• Capítulo VIII •

Marianne corría hacia él, como podía, algo agachada. Sus manos estaban manchadas por algo oscuro.

Se dejó caer en su pecho y él la sostuvo, abrazándola. Observó que estaba herida y que sangraba.

—¿Está bien?

La obligó a levantar el rostro.

—¿Está bien?

—No lo sé, me duele bastante.

La levantó en los brazos y caminó como un poseso hasta el edificio principal de Prairie Land. Mientras lo hacía, la vela que ella todavía llevaba en la mano se apagó.

Pateó la puerta con furia e ingresó en el vestíbulo. De memoria, que por suerte era buena, se dirigió hasta la sala. Sufrió varios golpes al chocar contra diversos muebles, incluyendo una chaise en la que decidió dejar a Marianne. Se sentó y colocó la cabeza de la joven sobre una de sus piernas de la mejor manera en la que podía hacerlo, tanteando.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! Que vengan todos —gritó él, en la oscuridad.

Marianne seguía sollozando.

—¿Te atacaron? —preguntó él, procurando que la voz no se le quebrara, aunque sentía algo atorado en su garganta.

—Sí… Tengo miedo… —contestó ella.

Él le agarró la mano con firmeza y le acarició lo que intuía que era la frente.

—No temas. Ya llegan.

Inmediatamente apareció la madre, iluminada por un candelabro de tres velas, y bajó a toda velocidad la escalinata principal.

—¿Qué pasa? —contestó antes de poder llegar y alumbrar a su hija, intuyendo que Thomas era quien había gritado.

—Han atacado a la señorita —respondió él—. ¡Necesitamos un médico ya!

Al segundo llegó el ama de llaves, y detrás de ella, el mayordomo. Se le ordenó a este último que enviara al mensajero en ese mismo instante en busca del señor Hewett. Walter Hewett no era doctor sino cirujano, pero era lo mejor que podía conseguirse en muchas millas a la redonda, por lo que representaba la mejor opción de las disponibles.

Thomas, aunque lamentando tener que separarse, se hizo a un lado y dejó que la madre ocupara su lugar.

—¿Cómo te sientes? —preguntó la mujer, notablemente nerviosa.

—Me duele mucho… pero creo que estoy bien.

El padre y el hermano Barham estaban bajando también de sus habitaciones y se encontraron con un cuadro desesperante.

—Señor Ollerton, ¿qué pasó con mi hija?

—No sé, la atacaron… Cuando yo llegué, ya todo había pasado —contestó él, yendo y viniendo en un mismo camino corto y recto.

El padre corrió hacia la joven, escoltado por su hijo. La madre, nerviosamente, pero con más compostura de la esperada, cortó con unas tijeras el sector de vestido por el que emergía la mancha de sangre.

—Tráigame toallas limpias, señora Morley —le ordenó la mujer mayor al ama de llaves.

El señor Barham, sin procurar disimular su afectación, se arrodilló junto a la chaise y la miró con ternura.

—¿Te dispararon, hija?

—No, no lo creo. Estaba muy cerca —la joven respiró con dificultad—… choqué con él… seguramente fue con un cuchillo.

—Querida, ¿dónde te atacó? —preguntó el padre.

—Fue en la caballeriza… supongo que estaba escondido.

—¡Ya te había dicho yo que no tenías que salir de noche a hacer esas rondas! Te lo dije. Ahora encuentras las consecuencias de tu inconsciencia —dijo George Barham.

Thomas lo miró con un rencor profundo, pero dada la escasa iluminación, el mensaje no era fácil de leer. Todavía no sabía si su hermana iba a sobrevivir ni si su daño era grave, pero ya había encontrado lugar para las quejas.

—George —le dijo la madre, en tono tranquilizador—. Basta ya.

Thomas nunca había observado a George Barham alterado, pero se ponía peor.

—Es que es una cabezota, madre, nunca piensa en las consecuencias de lo que hace. Parece una niña —continuó el hermano.

—Quizás tengas razón —dijo la aludida, en una voz apenas audible.

—Claro que la tengo, y yo, que era consciente de lo que hacías, también debí detenerte, y soy culpable también —concluyó mientras retrocedía un poco y se sentaba en una silla. Allí permaneció, con el cuerpo inclinado hacia delante y la mirada fija en el suelo.

