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Montrovant y sus seguidores no avanzaron demasiado antes de que la cercanía del amanecer los obligase a detenerse. Familiarizados ya con sus extrañas rutinas, sus hombres no cuestionaban sus órdenes. Conocidos por todos ellos, existían a lo largo de los caminos santuarios secretos, lugares en los que encontrar descanso, discreción y secreto. Montrovant quería encontrarse cuanto antes fuera del alcance del molesto obispo, y del mucho más amenazante y peligroso de la propia Iglesia. Ciertamente podría haber pasado la noche en su propia fortaleza, preparado el viaje durante el día, y emprendido la marcha al caer la noche siguiente, pero una vez situado tras el rastro, la impaciencia lo compelía a actuar. Incluso las escasas millas ganadas aquella primera noche representaban un premio demasiado suculento como para ser ignorado.

Despertando a una nueva noche, con el día y la miserable existencia del débil Abraham abandonados tras de sí, sintió una libertad que no había experimentado en mucho tiempo: la libertad del viajero. Hacía ya demasiado desde la última vez que compartiera el tiempo y el camino con aquellos, los suyos, los mejores compañeros. Por momentos le ganaba la excitación por estar en marcha, alejándose de Roma, alejándose de aquellos que sabían de su existencia. Su viejo apetito volvía a colmar sus sentidos.

Más de una vez había estado a punto de alcanzar el tesoro que perseguía, pero el sutil aroma que para él despedía había acabado por fermentar a lo largo de los años. Ahora podía sentirlo de nuevo, creciendo con fuerza una vez más. Demasiado tiempo había consumido esperando de brazos cruzados en la fortaleza, dejando que las vacías palabras de la Orden y la "alianza" con la Iglesia adormecieran sus sentidos y su inteligencia. No había perseguido el Grial durante tantos años para sentarse a esperar sabiéndolo en manos de otros: el tiempo de tales necedades había pasado.

Sus seguidores experimentaban con codicioso deleite la misma libertad. Le Duc en particular parecía resplandecer con renovada fortaleza. Sus ojos chispeaban, y su ingenio recuperaba por momentos aquella agudeza, aquella mordacidad que tan bien recordaba Montrovant desde sus pasadas aventuras. Los dos se comprendían de una manera y a unos niveles que el resto jamás comprenderían. Hombres tenebrosos, todos ellos, cargados de secretos y ansias que sólo concernían a ellos mismos, y con un pasado a sus espaldas que les hubiera hecho merecedores de una docena de cadalsos.

Consumieron el primer día resguardados en las ruinas de una antigua abadía, Montrovant y Le Duc instalados en las celdas del subsuelo, y el resto acomodándose como podían entre bancos de madera podrida y fragmentos del cristal tintado de las vidrieras. Muchos años habían transcurrido desde la última vez que alguien celebrase una misa entre aquellos muros. Los únicos fíeles que permanecían allí yacían enterrados bajo monumentos de piedra en el cementerio que había bajo el edificio, cubiertos los sepulcros por malezas y hierbajos, y los cuerpos desmoronándose en el mismo polvo del que un día nacieran.

Al caer la noche Montrovant ordenó que reanudaran la marcha. Seguían a cierta distancia las antiguas vías que se alejaban serpenteando de Roma, guiados en todo momento por las hileras de palmeras que marcaban su trayectoria.

Sin demasiados indicios que lo guiaran, Montrovant había decidido dirigirse a Francia. Allí había encontrado por última vez a la Orden, allí se les había enfrentado. Allí había visto cómo Santos, la anciana criatura, se desmoronaba en el polvo, y asimismo había asistido al duelo entre su propio sire, Euginio, y un ser que había conocido varias edades del mundo, Kli Kodesh. Puede que en Francia no encontrase las respuestas que andaba buscando, pero al menos era su hogar, y allí contaba con aliados que poseían la sabiduría, la influencia y los contactos necesarios para proveerle de consejo y guía en su búsqueda.

Ya no mostraban abiertamente los colores y enseñas de los Templarios. Tiempo atrás, el rey Felipe el Hermoso había disuelto la orden. Su Gran Maestre, Jacques de Molay, había ardido en la hoguera ante los ojos del propio Montrovant. Desde entonces la existencia de los Templarios se mantenía en la clandestinidad, los encuentros de los supervivientes tenían lugar en secreto y los ritos se mantenían celosamente ocultos a los ojos de los extraños. Pero a pesar de ello su influencia apenas se había debilitado, y por eso Montrovant había mantenido con ellos sus lazos tan fuertes como le era posible, aunque sin llegar a comprometerse por completo en sus asuntos.

