• Capítulo VII •

En Garden Home ya habían desayunado. Thomas estaba dispuesto a realizar una visita al veterinario de la hacienda de los Barham.

Durante el camino hacia Prairie Land para la cena de la noche anterior, había comentado su intriga sobre el hombre que cuidaba de todos los hermosos caballos de esa propiedad. Su madre no había dudado en acotar:

—Hay aquí un solo veterinario, Thomas. Es el señor Mitchell. Todos lo llamamos cuando precisamos de sus servicios. Es un hombre de un carácter un tanto rudo, pero parece bien educado en su ciencia.

Gerard Ollerton la había mirado de soslayo, y le había dicho, ácidamente:

—Pues ojalá no tengamos que llamarlo en mucho tiempo. Dudo de que su educación sea suficiente para salvar a alguien, ni siquiera para hacerlo sin dolor.

Su padre era un incrédulo, uno de mayores dimensiones que él mismo.

Así de corta había sido la charla. Se había encontrado entonces sin necesidad de realizar la pregunta a Laurence Barham, como había planificado en un primer momento.

Con aquella información, entonces, partía hacia la pequeña casa que el señor Mitchell ocupaba muy cerca de la hacienda de los Barham. Muchas preguntas bullían en la cabeza de Thomas y necesitaba algo de información científica al respecto de sus dudas.

En cuanto arribó a su destino, fue recibido por un severo sirviente, que pretendía ser un mayordomo, pero no tenía la suficiente elegancia, y que seguramente formaba parte del muy reducido grupo de empleados que aquella casa podía permitirse. Sin grandes demostraciones de simpatía, fue conducido hacia una biblioteca, donde su entrada fue anunciada con la misma parquedad. Encontró allí a un señor regordete de frente ancha y ojos grandes que se apresuró a ponerse de pie. Le llamó la atención que, pese a su corpulencia, fuese tan ágil en sus movimientos.

—Señor Ollerton.

—Señor Mitchell, me imagino.

—Así es. Y usted debe ser el hijo de Gerard Ollerton.

—Sí, ese soy yo.

Le hizo una seña con una mano para que ocupara un sillón al frente suyo. Sus modales no eran ceremoniosos, sino levemente más cálidos que los de su sirviente.

Sobre una mesa ratona reposaban una gran cantidad de libros en desorden. Se imaginó que había interrumpido su lectura.

—He venido a tratar con usted sobre un tema que me ocupa ahora —comenzó Thomas, a quien nunca le habían gustado los largos preámbulos y que entendió que su interlocutor tampoco era un hombre al que le gustaría establecerlos.

—Dígame… —contestó el hombre con seriedad, quitándose los anteojos y cruzando las manos sobre sus piernas, que también permanecían una sobre otra.

—Me gustaría saber más detalles sobre la muerte de los caballos de los Barham. Imagino que usted los ha atendido…

El hombre lanzó algo parecido a un gruñido, en un tono de lo más desagradable, y torció la boca en un gesto horrible.

—He atendido a unos cuantos, pero ya no lo hago más —comentó, mirando hacia sus libros.

—¿Podría preguntar por qué?

El hombre se acodó sobre uno de los brazos del sofá y se tomó el mentón en la mano.

—¿Podría yo preguntar si es que estoy siendo víctima de alguna investigación delictiva? ¿Soy presunto culpable de algo? Cualquier cosa que esa jovencita de los Barham le haya dicho…

—Señor —interrumpió Ollerton—… disculpe que no se lo haya aclarado antes, pero usted no está siendo investigado como presunto responsable de ningún hecho delictivo. No es sospechoso. Solo quería comprender mejor la situación y obtener más detalles, desde la óptica de sus conocimientos.

Thomas hizo uso de su sonrisa, pero esta vez sin mostrar los dientes, porque se dio cuenta de que la situación no se prestaba a tanto despliegue de simpatía.

Notó como, al instante, el hombre se relajaba mejor en su asiento.

—De acuerdo.

—Volviendo al tema, entonces, ¿podría preguntar por qué ya no los atiende más?

