Segunda Parte. Las aguas vuelven a su cauce

Abismo que llama al abismo, en el fragor de tus cataratas, todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí.

Salmo 42, 7

Pasaron las Navidades. El tío Edward, a regañadientes, había cedido y la carrera de Hilary ya estaba decidida. Wimsey se apartó voluntariamente de la discusión. El día de Nochebuena había salido con el párroco y el coro a cantar bajo la lluvia y luego fueron todos a la vicaría a comer asado caliente. No tocó las campanas, pero ayudó a Venables a decorar la pila bautismal con ramas húmedas de acebo y hiedra, y el día de Navidad acudió dos veces a misa, y acompañó en coche a dos mujeres y a sus hijos hasta la iglesia para que bautizaran a los pequeños.

El día de San Esteban dejó de llover y llegó lo que el párroco describió como «un tempestuoso viento llamado eurociclón». Wimsey aprovechó el día claro y las carreteras secas para ir a visitar a sus amistades de Walbeach y se quedó a pasar la noche con ellos. Allí le hablaron las mil maravillas del nuevo canal Wash y de la vida que le había dado al puerto y a la ciudad.

Volvió a Fenchurch St Paul después del almuerzo, con toda la fuerza del eurociclón soplando de lado. Cuando llegó al puente de la presa Van Leyden, vio la violencia con la que bajaba el río, con grandes olas y remolinos. Debajo de la presa había un grupo de hombres en unas barcazas construyendo un muro con sacos de arena. Cuando el coche pasó por el puente, uno de los hombres gritó y gesticuló hacia otro, que se acercó al coche corriendo y agitando los brazos. Lord Peter se detuvo y esperó a que el hombre llegara. Era Will Thoday.

—¡Milord! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que es usted! Vaya a St Paul y adviértales de que las compuertas están a punto de ceder. Hemos hecho lo que hemos podido con sacos de arena y con vigas, pero no podemos hacer nada más y ha llegado un mensaje de la presa Oíd Bank diciendo que el agua ya ha superado el límite en Lympsey y que tendrán que enviarla hacia aquí o se les inundará todo. Hasta ahora la presa ha aguantado, pero si baja más, y con este viento, seguro que cede. Va a inundarlo todo, milord, y no debemos perder ni un minuto.

—De acuerdo. ¿Puedo enviar más hombres?

—Ni siquiera un regimiento entero podría detener esto, milord. Las compuertas van a ceder y dentro de seis horas no habrá ni un metro cuadrado de tierra seca en los Fenchurches.

Wimsey miró la hora.

—Se lo diré —dijo, y se marchó con el coche.

El párroco estaba en su estudio cuando Wimsey entró como una exhalación para comunicarle las malas noticias.

—¡Por todos los santos! —exclamó el señor Venables—. Hacía mucho tiempo que lo veía venir. He avisado a las autoridades una y otra vez sobre el estado de esas compuertas, pero no me han querido escuchar. Aunque a lo pasado... Debemos actuar deprisa. Si abren la presa Oíd Bank y la de Van Leyden cede, ya verá lo que sucederá. El Wale se desbordará y quedaremos todos cubiertos por tres metros de agua como mínimo. Mis pobres feligreses están todos dispersados en granjas. No perdamos la calma. Hemos tomado precauciones. Hace dos domingos avisé a la congregación de lo que podía pasar y puse una nota en la revista del mes de diciembre. Y el ministro protestante nos ha prestado amablemente su colaboración. Sí, sí. Lo primero que debemos hacer es dar la alarma. ¡Gracias a Dios, saben lo que significa! Lo aprendieron durante la guerra. Jamás pensé que le daría las gracias a Dios por la guerra, pero los caminos del Señor son inescrutables. Llame a Emily, por favor. Pase lo que pase, la iglesia estará a salvo, a menos que el agua suba cinco metros, algo verdaderamente improbable. Oh, Emily, corre y dile a Hinkins que la presa Van Leyden está cediendo. Dile que vaya con otro hombre a la torre y que toque la alarma con Gaude y Sastre Paul a la vez. Toma las llaves de la iglesia y las del campanario. Avisa a la señora y lleva todos los objetos de valor a la torre. Venga, cálmate chiquilla. No creo que el agua llegue a la casa, pero las precauciones nunca son demasiadas. Busca a alguien que te ayude con este baúl; aquí he metido todos los registros de la parroquia, y asegúrate de que también suban la litografía de la iglesia. ¿Dónde he dejado el sombrero? Tenemos que llamar a St Peter y a St Stephen para ponerlos sobre aviso. Y luego veremos qué podemos hacer con los que viven en la presa Oíd Bank. No tenemos tiempo que perder. ¿Ha traído su coche?