Thomas vio en aquel hombre la veta de un sentimiento de culpa. ¿Cómo no entenderlo, entonces, si sentía lo mismo? No sólo George, sino que él también conocía lo de las andanzas nocturnas de la joven, y también hubiera estado en sus manos salvarla, y no lo hizo.

El día del episodio de la camisa habían estado muy cerca del atacante. Era probable que rondara el establo. Era evidente que lo iba a volver a intentar. ¿Cómo podía haber pensado que no, que era pura casualidad?

Por la torpeza de varios hombres mayores, de los que se esperaba ya más sensatez, quizás muriera una joven inocente.

Ahora la veía llorar más, con más temor, con más dolor. Seguramente temía por su salud y también se sentía responsable. Las palabras de su hermano, aunque hubieran nacido de sinsabores interiores, solo le habían acrecentado el mal emocional.

Él sentía que los ojos también le escocían. Si alguno de los muebles de la casa hubiera sido suyo, lo habría pateado.

Llegaron las toallas limpias y la madre se apresuró a limpiar la herida. Sin la sangre aplastada a su alrededor, se reveló que no era muy ancha.

Thomas fue el primero en extender la cabeza por sobre la chaise para mirar, a riesgo de ser juzgado como indecente. No le importaba demasiado. La herida parecía relativamente leve. Había estado muy cerca, pero sus probabilidades eran muy buenas. Suspiró, un tanto más tranquilo.

—Señorita Barham…

Ella lo miró, con la poca energía que le quedaba.

—Le juro por mi honor que esto no va a quedar sin desvelarse. Voy a descubrir a su agresor, aunque se vaya, aunque vuelva, aunque me huya, aunque me agreda, aunque se transforme… Lo encontraré —le prometió él.

—Gracias —fue todo lo que ella contestó.

El cirujano llegó a la media hora, lo más rápido que le permitieron los caminos que debía transitar durante la noche. Les dijo que habían hecho bien en limpiarle la herida, y que por suerte esta no había sido de gravedad. También indicó cómo debían vendarla y qué tratamiento debían darle al vendaje. Luego de todo ello los tranquilizó, asegurando que la muchacha había tenido mucha suerte, y se marchó.

El padre de Marianne tomó a su hija en brazos, con la máxima suavidad que pudo, y anunció que la llevaría a su habitación.

Marianne cerró los ojos en un gesto de dolor, pero procuró no llorar ni gritar. La señora Barham se fue tras su marido.

George Barham seguía en el sofá, probablemente masticando sus propios pensamientos. Cuando se encontraron solos, le clavó una mirada helada.

—¿Cómo encontró a mi hermana?

Thomas se sintió inquieto, aunque no quería parecerlo. Detestaba ser objeto de observación. Estar del otro lado era mucho más cómodo.

—Estaba herida ya, saliendo del establo.

—¿Y qué hacía usted allí? —preguntó entonces George.

—Iba a observar a los animales. Recuerde que me interesa mucho este caso.

George le sacó los ojos de encima y fue a mirar hacia el frente.

—Sí, sí.

—Ahora me marcho. Creo que necesitan tranquilidad —Thomas se levantó—. Si no es mucha molestia, me gustaría llegarme por aquí mañana temprano a preguntar por su hermana.

George asintió con la cabeza y Thomas se retiró, sin esperar más de quien no lo obtendría.

* * *

Tal como había anunciado, Thomas se presentó a primera hora de la mañana siguiente, incluso antes de desayunar, a preguntar por la salud de Marianne. Le dijeron que seguía bien, y lamentó ser hombre y no poder hacer una solicitud para verla, pero el lamento duró solo unos segundos. Luego se convenció de que, si ella era mujer, él no podía ser otra cosa que hombre.

Luego de haberla visto herida y haber temido por su vida, era imposible negarse lo que sentía. Admiraba a la joven, con algún tipo de admiración especial, diferente a la que sentía por Mary Bannerman, que tanto lo había ayudado a solucionar el caso de la muerte de su tío, o de otras pocas mujeres que le parecían admirables. Marianne lo era de un modo muy especial. Quizás otros le llamaban afecto, él todavía no se sentía capaz de llamarle amor. ¿Podía amar un Thomas Ollerton? Lo más cercano al amor probablemente se encontrara en el sentimiento que le infundía Marianne.

