• Capítulo XVIII •

Thomas dudó sobre si era correcto presentarse a desayunar a la mañana siguiente, pero se dijo que lo mejor que podía hacer era actuar normalmente. Lo contrario levantaría más sospechas y no ayudaría en nada. Si lograba mantenerse en calma, todo iría sobre ruedas.

Al poco tiempo de sentarse a la mesa se enteró de que Marianne ya había regresado a Prairie Land. Le habían solicitado cortésmente que desayunara con ellos antes de marcharse, pero había declinado diciendo que extrañaba demasiado a su familia. No quiso montar a Rayo, al que todavía no creía sano del todo, por lo que le ofrecieron un caballo de los Ollerton para regresar.

Toda la historia había sido relatada, casi sin respirar, por su hermana Sophia, que parecía entristecida por haber tenido varios días a su mejor amiga con ella y luego tener que verla partir.

A Thomas se le disparaba la sangre cada vez que pronunciaban el nombre de Marianne, pero procuró que no se notara. Se sucedían las horas, las comidas, las miradas enigmáticas de Sophia, más horas, más comidas. Así transcurrió una cantidad de tiempo que le resultaba inexacta y difusa.

Uno de aquellos días, algunos tempranos rayos de luz comenzaron a colarse por la ventana y Thomas se paró frente a su espejo. Su barba sin afeitar había crecido. Cruzó la habitación de un lado a otro, yendo y viniendo y llevándose, cada tanto, el cabello hacia atrás.

Las opciones no consistían en desposar o no a Marianne. Después de lo ocurrido, tenía que comportarse como un caballero. Por supuesto que se casaría con ella. El problema era cómo llegar hasta allí, cómo pedírselo luego del altercado que habían tenido y cómo presentarse ante el padre con semejante propuesta, cuando era probable que ni siquiera sospecharan de su admiración hacia ella, y cuando, incluso, había dicho a George Barham que no tenía "esas intenciones" con su hermana. Los caballeros Barham no lo verían como a alguien serio, y a pesar de que tendrían razón, ese era un pésimo modo de ingresar en una familia.

Por lo pronto, necesitaba una buena excusa para llegar hasta Prairie Land. Se dispuso a afeitarse y adecentarse.

Durante el desayuno, terminó de empujar los alimentos en la boca sin sentir hambre y esperó con ansias que sus padres se retiraran. Su madre tardó mucho en irse, como si pudiera intuir que estaba desesperado por algo.

Cuando los tres hermanos quedaron solos a la mesa, se animó a hablar:

—Hermanas, necesito su ayuda.

—¿De qué se trata? —preguntó Sophia.

—Necesito conversar con la señorita Barham. Le debo una disculpa por mi comportamiento mientras estuvo aquí —se rascó la cabeza, pensando en cómo dar más dramatismo a lo que decía—. Creo que tienen razón, que he sido un salvaje, y corresponde que ofrezca mis disculpas, pero… temo que si voy solo ella se niegue a recibirme. Necesito su ayuda.

—Si se negara a recibirte, estaría en todo su derecho —dijo Barbara.

—Ya lo sé —respondió con altanería.

Sophia miró largamente su taza de té vacía.

—Yo te ayudaré, pero a condición de que no vuelvas a comportarte con ella del modo en que lo hiciste, y que cumplas con lo que estás diciendo, es decir, pidas perdón —le dijo la hermana mayor.

Él asintió con la cabeza, sin creerse capaz de cumplir con todo aquello.

—Ante los antecedentes, yo prefiero no presenciar todo eso. Es muy vergonzoso, y no estoy segura de que Thomas no vaya a hacerlo más. Ya lo hizo dos veces —dijo Barbara.

Thomas elevó los ojos al cielo y sus iris se perdieron de vista por un momento.

Sophia miró a su hermana con severidad.

—No, Sophia. No formaré parte de eso —concluyó Barbara, en un tono en el que decía que no estaba interesada en tratar más aquel tema. Para coronar su declaración, dejó la mesa y se retiró en silencio.

