• Capítulo XI •

Thomas tenía el cuaderno abierto en la primera página cuando golpearon a su puerta.

—¡Demonios! ¿Qué querrán? —susurró para él.

Prefirió fingir que no estaba o que dormía, y para ello se mantuvo en silencio.

Golpearon nuevamente en la puerta; esta vez con más timidez.

—Señor Ollerton, el señor Berney está aquí y pregunta por usted —dijo la voz de una sirviente.

Thomas corrió hacia la puerta y la abrió.

—¿Es un joven de contextura gruesa, aproximadamente de mi edad?

—Así es, señor.

—¿Mi padre está utilizando el despacho?

—No, señor.

—Condúcelo hasta ahí. Dile que en unos momentos me reúno con él.

La joven asintió y se marchó a cumplir la orden.

Thomas cerró la puerta. Tomó en sus manos el diario de Marianne. Ardía en deseos de comenzar a leerlo, pero tenía que atender al extraño personaje.

Acto seguido, abrió el cajón de su mesa de noche y guardó su pequeño tesoro bajo pilas de cartas de negocios; viejas cartas que podrían tener algún valor como evidencia en algún caso un día, pero en ese momento no tenían ninguna, aunque igualmente coleccionaba, en su triste afán de esperar lo peor.

Se acomodó la corbata y se alisó la chaqueta frente al gran espejo de pie de su habitación. Luego se fue, a paso veloz, hacia el despacho.

—Señor Berney.

—Señor Ollerton —dijo el visitante.

—Tome asiento, por favor —dijo Thomas, y se sentó frente a él en una hermosa silla cubierta de terciopelo rojo—. ¿En qué puedo ayudarlo? —le dijo, mirándolo con atención.

El hombre sonrió ocultando los labios.

—Como hace poco tiempo me realizó una visita en la que me hizo muchas preguntas, y no estoy seguro de que haya quedado claro que estaba dispuesto a ayudar en todo lo posible, vine aquí a expresárselo con mayor claridad.

"Vaya largo viaje para hacer una aclaración".

Thomas asintió.

—Comprendí eso aquel día. Podría haberme enviado un mensajero. Es usted muy amable al venir hasta aquí a decírmelo personalmente.

Piers sonrió, mostrándose satisfecho con el halago.

—Además, me pongo a su disposición si quiere hacer alguna otra pregunta. Podría ser su ayudante en esta investigación si usted acepta tomarme como tal. Me gustaría colaborar, ya que conozco su historial, y sé que si usted ha tomado un caso es porque debe ser importante. Si, además, involucra a algún vecino de Howardian Hills, deseo aún con más razón que esto se esclarezca.

—¿Está ofreciéndome sus servicios como investigador? —preguntó Thomas, alzando las cejas.

—Así es, o como colaborador, si lo prefiere —respondió él.

—No estoy cobrando nada por este caso —confesó Thomas—, pero, además, no tiene idea lo desagradable que puede ser este mundo.

Berney suspiró y se puso de pie. Comenzó a pasearse con nerviosismo frente a una ventana.

—Los beneficios de mi fábrica están siendo muy exiguos, lo admito.

—¿De qué fábrica hablamos? —interrumpió Thomas, sin moverse de su asiento, con el cuerpo levemente girado hacia el hombre que casi le daba la espalda.

Cotton Max es su nombre.

—No la conocía —comentó Thomas.

—Es una empresa de nacimiento reciente, y no es muy grande.

—Pues tanto peor, porque como le digo, no recibiré ingreso de ningún tipo por el caso en que trabajo.

—Entiendo eso. Quería llegar al punto de que no es por eso que vengo en su búsqueda. Quiero probar suerte en el mundo de la investigación, ya que está visto que no triunfo demasiado ni como hacendado ni como administrador de fábricas.

Berney le sonrió con tristeza.

A Thomas le costaba identificar si la sonrisa era auténtica, aunque, por lo general, el hecho de que un gesto diera lugar a dudas no era una buena señal.

No entendía bien qué esperaba Berney de él, pero no estaba muy dispuesto a tenerlo como ayudante. Todavía era una de las personas investigadas por el caso de los Barham, y no lo conocía lo suficiente como para entregarle ni una décima parte de su confianza, perla cara en grado sumo.

—Puedo enseñarle unas cuantas cosas, si está interesado en esta profesión, pero prefiero continuar con este caso en soledad.

