• Capítulo XV •

Marianne había aceptado realizar un desayuno abundante a la mañana siguiente, ya que el hambre le estaba cobrando el tiempo que había dejado de pensar en sí misma.

Toda la familia compartió el desayuno y se mostró igualmente compungida; incluso Gerard Ollerton, que no empatizaba fácilmente con las personas.

En cuanto el desayuno hubo concluido, Marianne se fue en busca de Rayo.

Lo encontró en las caballerizas, donde los mozos de cuadra le dijeron que su estado había decaído bastante, aunque no hubiera llegado a estar tan mal como para interrumpir el sueño de la señorita.

Lo miró, con los ojos algo cerrados y el cuerpo tambaleante, y la conversación fue directa y sincera, sin necesidad de palabras. Los animales no necesitaban utilizar lenguaje humano para comunicarse con Marianne. Ella se acercó y comenzó a acariciarlo con dedicación y ternura. Era claro que el animal estaba sufriendo.

Gerard Ollerton ya le había presentado durante el desayuno la posibilidad de llamar al señor Mitchell para que se hiciera cargo del animal, pero ella se negó con cortesía, diciendo que ese señor no podría hacer mucho por su animal dadas las circunstancias en las que estaba, y que ya lo había visto actuar muchas veces. No había malicia en sus palabras, ni intención de manchar el buen nombre ni la profesión del señor nombrado, pero no podía aceptar que alguien realizara un trabajo como aquel sin querer de verdad a los animales, y a Mitchell no le importaban en lo absoluto. Nunca había visto en él ningún sentimiento, ni de piedad ni de ningún tipo hacia ellos.

La situación empeoraría.

Dos horas más tarde, Rayo ya no se pudo sostener en pie, y siguió babeando y jadeando desde su posición en el suelo, junto a Marianne.

Ella permaneció, como en casos anteriores, sentada a su lado. En algunos momentos se recostaba junto al animal sobre el suelo frío.

Thomas había llegado poco después que ella, pero se había mantenido siempre a una distancia respetuosa y sin pronunciar palabra. Solamente la observaba.

Pasadas ya las tres horas con el caballero de pie en el mismo lugar, comprendió que ese comportamiento fantasmagórico aumentaba su nerviosismo.

* * *

Tres horas llevaba tumbada y el caballo languideciendo en una agonía lenta. Tres horas atestiguadas por su reloj de bolsillo, que consultaba cada tanto, cuando la impaciencia le sacudía las sienes.

No sabía qué más podía hacer que permanecer allí, por si ella sufriera un ataque de nervios o necesitara de alguien. Esperaba que su presencia, aunque distante, sirviera para algo. Pero el tiempo había pasado y el animal parecía sufrir mucho. Incluso desde donde él se hallaba parado podía ver con claridad cómo babeaba y se retorcía, víctima del dolor. Marianne acompañaba la despedida del animal con sus caricias y cuidados. Su peinado ya era un desastre y su vestido estaba lleno de tierra y restos de paja. Lo que más le costaba soportar era ese brillo de lágrimas en su mirada, además de unas cuantas que ya había visto caer. Ese brillo y la mirada perdida, desesperanzada, de los enormes ojos de la joven, eran su verdadero dolor, y estaban comenzando a desesperarlo.

Sophia y Barbara llegaron a hacer una corta visita, pero duraron poco allí. La escena del caballo retorciéndose de dolor y Marianne echada a sus pies era demasiado para sus sensibilidades, incluso para la de la hermana menor, más racional que sentimental. Pronto se marcharon, confiando en que Thomas estaría allí para ayudar en caso de necesidad.

Y él permaneció en su sitio, como gárgola que fielmente custodia su catedral, hasta que el llanto de la joven y los movimientos del caballo comenzaron a volverlo loco.

Se acercó a ella sin pensar demasiado, y le dejó un pañuelo sobre el hombro. Continuó de pie a sus espaldas.

Ella lo tomó y lo utilizó para secar un poco su rostro y su nariz. Lo mantuvo en las manos, pero ni siquiera lo agradeció. Tampoco lo esperaba; se sentía bendecido por el gesto de que lo hubiera aceptado.