—Sí, claro —dijo el hombre, lanzando un suspiro—. El señor Barham dejó de requerir mis servicios luego de la muerte de su cuarto caballo en extrañas situaciones, imagino que instigado por su hija. ¿Han seguido muriendo caballos? —preguntó el hombre, intrigado.

—¿Por qué imagina que la señorita Barham tiene tanto poder sobre su padre?

El hombre hizo una sonrisa de lado, sabiéndose ignorado en su pregunta.

—Noté claramente su influencia durante el tiempo en que estuve allí, en diversas oportunidades. Especialmente con el último caballo que atendí, el Bravo Británico. Tuvimos una acalorada discusión, porque la señorita no permitía que diera belladona al caballo —el hombre sacudió la mano en el aire—. El padre terminó ignorando mi consejo y haciendo caso a los berrinches de su hija —aclaró el hombre, al borde del enfado, demostrando que aquella actitud lo había humillado seriamente.

—Entiendo. ¿Y usted consideraba que la belladona era lo mejor?

—Era lo mejor que se podía hacer por él. Ya estaba bastante mal cuando me llamaron, y la belladona está especialmente indicada para casos de cólicos.

—¿El caballo presentaba síntomas de cólicos?

—Así es.

—Y los otros tres caballos.

—También.

—¿Conoce usted la historia del fantasma de la señora Parsons?

Mitchell rio irónicamente.

—Todos la conocen. Es un lugar con pocas familias, donde a veces mucha gente se aburre, especialmente las mujeres. En el momento en que alguien inventa algo, es muy fácil que esa noticia corra como reguero de pólvora.

—Por lo que me dice, entiendo que no da crédito a esa historia.

El hombre negó con la cabeza.

—De ninguna manera. Son charlatanerías.

—¿Y quién puede haberlas inventado?

—Cualquiera, pero bien podrían haber sido los Barham. A ellos no les beneficiaría para nada que se supiera lo de la salud de sus caballos, y como yo ya les dije que ahí hay un aire o aguas nocivos y no quieren hacerme caso, es mejor inventar una historia en la que ellos puedan ser las víctimas.

Thomas cruzó los brazos y miró hacia el techo.

—Es decir, que usted considera que el aire de la estancia de los Barham no es bueno.

—El aire o el agua no son buenos.

—Y esto es cierto solo para los Barham… —dijo Thomas, en un tono amable que lo invitaba a seguir.

—Así es. Atiendo a todos los animales del condado y no he visto en las otras estancias síntomas como los que presentaban esos caballos.

—Y el aire se puso malo… ¿de repente? —preguntó Thomas, alzando las cejas, en señal de consternación.

El hombre pareció sentirse atacado.

—¡Así parece! —respondió con rudeza.

El veterinario permaneció con los brazos cruzados, disgustado y mirando por la ventana.

Ollerton entendió que no se podía sacar mucho más de aquella conversación, y que el señor era demasiado inseguro e inaccesible.

—Me retiro, señor Mitchell. Gracias por sus comentarios —dijo Thomas, poniéndose de pie.

El hombrecito también se levantó, asintió con la cabeza, y le dijo secamente:

—Adiós.

Sobre su caballo y camino de regreso a Garden Home, se preguntó cómo y por qué la inofensiva Marianne había podido pelear de modo tan abierto con aquel hombre como para que le guardase tanto rencor. Marianne, la que creía en la buena voluntad de todos. Marianne, la que consideraba a la mentira como algo insólito en la mayoría de los corazones. ¿Cómo había herido tanto el orgullo de ese hombre? ¿Todo por negarse a dar belladona a sus caballos?

No le gustaban las versiones a medias. Suspiró. Para acceder a la historia completa no le quedaba otra opción que interrogar a la propia señorita, la que desconfiaba de Mitchell, pero no de Parsons. ¡Qué extraña era la ingenuidad!

La visitaría por la noche, en el establo, mientras ella hacía su ronda. Así no tendría que soportar todas las palabras de cortesía y las dificultades que representaba una visita social en medio de toda la familia.

* * *

Marianne salió de su casa cuando todos estaban durmiendo, como todas las otras noches.