El hombre se mostró un poco desilusionado y volvió a sentarse.

—De acuerdo, pero cuente conmigo para cualquier cosa en que pueda ayudar, especialmente si se trata de los Barham.

—¿Hay un interés especial en los Barham?

—Simpatía, quizás, le llamaría yo —dijo el hombre, sonriendo, y esquivando la mirada—. El señor Barham decidió apoyar mi fábrica con algunos fondos propios cuando esta era solamente una idea —concluyó, volviendo a mirarlo.

—¿Son socios, entonces?

—Así es. Es una lástima que las ganancias hayan sido tan exiguas.

—¿El señor Barham está al tanto de ese hecho?

—Sí, por supuesto. Él recibe rendición de cuentas cada tres meses… Y por esa simpatía es que le digo que, si se trata de un problema de los Barham, ya sean víctimas o victimarios, que este último caso lo dudo, me encantaría ayudar, como una manera de devolver algo de la confianza que el señor depositó en mí como emprendedor, y que, a la vista de los hechos, no me merecía.

Thomas asintió con la cabeza, aunque aquella reunión fuera extraña.

—¿Puedo atreverme a preguntar si están bien los asuntos de los Barham?

"¿Por qué tanta insistencia con el tema? ¿Qué vínculo real hay con ellos?".

—Hasta donde yo estoy enterado, están bien. En cualquier caso, debería preguntar a los señores Barham con el fin de obtener esa información —le dijo Thomas.

No le gustaba contestar preguntas, pero mucho menos preguntas sobre otras personas. Para ese tipo de cuchicheos estaban los bailes de Londres y Bath, que no eran de su agrado y a los que solo asistía cuando su relación con el anfitrión imponía un deber social muy importante.

El hombre pareció percibir su trato poco amable y su sutil invitación a marcharse.

—No quiero molestarlo más. Dígame usted cuándo puedo comenzar a recibir mi formación como investigador —dijo entonces, animándose un poco—. Cuando usted pueda y desee.

—Yo me pondré en contacto con usted, señor Berney.

—Esperaré, entonces —declaró Piers, levantándose de su asiento—. Muchas gracias, será hasta pronto, señor Ollerton.

—Hasta pronto.

El joven macizo se marchó con pasos cortos y apresurados, detrás del sirviente que le indicaba el camino.

Thomas corrió hacia su habitación en cuanto pudo comprobar que el hombre se había marchado.

En el camino, su mente lanzaba humo como una locomotora a toda marcha. ¿Quién era Berney en realidad? ¿Realmente quería ser investigador? ¿Por qué ese acercamiento repentino? ¿Sería cierta la relación con los Barham descrita por él?

Todas esas preguntas podían esperar. Lo primero era lo primero: el diario de Marianne.

* * *

Llegó a su habitación y comprobó, al correr las largas y pesadas cortinas, que estaba atardeciendo. Berney seguramente tendría que regresar a su casa de noche, lo que representaba una locura si se tenía en cuenta el motivo banal de la visita. Había muchos entretenimientos para los fracasados más sanos para el espíritu y la mente que la investigación criminal.

Se sentó en el borde de su cama y abrió el cajón de la mesa de noche, haciendo a un lado, de modo desordenado, las cartas que abundaban. Durante un momento temió que alguien pudiera haber entrado y descubierto su objeto robado, pero las dudas se disiparon al encontrarlo.

"Si así se sienten todos los delincuentes, deben verse aliviados cuando los atrapo".

Abrió entonces el diario y se dispuso a leer sin interrupciones. El próximo joven de pocas luces que se atreviera a querer visitarlo en esa noche sería enviado directamente al infierno. Se recostó en su cama.

Ya estaba abierto, entre sus manos. Las primeras páginas se referían a cuestiones interesantes, referidas a su amor por los caballos, y se las devoró, ansioso de saber qué aparecería más adelante, cuando la cronología de la escritura llegara hasta él. Era un engreído. Quizás no hubiera nada. Ni un recuerdo de los besos. Nada.

Continuó.

Encontró referencias detalladas a dos declaraciones de amor seguidas de propuestas de matrimonio. Al parecer, ambos señores, acaudalados terratenientes, le habían propuesto la condición de alejarse un poco de aquella actividad tan hombría y dedicarse a cuestiones más femeninas, en caso de convertirse en señora X o Y. Según ella contaba, ninguno de los hombres le atraía especialmente, y no estaba dispuesta a aceptarlos, pero esas condiciones eran insoportables, por lo que los había despachado de muy mala gana. Todo aquello había sucedido teniendo dieciséis años.

