• Capítulo XXII •

Marianne fue la férrea enfermera de Thomas durante todo el tiempo que tomó su recuperación, que fue aproximadamente una semana.

Durante los primeros días estuvieron muy preocupados, temiendo un empeoramiento, pero poco a poco los ánimos se fueron calmando, y la paz nuevamente se asentó sobre Garden Home. Esto fue especialmente cierto cuando el señor Hewett anunció que estaba encantado con la velocidad de sanación que el señor Ollerton demostraba.

En ciertas ocasiones, Marianne había tenido la impresión de que Thomas fingía un tanto más de enfermedad de la que tenía, con el fin de recibir sus atenciones. Se movía con dificultad por toda la casa, asiéndose con un brazo de ella y arrastrando el pie derecho. Pero en una oportunidad en que había ido por un poco de té y había vuelto a entrar en el dormitorio sin anunciarse, lo había visto de pie frente a la ventana, observando el paisaje, parado sin inconvenientes. Percatado de que ella estaba allí, había comenzado a arrastrar nuevamente la pierna, por lo que tenía dudas al respecto de su estado real, alegrándose en el fondo de que estuviera mejor de lo que deseaba hacer ver. Cada vez que lo ayudaba a caminar, cada vez que lo veía de pie, aunque fuera con dificultad, lo imaginaba firmemente parado como se presentaba antes.

—Señor Ollerton, parece que ya se puede poner en pie sin mí —le dijo Marianne, con una sonrisa cómplice, mientras él se ubicaba en la cama nuevamente y ella le colocaba la bandeja donde reposaba la taza con la infusión.

—¡Oh, no, no! —dijo él—. Que la emoción que me causa un paisaje no le haga pensar mal. Siento ahora un horrible dolor en la zona por no haberla esperado para llevarme hasta allí.

La mueca de sonrisa con la que Marianne le contestó debió de convencerlo de que no le había creído.

—¿No me cree?

Comenzó a beber el té, con ojos brillantes y pícaros, mientras seguía mirándola.

—Me temo que no —le contestó ella.

—Hay que afianzar el vínculo de confianza que existe entre nosotros.

—Tal vez —respondió ella, mirando ahora por la ventana también—. Decir la verdad sería un buen inicio.

Thomas torció la boca y miró hacia arriba.

—De acuerdo, estoy fingiendo un poco para tener más atención suya. Siento dolor, pero no es tan intenso —confesó él, en voz baja.

Ella caminó de manera resuelta y sin modales muy refinados hacia la cama, y se sentó a su lado. Le colocó su mano sobre la de él, armando una torre.

—Usted no necesita hacer eso para tener mi atención.

Él la miró de un modo hipnótico, recorriéndola con admiración. Ella no pudo evitar sonreír. Era imposible no acabar hechizada por esos ojos castaños cuando miraban con brillo y sin afán de investigar, sino otorgando una hermosa sentencia. Era entonces un Thomas muy diferente.

—Señorita, ¿me llevaría a dar un paseo por el jardín? Siento que me voy a volver un perro obeso si permanezco todo el día aquí. Hasta los vegetales necesitan algo de sol.

Las palabras del hombre la sacaron de su encantamiento.

—Claro —dijo ella—. Lo ayudaré.

Él le tendió uno de los brazos sobre la espalda y comenzó a arrastrar nuevamente la pierna, mientras se ayudaba para caminar con un bastón en el que se apoyaba su brazo libre.

Mientras lo acompañaba y encontrándose tan cercanos, pudo absorber completamente su aroma. No sabía decir si por su presencia o por alguna costumbre de extrema higiene, pero el hombre se bañaba todos los días y luego se perfumaba con esa esencia que la hacía imaginar paisajes.

Antes de salir al jardín, atravesaron una galería interna, con sus paredes en gran parte vidriadas, que poco tenía más que varias macetas enormes con gardenias. El aroma del lugar era tropical, pesado y embriagador. Marianne se llenó los pulmones con él.

—Son las gardenias de mi padre —comentó Thomas—. Requieren un cuidado muy especial y no soportan temperaturas muy bajas. Son un reto para los jardineros.

—Un reto que vale la pena —contestó ella, sonriéndole.

Transpusieron la puerta de la galería y salieron al jardín de los Ollerton.