—Espero que te comportes como siempre te has comportado —le dijo Sophia, cuando se hallaron solos.

—Lo haré —respondió él, mientras se acercaba a una de las altas ventanas de aquella sala, un tanto incómodo por la soledad con su hermana, capaz de hacer preguntas muy directas. Ya las temía. Ya las esperaba.

—¿Qué sucede con Marianne? —escuchó a su espalda, aunque esa pregunta bailaba en el aire mucho antes de ser pronunciada.

—¿Tengo que responder a eso? ¿No puedo tener algún espacio de privacidad emocional? —respondió él, mientras miraba a través de los cristales.

—No, no puedes, porque creo que Marianne siente afecto por ti y que tú le has estado haciendo daño.

—¿Ella te ha dicho eso? —se apresuró a preguntar.

—No, no me lo ha dicho, pero no estoy ciega.

Thomas dirigió la mirada al suelo. Su hermana se ubicó frente a él.

—Thomas, no me has contestado.

Él la miró y suspiró.

—El afecto que Marianne siente por mí, si existe tal, es correspondido.

—¿Entonces cuál es el problema? —dijo ella, con los ojos más iluminados por la ilusión.

—Tengo una enorme lucha interna.

—¿Por qué? ¿Es por motivos económicos? Te aseguro que a Marianne no le interesan esos asuntos.

—No es por eso —se apresuró a contestar él.

—¿Y de qué se trata?

—No soy el caballero adecuado para Marianne. Solo he aprendido lo que aquí se me ha enseñado: buenos modales y sonrisas conquistadoras; y lo que Londres me ha dejado, asco y desconfianza. ¿Cómo se hace con todo eso para ser el buen hombre que ella se merece?

Sophia le puso una mano sobre el hombro.

—Creo que ella debería responder esa pregunta, no yo; pero no cierres la puerta a esta oportunidad. Marianne es una muchacha maravillosa —le dijo la hermana, con los ojos azules llenos de ternura.

—Lo sé. Vamos a Prairie Land ahora, por favor.

—De acuerdo, hermano. Indicaré que preparen el carruaje.

El sol se encontraba más alto y él con los nervios más crispados cuando llegaron a la puerta de entrada de la residencia, donde Sophia pidió que se los condujera con la señorita Barham.

* * *

Habían pasado dos días sin presencia de Thomas, y ella ya se esperaba lo peor: que no se volvería a presentar allí, que la dejaría con el honor mancillado y huiría de ella, que todo había sido un truco para aprovecharse de su siempre evidente inocencia y ella había caído en la trampa. Se arrepentía.

Ese día tenían visitas. Junto a ella se encontraba su madre, Harmon Parsons observaba sus enormes anillos al otro lado y al frente se hallaba el señor Parsons, que llevaba ya un largo rato con ellos. Había llegado con un hermoso ramo de campánulas que crecían en su propiedad, diciendo que era un presente para la familia, dirigiendo a Marianne una mirada colmada de significado. Se encontraba recitando un poema de modo apasionado; un poema que, según le había anunciado, era obra de Robert Burns:

 

 

 

—Mi corazón es angustia, y lágrimas caen de mis ojos;

hace largo, largo tiempo que la alegría me es extraña:

olvidado y sin amigos soporto mil montañas,

sin una voz dulce que suene en mis oídos.

Amarte es mi placer, y profundo lastima tu encanto;

amarte es mi desdicha, y esta pena lo ha demostra…

 

 

 

La puerta al abrirse interrumpió el sentido recitado. El hombre bajó el libro que tenía frente a sus ojos, sostenido por su mano.

—El señor y la señorita Ollerton —anunció el sirviente, dando luego paso a Thomas y a Sophia.

Marianne, Cassandra, y el señor Parsons padre se pusieron de pie, intercambiando las debidas inclinaciones con los recién llegados.

—Creo que voy a dejarla en nueva compañía —dijo Parsons, mirando con tristeza a Marianne.