"Muy joven… Es hermosa. Puedo entenderlo".

No había nuevas referencias a propuestas matrimoniales. Sí había una acotación extraña hecha en una tarde que ella tildaba de "melancólica", en la que llovía sin cesar y el clima llevaba varios días en ese estado.

Ya han pasado dos años y no he vuelto a recibir propuestas matrimoniales. Quizás el maltrato dado a los caballeros "galantes" que me quisieron desposar anteriormente haya corrido de una boca chismosa a otra y los hombres me teman. Sea como sea, si el caballero no es admirable, como mi padre; si no existe eso que hay entre mi padre y mi madre, si no lo siento, no me casaré. No puedo aspirar a menos.

Sí, lo había notado. El afecto especial entre el señor y la señora Barham era notable, muy diferente al que él había vivido en su propia familia. Eran incomparables. Tampoco era comparable la alegría que había en esa casa con la que se respiraba en Garden Home. Ella había tenido la suerte de vivir todo aquello que pocos viven, de conocer el sabor de una familia feliz, y era correcto que no se conformara con menos.

"Y no se conformará conmigo".

Lo que sí he notado en el último tiempo es la atención excesiva e insistente del señor Cotter hacia mí. En un momento pensé que era solo mi amor propio jugándome una broma, pero a los pocos días, cuando sus visitas se hicieron más frecuentes e insistía siempre en hablar conmigo y, sumado a eso, George comenzó a burlarse de la situación y mi madre a sonreír de una manera pícara, comprendí que debía aceptar la realidad de que me estaba cortejando y todos se habían dado cuenta.

Fue obvio, a pesar de que hay situaciones que han sucedido entre el señor Cotter y yo que todos desconocen.

"¿Como cuáles?".

Thomas se acomodó mejor en la cama.

Cuando estuve de compras en la ciudad, el señor me encontró de paseo y me llevó de su brazo, casi obligada por la cortesía, a observar una hermosa montura para dama trabajada sobre cuero. Tenía una terminación finísima y era costosa, pero el señor Cotter insistía en que yo no mirara el precio, sino el producto, y que él me lo regalaría si yo decía que me gustaba. Por supuesto que, ya así advertida, opté por decirle que no me gustaba demasiado, aunque era precioso. Creo que se dio cuenta de que estaba mintiendo. Si yo, señorita joven que jamás ha salido de Yorkshire, sé que no debo aceptar regalos de ningún hombre que no sea mi familiar, pues tanto más debería saberlo él.

Pero no quedó todo ahí.

"¡Qué hombre desagradable!".

Pasaron tres días de aquel incidente y yo me encontraba paseando con Rayo temprano por la mañana. Él me encontró y me saludó cortésmente, y luego me dijo:

—Señorita, sé que el regalo que procuré hacerle hace unos días no era para nada discreto. Le pido que me disculpe.

Yo solamente sonreí, porque tampoco quería un regalo menos discreto. Lo cierto es que parece que nadie escuchó mis ruegos, porque a continuación abrió la mano derecha y me mostro un busk1 de corsé muy bonito hecho en madera. Me explicó que lo había tallado él mismo y que era para mí; que no era necesario que nadie lo supiera.

Por supuesto que me negué nuevamente a aceptar tal compromiso, aunque se lo agradecí mucho.

"Lo bien que haces".

El señor Cotter resulta en muchas ocasiones agradable, pero no creo que se trate del caballero ideal para ser mi esposo, si es que existe un señor con tan extravagantes características como serían necesarias tener para merecer ese mote.

"Pues yo no lo encontré nunca agradable, y por supuesto que no es para ti. No sé por qué gastas tinta en escribir algo tan evidente".

Resopló y pasó la página.

Llegó hasta la fecha en que se habían encontrado en la loma que Marianne solía usar como mirador.

El señor Ollerton parece un hombre tan desilusionado, tan amargado, tan dolido, que ya no recuerda su humanidad. A veces uno cree que en su corazón no hay actividad y que todo él es un mecanismo excelentemente bien construido para parecer un ser humano.