El lugar tenía, a la luz del atardecer, un encanto muy superior al del parque de los Barham. Quizás por el arquitecto que lo había diseñado, quizás por el amor que Gerard Ollerton dedicaba a cultivar flores bellas y extrañas, aquel lugar olía, incluso a la distancia, a respiración de gardenias y rosas, y brillaba en muchos colores de flores y en los más variados verdes. Unos ligustros hermosamente formados para parecer cercas rodeaban una pequeña fuente de agua de modo concéntrico. Ingresaron entre aquellos anillos.

—Marianne, este paseo también es una excusa —dijo él, deteniéndose de repente, pero sin soltarla.

Ella lo miró, esperando más explicaciones.

—No podía charlar esto contigo en mi habitación, donde permanecemos con la puerta abierta.

Se separó entonces de ella y se puso a su frente, haciendo una mueca de sufrimiento.

—Ahora sí me duele —dijo—. En fin, te pedí que me trajeras aquí para hablar sobre las declaraciones que me hiciste la noche anterior a nuestro poco feliz encuentro con las balas de Parsons.

Ella no quería hablar de eso. Se trataba de un tema doloroso que prefería olvidar. Lo que había dicho en ese momento era sincero, tan sincero que le había dolido más decirlo que a él escucharlo, pero todas esas palabras habían perdido mucho de su valor.

—Mírame —le pidió él, obligándola a mantener el contacto con sus ojos—. ¿Sigues arrepentida de nuestro encuentro en el establo?

Thomas esperó paciente, pero ella no le respondía. Comenzó a agujerar el césped que se hallaba bajo su bastón, hiriéndolo mientras lo presionaba y lo giraba para descargar sus tensiones.

—Sabes que me haces sufrir cuando tardas en contestar preguntas importantes para mí —concluyó él—. He aprendido a no enojarme, pero sigue produciéndome un grado importante de ansiedad.

Volvió a mirarla. Ella tragó saliva.

—No sé bien qué contestar a esa pregunta. Podría asegurarte que mi respuesta sería negativa si pudieras ser siempre el hombre que fuiste en aquellos momentos, hasta justo antes de echarme.

Él la miró largamente, de modo contemplativo, y ella no fue capaz de adivinar si iba a continuar con el diálogo.

—¿Me otorgarías la paciencia necesaria para poder sacar de mí un lado más alegre? ¿Me soportarías durante ese tiempo que tarde en dejar ver nuevamente mi parte más inocente e infantil? ¿La del Ollerton no hipócrita, la del que entrega la confianza, la del que cree en el amor? —tragó saliva—. Sí, existe en mí eso, Marianne. Yo lo creo, pero no puedo expulsar solo todo esto que acarreo como una bolsa de carbón y que me ensucia. ¿Crees que podría transformarme?

Ella le sonrió con amor y colocó su mano sobre la que él tenía en el bastón.

—Bien sabes que no sé juzgar a las personas. El caso Parsons lo confirma. Creo siempre en lo que quiero creer. Soy una necia…

—Yo también lo soy, a veces. No quise creer en la inocencia y el afecto, pero no encuentro modo de negar esos valores en ti.

—No me dejaste continuar… —hizo una pausa y tragó saliva—. Seré una necia, pero estoy segura de que puedes transformarte. Iremos tirando ese carbón que cargas por el camino, yo te frotaré la espalda y el pecho con cepillos para que se te vaya lo gris, y cada tanto nos meteremos al río y saldremos más limpios cada vez —le auguró ella, con la firmeza de una convicción.

La escuchó mordiéndose los labios. Luego le tomó el mentón entre las manos y lo acercó hacia su boca.

—Thomas, ¿y si nos miran?

—Seguramente nos miran, pero no me importa —le plantó un beso en la mejilla—. Hagamos que Sophia salte y que Barbara se abanique nerviosamente.

La besó con dulzura y sensualidad, decidido a inquietarla, y ella le respondió del mismo modo, disfrutando de un sabor de labios que le parecía delicioso.

Y, efectivamente, ambas hermanas Ollerton observaban alteradas la escena. Tal como su hermano las había imaginado, Sophia hacía pequeños saltitos de alegría en puntas de pie, con los brazos juntos sobre el pecho y con una sonrisa radiante, mientras su hermana buscaba alterada un abanico que había dejado olvidado en algún lugar.

