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La puerta abierta de la taberna parecía casi una invitación, o un reclamo, y Fleurette arrastró a Abraham a través de ella sin vacilación, esquivando y abriéndose camino a codazos entre la multitud con la pericia de un veterano soldado borracho. Insólitamente, un camino se fue abriendo delante de ellos a medida que ella daba empujones y apartaba a los parroquianos. Abraham descubrió miradas divertidas y al mismo tiempo respetuosas en los rostros de muchos de aquellos a los que ella había apartado a empellones. Aparentemente su "pequeña flor" poseía una reputación. Más de una vez descubrió sobre él una mirada teñida del verde de la envidia, y, a pesar de las circunstancias y de sí mismo, no pudo contener una sonrisa.
Cruzaron la taberna hasta la barra, y Fleurette pidió vino para ambos. Una vez servido le acercó a él un vaso, sin hacer gesto alguno de disponerse a pagar. El camarero se quedó mirándolos fijamente, y Abraham hubo de echar mano a su bolsa, sacando de ella una moneda y depositándola sobre la barra. Tomó el vino que ella le ofrecía, sosteniendo la copa con expresión ausente, mientras examinaba con curiosidad el interior de la taberna.
—¿Por qué aquí? —preguntó al fin—. Debe haber un millar de tabernas en esta ciudad. ¿Qué te ha hecho pensar que vendrían aquí?
—Si están buscando información —replicó ella—, este es el lugar adecuado. Si ese Montrovant tuyo ha estado alguna vez en Grenoble, sin duda lo sabrá.
Entonces ella pareció ver a alguien, y él noto que se ponía tensa y levantaba la cabeza. Se inclinó, acercándose a él, lo tomó del brazo y señaló, la mano muy cerca del cuerpo para que su gesto no fuera advertido. Estaba apuntando a un individuo siniestro, con aspecto de fullero, que se apoyaba contra una pared. El hombre sostenía una jarra de algún licor en la mano y observaba cuanto tenía lugar en la taberna en completo silencio. No hablaba con ninguno de los que le rodeaban, y parecía querer pasar desapercibido.
—Ese de ahí sabrá si tu amigo ha estado aquí —dijo en un susurro—. Pero no resultará barato.
Abraham examinó al hombre durante algunos instantes y por fin asintió.
—Esperaré fuera —dijo en voz baja—. No quisiera alarmar a nadie. Consigue que salga a la calle, y hablaremos. No quiero ser visto por aquí haciendo preguntas, si puedo evitarlo. Hay otros, aparte del propio Montrovant, que también están buscando. Preferiría pasar tan desapercibido como fuera posible.
Ella lo miró, apoyando una pequeña mano contra su pecho por unos instantes, y entonces hizo un gesto afirmativo y se marchó. Abraham reparó en la jarra de vino que llevaba en la mano y se adelantó para detenerla. Viendo que la de ella estaba llena sólo a medias, intercambió sus vasos con una sonrisa.
—No tiene sentido desperdiciarlo —dijo con voz suave. Los ojos de la muchacha se ensancharon por un instante y se volvió llevándose la jarra. Abraham caminó hacia la puerta, dejando la jarra medio vacía sobre una mesa y salió al exterior. Nadie había reparado en su presencia.
Tras cruzar la puerta de la calle, miró a su derecha y a su izquierda. Media manzana hacia su derecha se abría un callejón, frente a cuya entrada se levantaban dos barracas de mercaderes abandonadas. Aquel parecía un lugar privado y seguro.
Esperó a la entrada del callejón observando la puerta. Unos momentos más tarde Fleurette salió con el hombre colgado de su brazo. Los vio inmediatamente. Ella todavía tenía la jarra de vino en su mano, otra señal que indicaba que debía ser mejor conocida de lo que él podría nunca haber supuesto. Al ver a Abraham, el hombre se detuvo, pero un codazo y unas palabras de Fleurette volvieron a ponerlo en marcha.
Abraham no perdió el tiempo.
—Busco un grupo de hombres. Caballeros, de hecho —dijo con voz tenue—. Están llevando a cabo una búsqueda que, creo, puede haberlos conducido hasta aquí, y es muy importante que los encuentre. Muy importante.
Los ojos del hombre se movieron, revelando malestar, pero no dijo nada.
