• Capítulo II •
Aquella noche la luna se encontraba casi llena, como si alguien hubiera volcado mucha leche en un recipiente esférico que pendiera del cielo. La figura de Marianne, levemente iluminada por la luz de una vela que llevaba sobre una palmatoria, se alejaba de la residencia de los Barham rumbo a la caballeriza.
Sus familiares y los mozos de cuadra estaban durmiendo. Siendo la medianoche, ya no había actividad en ninguna zona de la propiedad.
Llevaba varios días realizando aquellas visitas nocturnas: desde que sus caballos habían comenzado a morir. Quería comprobar, antes de irse a dormir, si alguno de ellos lucía enfermo. Era posible que se hubieran ido contagiando uno a uno de algo que todavía no podían descubrir, quizás eran hechizados, o tal vez los amenazaba algún agente menos etéreo. Mantenía la esperanza de que fuera posible salvar a alguna de las futuras víctimas si podía curarla a tiempo.
Aquella no había sido la situación hasta ese momento. A pesar de su buena voluntad, nunca había podido descubrir la enfermedad de los animales con la prontitud necesaria para salvarlos.
Entró en el establo con el corazón burbujeándole en los oídos, como todas las otras noches. Sentía miedo, pero no quería permitir que eso la detuviera.
Se alarmó al observar un halo de luz emergiendo de un rincón de la caballeriza oculto tras una pared de roca, tanto que su mano tambaleó y estuvo a punto de dejar caer la vela al suelo, lo cual solo podría haber resultado en un gran incendio.
Procuró tranquilizarse.
¿Sería un mozo de cuadra desvelado? ¿Sería el atacante? ¿O Thomas Ollerton estaba muy equivocado en su comprensión del más allá, y se trataba de la luz fluorescente emitida por un ente espiritual?
Aunque las piernas comenzaban a temblarle, decidió avanzar a paso lento y constante, mientras gritaba:
—¿Quién está ahí? ¿Qué hace aquí?
Un hombre salió a su encuentro con un farol en la mano y los ojos en un gesto de asombro franco. Tenía puesta una camisa blanca y un gabán azul, junto con unos pantalones bombachos con botas altas. Como no llevaba corbata ni chaleco, y que esa informalidad era extraña en un caballero, había tardado un tiempo en reconocer a Thomas Ollerton.
Con la ayuda de las sombras que la pequeña llama proyectaba sobre su rostro, se veía como un personaje algo peligroso, lo que no sucedía durante el día. Parecía haber ido a visitar el mundo de los muertos, o tener una cierta habilidad de comunicación con otros planos.
—Señorita Barham, ¿qué demonios hace aquí?
Se detuvo donde estaba, recordando que no tenía nada de qué avergonzarse. Se hallaba vestida de manera recatada, aunque su vestido fuera viejo y estuviera un poco raído en las mangas, y estaba parada sobre terreno de su familia.
—Debo decirle, señor, que el intruso es usted. Esta caballeriza es propiedad de mi familia —le dijo con el tono suave que la caracterizaba, y que sacudía cualquier dejo de hostilidad en sus palabras.
Marianne le dedicó entonces una de esas sonrisas que hacía que todo lo demás luciera en apagados tonos sepia.
—Nunca me habían tratado de intruso con una sonrisa tan amistosa… en toda mi vida…
Thomas se acercó más hacia ella. Como antes, parecía querer dilucidar sus pensamientos.
—¿Ha venido a investigar? —preguntó ella.
Marianne frunció el entrecejo de manera infantil, mientras él calaba sus labios con los ojos.
—¿Usted nunca se enoja, señorita? —preguntó Thomas, ignorando la interrogación que se le había dirigido y devolviendo la mirada a los ojos de la joven.
Ella le volvió a sonreír, esta vez con los labios cerrados, de manera tibia.
—Me incomoda que tenga la costumbre de no contestar preguntas. ¿Por qué no habla?
Marianne bamboleó un poco la cabeza, y con ella sus rizos castaños, ya que se encontraba con el cabello sin atar, como solo se la veía en la intimidad cuando estaba por irse a la cama.
—Y usted, ¿por qué hace tantas preguntas y no está dispuesto a responder las mías?
Thomas frunció un tanto los hombros.
—Supongo que es una costumbre que he adquirido en el ejercicio de mi trabajo y se ha vuelto ya una parte de mí.
Pareció pensarlo un poco y continuó:
—La información, además, da poder a otros sobre uno, y no me gusta dar poder a los demás sobre mí. Por otra parte, la gente con la que trato a diario es de una calaña demasiado baja como para que pueda permitirme la sinceridad…
Marianne suspiró, y el aire que desplazó al hacerlo casi apaga su vela.