Se le tenía por el descendiente de un Montrovant anterior, uno que había contribuido poderosamente a la fundación de la Orden del Temple, y que la había salvado en más de una ocasión de una segura destrucción a manos de poderes míticos y malvados. Sólo unos pocos sospechaban la verdad, que él y aquel otro Montrovant eran el mismo, y que aquel caballero que luchaba a su lado, aquel que le era más cercano, Jeanne le Duc, había sido uno de los primeros Templarios en llevar la cruz sobre su pecho.

Al cabo de poco tiempo su camino viró y se apartó de las antiguas vías construidas por los Romanos, dirigiéndose hacia unas estribaciones montañosas. Aunque sería más difícil y fatigoso, este camino les supondría una considerable ganancia de tiempo. Montrovant no se preocupaba por las dificultades. Cualquier camino era igualmente bueno para él, y el de las montañas lo llevaría más rápidamente hasta su destino.

La segunda noche de su viaje encontraron el camino que se adentraba en el paso montañoso y comenzaron su ascenso, en fila india y cada vez con mayor lentitud a medida que aquel se volvía más abrupto.

—Es un camino solitario —comentó Le Duc, cabalgando junto a Montrovant. La luz de la luna proyectaba largas sombras sobre el camino, frente a ellos. El cielo era una sombra gris de oscura severidad. Y la amenazadora silueta de las montañas, alineada bajo él, brillaba con un resplandor plateado.

—Como ha sido siempre el nuestro —replicó Montrovant escuetamente—. Que haya o no otros en mi camino, poco me importa, salvo cuando estoy hambriento.

Le Duc sonrió abiertamente, pero negó con un gesto de la cabeza.

—Te conozco lo suficiente, hermano oscuro, como para poner eso en duda. Te aburrirías demasiado como para soportar la soledad mucho tiempo.

Montrovant sonrió.

—Tienes razón, como de costumbre. Me parece que hace una eternidad que abandoné aquel mohoso castillo para ponerme en camino. Una cosa es anhelar el mundo del hombre y sus intrigas, y otra muy distinta consumir interminables y monótonas noches en compañía de los mismos hombres.

Continuaron en silencio durante un largo trecho, con una fila de hombres mudos siguiendo sus pasos. Nadie parecía tener el ánimo suficiente para romper aquel aletargado silencio. La larga jornada que se avecinaba pesaba poderosamente sobre sus hombros. Todo les esperaba delante, nada quedaba a sus espaldas, y esto los sumía en la introspección y les provocaba pensamientos solitarios.

Al fin, Le Duc volvió a hablar.

—¿Conoces el camino? Yo nunca había viajado por aquí antes. Me estaba preguntando si podremos encontrar refugio antes del amanecer, o si tienes idea de donde pararemos.

—No. De hecho nunca había seguido este camino antes de ahora. Lo elegí porque era la ruta más corta. He oído rumores sobre un monasterio en lo alto de las montañas. Extraños rumores, para ser sincero. Ese es el refugio que andamos buscando, y si no lo encontramos, cualquier otro tendrá que valer. Quiero encontrarme al otro lado de las montañas, y de camino a Francia, para mañana por la noche.

Le Duc asintió.

—Enviaré dos hombres por delante a reconocer el terreno —susurró. Se hizo a un lado, frenando su montura y dejó que Montrovant continuara. Guiaba a su montura con mano firme aunque sin azuzarla, pero no hubiera dudado en hacerlo de ser necesario.

Los adornos de la humanidad estaban bien repartidos en Montrovant. Era un hombre grande, poderoso, de impresionante porte... alto, delgado e imponente. Un cabello oscuro y crecido caía en cascada sobre su espalda, cubriéndola como una capa. Cabalgaba con la experta pericia de un guerrero veterano, pero no necesitaba al caballo para llevarlo allá donde se dirigía... de hecho, le retrasaba. Como le retrasaban sus compañeros, pero en un mundo que cada día se tornaba más peligroso para los de su especie, era más sabio aparentar ser tan "humano" como fuera posible.