—Estoy dispuesto a pagar por la información —dijo Abraham, ligeramente enojado.
Fleurette descargó un manotazo sobre el pecho del hombre.
—Raúl, me estás avergonzando. Le dije al caballero que hablar contigo merecería la pena.
Raúl miró al lugar en el que ella acababa de golpearlo con una expresión vidriosa. Abraham reparó entonces en el fuerte olor del alcohol. Adelantándose, agarró a Raúl por la camisa. Sin una palabra lo arrastró hasta el interior del callejón y lo empujó contra el muro, más allá de la vista de cualquiera que pasase por la calle.
—Esta noche no me queda paciencia —dijo— para aquellos que tienen en más aprecio al licor que a su vida. Si no deseas que te tome por uno de ellos y te prive de ambas cosas, será mejor que contestes a mis preguntas, cojas el dinero que te ofrezco, y desaparezcas.
Algo en la prodigiosa fuerza del asalto de Abraham convocó una luz aterrorizada a los ojos del hombre.
—No —susurró—. No. Se han marchado.
Abraham miró fijamente al hombre, cerrando ligeramente los párpados.
—¿Quiénes se han marchado? Habla. Y hazlo rápido o no volverás a hablar nunca más.
—Era oscuro... muy oscuro, monsieur —balbució Raúl—. Sus ojos, como fosos profundos, y su compañero... me dijeron que si hablaba de ellos volverían a por mí.
Los pensamientos de Abraham se arremolinaban en su mente. Raúl no podía estar hablando de otro más que de Montrovant, pero sacar alguna información útil de aquel loco borracho iba a requerir otros medios diferentes a una simple amenaza de violencia.
—Si no me lo dices ahora mismo —dijo por fin—. No importará que regresen, porque no encontrarán más que un marchito y vacío despojo. No un hombre sino una cáscara, vacía... muerta... olvidada. Tus huesos serán todo lo que quedará de ti, tus huesos y un delgado saco de piel. ¿Es así como quieres acabar tus días, Raúl, o acaso prefieres vivir?
Lentamente, las palabras comenzaban a abrirse paso hasta su consciencia. Quizá fuera porque Fleurette había comenzado a echarse hacia atrás al escucharlas. Sus ojos temblaban, y Abraham pudo ver que su mano volvía a escurrirse hacia la daga. En otras circunstancias habría sonreído.
Los ojos del hombre volvían a moverse de un lado a otro, buscando una salida. Era una buena señal. Si podía alcanzar su miedo, su codicia no estaría demasiado lejos.
Abraham se retrasó un paso, en parte para poder sujetar con más firmeza a Raúl, en parte para hacer ver a Fleurette que no pensaba asesinar a su amigo. Lentamente llevó una mano hasta su bolsa y la liberó del cinturón. Por primera vez desde que dejara Roma, la asistencia de Santorini le resultaba de alguna utilidad. Al menos el obispo le había entregado una buena cantidad de oro para ayudarlo en su empresa. Abrió la bolsa y extrajo de ella un par de monedas de oro.
—Esto es por tu cooperación —dijo con voz amable—. Hay otras dos esperándote si me das la información que necesito.
La mirada de Raúl se movió rápida y alternativamente desde los ojos de Abraham hasta el oro. Quería escapar. La niebla del alcohol comenzaba a disiparse y el recuerdo de la amenaza que Montrovant había grabado en su mente permanecía fresco. Abraham lo notó. Quería salir corriendo y arriesgarse.
—Si corres —dijo Abraham sencillamente, en voz baja—, te mataré.
Raúl jadeó, apretándose contra el muro. Se llevó las manos a la cabeza y sollozó en silencio. Al cabo de un momento pareció recuperarse lo suficiente como para hablar.
—No importa, entonces —dijo con voz temblorosa—. Quizá ya se han marchado. Quizá no. Quizá nos están espiando en este preciso momento desde los tejados. En todo caso sólo me espera la muerte.
Levantó la mirada para enfrentarse a la de Abraham, sus ojos oscurecidos, preñados de angustia.
—Se marcharon a un bosque que hay en las afueras de la ciudad. Buscan a un grupo de bandidos, hombres que vieron el paso de una extraña comitiva...
—La Orden —la respiración de Abraham se agitó.
Raúl lo miró.