* * *

Ella lo miraba más amplia y alegremente desde la conversación que habían tenido en el jardín. Cuando sus ojos le acariciaban el rostro, se sentía capaz de lograr cualquier cosa que alguna vez hubiera parecido una locura, incluso transformarse en un hombre diferente a su padre.

Lo había dejado correctamente arropado y cómodo, como todas las noches, y se había marchado, y no había tenido modo de pedirle que se quedara, ni se le había ocurrido ninguna excusa, a pesar de que su mente la hubiese buscado incansablemente. El tiempo fue breve, solamente un minuto, y luego ella desapareció tras la puerta con un "buenas noches" y todas sus ilusiones de caricias.

Así, ya sintiéndose mucho más capaz y mucho más loco, no aceptaba la idea de quedarse con las imaginaciones y los sueños de tocarla sin poder volverlo realidad. Que esa piel y esa boca no volvieran a ser suyas esa noche era un disgusto verdadero. Extrañaba el calor de su cuerpo tanto como antes había extrañado sus miradas esperanzadas.

Así, como se encontraba, con una camisa de dormir y unas pantuflas ridículas, se puso con descuido una bata y se fue hacia la habitación de su hermana. Sophia llevaba mucho tiempo durmiendo sola. Las claras diferencias de intereses y caracteres con su hermana Barbara habían requerido separarlas para que volvieran a respetarse, o de lo contrario soportar una guerra eterna. Las dos habían considerado que dormir en diferentes habitaciones era lo mejor, y eso mismo se había hecho hacía ya tres años.

Con el cabello suelto y desarreglado, y los ojos tan cerrados que parecían dos sonrisas, su hermana le abrió la puerta.

—¿Thomas? ¿Qué sucede?

Él pasó, sin pedir permiso, y cerró la puerta.

—Siento despertarte. Necesito que me digas cuál es la habitación en que está ubicada Marianne.

Sophia abrió los ojos con dificultad.

—¿Y para qué quieres saber eso?

—Quiero pedirle que baje a la biblioteca a buscar un libro para mí.

—Lo puedo hacer yo —respondió su hermana, espabilada.

—¡No, no! Quiero que lo haga ella.

Sophia se cruzó de brazos y le ofreció una sonrisa ladeada.

—Thomas… —le dijo, arrastrando las palabras, como si fuera a reprenderlo.

—Maldición, a veces pienso que somos gemelos. Es imposible hacer algo sin que lo preguntes y lo analices todo. ¡Eres una fisgona! —le dijo, señalándola con el dedo.

—Ella es soltera aún —dijo ella, sin creerse mucho la declaración moralista.

—Ya lo sé, pero —se acercó más hacia su hermana—… es mi mujer.

Sophia se tapó la boca con las dos manos.

—No lo puedo creer —dijo ella.

—¿Vas a seguir poniéndome trabas o vas a decirme cómo llegar hasta su habitación?

La hermana utilizó ahora las manos para taparse los ojos.

—Yo no te vi ni te escuché. Está en la habitación al final de este pasillo.

—Gracias —le dijo él, luego de darle un beso en la frente, y se marchó.

Cuando se topó con la puerta de madera finamente trabajada que lo separaba de la habitación en que habían ubicado a Marianne, lo dudó unos instantes. ¿Lo aceptaría nuevamente? ¿No estaría aún desilusionada por lo que había sucedido la última vez? ¿Acaso no se había mostrado algo dubitativa durante la tarde? Las vacilaciones no podían detenerlo. En caso de que no lo quisiese allí, se marcharía.

Ingresó, lamentando que la puerta crujiera horriblemente al abrirse. Los ojos se le quedaron estáticos al verlo ingresar. Sostenía en la mano un peine y estaba parada frente a un gran espejo de pie de forma ovalada. Su figura era iluminada por un candelabro de cuatro velas ubicado sobre un mueble cercano. Tenía una camisa de dormir blanca demasiado larga, que probablemente perteneciera a Sophia, y que casi arrastraba por el suelo. Lucía más joven con el cabello suelto.

—Me has asustado.

—Te extrañaba.

La vio constreñir los labios, quizás temerosa, y dejar el cepillo sobre el tocador. Se sentó luego sobre un puf, a gran distancia de él.

—Si alguien llegase a entrar, no sería bueno —dijo ella, en tono neutral.

