noirceuil, inclinado sobre la figura inerte de Abraham. Su brazo se alzaba muy alto sobre la cabeza y una hoja relucía con un brillo intenso en su mano. Abraham había agotado sus fuerzas, pero Fleurette estaba segura de que todavía no estaba muerto. No sabía exactamente el porqué, pero algo le decía que en el preciso momento en que él dejase de existir, ella lo sentiría, y ese sentimiento la haría daño, mucho daño.
Con un gruñido apagado, saltó de entre las sombras y desenvainó su pequeña daga. En vida la había servido bien, siempre pegada a su muslo. Se sintió confiada al notar el familiar tacto de la empuñadura en su mano. Como aquella vez, la última, cuando Abraham había acudido en su ayuda allá en el callejón, tan lejos en el tiempo, tantas millas hacia el pasado.
Noirceuil se sobresaltó y comenzó a darse la vuelta, pero era demasiado tarde para evitar la carga. La hoja se clavó en su garganta, haciéndolo caer sobre el suelo. Ella lo siguió, girando con el impulso de la embestida y extrajo la daga mientras volvía a ponerse en pie. Sus movimientos eran más rápidos de lo que hubiera creído posible en vida, su agilidad la de un gran felino, pero Noirceuil era más viejo, más rápido, y había estado luchando con los muertos durante muchísimo más tiempo.
Él dejó escapar un bramido de furia, cambiando su propia hoja de mano, y girando para alejarse. Se levantó. Se llevó la mano a la garganta y presionó la herida, que rezumó durante un instante. La sangre relució bajo la luz de luna que se filtraba entre las copas de los árboles. Entonces se movió. Fue hacia ella directamente, sin quiebros ni fintas. Era más fuerte que ella, y pensaba aprovecharse de esa ventaja para hacerla caer al suelo y allí poner fin a su existencia con rapidez.
Eso la enfureció. Durante toda su vida había tenido que enfrentarse con hermanos mayores, guerreros y borrachos de las tabernas. No se amilanó ante la carga de Noirceuil, sino que lo esperó, el cuerpo preparado y en el rostro una mueca de fingido terror. Los ojos de él centellearon y saltó. Ella se hizo a un lado con rapidez y le propinó una patada mientras pasaba a su lado.
La hoja del cazador cortó el aire, pero sólo eso, y el impulso le hizo tropezar. Ella aprovechó el momento y asestó una profunda puñalada sobre su hombro. Tirando de la daga hacia sí, abrió una herida alargada por toda su espalda. Él se revolvió y le arrebató el arma de las manos de un golpe, haciéndola gritar. Con movimientos armoniosos, casi una danza, ella retrocedió hacia el claro. Noirceuil rugía de dolor y frustración.
Giró sobre sí mismo y volvió a acercarse a ella, esta vez con más cautela, vigilándola. Fleurette sabía que no podría engañarlo una segunda vez, y ahora estaba desarmada. Sus ojos recorrieron los alrededores en busca de algo que pudiera utilizar para defenderse, pero lo único que vieron fue el cuerpo inerte de Abraham, tendido de bruces sobre la hierba.
Se mantuvo inmóvil, mientras Noirceuil, acercándose, le dedicaba una sonrisa.
—Eres muy ágil, pequeño demonio —dijo él, con voz silbante—, pero eso no te servirá de nada contra mí. Te voy a enviar de vuelta con tu oscuro señor. A ti y a tu Condenado hacedor. No derramarás más sangre inocente. Tu hambre no se llevará más hijos de Dios.
—Eres un necio —contestó ella, calmada—. No eres diferente a mí. No eres mejor. Te alimentas de aquellos a los que yo dejo tras de mí, utilizando su sangre para prolongar tu perversa existencia, jugando a ser Dios, y erigiéndote en juez de los Condenados.
—Puede que sea un Condenado —replicó Noirceuil—. Pero lo soy para cumplir los designios del Señor. No te equivoques. Eres una abominación a Sus ojos, y voy a expulsarse de Su mundo.
Fleurette vio que el cuerpo de Abraham comenzaba a moverse, vacilante. Se mantuvo quieta en el mismo lugar.
—No. Sólo te sirves a ti mismo. O a Satanás, si es que tal criatura existe. Ningún Dios permitiría que sus hijos se convirtieran en lo que nosotros somos. ¿Quién eres tú para decidir lo que es malvado, y lo que no lo es?
Noirceuil vaciló. No muy a menudo se le presentaba la oportunidad de explicar a su víctima el porqué de la ejecución. Y el orgullo era su más apreciado pecado.
—Conozco a Dios mejor de lo que imaginas, niña. He conocido su amor, y su salvación. Me han sido arrebatados, pero aún recuerdo el dolor. No permitiré que continúes con vida, para arrancarlos también de los corazones de otros. Debes ser destruida.
El grito de Abraham se alzó, estrepitoso, aterrador. De rodillas, extendió el brazo hacia la espada que momentos antes había dejado caer al suelo. Asiéndola por el mango, ignorando los profundos cortes que recorrían su mano, la levantó y, con un repentino y poderoso latigazo, impulsándola con una oleada de ciega furia, la arrojó hacia Noirceuil.
La hoja atravesó el aire, dando vueltas como una enorme daga. Fleurette contempló su vuelo, hipnotizada por el reluciente acero. Noirceuil fue demasiado lento. La hoja giró, avanzó, se abatió de lado sobre él con precisión imposible, y se abrió paso con facilidad a través de su garganta, cercenándola. La cabeza, separada de los hombros, salió despedida dando vueltas hacia la oscuridad, un esbozo de gruñido en los labios, y una expresión de perplejidad y ultraje cosida sobre las facciones.
Su cuerpo aún avanzó unos pasos. Con los brazos extendidos, como si intentase alcanzar a Fleurette. Inmóvil, ello lo observó acercarse. Entonces se desplomó sobre el suelo, y ella se volvió, apresurándose junto a Abraham y tomándolo en sus brazos.
—Rápido —jadeó él, tratando de incorporarse. Ella lo ayudó a ponerse en pie, y salieron tambaleándose del claro—. ¿Dónde está Montrovant?
—No lo sé —dijo ella—. Él y su compañero abandonaron el claro en cuanto Noirceuil fue tras de ti.
Maldiciendo, Abraham se volvió para observar la silueta de la montaña.
—Entonces, puede que sea demasiado tarde para detenerlo —dijo con voz entrecortada. Lentamente, su brazo comenzaba a curarse, pero todavía no podía utilizarlo, y su peso muerto lo frenaba. Aun así, avanzó sin vacilación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Fleurette en voz baja.
—No se quedó a luchar —Abraham maldijo—. Fue a por el Grial. Tenemos que llegar allí, y tratar de impedir que lo consiga.
Aunque ella creía para sí que Kli Kodesh había anticipado esta posibilidad, lo ayudó a caminar apoyando parte de su peso sobre su hombro. Lo menos que podía hacer por él era escoltarlo hasta aquello que el destino le tuviera reservado. Así abrazados, los dos se apresuraron de vuelta al acantilado y el túnel. Se introdujeron en la cueva, y desaparecieron de la vista.