Llevaba en la mano su palmatoria y su cuaderno de anotaciones. El cuaderno, que llevaba ya un año con ella, estaba dividido en dos partes, separadas por portadas tituladas con una caligrafía muy bien lograda. Una de las secciones se llamaba "personal"; y la otra, "caballos". En la sección personal escribía, casi todos los días antes de la hora del desayuno, sus impresiones, deseos e inquietudes del día anterior; relataba allí su vida. La otra estaba planeada para anotaciones de datos referentes a los caballos. Era en esas hojas donde planificaba también las cruzas, teniendo en cuenta la lista de taras y de cualidades valiosas de cada animal, siempre procurando obtener una cría de excelente conformación. También anotaba allí, día a día, el modo en que encontraba a cada caballo del establo. Le servía para llevar un control del avance de aquella enfermedad o maldición que tantos pesares les estaba causando. Para evitar el problema de tener que llevar la tinta y la pluma, escribía con lápiz.

Entró en la caballeriza y recorrió uno a uno los cubículos de los diferentes animales, mirándolos con atención, intentando adivinar su estado de salud por su postura, por sus ojos, por cualquier indicio que pudieran darle. Sus veintitrés caballos, los que quedaban, parecían estar bien. No había síntomas de decaimiento, babeo, ni nada semejante. Esa noche se podía ir a dormir en relativa paz.

Cuando estaba terminando las anotaciones sobre la revisión, escuchó un ruido extraño. Se sentía como si alguien arrastrara las botas por la paja del suelo de la caballeriza. Llevaba demasiados años en aquel lugar y reconocía con claridad cuándo un sonido era producido por algún animal. Aquel no era el caso.

Se asustó mucho. No había por allí nada que pudiera usarse como arma. Lo más peligroso que tenía en sus manos era un lápiz. Sintió que el corazón comenzaba a latirle en la cabeza y que su respiración se aceleraba. Retrocedió unos pasos, pero no vio a nadie. Sus ojos intentaban cubrir toda la amplitud del pasillo principal de la caballeriza; se movían temerosos, incómodos y nerviosos.

Siguió caminando hacia atrás, en la espera de alcanzar la pared y poder apoyar la espalda contra ella. Eso le haría sentirse un poco más protegida.

Tropezó con el mango de una escoba, cayó al suelo y la vela estuvo muy cerca de incendiar la paja, por segunda vez.

Se reincorporó con cuidado, y aún con temor, mirando hacia delante y no hacia abajo, siguió retrocediendo. Luego chocó.

No era la pared. No podía ser la pared. Faltaban varios metros para llegar a ella.

Tragó saliva.

—¿Señor Oller….?

No pudo terminar de hablar. Sintió un dolor agudo, ardiente y concentrado, a la altura del talle en su costado izquierdo. Gimió.

Se escuchó el ruido del galope de un caballo llegando al lugar.

El arma que habían insertado en su cuerpo fue quitada. El sufrimiento se hizo más intenso, como si ahora le quemara.

Se dio vuelta con la mayor velocidad que pudo, en espera de poder distinguir al agresor, pero solo fue capaz de ver una capa oscura y la parte inferior de unas botas. Quien hubiera sido, llevaba capucha, y no tenía más señas de él que su altura. No había podido divisar ni un sector de piel, nada.

Se llevó la mano hacia atrás y se palpó la herida. Al contacto, el dolor se intensificó. Se miró los dedos y los encontró cubiertos de sangre.

Desesperada y aterrorizada, comenzó a correr hacia la salida.

—¡Ayuda, ayuda, por favor! —decía entre un grito y un sollozo, porque no podía contener las lágrimas de temor.

Salió de la caballeriza. Alguien se apeaba de un caballo. Durante un segundo, su sangre volvió a dispararse, ante la amenaza de que fuera el agresor. En cuanto vio cabellos largos moverse en el aire, supo que era Thomas.

—¡Señorita…!

Marianne se acercaba hacia él, con la mano ensangrentada y una mancha roja que comenzaba a formarse a la altura de su cintura, por su izquierda, y se expandía como si tuviera vida propia.

El perfume de la esperanza
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