—No es preciso que se marche —dijo Marianne, que deseaba que hubiera más gente allí, que se llenara con tantas personas como fuera posible, hasta que no se pudiera caminar y se perdiera entre el gentío en un lugar donde Thomas no pudiera verla.

Notó una contracción en el rostro de Ollerton y la mirada de disgusto que intercambió con Lewis Parsons.

—La volveré a visitar pasado mañana, si no le molesta —dijo Parsons padre—. Sus amigos también tienen derecho a disfrutar de su grata compañía.

Cassandra le sonrió con cortesía. Nunca se mostraba especialmente solícita con el señor Parsons.

—De acuerdo —dijo ella.

—Me retiro, entonces. Tengo un invitado esperándome en casa, que seguramente estará ya muy aburrido. Normalmente lo entretengo con la caza y los naipes.

—¿De quién se trata, si puedo preguntar? —interrogó Marianne.

—Es el señor Ayres. Reside en Durham desde hace un tiempo largo, y está aquí para cerrar unas cuestiones comerciales con nosotros.

—Para ser más exactos, vino con dos excelentes padrillos para cruzar con nuestras yeguas. Creo que de esa unión saldrá el próximo ganador del Epson Derby —dijo Harmon, el hijo, y en su sonrisa se percibió el filo de un desafío.

Lewis Parsons saludó finalmente con una inclinación y se marchó. No se había mostrado cómodo con la necesidad de dar detalles que el hijo tenía, mucho menos con su reto abierto hacia los Barham.

Cassandra señaló a los hermanos Ollerton la chaise que Parsons acababa de liberar. Ellos se sentaron allí.

Thomas comenzó a jugar con su anillo.

—¿Cuánto tiempo se necesita para realizar esas transacciones comerciales? ¿Está el señor Ayres en Yorkshire hace mucho tiempo? —preguntó el magistrado.

—No hace mucho —contestó Harmon, animado—. Hace un mes, exactamente. El asunto de los caballos ya está zanjado, bastaba con dos semanas, pero el señor se entretiene con mi padre.

—Entiendo —respondió Thomas.

Luego comenzó a mirarla directamente, como si hubiera perdido el reciente interés en la historia de Ayres. Ella tenía los ojos puestos sobre Sophia.

—¿Cómo has estado, amiga? ¿Ha mejorado tu caballo Rayo?

Marianne pudo sonreír con sinceridad.

—Está totalmente recuperado. Es el mismo Rayo de siempre. Me alegro mucho de haberlo salvado. No habría sido posible sin todas las comodidades que me brindaron en Garden Home. Siempre les estaré agradecida —dijo ella.

Sophia le sonrió y Thomas se limitó a asentir.

—Es lo mínimo que podíamos hacer.

Cuando Marianne entendió que su madre estaba mirando con demasiado interés al joven Ollerton y a ella misma, decidió hacerlo participar de la conversación.

—Y, díganos, señor Ollerton, ¿cuánto tiempo más vamos a tener su presencia en Yorkshire?

—Eso aún no está definido —contestó él, encontrándose con sus ojos.

Temblaba como un junco al viento, de eso estaba segura, pero procuraba que no se le notara, y que la voz no se quebrara ni hiciera inflexiones extrañas.

—¿Está considerando trasladarse y residir en este condado? —preguntó Cassandra, con filosa inteligencia.

—No, señora, pero tampoco descarto la idea —respondió él, entregando una de sus sonrisas planificadas.

La madre de Marianne pareció entender al poco tiempo, entre mirada y mirada que los jóvenes se dispensaban y dada la tirantez de toda la conversación, que debía marcharse.

—Creo que me iré a recostar un momento —dijo Cassandra—. Les sugiero visitar nuestros jardines. Creo que el señor Ollerton aún no los conoce. En este momento del año nos enorgullecemos de ellos —concluyó.

—Nos encantaría —respondió Thomas.

La señora los despidió y se marchó.