—No lo sé. Lo único que sé es lo que me preguntaron, y lo que les contesté, lo de la extraña caravana y los hombres que habían muerto intentando asaltarla. Eso es todo.
—Es suficiente —dijo Abraham volviéndose y arrojando las monedas sobre el polvo en el que ahora yacía Raúl, con la espalda apoyada contra la mugrienta pared—. Más que suficiente.
Se dispuso a marcharse, pero Fleurette lo agarró repentinamente del brazo.
—Espera. ¿Es que vas a marcharte?
Él vaciló un instante, y entonces se volvió hacia ella, ignorando a Raúl, que se arrastraba sobre la suciedad tratando de evitarlos y escabullirse en dirección a la salida del callejón.
—Debo hacerlo. Ahora sé a donde se dirige y debo seguirlo mientras su rastro permanece todavía caliente.
Los ojos de la muchacha se hincaban en los suyos. Sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Cerró los ojos, reprimiendo las garras del hambre que comenzaban a brotar desde su interior, y volvió a abrirlos. Su mirada cayó sobre ella... la atrapó.
—Ese camino no es para ti, mi pequeña flor. Te secarías y marchitarías, y probablemente acabarías por morir, todo por cosas que no te conciernen, sino sólo a mí. Quédate aquí. Sé fuerte. Tienes amigos. Tienes una vida. Quién sabe, quizá nuestros caminos vuelvan a encontrarse algún día.
Ella no dijo nada, pero su mirada despedía unas chispas furiosas que él no terminaba de comprender. No contestó. Ni una queja, ni un argumento. Se limitó a mirarlo directamente a los ojos, dio unos pasos atrás, se dirigió hacia la boca del callejón, giró sobre sus talones, y desapareció. Era rápida para ser una mortal, y lo que se había podido adivinar en el interior de su mirada... el aroma de su cálida, palpitante sangre dejó a Abraham desorientado por un momento.
Frunció el ceño, dio media vuelta y salió a la calle. Ahora tenía un objetivo. Ahora no necesitaba distracciones, especialmente si provenían de mortales a los que no lo unía ningún lazo. Contaba con escasísimo y precioso tiempo para seguir el rastro de Montrovant, y tal vez incluso menos antes de que el de la Orden se desvaneciese por completo. Los conocía mejor que Montrovant. Su viaje estaría planeado de antemano, y sin duda habrían considerado la posibilidad de una persecución. No demasiado adelante aguardaba un lugar en el que desaparecerían por completo, o quizá una trampa. Su casi legendario "misterio" era producto del secreto y de la intriga. Cualquiera que fuese su destino final, los había estado esperando durante años, acaso décadas, y el disfraz bajo el que viajaban y se ocultaban sería casi impenetrable.
La noche se consumía rápidamente. Los primeros signos del amanecer comenzaban a asomar, amenazantes, sobre el horizonte, y Abraham se encaminó velozmente hacia la casa abandonada donde había dejado a su montura. No importaba lo cerca que pareciese encontrarse su objetivo. La caza no continuaría esta noche. Apenas tenía ya tiempo para alcanzar su refugio y protegerse contra el sol.
En todo caso, ni Montrovant ni Noirceuil estarían viajando todavía. Por un segundo, Abraham volvió a preguntarse cómo era posible que un vampiro trabajase abiertamente al servicio de la Iglesia. Resultaba un extraño matrimonio.
Abandonó tales pensamientos al cabo de un rato. Saltando de sombra en sombra se fue acercando a los lindes de la ciudad, mientras las últimas cenizas de la noche iban quedando a su espalda. Donde ahora se encontraba no podía escucharse un solo sonido, no le llegaban risas, ni el aroma de la sangre. Sabía que esto cambiaría cuando arribase la mañana. Las calles volverían a inundarse con los campesinos marchando hacia los mercados, y los trasnochadores y los viajeros volviendo a sus casas. Tenía que estar escondido y a salvo antes de que todo esto diese comienzo.
Al abandonar la calle principal y adentrarse en los arrabales, no se topó con un alma, y pudo llegar a la vieja casa sin incidentes. Hizo una visita al cobertizo, saludó a su caballo y se aseguró de que tuviera suficiente agua y comida para el día que se avecinaba. No quería que el calor, la sed o el hambre lo molestaran y que comenzase a hacer ruidos que pudieran atraer a alguien desde la ciudad. El robo de caballos no era un crimen inusual y además, si alguien andaba buscándolo activamente, lo cual era posible ahora que había dos mortales dentro de la ciudad que sabían de su existencia, no quería facilitarle la tarea.