Dos formas oscuras se adelantaron trotando y desaparecieron al galope más allá del camino. Los exploradores. Los observó mientras pasaban a su lado... sintió el firme latido de sus corazones... familiar, confortante. Sus hombres trabajaban como una unidad, tal y como él requería de ellos. De entre los hombres, nadie estaba más a salvo que ellos de su hambre. No los necesitaba para proveerle su sustento, sino por su fuerza, por su obediencia, y por la fe a toda prueba que mostraban ante su criterio. Vagando por las calles de las ciudades, o cultivando los campos ajenos a todo, existía ganado más que suficiente para él.

El camino culebreaba hacia lo alto, discurriendo entre dos imponentes riscos. Aunque era muy tosco y estaba mal cuidado, había indicios de que otra comitiva lo había atravesado recientemente: surcos dejados por ruedas de carromato, las frías cenizas de algún fuego de campamento, y algunos excrementos de animal que aparecían ocasionalmente aquí y allá. Ninguno de los rastros era de aquella misma noche.

Al cabo de casi una hora los exploradores regresaron. La luna comenzaba a descender desde su trono del cielo. Venían galopando velozmente, más confiados ahora que sabían que el camino era transitable. Se detuvieron junto a Montrovant.

Du Puy, que era uno de ellos, habló.

—Hemos encontrado el monasterio. No se encuentra junto al camino principal, sino al final de un sendero que se separa de éste unas dos millas más hacia delante. Nos acercamos hasta llegar junto a los muros. No parecía haber guardias.

Los ojos de Montrovant dejaron escapar un destello. Dos millas. Entonces tenían tiempo suficiente como para llegar y preparar un campamento para el día siguiente antes de que la noche estuviera demasiado avanzada y se viera obligado a ser más... directo.

Asintiendo a las palabras de du Puy, llamó a Le Duc para que se le uniese, repitiéndole lo que el explorador acababa de decirle.

—Debemos cabalgar ahora a toda prisa para alcanzar el monasterio. Allí nos refugiaremos. Recuerda que existen rumores, rumores sobre cosas extrañas relacionadas con ese lugar. Ni tú ni yo somos ajenos a lo extraño o lo espeluznante —dijo con una sonrisa siniestra—, así que nos concierne a nosotros cuidar a los demás.

Le Duc asintió.

—Quizá su reputación se deba a lo apartado del emplazamiento.

—Podría ser —replicó Montrovant—. Pero sería demasiado arriesgado confiar en ello.

Le Duc se retrasó en silencio una vez más. Mientras Montrovant se adelantaba siguiendo a du Puy y al otro explorador, transmitió las órdenes a lo largo de la fila.

Parecían haber pasado apenas unos instantes cuando la vereda apareció delante de ellos y du Puy se internó por ella sin vacilación. Montrovant suponía que los frailes del monasterio traerían sus carretas hasta aquí, hasta la bifurcación, para encontrarse con mercaderes y viajeros con los que comerciar, en vez de tratar de alcanzar las llanuras más allá a través del peligroso y traicionero paso que acababan de atravesar.

Por un instante se asombró por lo apartado del lugar. No le había contado a Le Duc todo cuanto los rumores le habían dado a conocer. Se hablaba de viajeros que desaparecían, de emisarios de la Iglesia que seguían este camino y que no eran vistos nunca más, o que regresaban contando historias que hacían que se les tomara por locos. Algo en aquellas historias agitaba los pensamientos y los recuerdos de Montrovant. Algo familiar y al mismo tiempo extraño.

En cualquier caso, había pocas cosas a las que él temiera, y ciertamente no era una de ellas una comunidad de monjes recluidos en las montañas. Tendría su refugio, tendría su alimento, y seguiría su camino. No había tiempo que perder si no quería que el rastro de la Orden terminase de desvanecerse. En esta ocasión, de una vez y para siempre, descubriría qué clase de tesoros poseían y guardaban. Y también tendría su sangre.

Al doblar un último recodo de la vereda el monasterio apareció ante ellos, erguido sobre la falda de la más alta de las montañas. No era un edificio alto, pero se extendía en anchura mucho más de lo que Montrovant hubiera supuesto, cubriendo un área considerable. Mucho más de lo que correspondería a una pequeña congregación monástica.