Marianne se puso de pie y se dirigió hacia la ventana. Los hermanos Ollerton se miraron entre ellos, sin saber cómo continuar con esa escena.

—¿Nos mostrarías los jardines, querida Marianne? —dijo Sophia, que encontraba una frase acorde en casi cualquier situación.

—Sí, claro —respondió ella, con calma—. Síganme, por favor.

—Yo me marcho, señorita Barham. Muchas gracias por la grata recepción, pero creo que seré más útil ayudando a hacer de recibidor de visitas a mi padre. Hasta pronto.

Harmon había desparecido de la sala antes de que pudieran terminar de pararse e inclinarse.

Marianne condujo a los hermanos Ollerton a lo largo de la casa hasta la parte trasera de la propiedad, transitando por un suelo cubierto con una bella alfombra Axminster. Pretendía absorberse mirando bajo su pie los intrincados diseños de flores rojas y hojas verdes, formando círculos inscritos en cuadrados.

Era cierto que el jardín era un lugar del que los Barham podían enorgullecerse en esas épocas cálidas del año, en las que los ligustros se encontraban frondosos y las colombinas, con sus pétalos violáceos extendidos, parecían vibrar esparciendo sus aromas.

Comenzó a recorrer el lugar, esperando que se unieran a ella, pero solo Thomas la alcanzó, espantando en su carrera a un colibrí, mientras Sophia se retrasaba. Aunque miraba hacia atrás, pidiéndole con ese gesto que la salvara, su amiga se mantenía a una prudente distancia, sonriéndole como una tonta, como si no entendiera. Marianne sabía que entendía y que su comportamiento era adrede.

Permanecieron largo tiempo caminando sin hablar y sin dirigirse ni una mirada. Luego vio a Sophia pasar corriendo junto a ellos, adelantándose todo el tramo que antes había estado atrasada, y fingiendo estar muy distraída mientras observaba y admiraba los macizos de flores y el pequeño lago central.

Thomas se aclaró la garganta, y ella lo interpretó como una señal de que iba a hablar.

—Marianne, he tenido una pequeña entrevista con el señor Parsons y no me agrada. Es de ese tipo de personas en las que se huele que hay algo oculto. Me disgusta especialmente la cercanía que tiene con usted.

—No comprendo esa tendencia suya de quejarse de gente a la que no conoce bien, suponiendo sin nada más que su impresión original que casi nadie es digno de confianza.

—No necesito conocer más a este hombre. Conozco a las personas.

—El señor Parsons nunca se ha comportado conmigo de un modo inadecuado —dijo ella, procurando molestarlo—. No puedo decir lo mismo de usted.

Lo escuchó suspirar, ya que caminaba a su lado, muy cerca.

—¿A qué se refiere específicamente? Dígalo sin rodeos.

—No lo voy a decir. Dado lo acontecido entre nosotros, es evidente cuál es la actitud que, como caballero, de usted se espera. Dígamelo con sinceridad, ¿debo temer que huya pronto? Si es así, si esa idea pasa por su mente, preferiría que se fuera ya. No hay necesidad de alargar el momento.

Él contrajo la línea de las cejas.

—¿Así que esa es la opinión que tiene de mí, que soy un tipo rastrero, capaz de dejar a una mujer en el lodo?

—No sé… Tengo muchas dudas, y creo que es comprensible que las tenga. Han pasado varios días y no tuve ninguna noticia suya, además del trato demasiado inadecuado que me dio la última vez.

Thomas achicó los ojos y tensó la boca. Se detuvo y le tomó la muñeca con firmeza.

—¡Sophia! —le gritó a su hermana.

La hermana se giró hacia ellos, intrigada.

—¡Ven aquí! —continuó él, sin soltar la mano cautiva.

—¿Qué piensa hacer? —susurró ella.

—Lo que desea —respondió él.

Sophia llegó hasta ellos.

—Hermana, quiero que me sirvas de testigo de lo que voy a hacer, dado que la señorita desconfía un poco de mí.