—Señor Ollerton, permítame decirle que debería determinar mejor quiénes son sus enemigos y quiénes no. Corre el riesgo de que todos vayamos a caer en el mismo costal de bandidos, asesinos y demás delincuentes similares.
Los ojos de Thomas se veían rojizos, flamígeros. Podía sentir su perfume, luchando por vencer entre los demás olores del establo, compuestos de paja, avena, heno y heces de caballo. Sintió el deseo de acercarse más, para poder aspirarlo en profundidad, sin otra distracción para su nariz; pero sabía que no correspondía hacerlo.
—Creo que no tengo amigos —dijo él con un tono que daba a entender que esperaba que esa fuera la frase concluyente de la discusión.
—Creo que entiendo por qué.
La voz de mando de Thomas quedó apagada. No fue capaz de arremeter contra ese comentario.
Marianne se acercó hacia el puesto donde había encontrado a Ollerton y miró a su caballo preferido, Rayo, el que solo era de ella y solo para ella, el que había acordado con su familia que nadie podía tocar.
Se coló por la portezuela que Thomas había dejado abierta. Varios caballos descansaban sobre la paja de avena.
El animal estaba en un sueño ligero, del que despertó al escuchar los pasos de Marianne. La saludó sacudiendo un poco la cabeza para que se la acariciara, con lo que desplazó en el aire unas cuantas crines rubias.
Era un ejemplar de purasangre joven y bello. Su pelaje, completamente blanco, solo ostentaba pequeñas pintitas negras en algunas zonas del lomo y en la punta de su nariz.
Marianne lo acarició a lo largo su cruz, dorso y lomo.
Corroboró luego la mirada, las patas y la postura del equino, y supo que se encontraba bien. Lo miró a los ojos como hacía siempre, sintiendo una vez más que tenían una conexión profunda. Si Rayo moría, sería una experiencia muy dura para ella.
Quiso hacer a Ollerton partícipe de la escena.
—¿Le gusta Rayo? Es mi caballo personal. No permito que nadie más lo monte.
El orgullo brillaba en la mirada de Marianne.
Thomas la miró, y luego desplazó su atención hacia el caballo.
—Es un gran espécimen. ¡La felicito por su elección!
Ella siguió mirando y acariciando a Rayo.
—Él me entiende. No sé qué haría si un día lo perdiera. Es mi mejor amigo.
Thomas alzó una ceja.
—¿Usted cree que el caballo la entiende? Yo creo que sencillamente le gusta su buen trato, y seguirá haciendo todo lo que ha hecho cada vez que lo ha recibido.
Ella le volvió a sonreír, pero esta vez no lo miró. Thomas se mordió los labios, en un gesto muy impropio de él.
—Usted definitivamente no se enoja. Si ataco sus ideales infantiles y se sonríe, siento como si me asegurara que no hay modo de hacerla enojar.
—¿Me está midiendo el carácter, señor?
—La analizo.
—Lo imaginaba —lanzó un pequeño suspiro del que Thomas fue consciente—. Mire, señor Ollerton, yo creo que el ser humano es bueno en esencia, y no suelo rabiar porque los demás no piensen como yo. Podrían estar equivocados, o hablar sin conocimiento, como hizo usted recientemente —Thomas cambió la posición en la que se hallaba parado, llevando el peso a la otra pierna—; o tener razón cuando yo no, o incluso podría suceder que ambos tuviésemos razón.
Thomas dejó salir una gran bocanada de aire que llevaba contenido en los pulmones.
Marianne decidió no tener en cuenta su rabieta. Había ido para comprobar que los caballos estuvieran bien y finalizaría esa tarea.
Se desplazó a lo largo de los diferentes puestos, observando a todos los animales, uno a uno, y luego a los cubículos apartados, en donde se encontraban los sementales y dos yeguas por parir, y para su alegría comprobó que ninguno parecía afectado por alguna dolencia.
Luego se dirigió hacia donde se hallaba Ollerton y se colocó delante de él.
—Los caballos están bien, por ahora —le dijo ella.
Thomas la miró fijamente, todavía con el mismo estado anímico en que lo había dejado.
—¿Alguna vez ha asistido a un ahorcamiento?
Sintió que ese hombre se había transformado en una especie de sombra. Sabía que solo era una sensación, pero parecía que su vela se estuviera apagando. El ambiente se amargaba.
—No, nunca he querido participar de semejante espectáculo, aunque sepa que muchos de los ejecutados son culpables de grandes fechorías.
—Si lo hace podrían suceder dos cosas: aumentar su inocencia sobre el género humano o disminuir. No sé qué sucedería en su caso puntual, pero puedo decirle que cuando ve el horror en los ojos de esos miserables que saben que van a morir, uno se da cuenta de que lo que están sintiendo no es arrepentimiento sino temor de su propio destino.
