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Lacroix siguió el paso de Noirceuil mientras este abandonaba la ciudad. A pesar de lo que habían descubierto, no se dirigieron hacia los bosques.
—Ya han estado allí y se han marchado —explicó Noirceuil con brusquedad—. Hace horas que debiéramos habernos puesto en camino. Recuperaré su pista más allá del bosque. Deben estar dirigiéndose hacia las montañas.
—¿Cómo lo sabes? —había inquirido Lacroix por un instante—. Y no me digas que tu mente te lo ha revelado, porque esto es demasiado importante como para andar escuchando los consejos de pequeñas voces en nuestras cabezas.
Noirceuil había detenido entonces a su montura, y se había vuelto hacia su compañero, con una mirada helada.
—Lo sé porque el tipo al que interrogué en la taberna me dijo que irían a los bosques. Mientras tu descansabas y disfrutabas del vino del cardenal, probablemente recordando viejas historias de vuestra vida en Roma, yo salí de la ciudad y vigilé ese bosque. Existen dos caminos fuera de él que podrían haber seguido. El primero conduce país adentro, hacia ciudades, gentes, incluso quién sabe si hacia un ejército. El segundo se dirige hacia las montañas. Si dirigieras una banda de no-muertos demoníacos, con los mayores tesoros de la Cristiandad ocultos en tus carromatos, ¿te dirigirías hacia la civilización, o tratarías de encontrar un escondite apartado?
Lacroix no dijo nada durante un largo rato. Descubría ahora en el interior de los ojos de Noirceuil más de lo que le hubiera gustado. Cosas que se preguntaba cómo podían hasta ahora haberle pasado desapercibidas. Por primera vez comenzó a dudar que el compartir camino a solas con aquel hombre hubiera sido una sabia decisión.
Al fin asintió, y Noirceuil se adelantó sin dedicarle una palabra más, montando en su caballo y alejándose a su grupa de la catedral, a buen paso. Lacroix también montó, y se volvió por un momento para mirar al cardenal. El sacerdote estaba asomado al balcón de sus aposentos, mirándolos a ambos y despidiéndolos con un gesto.
Una vez fuera de la ciudad avanzaron velozmente. Noirceuil los guiaba en una dirección que venía a desembocar en el extremo más alejado del bosque, pero sin llegar a adentrarse en su interior. Se dirigía a la carretera que surgía al otro lado y, más allá, hacia las montañas que se cernían, frías y amenazadoras, sobre ellos. Lacroix sabía que Noirceuil estaba probablemente en lo cierto, pero a pesar de ello cuanto más se alejaban de los confines de la ciudad, y de la catedral, menos a gusto se sentía.
Ya iba siendo hora, lo sabía, de cambiar la espada y la silla de montar por una parroquia de su propiedad, o por una cámara en la propia Roma en la que supervisar los interrogatorios de otros. La utilidad de los servicios que había prestado a la Iglesia había sido inmensa, y había pocos en su seno tan cualificados como él para estos asuntos. Mientras los Condenados habitasen entre ellos, los servicios de Lacroix serían necesitados.
En cuanto a Noirceuil, esa era una historia diferente. Hasta cierto punto era verdad que se necesitaba un loco para cazar a otros locos, pero todo tenía sus límites. Si las cosas marchaban como había planeado, este sería el último viaje de Noirceuil. Si no, no pasaría mucho tiempo antes de que abandonase este mundo. No sería una tarea fácil. Noirceuil podía ser un loco, pero en ningún caso era un idiota. También él habría percibido la creciente tensión entre ambos, y se encontraría en guardia.
Lacroix se estremeció. Quizá no fuera el cazador oscuro el que no regresase. Se inclinó sobre su montura, observando como el viento arremolinaba sus largos cabello sobre los hombros. Noirceuil cabalgaba con facilidad, con la cabeza alta, como si el azote de los elementos no lo afectase. Quizá no lo hacía. Su mente era un enigma. Quizá no veía más allá de su propia obsesión, ignorando el resto del mundo. O quizá no era exactamente lo que parecía.
Esquivaron los últimos árboles del bosque, y se adentraron finalmente en la carretera. Noirceuil no siguió demasiado tiempo por la vía principal, sino que comenzó a vagar de un lado a otro, como si esperase encontrar algo. Al cabo de un rato, en un punto bastante alejado a la derecha del camino, dio con lo que había estado buscando. Lanzando un grito a Lacroix para que lo siguiera, espoleó su montura hacia delante. Lacroix fue tras él. Al llegar al lugar, pudo verlo. Huellas... las huellas de un único caballo, dirigiéndose en dirección a la montaña.
Corrían paralelas al camino pero sin desviarse un ápice en su dirección. Momentos más tarde, Noirceuil tiró de las riendas, desmontando con tal velocidad que por un momento Lacroix creyó que se había caído.
Deteniendo su propia montura y haciéndola girar, contempló la escena. Noirceuil se arrodillaba sobre el polvo, —los ojos llameantes. Volviendo su rostro hacia Lacroix, dijo con voz calmada:
—Ha dado a luz a otro —hablaba lentamente—. Una hembra. Joven. Él se alimentó aquí —siguió con sus pasos las marcas que otras botas, y una rodilla, habían dejado sobre el blando suelo—. Aquí permitió que ella se alimentara de él —hizo otro gesto rápido. Lacroix podía ver que el suelo estaba lleno de marcas de actividad, pero en vano trató de interpretarlas, intentando encontrar las pistas que a Noirceuil le ofrecían la información.