—Señorita… creo que no debería alargar más todo esto.

—¿A qué se refiere? —respondió ella rápidamente, con la voz húmeda.

—¿No ve que se está muriendo? ¿Quiere que sufra más?

—¿Quién dice que se está muriendo? —dijo ella, con una reacción veloz y con un leve dejo de rencor en su voz.

—Está muriendo desde anoche. Se retuerce de dolor. Permítame darle un final digno.

Thomas sacó su pistola de chispa, que siempre llevaba con él, del bolsillo de su gabán.

Ella se dio vuelta para observarlo. Tenía el rostro transmutado. Lo miraba con resentimiento. Los ojos estaban muy rojos; los párpados y los labios, muy hinchados. Los músculos de la cara formaban una mueca que resultaba espantosa en esa mujer normalmente lozana y angelical.

—¡No quiero que lo mate! Está luchando por su vida. Yo lo sé. ¡Guarde su arma!

Nunca la había visto así. Aquello sí era enojo, y la tensión que le había provocado mediante sus palabras la tarde anterior no era nada comparado con aquello. Pese a eso, no le hizo caso. Era claro para él que los sentimientos hacia su compañero preferido, que ella consideraba un amigo, le estaban nublando el juicio.

—No está luchando por su vida. Está esperando morirse —le dijo él, con firmeza, pero sin alzar la voz.

—Usted no tiene idea.

—¿Usted sí? ¿Puede hablar con los animales?

Las banderas de las mutuas frustraciones habían sido izadas hasta lo más alto que el mástil permitía.

Marianne cubrió al animal con su cuerpo, lo mejor que pudo dentro de las posibilidades de su contextura menuda. Aquello causó en Thomas un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

—No le hará daño —sentenció ella.

Los ojos de Thomas Ollerton comenzaron a humedecerse, pero ella no lo vio, ya que tenía la cabeza sobre la del caballo. El llanto de Marianne se apresuró.

—Usted es muy cruel. No sé dónde tiene su corazón. Lo debe haber perdido en alguna corte de Londres. Este caballo es capaz de conectar con los otros y de sentir mucho más que usted. Le juro que, si lo mata, hablaré mal de usted con cada nueva persona a la que conozca. Será la primera persona de la que yo hable realmente mal.

Thomas tragó saliva como si tragara piedras. Guardó el arma y salió caminando del establo con paso rápido.

Ya afuera, se permitió respirar aire fresco e intentar tranquilizarse. No sirvió de mucho, ya que sus pensamientos atacaban con artillería pesada. Ella lo creía incapaz de sentir nada. Pese a que tenía que asumir que se había transformado en un espíritu oscuro, era falso que no albergara sentimientos de alegría o de pesar. Su desilusionado corazón cargaba sus propios muertos, pero el peso y el hedor que le lanzaban siempre era espeluznante. No era justo decir que no sintiera nada. Y ese escozor inevitable que sentía en los ojos… pero… ella no estaba en sus botas.

Puso los brazos en jarra y se miró las puntas de su calzado. Presionó los labios, formando una fina línea recta.

De sus ojos, más verdosos a la luz del sol, comenzaron a caer lágrimas. Quizás lo lavaran un poco, quizás arrastraran algo de barro. Llevaba ya mucho tiempo sin llorar.

¿Qué era aquello que se sentía como si lo rasguñase una multitud? ¿Era dolor profundo, rencor ardiente, o ambos?

* * *

Cuando logró calmarse un poco, Thomas hizo gestos al mozo de cuadra para que se acercara. Le dio la orden a la distancia, para evitar que reparara en sus ojos vidriosos: debía acompañar a la señorita por si necesitaba algo.

Se fue caminando hacia el lago que se hallaba en la zona norte de Garden Home, arrastrando el paso como si las piernas fueran de piedra. Tardó varios minutos en llegar, dado que no se había apurado demasiado.

Cuando se acercó un tanto más a la orilla, reconoció la voz de Sophia.