Con el animal bien atendido, volvió a salir a la oscuridad nocturna y abrió las puertas de la vieja bodega, no antes de que un último vistazo a su alrededor le asegurara de que se encontraba solo. Se zambulló en el interior y cerró la puerta tras de sí, bajó las escaleras hacia el húmedo interior de la bodega y se acomodó sobre la pequeña mesa para aguardar la llegada y el paso del día.
Más allá de los confines de aquella bodega, dos pares de ojos vigilaban.
Uno era joven, ardiente de energía y curiosidad. El otro era viejo, viejo y oscuro. Ninguno de ellos se acercó para amenazar la seguridad del descanso de Abraham. El amanecer arrastraba ya sus soñolientos dedos sobre el horizonte, y Noirceuil sabía que el tiempo se le acababa por hoy.
Se alejó, vagamente consciente de la cercanía del latido de un corazón, pero al mismo tiempo seguro de haber pasado desapercibido. Ese joven Condenado podía esperar. Noirceuil necesitaba saber si el muchacho poseía alguna información de utilidad para él antes de poner fin a su existencia, y Lacroix no se mantendría en calma si asistía a otra ejecución prematura. Sus órdenes no decían nada acerca de matar a este Abraham, aunque Noirceuil no tenía la menor intención de dejar con vida a uno solo de los Condenados sobre el que hubiera puesto la vista.
Se escabulló calle abajo hacia la zona más populosa, arrastrándose entre las sombras, atravesando velozmente las zonas abiertas antes de que nadie pudiese reparar en su presencia. La catedral no se encontraba lejos, pero el sol se apresuraba a levantarse con desacostumbrada rapidez, como si lo hubiese presentido y desease cazarlo. Se dio cuenta de que se había retrasado demasiado esta vez.
Maldiciéndose a sí mismo, atravesó a la carrera el patio interior hasta alcanzar la puerta trasera del templo, ignorando los saludos y las palabras de aquellos que se cruzaban en su camino, y se dirigió directamente a las escaleras que conducían a los niveles inferiores. Ya conocía el camino hasta su cámara.
Abrió de un tirón las enormes puertas de roble y las cerró inmediatamente tras de sí. Todo había sido dispuesto como había pedido. Se acercó al gran armario de madera, que permanecía entreabierto, y se deslizó a su interior. Había almohadas alineadas todo a lo largo de él. No las había pedido, pero decidió dejarlas allí. El que lo vieran dormir sobre la dura superficie de madera podría atraer una atención que él no podía permitirse. Ya resultaba suficientemente extraño que rehuyera la luz. Y peor aún que nadie lo viera jamás comer o beber. Sólo era una cuestión de tiempo el que su secreto fuera descubierto.
Lacroix era la llave. Lacroix había estado a su lado durante mucho, mucho tiempo. Le había visto asesinar tanto a vampiros como a hombres. Pero nunca había visto la luz del hambre brillando en los ojos de Noirceuil. Nunca había visto el tembloroso horror en que podía transformarse su compañero si se veía privado demasiado tiempo de la sangre de los mortales.
Lacroix creía en los resultados, y su larga asociación se había basado en aquella creencia. Noirceuil aseguraba que sus métodos y su idiosincrasia los ayudaban en su caza. Podía encontrar a los no-muertos, y podía destruirlos con asombrosa facilidad. Y esto le otorgaba gran credibilidad a sus palabras.
Noirceuil cerró las puertas del baúl tras de sí, escuchando el tranquilizador chasquido que indicaba que estaban bien encajadas. Se acomodó y cerró los ojos, su mente inmediatamente en blanco. En la habitación que lo cobijaba no había una sola ventana. Ni una luz. Ni una lámpara. El día comenzaba, pero ni el más mínimo indicio de ello se arrastraba hasta aquella habitación.