Fueron hasta el pueblo. El párroco se asomaba peligrosamente por la ventanilla avisando a todo aquel con el que se encontraba. Desde la oficina de Correos llamó a los otros dos Fenchurches y luego se puso en contacto con el vigilante de la presa Oíd Bank. Las noticias no eran demasiado buenas.

—Lo siento, señor, pero no podemos hacer otra cosa. Si no abrimos las compuertas, el agua lo inundará todo en ocho kilómetros a la redonda. Tenemos seis grupos de hombres trabajando, pero no pueden hacer gran cosa para combatir las miles de toneladas de agua que se nos vienen encima. Y vendrá más, al menos eso dicen.

Al párroco se le notaba la desesperación en la mirada, y se dirigió hacia la dueña de la oficina de Correos.

—Será mejor que vaya a la iglesia, señora West. Ya sabe lo que tiene que hacer. Los documentos y los objetos de valor en la torre, los efectos personales en la nave. Los animales en el cementerio. Por favor, los gatos, los conejos y los cerdos, en cestas; no pueden ir por ahí corriendo sueltos. ¡Ah! Las campanas de alarma. ¡Bien! Estoy más preocupado por las granjas de las afueras que por la gente del pueblo. Bueno, lord Peter, tenemos que volver a la iglesia para poner el máximo orden posible.

El pueblo se había convertido en la viva imagen de la confusión. La gente estaba cargando muebles en los carros, llevaban a los cerdos en fila por la calle, guardaban las gallinas, cacareando y muertas de miedo, en cestos. La señorita Snoot asomó la cabeza por la puerta de la escuela.

—¿Nos vamos ya, señor Venables?

—No, todavía no. Primero dejaremos que la gente lleve lo más pesado. Cuando sea la hora, ya le enviaré un mensaje, y entonces coja a los niños y diríjanse a la iglesia de un modo ordenado. Confíe en mí. Manténgalos distraídos pero sobre todo y bajo ningún concepto deje que se vayan a casa. Aquí están más seguros. ¡Oh, señorita Thorpe! Veo que se ha enterado.

—Sí, señor Venables. ¿Podemos hacer alguna cosa?

—Querida, ¡es tan amable! ¿Podrían quedarse usted y la señora Gates a vigilar que los niños de la escuela estén entretenidos y, más tarde, darles la merienda? Encontrará los termos en la parte de atrás. Un segundo, tengo que hablar con el señor Hensman. ¿Cómo estamos de provisiones, señor Hensman?

—Bastante bien, señor —respondió el tendero—. Lo estamos preparando para hacer lo que usted nos dijo.

—Muy bien. Ya sabe dónde tiene que ir. La sala para guardar la comida estará en la capilla de mujeres. ¿Tiene la llave de la parroquia para las tablas y los caballetes?

—Sí, señor.

—Bien, bien. Coja un recipiente para el agua potable, y no olvide hervirla primero. O use la bomba de la vicaría, si está libre. Lord Peter, volvamos a la iglesia.