Cuando el maldito que la había atacado cayera en sus manos, iba a tener que suplicar por su vida. Todo su respeto por la ley bien podía ser hecho a un lado solo de momento, para que se le escapara un tiro y lanzara al bravucón en algún bosque donde nadie lo pudiera encontrar. Alma envilecida cubierta de lacras. Había que ser un verdadero sinvergüenza sin ningún valor para atacar a una joven como Marianne, que era el compendio de todo lo bueno y todo lo tierno; que, de tratarse de una diosa, hubiera sido la diosa de los niños y los animales.

Encontraría al maldito, sí, lo encontraría. Y cuando lo tuviera en sus manos, el tipo estaría perdido. Él sabía disparar muy bien. El atacante, por lo visto en la actuación con Marianne y por suerte, no sabía mucho del uso de armas blancas ni de lucha cuerpo a cuerpo. Quizás tuviera más habilidad con las armas de fuego, pero no lo creía. Su única destreza parecía estar en correr.

Luego de la visita a los Barham, había hecho un rastrillaje visual por la zona. Lo único valioso que había encontrado: unas flores silvestres que se encontraban machucadas en el piso del establo. De haber sido cualquier flor silvestre, no hubiera resultado de mayor valor, pero grande fue la alegría de Thomas al descubrir que estas flores solo crecían en dos lugares: cercanas al establo de los Parsons y a la vera del río que separaba la propiedad de los Parsons de la de los Barham y otras dos. El enemigo estaba cerca, y el radio estaba más o menos determinado.

Desde la noche siguiente al ataque había hecho guardia en el establo de los Barham, desde que los mozos de cuadra se retiraban hasta que regresaba el sol. Gracias a ello, pasaba la mayor parte de su día durmiendo, para extrañeza de su familia, que no sabía bien en qué andaba y no imaginaba tampoco qué pudiera hacer en la campiña todos los días hasta tan altas horas. Todos habían preguntado, pero solo su hermana Sophia había recibido algo parecido a una respuesta. Le había dicho:

—Estoy haciendo averiguaciones.

Y cuando ella le había preguntado si se trataba del ataque de su amiga Marianne, él había respondido:

—Sí.

Como aquello era un despliegue de confianza bastante importante para Thomas, su hermana se había conformado con ello.

Acomodarse todos los días entre paja y avena era bastante incómodo, pero se trataba de un precio que tenía que pagar para llegar a la verdad. El atacante había estado allí dos veces, o quizás más. Le parecía improbable que evitara regresar. Así que era una cuestión de tiempo. Esa persona volvería a aparecer. Él lo sabía.

Tampoco se le había pasado por alto el hecho de que ningún caballo había muerto desde que hacía guardias por la noche. La conclusión lógica era que el atacante necesitaba acceder al establo para hacer daño a los animales, y que el agresor de la joven y el de los caballos eran la misma persona.

Abandonó durante un momento sus pensamientos y suspiró. ¿Cómo estaría Marianne? Le habían prohibido seguir haciendo rondas nocturnas. Lo sabía por el padre de la joven, que todas las mañanas, antes del desayuno, cuando él se llegaba a preguntar por la salud de la enferma, le hacía nuevos comentarios al respecto.

El tiempo que pasaba en aquel cubículo solo, escuchando una y otra vez las respiraciones de los caballos, caminaba como una tortuga herida.

Un ruido lo sacó de sus recuerdos y pensamientos ensimismados. Eran pasos. Alguien se arrastraba por el suelo. El maldito había llegado.

Sacó el fusil de su abrigo y lo retuvo en su mano.

Salió de repente y apuntó el arma hacia delante. Divisó una sombra dentro del aura de una vela. Disparó al aire, esperando que el atacante se asustara y entorpeciera los movimientos, quizás en un intento de huida. La sombra se sacudió, pegando una especie de brinco, pero de ninguna manera huyó de él.

—¡Oh, Dios mío!

El perfume de la esperanza
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