Atrevidamente, se adelantó hasta la puerta principal, ignorando la amenaza de una posible emboscada. Desmontó, llevando a su caballo de las riendas a un lado del camino. No parecía que su llegada hubiese sido advertida. Los muros aparecían oscuros y en silencio, ocultos incluso a los suaves rayos de la luna por la montaña misma. Resultaba inquietante que no hubiera guardias... ni el menor signo de una vigilancia. Incluso un lugar tan remoto como este no estaba a salvo de los bandidos. Y la Iglesia también tenía sus particulares enemigos.

Sobre el portón reposaba una enorme y vistosa aldaba de hierro. La levantó y, con un rápido giro de su muñeca, la golpeó contra la sólida madera, provocando un retumbar sordo. Esperó con impaciencia y, al cabo de unos momentos, volvió a golpear la puerta. Había levantado la aldaba una tercera vez y se disponía a dejarla caer de nuevo cuando, desde el interior, se alzó un estrepitoso chirrido que le hizo detenerse. Instantes más tarde la puerta comenzó a abrirse.

Estaban preparados para enfrentarse con problemas, pero no para la visión que se encontraba ante sus ojos. El hombre era de muy baja estatura, apenas cuatro pies, y se cubría con una capucha que sólo revelaba sus ojos iluminados bajo la luz de la luna. Uno de ellos parecía anormalmente grande. Pero lo que ocurría era que el otro, pudo advertir Montrovant tras un detenido examen, estaba prácticamente cerrado. Su espalda estaba desigualmente doblada, lo que le otorgaba más el aspecto de un gnomo que el de un hombre.

—Saludos —dijo el pequeño monje—. Soy Maison —su voz era resonante y profunda, rica en matices.

Montrovant se adelantó un paso sin vacilar.

—Somos viajeros de camino a Francia en misión para la Iglesia. Busco un lugar en que mis hombres y yo podamos descansar. Viajamos de noche para evitar ser detectados.

Maison miró a Montrovant con su ojo sano completamente abierto, inclinando la cabeza de una manera casi cómica para abarcar con su mirada toda la alta y enjuta figura del Oscuro. Entonces echó una ojeada al resto, contándolos uno a uno con un balanceo de cabeza. Finalmente se volvió de nuevo a él con una sonrisa en los labios.

—Estaremos encantados de proporcionaros acomodo y comida. No recibimos visitantes demasiado a menudo, y mucho menos visitantes tan distinguidos como vos... en tan oscuras y misteriosas misiones...

El hombrecillo volvió a sonreír, su ojo sano centelleando de forma extraña bajo la luz de la luna.

—Los otros monjes están ocupados en sus rezos nocturnos —continuó, volviéndose e invitando con un gesto a Montrovant a que lo siguiera al interior.

—En tal caso —replicó Montrovant—, será mejor que mis hombres se ocupen de los caballos antes de venir con nosotros.

Maison asintió.

—Enviaré inmediatamente a un hermano para que vaya a buscarlos. Los establos están al otro lado, junto a la falda de la montaña. Encontrarán todo lo que necesiten. La comunidad posee pocos animales, pero mantenemos instalaciones adecuadas para un caso como éste.

Du Puy y otro, St. Fond, se dirigieron hacia el lugar que el monje les había señalado, conduciendo a las monturas por las riendas, mientras Montrovant y el resto se encaminaban lentamente hacia el interior. Su anfitrión se había se había escabullido por un largo pasadizo de piedra que se internaba en las sombras.

Le Duc se mantenía junto a Montrovant. Éste sabía que su Progenie estaba sintiendo, tan bien como él mismo, algo extraño. No era nada a lo que pudiera dar nombre, o siquiera describir, sino la sensación de que un peligro inminente se cernía sobre ellos. Un punzante recuerdo pugnaba por salir a la superficie de sus pensamientos, sin que llegara a apresarlo del todo. Pero ciertamente había en ese lugar algo más que un simple monasterio, al igual que había algo más en el propio Maison de lo que su absurda forma revelaba. Aunque sin duda, el hombre no era uno de los Condenados.

Esa había sido la primera posibilidad barajada por Montrovant cuando los rumores sobre el monasterio llegaron a sus oídos. Su propio sire, Euginio, había vivido durante muchos años en un monasterio, bajo las mismas narices de la Iglesia. Un lugar como este habría sido muy seguro para los de su especie. El único problema hubiera sido la falta de... sustento.

El pasadizo se adentraba profundamente en el edificio, yendo a desembocar frente a un portón de doble hoja casi tan grande como el de la fachada. Maison se detuvo frente a él, volviéndose a ellos con una amplia sonrisa.