—¿Dice que los condenados no se arrepienten, ni aunque estén en el patíbulo?
Marianne frunció levemente el entrecejo.
—Sí, señorita. Ha entendido muy bien mi mensaje.
—Creo que eso puede ser cierto para algunos condenados, pero no para todos. Sus prejuicios podrían estarle jugando una mala pasada, y quizás no solo en este caso.
Thomas la miró y se le hizo evidente que estaba conteniendo una maldición o una frase hiriente. Podía sentir la densidad de la nube de la confianza que aquel hombre tenía en sí mismo, de su seguridad en conocer el espíritu humano, de su afirmada superioridad en experiencia, y percibía todo aquello de modo tan evidente que casi se hacía físico, casi se transformaba en un compañero gemelo que lo seguía a todas partes.
Un sonido extraño los extrajo de sus pensamientos aletargados. El ruido era como un estornudo que se hubiera querido silenciar, y era claramente humano. Ella conocía el sonido de los caballos y podía asegurar que ninguno de los animales lo había provocado.
Vio a Thomas introducir la mano en el bolsillo derecho de su gabán y sacar un fusil de chispa. Permaneció en silencio. El reflejo de la luz sobre la superficie de acero del arma le causó escalofríos. Se colocó junto a él y le apretó uno de los brazos con sus manos.
—Soy agente de la ley. ¡Identifíquese!
No escucharon nada. Solo sonidos apagados producidos por los caballos.
—A quien esté escondido ahí, repito la orden de que se identifique.
Thomas se acercó al oído de Marianne y le susurró.
—Salga ahora del establo. Vuelva a la propiedad —fueron las palabras que se estrellaron en su oreja, rápidas y calientes.
Quería quedarse con él, donde se sentía protegida, pero hizo caso a la primera orden que se le dio; no así a la segunda. Se mantuvo fuera de la caballeriza, a pocos pasos de la puerta, y buscó un hueco o rendija por donde poder mirar. Encontró un hilo de luz entre dos piedras que formaban parte de una de las paredes de la construcción.
Mientras se dirigía hacia allí pensó que no podía dejar a Thomas solo. ¿Debía llamar a su padre? ¡Claro que sí! Cuando estaba por salir corriendo hacia su casa, una masa negra, que podría tratarse de una persona con una capa, salió corriendo del establo. Sintió que se quedaba sin aire durante unos segundos.
Al instante vio pasar a Thomas, que corría tras el bulto que ella había visto antes. Sin pensarlo siquiera se colgó de su brazo. Era muy peligroso salir a perseguir a alguien en la noche. Los puentes, los ríos, el camino… nada era seguro… ningún paso era cierto si no se podía ver por dónde se andaba. Aunque se trataba de una noche con buena iluminación lunar, no era fácil adivinar dónde había que poner los pies.
—No lo siga… ¡Es peligroso!
Él buscaba zafarse, pero ella apretaba más fuerte. Podría haberla arrastrado, pero era patente que no quería hacerlo.
Cuando Marianne vio que se le escapaba, lo tomó por la camisa y, dada la fuerza con la que él se marchaba, la prenda no pudo más que ceder y deshacerse en dos partes.
Thomas se miró el pecho semidesnudo, por el que afloraba uno que otro vello. Un trozo frontal de su camisa colgaba de la mano de Marianne.
Dio una ojeada en busca de la sombra que había perseguido, pero ya no se la divisaba.
—¡Maldición, señorita! ¿Qué cree que hace?
El hombre rabiaba. Todos los músculos de su rostro se habían tensado. Ella no sabía cómo explicar su actitud sin recurrir a lo que ya le había dicho. Había tenido miedo de que muriera.
—Lo… siento…
Él se acercó más a ella, mucho más. Podía sentir su aliento caliente sobre el rostro.
Thomas guardó el arma, y con el dedo índice de su mano casi sobre la nariz de Marianne y un tono helado y autoritario, le dijo:
—¡Nunca… nunca más se atreva a detenerme!
Sintió golpeteos en su cabeza, en su corazón, en su estómago. Cuando comenzaron a brotarle las lágrimas se ocultó el rostro con una mano, tomó la palmatoria que había traído con la otra y se fue rápidamente hacia su residencia.
Thomas volvió a mirarse. En su huida acelerada, Marianne se había llevado la parte de camisa que le había arrancado.
Esperaba que nadie estuviera despierto en Garden Home a esas horas. El camino entre la puerta de entrada y su habitación iba a tener que recorrerse con prisa. Si alguien lo veía, no le iba a resultar sencillo explicar los incidentes.