Aquello le dolió. No era del todo justo. Era un ser humano, claro; y dentro de él caminaban los personajes más oscuros, lanzando gritos y sonidos crujientes. Algunos de ellos le decían que se parecía mucho a su padre, que nunca podría ser algo mejor.

Avanzó en la lectura con temor.

Sé que hay un hombre bueno y justo en él, un hombre de buen corazón, pero solo lo sé por los susurros de mi intuición y no porque lo pueda argumentar de otra manera.

Estaba fechado en el día que le había quitado la camisa. Quizás se equivocara al juzgarlo, como se equivocaba con todas las personas. Quizás hubiera justicia, pero no muy buen corazón. Cualquiera podía ser justo si aplicaba una serie de normas. Había más escrito en ese día:

Tengo sobre mi regazo un trozo de camisa de Thomas Ollerton.

Me encontré con él en la ronda de esta noche. Estaba investigando en el establo. Vimos al agresor. Llevaba una capa. Él quería perseguirlo, pero era muy peligroso. Casi no había luna. Podía caerse del caballo en cualquier grieta, en cualquier lugar, y matarse. Luego, ¿cómo me lo perdonaría? Lo detuve, sujetándolo por las ropas; y él se enojó, porque tenía que arrastrarme para poder irse. Le rompí la camisa. Me avergoncé mucho. Me habló con violencia. No quiere que intervenga más en lo que él hace. Nunca lo había visto así. Me dio un poco de miedo.

"Te portaste mal esa noche, Marianne, pero yo también me excedí. Por cierto, que nunca me devolviste el trozo de camisa. No es que pueda hacer mucho con él, pero…".

He tenido el descaro de olerla. Tenía algo de ese extraño perfume que él trae de Londres, ese que lo envuelve siempre. Me gustó mucho, pero hallé muy inadecuado estar aspirando el aroma de la ropa de un hombre, y lo guardé en una caja de zapatos vieja, en un lugar escondido de mi ropero. Será mi pequeño tesoro.

Nunca hubiera imaginado a Marianne haciendo algo así. Sonrió henchido de orgullo. Le gustaba que ella tuviera ese tesoro. No quería que se lo devolviera.

Avanzó y llegó hasta la fecha de la cena compartida entre los Ollerton y los Barham.

Su sonrisa, que en estas regiones de Yorkshire se juzga de tan hermosa, es lo que más me disgusta de él. Se parece a la de esas damas que normalmente viven amargadas y que solo ríen cuando un paso de baile las enfrenta con sus parejas. Están completamente planificadas y cuidadas. Él sabe cuándo tiene que sonreír y lo hace, aprovechándose de la blancura y hermosura de su dentadura.

En general, no sonaba halagador.

Así, sin involucrarse y sin darte realmente nada de él, ya te ha atrapado. Si dejas que te sonría demasiadas veces mirándote de frente, estás perdida. Te has comenzado a enamorar del hombre al que no le importarás en absoluto.

Casi, casi, su observación había sido lo suficientemente filosa como para contratarla como oficial principal en High Street; si se pudiera hacerlo con una mujer, claro. Pero sobre el final había fallado. Había personas que le importaban mucho.

¿Todas las personas se daban cuenta, al igual que Marianne, de cómo manipulaba sus sonrisas? Claro, sabía que con ellas se abría puertas y las utilizaba. Prefirió recordar la parte de la "hermosura de su dentadura".

Esta noche se ha comportado conmigo de un modo grosero. Como una fiera, podría decirse. No sé qué esperaba de mí, pero durante la cena se sentó a mi lado e intentó iniciar una discusión por cualquier medio que encontrase. Le gusta asegurarme que soy una niña inocente. Aunque podría tener algo de razón, a mí me disgusta un poco que se muestre tan altanero.

"¿Solo un poco? La mayoría de personas no me puede soportar".

Cuando desistí de seguir hablando con él, cansada ya de su búsqueda de un enfrentamiento, me dediqué a mirarlo. Era difícil para mí, porque Sophia se encontraba a mi otro lado, y Sophia tiene un intelecto tan despierto como el de su hermano y me conoce mucho más que él. No sé qué haría si fuera descubierta. A pesar de ello, me aventuré. Lo miré de a ratos cortos. Sonrío, ahora, al escribirlo, pero en aquellos momentos sentía morir de los nervios.

Thomas rio. Había pensado que las observaciones de Marianne se debían a sus rarezas.

Elevó la almohada colocando un brazo debajo de ella y dejó descansar el cuaderno sobre su pecho, sosteniéndolo aún entre las manos.