—Me temo que tendréis que encender vuestro propio fuego en el salón. Hace ya mucho rato que nosotros cenamos, y todo ha quedado limpio y dispuesto para mañana.

Montrovant asintió con impaciencia. La noche todavía era joven, pero no duraría para siempre, y él necesitaba estar seguro de que podrían dedicarse a sus propios asuntos de una manera segura y en privado.

Maison no parecía representar ninguna amenaza, y si el resto de los miembros de la congregación se le asemejaban de alguna manera, no resultaría una tarea demasiado ardua el esconderse, infiltrarse entre ellos, alimentarse y desaparecer. Pero por ahora su existencia escondía numerosos enigmas. ¿Cuántos eran? ¿Cuan poderosos? Y lo más importante de todo... ¿qué era esa insidiosa y preocupante alarma que resonaba como un repicar de campanas en el interior de su cabeza?

Maison empujó las puertas que daban al refectorio y todos ellos penetraron en su interior. Era una habitación muy amplia, con el techo un poco más elevado, aunque no demasiado, que el del salón. La bóveda estaba formada por pesadas nervaduras de madera soportadas a su vez por varias filas de gruesas columnas de piedra alineadas a lo largo de la habitación.

Entre las columnas se disponían varias mesas alargadas, y junto a ellas, sillas y más sillas. Más allá de las mesas, junto a una puerta que se abría al otro extremo de la habitación, había una enorme chimenea. En su interior descansaba una gran olla, un armazón metálico que sostenía un espetón y otros utensilios, así como una plancha plana de metal que antaño acaso fuera un escudo y hoy era obviamente utilizada para hervir el agua o mantener la comida caliente.

Era una habitación un tanto tosca, pero funcional, y nada en la disposición del mobiliario proporcionaba pista alguna sobre la naturaleza de la amenaza que Montrovant sentía por todas partes. Todo era tal y como podría esperarse en la casa de Dios... simple y ordenado.

Le Duc comenzó inmediatamente a vagar por la habitación, mientras otros dos caballeros se dirigían al hogar, cogían troncos de la pila que había junto a la puerta y los iban colocando cuidadosamente en el hogar de la chimenea. Maison observaba sus actividades con moderado interés, su ojo sano saltando curiosamente de uno a otro lado de la habitación. Finalmente se volvió hacia Montrovant y dijo:

—Sentios como si estuvierais en vuestra casa, señor. Ahora debo regresar con mis hermanos, pero cuando hayan concluido nuestras oraciones —que, tened por seguro, serán entonadas por la seguridad y el éxito de vuestra misión, y por la felicidad de vuestra estancia entre nosotros— regresaremos.

Montrovant asintió.

—Creo que podremos arreglárnoslas solos. Si podéis encargaros de que mis hombres sean conducidos desde los establos hasta aquí, todo estará perfecto.

Maison se inclinó.

—Por supuesto. Haré que los traigan directamente y cuanto antes, y en cuanto hayáis tomado vuestra cena, me encargaré personalmente de mostraros vuestros aposentos. Supongo que si, como decís, habéis estado viajando durante la noche, querréis descansar lo antes posible.

—Gracias —respondió Montrovant. Afinó ligeramente la mirada y observó detenidamente al pequeño hombrecillo. Su aparente facilidad para moverse por los pasillos en la oscuridad lo inquietaba. Entonces, su mirada fue a posarse sobre la puerta en el lado opuesto a aquel por el que habían entrado. La mayor parte de las dependencias del monasterio se encontraban más allá de aquella puerta. Y con ellas las respuestas a todas sus preguntas.

Maison, pasando rápidamente junto a él, se dirigió hacia aquella puerta, y Montrovant lo siguió con la mirada mientras la abría, la atravesaba, y volvía a cerrarla tras de sí. Más allá del portal, por un breve instante, creyó adivinar el titilar de la llama de una candela, y al mismo tiempo le pareció distinguir el lejano eco de un coro de voces cantando... pero inmediatamente la puerta se cerró y volvió a encontrarse solo con sus hombres y sus pensamientos, en silencio.

El fuego ya estaba en marcha, las llamas crepitando y agitándose vigorosamente, y sus hombres se movían por la pequeña cocina, tratando de organizar una comida con lo que traían en sus propias mochilas y lo que había en una pequeña despensa que acababan de encontrar. Sorprendentemente, las raciones que contenía eran escasísimas para un lugar de tales dimensiones y tan alejado de la civilización.