La señora Venables ya se había puesto al frente de la situación. Con la ayuda de Emily y de otras mujeres de la parroquia, estaba muy ocupada separando las distintas zonas: tantos bancos para los niños de la escuela, tantos otros cerca de las estufas para los enfermos y los mayores, la zona de debajo de la torre para los muebles, un gran cartel en la pantalla que separa la capilla de la iglesia donde se leía: refrigerios. El señor Gotobed y su hijo, cargados de carbón, iban encendiendo las estufas. En el cementerio, Jack Godfrey, acompañado por otros dos hombres, construía corrales para los animales. Y al lado de la pared que separaba el suelo sagrado y el campo de la campana, un grupo de voluntarios estaban cavando unas bonitas trincheras sanitarias.

—Por Dios, señor —dijo Wimsey, impresionado—. Cualquiera pensaría que lo han hecho toda la vida.

—He pedido muchas oraciones durante estas semanas por si esta situación se producía —dijo el señor Venables—. Pero el verdadero cerebro de todo esto es mi mujer. Tiene un magnífico poder de organización. ¡Hinkins! Deja eso en la sala de las campanas, allí no estorbará. ¡Alf! ¡Alf Donnington! ¿Cómo tenemos la cerveza?

—Ya está en camino, señor.

—Perfecto; en la capilla de mujeres, por favor. Supongo que traerás alguna embotellada. Necesitaremos dos días para que los barriles se aposenten.

—Sí, señor. Tebbutt y yo nos estamos encargando de eso.

El párroco asintió, pasó por delante del despliegue de cajas del señor Hensman y salió fuera, donde se encontró con P.C. Priest, que dirigía el tráfico.

—Estamos aparcando todos los coches junto a la pared, señor.

—Muy bien. También necesitaremos voluntarios para que vayan en coche hasta las casas más alejadas y traigan a las mujeres y a los enfermos. ¿Se encargará usted?

—Sí, señor.

—Lord Peter, ¿sería tan amable de ser nuestro Mercurio particular y mantenernos informados de cómo va la presa Van Leyden?

—Encantado —dijo Wimsey—. Por cierto, espero que Bunter... ¿dónde está?

—Aquí, milord. Iba a proponerles que, si no me necesitan aquí, podría ayudar a organizar lo que sea.

—Adelante, Bunter, vaya.

—Milord, creo que en la vicaría no va a haber ningún problema inminente, así que había pensado que, con la amable ayuda del carnicero, podríamos preparar una sopa caliente y traerla hasta aquí con el abrevadero, después de haberlo escaldado, claro. Y si en algún sitio hubiera una estufa de parafina...

—Me parece perfecto, pero tenga cuidado con la parafina. No queremos salvarnos de una inundación para meternos en un incendio.

—Por supuesto que no, señor.

—Puede pedirle la parafina a Wilderspin. Será mejor que envíe a unos cuantos campaneros más a la torre. Que toquen lo que quieran y que se vayan turnando. Aquí llegan el inspector jefe y el comisario Blundell, ¡qué amables han sido por acercarse hasta aquí! Estamos en una situación un poco extrema.

—Lo sé, lo sé. Veo que lo están llevando con un orden digno de admiración. Me temo que se perderán muchas casas. ¿Quiere que les enviemos policías?

—Será mejor que patrullemos las carreteras que conectan los Fenchurches —dijo Blundell—. En St Peter están muy alarmados; tienen mucho miedo por si se caen los puentes y se quedan aislados. Estamos organizando un servicio de botes. Ellos están incluso a un nivel más bajo que ustedes y mucho me temo que no se encuentran ni la mitad de bien preparados.

—Aquí podemos acogerlos —dijo el párroco—. La iglesia tiene capacidad para más de mil personas, pero deben traer la comida que necesiten. Y algo para poder dormir, claro. La señora Venables se está encargando de todo. Los dormitorios masculinos en el ala de los cantori y los femeninos e infantiles en el lado de los decani. A los enfermos y los mayores podemos colocarlos en la vicaría, que estarán más cómodos. Supongo que en St Stephen estarán a salvo pero, si tuvieran problemas, también podríamos acogerlos. ¡Ah! Comisario, confiamos en que nos envíen víveres por barco lo antes posible. Las carreteras estarán libres desde Leamholt hasta el dique de los diez metros, y desde allí los podemos traer por agua.