Tiene un cuello elegante; nunca he visto uno así. Es perfecto, es delicado, es de la anchura y el largo justo. Las líneas de su rostro son muy angulosas, y su cabello es una hermosura. Muchas jovencitas quisieran tener un cabello así. Es lacio, perfectamente lacio. Cae como el agua, casi se podría decir que llueve. En los ojos parece tener antorchas, y si te mira, te sientes su presa. Es imposible no sentirse así.

No sé cómo evaluar la velada. No me gustó nada el humor que tenía, pero preferí llenarme de estos pensamientos tan placenteros.

Cuando se pusieron de pie y se marcharon, al observarlo inclinarse, tuve ganas de volver a tirar de su camisa. Me sonrojo al escribirlo, pero sí, esas son mis escandalosas ideas. Y me alegra que busque aunque sea una confrontación, porque no sé cómo reaccionaría ante su indiferencia. Creo que sería insoportable para mí.

Thomas comenzó a pensar en su propia situación. ¿No era ella mucho más indiferente? Claro que sí. ¿Podría soportar su indiferencia? ¿Qué haría si un día Marianne se negara a darle nada más allá de un simple saludo formal? ¿Cómo se hacía, después de haber tenido el sabor de esos labios, después de haber tenido esas manos sobre él, para esperar menos de semejante criatura, concebida como una obra de arte? De los dos, era él el gran mendigo. Mendigo de palabras, mendigo de respuestas, mendigo de luz.

Su orgullo de hombre, sin embargo, estaba henchido. Ahora sabía que causaba sensaciones intensas en Marianne. Sus instintos, al enredarse con ella en la caballeriza, no le habían fallado. Se había sentido deseado y buscado. ¿Habría alguna referencia a ese encuentro? Rebuscó entre las páginas con avidez.

Encontró notas fechadas a la mañana siguiente.

No puedo entender qué pasó ayer. Tal vez Ollerton tampoco pueda entenderlo, y a ese hecho se deba su reacción. No sé qué conclusiones extraer.

Él me besó, yo me dejé llevar, luego me abrazó, me acarició, y yo sentía que no era capaz de rechazarlo. Ni siquiera se me pasó por la cabeza. ¿Cómo se hace para rechazar lo que se desea con todo el cuerpo y el corazón? Así que continuamos, y él cada vez me trababa con mayor ardor y me apretaba más, estábamos más cerca, estábamos asfixiados casi, nos faltaba el aire. Yo sentía que volaba. No quería que me soltara.

Le pregunté si me haría suya, esperando que me dijera un "sí" muy definido, pero no fue esa su respuesta. Contra todos mis pronósticos y mis deseos, me alejó. Lo hizo con tanta frialdad y de tal forma que no tuve otra opción que irme.

No sé qué hice mal. No sé en qué fallé.

Amo a Thomas Ollerton…

"¿Me ama?".

…pero este amor me causa daño.

Un puñetazo en el estómago.

Escribo en este diario porque no puedo contarle esto a nadie más. No puedo entender qué le ocurrió. Solo puedo presumir que ha tenido un arranque de deseo sexual instintivo conmigo, y que se dio cuenta a tiempo de que no debía avanzar más.

Si correspondiera a mis sentimientos, podría haber continuado y venir a pedir mi mano al día siguiente. Papá no se la negaría, claro que no. Pero él no me ama. Me ve como a una niña tonta, seguramente es así; como a una niña boba y quizás algo bonita, tentadora. Después de todo, aquí en el campo no hay tantas mujeres que puedan provocar a un hombre como en la ciudad.

"No, las cosas no son así…".

Avanzó en la lectura.

Ha pasado una semana y no nos hemos visto. He procurado no volver a encontrarme con él. Sé por papá y por George que sigue haciendo sus visitas nocturnas; que se queda ahí, custodiando. Yo, a los fines de no verlo, lo que me haría sentir muy incómoda, hago mis rondas mucho más temprano.

"Supuse que me estabas evitando".

Ya no viene más. Ha dejado de vestirse como mozo de cuadra y esperar en el establo. Parece que eso no ha servido de mucho y por eso va a cambiar de táctica. El atacante no ha vuelto a aparecer. De algún modo, me alegra. Temía que pudieran hacerle daño.

"Dulce criatura".