—Si alguien nos hubiese descubierto en el establo, no habría sido bueno, pero cuán delicioso resultó el encuentro.

Marianne se envolvió en sus propios brazos.

Él se le acercó lo más rápido que su pierna herida y su bastón le permitían y se sentó en otro puf, a su lado.

—¿Me temes?

—Quizás un poco.

Él le tomó una mano entre las suyas, obligándola a bajar la guardia. Le sostuvo la mano con firmeza.

—No tengas miedo. Si te hace frío, puedo abrazarte —suavizó la mirada—. Haré todo lo posible por dejar de ser un canalla.

Ella lo miró con compasión.

—No eres un canalla. No es justo que te trates así. Has salvado mi vida, quizás dos veces. Si Harmon Parsons no hubiera escuchado los cascos de tu caballo luego de introducirme el cuchillo, ¿se habría conformado con una sola puñalada?

Thomas sintió escalofríos ante aquel pensamiento.

—Además, cuando estuviste en medio de aquella balacera, entendí cuán importante eras para mí, y cuánto me había engañado.

—¿Respecto a qué?

Ella colocó su otra mano sobre la de él, contribuyendo a formar una torta de cuatro pisos.

—De que podría romper mi compromiso contigo. No sería capaz, y lo soy mucho menos ahora.

El sacudió la cabeza y miró hacia el suelo.

—Yo me encargué de eso al tomarte como mía antes de tiempo y luego tratarte como un miserable sin emociones —dijo, con una voz que sonaba enfrascada.

—No, no es ese el motivo. Es que no sé cómo podría volver a mirar a un hombre con admiración si lo comparara contigo. No podría —Marianne le miró los cabellos con amor, como si sus ojos pudiesen acariciar—. ¿En qué podría superarte?

—¿En conocimiento y oratoria de poemas? —respondió él.

—¿Crees que esa habilidad ha estado alguna vez listada entre los atributos importantes en un caballero?

—Dímelo tú.

—No —respondió ella, tajantemente.

La tomó por la cintura y la invitó, con un movimiento firme, a sentarse sobre sus piernas.

—¿Lewis Parsons?

Ella acomodó sus cabellos por detrás de sus orejas, con lo que quedó encantado. El perfume a jabón que emergía del cuello de Marianne, que había quedado a la altura de sus ojos, lo transportaba a un universo celeste y calmo.

—¿Qué sucede con él?

Le tomó el mentón en una mano y comenzó a formar círculos con el dedo pulgar.

—Era claro que quería conquistarte. ¿Te simpatizaba?

Ella sonrió, y luego bostezó, como si todo aquello le aburriera, cuando él tenía el corazón girando como un trompo sin saber dónde iba a detenerse.

—Sentí mucha compasión por él cuando perdió a su mujer, y más aún cuando perdió a su sobrino y a su cuñada. Sí, se puede decir que me simpatizaba. Siempre demostró un buen trato y buenas maneras, y nunca recibí de él una frase incómoda con respecto a mi modo de vestirme, peinarme o moverme, sino que siempre me llenó de halagos. No se puede afirmar, entonces, que fuera desagradable —suspiró—. Pero nada de eso significa que yo haya estado enamorada de él, si eso es lo que piensas.

—¿Son fantasmas míos?

Ella asintió con la cabeza.

—Bésame, Marianne.

Ella le enredó los brazos en el cuello y le dio primero un beso superficial, tierno, encantador, que se quedó reposando sobre la otra boca, sorbiendo su aliento. Él aprovechó para volver a tomar la zona y dejarla rodeada por sus labios.

¿Seguía? ¿Debía seguir, o tenía que conformarse con eso? Los músculos se le tensionaban, la respiración se le descontrolaba, pero si intentaba pasar por el aro de fuego quizás solo iba a lograr asustarla y alejarla.

Ella se apretó más contra él, quizás como un inicio de respuesta a sus preguntas internas.

Él llevó sus manos hacia su espalda, intensificando el abrazo. Podía sentir, bajo las prendas de dormir de ambos, los senos de Marianne aplastándose contra su pecho.

La joven tomó las manos que Thomas tenía en su espalda y, para su sorpresa, las llevó sobre sus hombros y luego las hizo deslizarse hasta quedar ubicadas sobre sus pechos.