De nuevo la persistente amenaza. Montrovant caminó hasta el lugar por el que Le Duc paseaba, junto aun muro de piedra oscura. Su mirada recorría nerviosamente el techo, luego descendía hasta el suelo, seguía el muro en toda su longitud, y así una vez tras otra. Se adelantó para tocar el hombro de Jeanne, pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se abrió de nuevo, y el se volvió.

Todos los presentes se detuvieron, sumidos en el silencio por la sorpresa, mientras una mujer penetraba en la habitación. De cabello oscuro, su rostro tenía la lozanía de la juventud, pero algo en su porte contradecía aquella apariencia. El profundo brillo de sus ojos, y sus andares, suaves, rápidos y confiados parecían hablar de edad, poder, y sabiduría. Como Maison, venía envuelta en un hábito con capucha, aunque el suyo era de muy superior factura, y resplandecía con el destello de hilos de muchos colores, cuidadosamente entrelazados. Era más alta que Maison, pero no demasiado. Por debajo de la túnica podía adivinarse la firmeza de los muslos y la curva del bien formado pecho, de una manera pecaminosamente fuera de lugar en un monasterio.

Montrovant se adelantó, se dispuso a hablar, e inmediatamente se detuvo.

Con los ojos encendidos, la mujer había comenzado a hablar, rompiendo el silencio por él.

—Saludos —dijo con una voz delicada y melodiosa—. Soy Rachel. Creo que ya habéis conocido a mi hermano.

Montrovant y Le Duc intercambiaron una mirada inquieta, y de nuevo se volvieron, como si sus cabezas fuesen impulsadas por un resorte, cuando la puerta volvió a abrirse. Una comitiva de encapuchados penetraba en la habitación. Figura tras figura, se iban alineando formando filas detrás y a los lados de la frágil silueta de la mujer. Maison se había situado a su lado, con una amplia sonrisa en los labios. Ninguno de los otros alzaba lo suficiente la cabeza como para que sus ojos resultaran visibles.

La sensación que Montrovant había sentido desde que se aproximasen al monasterio se había intensificado en el preciso instante en que la voz de la mujer rompiera el silencio, pero aún no resultaba completamente clara... no se parecía a nada que él pudiera recordar.

—¿Quién sois? —Preguntó en voz baja.

Las cejas de la mujer se alzaron y su sonrisa se hizo más intensa.

—Soy vuestra anfitriona, podría decirse. ¿Tan extraño os resulta? Mi hermano ha servido en este monasterio durante años. Y yo estoy de visita.

Montrovant observó las densas filas que formaban los monjes. Sus ojos volvieron a ella.

—Tendréis que perdonarme si no termino de creerlo. El nuestro ha sido un largo y fatigoso viaje, y tal vez mis sentidos estén aturdidos, pero he pasado muchas noches como esta en las moradas de los servidores de Dios... y, en todos estos años, vos sois la primera mujer que me encuentro en una de ellas.

—Os aseguro, caballero, que hay gran número de cosas en mí que difieren de vuestras pasadas experiencias —replicó ella con suavidad—. Podéis estar seguro de que me encuentro tan segura y tan a gusto aquí como lo estaría en la casa de mi propia familia.

Le Duc pareció ir a moverse en dirección a la mujer... y entonces se detuvo, ensimismado, agitando lentamente la cabeza adelante y atrás.

—Jeanne —musitó Montrovant—. ¿Qué te ocurre?

—Santos —Le Duc retrocedió con cautela hacia su sire, sus ojos prendidos en la mujer llamada Rachel—. Puedo sentir a Santos.

Los pensamientos de Montrovant revolotearon confusos por un instante y entonces supo que las palabras de Le Duc eran ciertas... y a la vez no del todo ciertas. Santos, sí, pero no del todo. Pero entonces... ¿qué?

Enfrentándose a la mujer una vez más, volvió a preguntar.

—¿Quién... o qué... eres tú?

Los monjes comenzaron a avanzar, lenta pero resueltamente. Le Duc se colocó junto a Montrovant. El resto de los caballeros se apresuraron desde la cocina y la despensa, las miradas llenas de alarma.

La mujer no contestó, pero su risa se alzó poderosa, prolongada, y carente de toda emoción. Entonces, inesperadamente, du Puy y St. Fond cayeron sobre los monjes por detrás y el caos se hizo dueño de la habitación.