Espero que se marche, espero no volver a verlo. Su presencia en Yorkshire me inquieta. No me encuentro en mi razón, en mi cordura, en mis actividades diarias. Estoy fuera de mí. No quiero pensar más en él. Espero que su visita concluya y vuelva a Londres. Así, con el tiempo y la distancia, lograré olvidarlo.

Pero si decide quedarse, si regresa, si observo un rayo de esperanza, lograré que vuelva a acercarse. Lo sacaré de esa nube gris en la que vive. Haré lo que tenga que hacer para que reaccione.

Sus ojos seguían buscando leer, voraces, pero no había nada más. Las páginas hacia delante estaban en blanco.

"¿Por qué te conozco luego de haber sido tan golpeado, Marianne?".

* * *

Thomas recibió, mientras desayunaba con su familia al día siguiente, una carta proveniente de Prairie Land.

 

Estimado Vecino:

Necesito encontrarme con usted prontamente. Nadie puede enterarse de que soy yo quien le escribe. Por favor, tenga a bien decirle a su familia que la carta está redactada por mi padre.

Lo espero a las 4 p.m., en el mismo mirador en el que nos reencontramos durante su visita.

Destruir esta carta no sería una consideración excesiva.

Deseándole el mejor ánimo y salud, se despide

Sinceramente, M. B.

 

—¿De quién es? —preguntó Gerard Ollerton, con el mismo tono frío de siempre y fingiendo que no le importaba casi nada.

—Es del señor Barham. Quiere que vaya a Prairie Land para hablar sobre un problema en su establo.

—Ah —fue todo lo que respondió su padre.

Sophia lo miró de un modo calculador.

Thomas se encontró un momento con los ojos de su hermana. Lo había descubierto. Tragó saliva. Podía confiar en que no diría nada, pero iba a tener que escuchar preguntas, cosa que no quería en esos momentos, en los que no podía responder las propias.

Cuando faltaban treinta minutos para la hora pactada, Thomas pidió que le prepararan el caballo. Se dirigió hacia el lugar del encuentro, llevando el diario con él.

Cuando llegó, ella ya estaba allí, sentada en la hierba con la espalda inclinada, apoyada sobre las palmas de su mano para no quedar acostada.

Él se apeó velozmente. Ella comenzó a armar un ramito de flores silvestres entre sus manos. Tenía el rostro rojo.

Lo miró, aunque se notaba que le costaba, tanto por la inclinación de los rayos solares como por la vergüenza. Sus ojos se fijaron en su diario.

Él no le dijo nada. Le extendió el brazo y le expuso la prueba de su delito.

Ella se puso de pie, lo tomó con suavidad y lo volvió a esconder en su pecho, entre sus brazos, como lo había tenido durante la conversación de la tarde anterior. Sus secretos ya no estaban resguardados, pero ella parecía querer creer que sí.

No fue capaz de seguirlo mirando.

Él comprimió los labios en una línea fina.

—¿Tampoco ahora se enojará?

—No sé… quizás un poco… —le dijo ella, con un tono suave, que contradecía sus palabras.

—¿Por qué un poco?

Ella se sonrió y comenzó a mirar hacia los lados.

La respuesta tardaba demasiado en llegar, y Thomas sentía que se estaba consumiendo. Comenzó a arrancar unas altas hierbas que crecían por allí, para entretenerse con algo.

—Porque… aunque lo que ha leído no es más que la verdad de mi corazón, usted ha desnudado mis deseos y pensamientos, que según ha dicho le dan poder, sin hacer lo mismo… sin exponerse, y eso no solo es injusto, es incluso un tanto vil.

Reconoció que ella tenía razón, aunque no pudo evitar sorprenderse por la calma con la que la joven hablaba. Había ido esperando una seguidilla de sermones o palabras de odio, o ambas cosas juntas. No sabía cómo contestar a una acusación tan clara y tan justa.

El viento, silbando un poco, los envolvió, y meció las flores silvestres que seguían formando un ramito en las manos de Marianne.

Él se acercó un poco más.

—Tiene razón en lo que dice.

Se escuchó el galope de un caballo, aunque aún era lejano. Era un hombre y era joven, pero Thomas no podía asegurar mucho más.

El joven sobre el caballo se llevó toda la atención de Marianne, o al menos eso parecía.

—Es Harmon Parsons, el hijo del señor Parsons.