Él se los envolvió y comenzó a jugar con ellos. Los besos de Thomas se precipitaron.

—¿Quieres que lo hagamos? —susurró ella.

—¿Qué cosa? —preguntó él, divertido.

—Lo que hacen los casados.

Aquella respuesta le resultó muy cómica. La tomó por las nalgas mientras se recostaba con menos firmeza sobre el puf, tendiendo a una posición más horizontal. La ubicó sobre su erección.

—¿Sientes la dureza? —le preguntó entre besos.

—Sí —le respondió, deseosa.

—¿Sientes el calor?

—Sí.

—Esa es mi respuesta. Si no lo quisiera, mi cuerpo no se comportaría así.

—¡Oh! —fue todo lo que dijo ella.

No podía esperar mucho más, ya que se estaba consumiendo, y le quitó en pocos movimientos la camisa de dormir.

La tenía ahora de lado, sobre él, con los blancos pechos de pezones rosados y todo el resto de su hermoso cuerpo reclamando su atención.

Deslizó las manos por la espalda y la bajó hasta la cintura, disfrutando del temblor con el que la piel femenina contestaba a sus caricias. Le recorrió los muslos con las manos, encantado de poder sentir tanta cálida suavidad como suya. Rodó sobre las rodillas un rato, disfrutándolas también, y regresó. Mientras regresaba, ella le abrió un poco las piernas. Él jugó, amenazante, con su dedo índice en la cara interna de los muslos, pero no se acercó más.

Sus manos siguieron subiendo y le midieron la cintura, preciosa para él, y se detuvieron luego en los pechos, a insistir en caricias allí.

La joven cerró los ojos y se inclinó levemente hacia atrás. Comenzaba a jadear. Observar ese nivel de entrega era lo mejor de tenerla para él. En la nueva posición que Marianne había adoptado, podía observar mejor la escultura del cuerpo que tenía entre las manos. ¿Qué tipo de artista, qué genio loco podía haber esculpido algo tan bello? Y era aún más perfecta que una estatua, ya que no se encontraba fría bajo su tacto, sino caliente.

Se agachó un poco, atrapó la punta de uno de sus pechos entre sus labios, y comenzó a entretenerse con él, mientras observaba a la joven, más jadeante aún, que cada tanto lanzaba sonidos que eran como letras vocales repetidas y encadenadas.

Para su sorpresa, comenzó a moverse sobre él, buscando una fricción intensa que la calmara.

Su propio deseo se hinchó más. Dejó los pechos y arrastró la boca sobre el cuello y el mentón.

Llevó sus dedos nuevamente sobre los muslos de la joven y amenazó con dejarlos caer en su entrepierna.

—¿Quieres que te toque? —le preguntó él.

—Sí —le respondió ella, con dificultad para pronunciar las palabras y un aire encendido.

Tanteó la zona con ternura, arrastrándose con suavidad. El cuerpo de Marianne hizo una pequeña sacudida, y así mismo saltó su orgullo de hombre. No podía pensar en nada más encantador que tener la evidencia de que lo deseaba de ese modo.

Insertó el dedo mayor entre sus labios y se deslizó por allí, yendo y viniendo, sin realizar movimientos más profundos. Podía sentir los pliegues calientes y húmedos abrazando su dedo.

El deseo femenino iba claramente en aumento, ya que ahora giraba la cabeza hacia uno y otro lado, y se mordía los labios de aquel modo delicioso que hacía que él, como un acto reflejo, hiciera lo mismo.

De repente, una mano de ella lo detuvo.

—¿Qué sucede? —le preguntó él.

—Es demasiado. Ya está… —respondió ella, mientras volvía a una posición cercana a los noventa grados, todavía sentada sobre él.

¿Iba a concluir todo aquello así? Rogaba que no, porque su cuerpo reclamaba atención urgente, y no iba a tener más opción que la autosatisfacción, lo que, comparado con el manjar que tenía delante, era muy poco.

Pero no, esas no eran las ideas que parecían pasar por la mente de la joven, y lo supo cuando ella se puso de pie y comenzó a tironear para quitarle la ropa. Él, por supuesto, la ayudó prestamente.

Ella intentó volver a sentarse como antes, pero él la elevó tomándola por las caderas y la puso sobre él, dándole la espalda. Ella se dejó caer sobre su miembro erecto, envolviéndolo, y él sintió que la carne se le endurecía.