—¿Montrovant? —preguntó, dubitativo.
—No —replicó Noirceuil con una sonrisa—. El Oscuro la habría matado y hubiera abandonado aquí su cáscara para que se pudriera. Este es el otro, el cazador que ese necio de Santorini envió sin consultarnos. Enviar a un vampiro solo para cazar a otro vampiro es la acción propia de un idiota. A su debido tiempo nos ocuparemos de él, así como de este recién llegado.
Lacroix observó los ojos de Noirceuil. Las palabras danzaron por un instante en su mente: "enviar a un vampiro para cazar a otro vampiro, solo". Esta última palabra le provocó un escalofrío y tuvo que luchar para que su respiración no se sobresaltase.
—No es tarea nuestra —dijo al fin—. No podemos distraernos un solo instante, o Montrovant podría escapársenos.
Noirceuil rió entonces.
—Pareces olvidar, amigo mío —dijo tranquilamente—, que ese joven anda también tras los pasos de Montrovant. De hecho nos está conduciendo en línea recta hacia nuestro objetivo. Esta vez no dejare cabos sueltos. Todos ellos perecerán, y serán devueltos al regazo de Satanás.
Lacroix asintió, apartándose. Noirceuil se demoró entre el polvo aún otro momento. Entonces se levantó, y volvió a montar de un salto.
—Pasaron por aquí muy temprano. Ella retrasará su marcha, pero aun así no creo que los alcancemos esta noche.
Se volvió hacia la montaña, con el camino a la vista allá lejos, a su izquierda, y cabalgó entre las tinieblas y la luz que proyectaba la luna de medianoche. Lacroix lo siguió, la oscura sombra de una oscura sombra, devorando el camino hacia las primeras estribaciones. Pasarían al menos dos noches antes de que alcanzaran las montañas. Y aunque tal vez lograsen encontrar a Abraham, o incluso a Montrovant, antes de ese momento, en cualquiera caso les esperaba una larga marcha.
Lacroix se mantuvo en silencio, mirando a la carretera, luego a Noirceuil, y de nuevo a la carretera. Los pensamientos se arremolinaban en su mente. Definitivamente, era demasiado viejo para esto.
Abraham sabía que irían tras ellos. También sabía que, con Fleurette a su cuidado, no tenía ninguna posibilidad de rechazar un ataque de Noirceuil y Lacroix. Dudaba incluso que hubiera podido hacerlo de contar con todas las circunstancias a su favor. Decidió seguir sus instintos y, poco antes del amanecer, descabalgó, desmontó su equipaje, y soltó al caballo. Entonces tomó una dirección diferente a la que había seguido hasta ahora, alejándose del camino mientras limpiaba cuidadosamente las huellas que iba dejando tras de sí. Cargaba con facilidad en uno de sus hombros el cuerpo inconsciente de Fleurette. Se maldijo por su estupidez. Montrovant estaba en lo cierto. Era débil. Pero, de alguna manera, el diminuto peso de su compañera parecía reconfortarlo.
A cada instante, las cosas se estaban volviendo más y más complicadas. Tenía que conseguir un nuevo caballo, y pronto los dos comenzarían a sentir la necesidad de alimentarse. Tenía que solucionar todo esto sin atraer la atención, sin escándalo, y sin perder demasiados días. Frunció el ceño, y entonces se entregó a una furiosa risa. Ciertamente no sería más complicado ni absurdo que andar persiguiendo a un vampiro de varios siglos de edad, por sí solo y sin ayuda, y perseguido a su vez por cazadores de vampiros al servicio de la Iglesia.
Las montañas no estaban muchas noches más allá. Sabía que, independientemente de lo que ocurriera, Montrovant no abandonaría su búsqueda hasta que pereciese, o hasta que encontrase las respuestas que buscaba. Si la Orden se había establecido en aquel lugar, entonces se mantendría allí durante muchos años. Y en cuanto al cazador de Roma, sería mucho mejor tenerlo delante que detrás. Todas estas cosas se dijo mientras continuaba su lenta marcha. En la distancia se adivinaba la silueta de una columna de humo, elevándose hacia el cielo. Al cabo de un tiempo encontró una caverna en uno de los más grandes afloramientos de roca, lo suficientemente profunda como para acomodarlos a ambos y, después de un rato de búsqueda halló una roca lo suficientemente grande como para sellar la entrada. No resultaba perfecto, pero con la desvalida muchacha a su lado, sus opciones se habían reducido considerablemente.
Mientras el alba se aproximaba, arrastró a la muchacha al interior de la improvisada alcoba, colocó la piedra detrás de ellos, ajusfándola tanto como le fue posible, y se tumbó sobre el fresco suelo, atrayendo el cuerpo de ella contra el suyo. El peso del sol le alzaba, hurtándole las fuerzas, inmovilizándolo, y sepultando en la oscuridad sus pensamientos. Por primera vez desde hacía muchos años, cuando se sumió en el olvido del sueño, no estaba solo.