—Ya te imaginas que todo el mundo quiere adivinar quién es —dijo Sophia.

—¿Y tú sabes quién es? —preguntó Barbara.

—No, ni siquiera me aventuro a imaginarlo, porque no tengo la menor idea.

—¿Será soltero o casado? —se preguntó Barbara.

—Me imagino que será soltero. Vivir con tu amante dos meses en Yorkshire, estando casado, debe ser algo bastante difícil de ocultar.

—Pero hay quienes son capaces.

—Eso sí, pero no son muchos.

Aprovechó el arbusto de estatura media que lo separaba del banco con vista al lago en que sus hermanas estaban sentadas, y se recostó en la hierba, mirando hacia las nubes. Aquello no podía considerarse como escuchar detrás de una puerta, porque no había puerta.

—Las mujeres no tenemos ni la mitad de libertades que los hombres —afirmó Barbara.

—Eso sí que es cierto —dijo Sophia.

—¿Y estás segura de que estuvo dos meses completos con ella? ¿Lo sabes de buena fuente?

—Claro que sí. La misma señora Weatherby me lo dijo.

¿Weatherby? ¿La viuda más extravagante de Yorkshire?

—Pues esa mujer sí que es extraña —comentó Barbara.

—Sí, pero también hay que afirmar que se divierte —Sophia sonrió con picardía.

—Habría que ver si la divierte.

—Eres viuda, tienes dinero, ¿y estarás soportando a un pesado que te aburre durante dos meses? —preguntó Sophia.

—Tienes razón. ¿Es un caballero este misterioso señor? ¿O se trata de esas pasiones ardientes por las clases inferiores?

—Ella afirma que es un caballero, solo que se niega a dar el nombre.

Thomas escuchó a una de las jóvenes suspirar.

—A veces querría ser viuda.

—¡Barbara!

—Hermana, hay demasiados hombres llamativos en los libros y muy pocos en la vida real.

Sophia sonrió.

—Sí, eso parece. He leído pocos libros, pero incluso así conozco a más hombres llamativos dentro de los libros.

—Aunque lo mejor debe ser tener un marido divertido —dijo Barbara, con una voz de ensoñada que pocas veces le había escuchado.

—Si sigues teniendo esas fantasías te quedarás soltera —le contestó Sophia.

—Quizás, ¿y tú? ¿Te quedarás soltera o te conformarás con el próximo que te pida matrimonio?

—Ya sabes que no quiero aceptar el matrimonio con ningún caballero.

Barbara hizo un sonido de asentimiento.

—Creo que cuando llegue el indicado, podrías olvidar lo pasado.

—¡Ah, sí, no me digas!

—No deberías cerrarte a la idea.

—Sabes que no me gusta hablar de esto.

¿Cómo? ¿Por qué Sophia no quería casarse?

Él se giró, sin incorporarse, para escuchar mejor. En el movimiento, aplastó una rama seca de árbol que se partió en tres trozos.

—¿Qué es ese ruido? —dijo Sophia.

—¿Será un conejo? —preguntó Barbara.

Al ponerse de pie, encontraron a su hermano acodado sobre la hierba, mirándolas con interrogación.

—¿Nos espiabas? —preguntó Barbara, poniendo los brazos en jarra.

—Seguramente —dijo Sophia, enfadada.

—No espiaba, simplemente permanecía aquí, disfrutando de la vista del lago. Que ustedes estuvieran a mi lado es algo intrascendente —se sentó sobre el suelo.

—¿Cómo está Marianne? —preguntó Barbara, como si sus excusas no le importasen para nada.

Sophia tomó del brazo a su hermana.

—Si quieres saber cómo está Marianne, no le preguntes a este salvaje de nuestro hermano. Vamos a comprobarlo por nosotras mismas —le dijo, comenzando a arrastrarla.

—Sí, tienes razón —dijo Barbara, mientras ambas se alejaban de él.

La mirada de Sophia, especialmente, era como la que él lanzaba a los acusados antes de darle el veredicto.

Se tomó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. ¿Había alguien más dispuesto a odiarlo?

El perfume de la esperanza
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