* * *

Algo se abrasaba dentro de ella. Era como papel, papel ardiendo, papel quemándose desde las puntas en caminos marrones, cenizas flotando en el aire.

—Muévete tú, muévete sobre él —le pidió, le suplicó, la voz deseosa de Thomas.

Ella le hizo caso, y comenzó a menearse suavemente, subiendo y bajando, ingresando y amenazando con expulsarlo de su cuerpo, para volver a tomarlo luego.

Se sentía llena, colmada, palpitante. El corazón estaba latiendo en todas partes de su cuerpo. Lo que ella llamaba la explosión estaba cada vez más cerca. Lo notaba tenso y sólido debajo de ella, pero no podía mirarle el rostro. Lamentaba eso. Lo escuchaba emitir quejidos, que se mezclaban con los propios, y que hubiera juzgado de dolor a no ser que formaba parte de la situación y la comprendía.

—¿Así está bien? —preguntó ella, un tanto insegura.

—Es perfecto —le respondió él, lanzando aire caliente sobre su oído.

La mano de Thomas se ubicó sobre su mata de rizos oscuros y comenzó a masajearla, con cariño, frotando superficialmente. Aquello sirvió para sumar desesperación y deseo, ya que el ardor parecía haberse dispersado a dos zonas en lugar de estar concentrado en una.

—Oh, Marianne, ya no soporto más… —le dijo él.

Luego comenzó a moverse debajo de ella, horadando el valle, buscando nuevas profundidades, mientras Marianne procuraba seguir el nuevo ritmo.

Ella se entregó a sus propias sensaciones. Él tuvo movimientos espasmódicos y luego se tranquilizó, aunque no se detuvo. Insistió en las caricias sobre su pubis. El roce humedecido de los dedos de Thomas y sus movimientos dentro suyo fueron demasiado, y sintió finalmente que su presión se soltaba, sus músculos internos se contraían y su cabeza iba a reventar. Acompañó los gemidos masculinos, que todavía no alcanzaban la calma, con los propios, que lograban su propia cima. Poco tiempo después, él cesó de moverse y ella acompañó su descanso.

Thomas apoyó su cabeza sobre el hombro de Marianne.

—Marianne…

—Estallé —le dijo ella, sintiendo que había logrado ganar una especie de premio.

—¿Lo hiciste de verdad?

—Sí —respondió, feliz.

Él la elevó un poco por sobre él, separándose definitivamente de su cuerpo y cerrando los ojos mientras lo hacía.

—No debes mentirme —le dijo él, mirándola a los ojos.

—¿Se puede mentir al señor investigador?

—No lo sé. Espero que no lo pruebes.

—No te miento —concluyó ella, sonriéndole.

Él ubicó la cabeza debajo de ella y le plantó un beso en el cuello.

—¿Nos vamos a la cama? —le preguntó, aferrándola con fuerza contra él.

—Sí, creo que comenzaré a tener algo de frío.

—Preferiría que no te vistieras —le pidió él, sonriendo—. Ve a la cama y déjame verte.

Ella caminó desnuda hacia su destino. Él se dedicó a admirar y memorizar las ondulaciones del cuerpo femenino.

Ella se tapó con las sábanas y lo esperó allí. Él caminó con un poco más de dificultad, divertido por la mirada que la joven dirigía a sus partes bajas, hasta que ingresó en la cama y también se tapó.

Se puso de lado junto a ella, que estaba mirando hacia el techo, y la envolvió con una pierna y un brazo; luego le besó la frente.

—¡Oh, Marianne! Llenaré de agujeros al que se atreva a hacerte daño —le prometió, acercándose más a ella y absorbiendo el olor de su cabello.

Ella se sentía plena. Plenamente feliz y plenamente mujer.

El amor ya había comenzado a lavar el barro y se veían asomar las primeras flores.

Su corazón y hasta sus mismos ojos tenían otra luz. Lo mismo sucedía con él, que emanaba seguridad y optimismo.

Todas las estrellas, las del hemisferio norte y las del hemisferio sur, brillaban juntas en un solo cielo para los enamorados. Habían hallado una esperanza que les perfumaba las ilusiones y les colmaba el alma: El perfume de la esperanza.

El perfume de la esperanza
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