Sophia movía los ojos, frenéticamente, entre ellos dos, como una ardilla asustada.

—¿Y qué harás?

Thomas se ubicó frente a Marianne y le tomó la otra mano. Ante la mala voluntad de la joven, la agarró como si fuese una muñeca de tela.

—Señorita Barham, he venido hoy aquí utilizando una visita como excusa. Mi única intención era poder estar solos para pedir su mano.

Los ojos de Sophia parecían del doble de su tamaño.

—¿Aceptaría ser mi esposa? —le dijo él, con el mismo tono de alguien que toma un juramento sin emoción.

—Sí —dijo ella; sus palabras moviéndose entre la tristeza y la resignación, tan diferente a su normal modo de ser que causó sorpresa en Thomas y Sophia.

—Ya ves, hermana —dijo él con una sonrisa cínica y sosteniendo aún las manos de su futura esposa—, la señorita ha dicho que sí soportará a semejante marido y tú, siendo su mejor amiga, eres la testigo.

Sophia se encontraba un poco confundida. Tomó con una mano el brazo de su amiga.

—Marianne, ¿estás bien? Se te ve un poco pálida.

—Estoy bien. Debe ser la emoción —contestó Marianne.

—¿Puedo contárselo a George? —le preguntó su amiga.

—Sí, claro —respondió ella.

Y Sophia, aún bastante asombrada, se fue a paso apurado esperando encontrar al hermano de su amiga y ser la primera en contarle la noticia.

Thomas, aprovechando su relativa soledad, le acercó más el rostro, buscando en él una respuesta más sincera.

—No creo que sea la emoción. No luces emocionada.

—Quizás sea un tipo de emoción diferente a la esperada en una novia —dijo ella.

Se deshizo de las manos de Thomas y se envolvió en sus propios brazos.

—¿Y qué es lo que sientes? —preguntó él, mientras ponía los brazos en jarra.

—Arrepentimiento —respondió ella.

—¿De lo que hubo entre nosotros?

—Sí —respondió ella, sin dilación.

Él asintió con la cabeza.

—Quiero que sepas que no se trata de que te considere un villano… tampoco de que no haya amor —le tembló la voz—, sino de que vas por la vida amigado con la amargura y ya no estoy segura de que esa relación se vaya a romper.

Comprimió los labios y suspiró, mirando el horizonte.

—Ya nada puede hacerse. Llévame a hablar con tu padre, por favor —le dijo, en un tono que era imposible de descifrar.

Caminó a su lado rumbo a la entrada de la propiedad, y tanto George como Sophia, que los miraban desde una sala de la planta baja, se preguntaban cómo podían traer esas caras.

El padre aceptó el pedido del caballero, pero se asombró del humor un tanto oscuro que había en él. Incrédulo aún ante la situación, llamó a Marianne para que le confirmara que había dado su aceptación.

—Si mi hija lo ha aceptado, yo no tengo por qué rechazarlo —dijo Barham.

Se casarían en un mes.

Luego de acordar los detalles con el padre de la novia, Thomas comentó a Barham que realizaría una visita a Ayres, dada la extraña coincidencia cronológica de su llegada con las muertes de los caballos; saludó a todos como si se tratara de simples conocidos, argumentando que quería darle la noticia a los Ollerton de sus propios labios, y se marchó, sin mostrar ninguna de sus perfectas sonrisas. Miró a su hermana como si fuera evidente que debía acompañarlo en el viaje de regreso, ya que no la podía dejar sin carruaje.

El señor Barham le ofreció uno de sus mejores caballos, si es que la señorita Ollerton deseaba quedarse y deseaba dejarle el carruaje de la familia. Thomas aceptó la proposición con la mayor compostura que pudo, y desde ese momento se dedicó a hostigar a uno de los mozos de cuadra para que no se tardara ni un segundo más de lo necesario.

Lo cierto es que el apuro no se debía al deseo de volver a Garden Home.

El perfume de la esperanza
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