Fleurette vigiló el viejo cobertizo durante un largo rato, luchando contra el impulso de correr junto a él. No sabía lo que le diría. En realidad, ni sabía lo que ella misma quería, así que se quedó allí y siguió vigilando. Él había salvado su vida, aterrorizándola al mismo tiempo de una manera más intensa que cualquier otra que hubiera conocido en sus diecinueve años de vida. Había pronunciado aquella palabra, vampiro, con tal facilidad allá en el callejón... La realidad de lo que significaba no se le había hecho evidente ni siquiera cuando el cuerpo de aquel cerdo arrogante de Pierre había dejado de respirar y había comenzado a enfriarse.
Sólo cuando Raúl había sido aplastado contra el muro, cuando el hombre, el monstruo... las palabras de Abraham acudieron a su memoria con facilidad, tan claras como si acabasen de ser pronunciadas. Muerte. Más que la muerte... drenado, una cáscara, vacío. Mientras le veía sacudir el cuerpo de Raúl como si fuera el de un niño, su corazón había estado a punto de detenerse. Lo había ayudado porque él la acudió antes en su ayuda, y durante todo el tiempo sus pensamientos se habían centrado en el callejón, en lo que Pierre había estado a punto de hacerle.
Abraham no era un hombre. No exactamente, o no simplemente un hombre, y ella había ignorado esta sencilla verdad hasta que él había estado a punto de repetir su hazaña con Raúl. Ahora no sabía cómo se sentía. Al final no había hecho daño a Raúl. Le había dado al pobre idiota su dinero y le había dejado que siguiera su camino. Eso era una cosa buena. Había asesinado a Pierre, por el amor de Dios, había succionado la sangre del hombre. Pero, ¿le importaba?
Acuclillada entre las sombras a la entrada de un callejón, vigilando el cobertizo mientras la luz de la mañana crecía en intensidad, se preguntó con qué había ido a toparse. Había sentido sus ojos sobre ella, el apresuramiento de sus latidos a medida que pasaba el tiempo a su lado, preguntándose lo que pensaba, lo que sentía. ¿La veía como a una mujer, como a una muchacha, o acaso como una posible comida? Y, de nuevo, ¿le importaba?
Por fin decidió abandonar su vigilancia. Él no había salido de la ruinosa y destartalada casa, y parecía que pasaría el día entero descansando. Ella haría lo mismo. Él era fuerte y rápido... y ella no sabía si estaba muerto o siquiera si podía morir. Sabía bien lo que debería hacer: marcharse y abandonarlo, sin mirar atrás, olvidando que alguna vez lo hubiese visto o hubiera escuchado aquella voz grave y estremecedora. Sabía que no sería capaz.
Se levantó, sintiendo la calidez del sol de la mañana sobre su espalda, mientras la gente comenzaba a aparecer aquí y allá a lo largo de las calles. Cruzó la calle principal y se acercó al viejo y ruinoso edificio. Caminó junto al cobertizo y abrió la puerta.
Encontró un caballo, un poco de comida y de agua. Nada más. Ningún signo de él, ningún equipaje... ninguna arma. Nada. Había desaparecido. Echó un nuevo vistazo al exterior, examinando la vieja casa, pero allí no había un solo sitio donde él pudiera encontrar cobijo. Ningún lugar que le ofreciera las sombras que necesitaba para descansar.
¿Acaso dormía? Había tantas preguntas. Volvió a cerrar las puertas del improvisado establo y entonces, mirando hacia el suelo, reparó en la entrada a la bodega. Se detuvo frente a ella durante unos momentos, dudando. Había vuelo a olvidarse. Él no dormiría bajo la luz del sol, ni tan siquiera en el cobertizo. Ni siquiera dormía verdaderamente. Sólo se escondía de la luz del día, de la luz de Dios. Así es como el sacerdote lo hubiera expresado, así era como lo relataban las leyendas transmitidas de padres a hijas durante generaciones. Fleurette conocía bien tales historias. Sólo que ahora sabía que no eran simplemente leyendas. De pronto se preguntó cuanto de lo que le habían contado sería cierto.
Volvió de nuevo a las calles y se dirigió a la pequeña habitación en la que vivía. No estaba demasiado lejos. De pronto, el pensamiento de su propia cama, y un vaso de buen vino caliente resultaba muy alentador. Pero mientras se alejaba, volvió a sentir sus ojos prendidos sobre los de ella, vigilándola. Se estremeció y se lanzó escaleras arriba hasta su desván.