Thomas sintió que los celos le arañaban el pecho al recordar a ese cincuentón insulso, pero decidió no colgarse de esa emoción.

—También cría caballos de carrera —continuó ella.

—¿Son mejores que los suyos? —preguntó él, viendo durante un corto momento al joven que pasaba y el resto del tiempo a ella, que todavía no le devolvía su atención.

Ella lo volvió a mirar y le sonrió. Era mucho más encantadora cuando sonreía.

—Está buscando mi veta orgullosa. Nuestros caballos son excelentes y tenemos muchas ventas a un precio muy conveniente para nosotros. Es todo lo que puedo decir. No podría hacer un juicio objetivo sobre algo que me toca tan cercanamente.

Thomas entendió que esa era la manera en la que Marianne respondía que sí a su pregunta.

Ella comenzó a alejarse de él, rumbo a su propio caballo. Tomó las riendas y lo miró.

—La devolución de mi preciado diario era todo lo que quería, señor Ollerton. Que esté usted bien —lo señaló con el dedo, como acusándolo—. No lo haga más. Hasta luego.

—No estoy seguro de que eso sea todo lo que usted quiere de mí —contestó él, antes de que ella pudiera subirse al caballo.

Siempre hablando de los demás. Eso era más fácil. Estaba cubierto. ¿Y qué quería él de ella?

El rostro de Marianne volvió a tomar el mismo color que cuando había llegado. No lo volvió a mirar. Se comportó como si no lo hubiera escuchado, solo delatada por cierta inquietud en el movimiento de su cuello.

Se subió a su caballo y se marchó, dándole la espalda.

* * *

Aquel día se alejó de todos y caminó por la gran campiña de los Barham más pasos de los que podría haber sumado en un mes.

Suponía que Thomas habría leído todo. Era incapaz de devolver el diario sin haber visto y memorizado cada palabra, incluso sobre aquel deseo de tirar de nuevo de su camisa. ¡Qué vergüenza! No hubiera podido permanecer más tiempo con él aquella tarde. No podía ni mirarlo, sabiendo todos sus secretos develados. Ni siquiera Sophia contaba con toda la información que él había reunido en unas horas.

Procuró encontrar calma en las caminatas, pero no lo logró. Debería haberse enojado, pero el interés de Thomas en sus escritos le latigueó cierto orgullo femenino, y se dijo que era un buen síntoma. Muchas cosas de las que había allí las hubiera confesado ella misma, a través de sus labios, si se las hubiese preguntado como era preciso hacerlo. Era mucho menos esquiva que él. De hecho, no le gustaban las personas esquivas. La verdad era la verdad. ¿Por qué había que ocultarla? Uno comenzaba enlodándose de a poco en cosas inventadas e inexactas, y luego terminaba revolcado en historias mentirosas. Ese no era el camino adecuado hacia la felicidad.

Había realizado la ronda antes de anochecer, como venía haciendo durante el último tiempo. Sus caballos no presentaban ningún malestar. Ya comenzaba a acariciar la esperanza de que el atacante hubiera huido para siempre, quizás asustado, como decía Thomas.

En su habitación, se sentó frente al escritorio y tomó la pluma. Realizaría su anotación relativa al estado de los caballos, como todas las noches. Abrió el cuaderno en la última página que había escrito dentro de la sección "personal", aunque no era la sección adecuada para esos datos. Detrás de sus últimas letras había comenzado a escribir otra persona.

No eran sus palabras. No era su propia caligrafía. Era mucho más alta y angulosa. Parecía formar versos.

 

 

 

Cuando hombres y Fortuna me abandonan,

lloro en la soledad de mi destierro,

y al cielo sordo con mis quejas canso

y maldigo al mirar mi desventura,

soñando ser más rico de esperanza,

bello como éste, como aquél rodeado,

deseando el arte de uno, el poder de otro,

insatisfecho con lo que me queda;

a pesar de que casi me desprecio,

pienso en ti y soy feliz y mi alma entonces,

como al amanecer la alondra, se alza

de la tierra sombría y canta al cielo:

pues recordar tu amor es tal fortuna

que no cambio mi estado con los reyes.

 

William Shakespeare2

 

 

 

Disculpe mi delito y no me denuncie, por favor.

No había firma.

Leyó, leyó y volvió a leer el poema.

"Pues recordar tu amor es tal fortuna que no cambio mi estado con los reyes".

¿La amaba?

El perfume de la esperanza
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