—Lo organizaré todo —dijo el señor Blundell.

—Si el agua arrastra las vías del tren, también tendrá que llevarlos a St Stephen. Buenos días, señora Giddings, buenos días. Me alegra mucho que haya llegado. ¡Hola, señora Leach! ¿Cómo está el niño? Supongo que comiendo, ¿no? Encontrará a la señora Venables dentro. ¡Jack! ¡Jackie Holliday! Mete ese pollo en una cesta. Pídele a Joe Hinkins que te busque una. ¡Ah, Mary! He oído que tu marido está haciendo un gran trabajo en la presa. Esperemos que no se haga daño. Sí, querida, ¿qué sucede? Voy enseguida.

Durante tres horas, Wimsey ayudó en lo que pudo, organizando el ganado, entrando a gente. Al final recordó su misión de mensajero y, moviendo despacio el coche entre la multitud, consiguió salir hacia el dique. Estaba oscureciendo y la carretera estaba llena de carros y ganado que se dirigían a la seguridad del montículo de la iglesia. Los animales le impedían el paso.

—Los animales entraron por parejas —canturreó Wimsey mientras se abría paso entre el ganado—. El elefante y el canguro. ¡Hurra!

En la presa, la situación parecía muy peligrosa. Habían intentado bloquear las compuertas con vigas y sacos de arena, pero el agua ya estaba casi al límite y del este se acercaban violentamente el viento y la corriente.

—No podrán aguantarla demasiado tiempo más, milord —dijo un hombre sacudiéndose el agua como un perro mojado—. Va a ceder. ¡Que Dios nos ayude!

El vigilante de la presa se retorcía las manos.

—¡Se lo había dicho, se lo había dicho! ¿Qué va a ser de nosotros?

—¿Cuánto tiempo aguantará? —preguntó Wimsey.

—Una hora, milord, como máximo.

—Será mejor que se vayan. ¿Tienen coches suficientes?

—Sí, milord, gracias.

Will Thoday se acercó a ellos, pálido y muy cansado.

—Mi mujer y mis hijas..., ¿están a salvo?

—Sí, tranquilo. El párroco está haciendo maravillas. Será mejor que vuelva conmigo.

—Me quedaré con todos, milord, gracias. Pero dígales que no pierdan tiempo.

Wimsey dio media vuelta con el coche. Durante su breve ausencia, la organización lo había puesto casi todo en orden. Hombres, mujeres, niños y víveres; todos habían sido ubicados en la iglesia. Eran cerca de las siete de la tarde y ya había oscurecido. Las lámparas estaban encendidas. En la capilla de mujeres se estaba sirviendo té y sopa, los niños lloraban, el cementerio resonaba con los gruñidos de los animales. Entraron piezas de beicon y colocaron treinta carretas de heno y maíz junto a una de las paredes de la nave. En el único espacio tranquilo entre la confusión, el párroco estaba detrás de la baranda del santuario. Y, sobre ellos, las campanas iban y venían dando la alarma. «Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul, ¡levantaos!, ¡gritad!, ¡salvaos! Las aguas nos han invadido. Se acercan como cataratas».

Wimsey se acercó hasta el altar y le dio las últimas noticias al párroco. Este asintió.

—Que se vayan enseguida —dijo—. Dígales que vengan inmediatamente. ¡Qué valientes! Sé que no querrán abandonar, pero no deben sacrificar sus vidas en vano. Cuando pase por el pueblo, dígale a la señorita Snoot que ya puede venir con los niños.

Cuando Wimsey se iba, lo llamó.

—¡Y que no se olviden los otros dos termos!

Los hombres ya estaban entrando en los coches cuando Wimsey llegó a la presa. El caudal crecía rápidamente, y las vigas y los sacos habían empezado a flotar en el agua agitada. Alguien gritó:

—¡Fuera, salid! ¡Por vuestra vida!

La respuesta fue un crujido. Las vigas que todavía estaban clavadas en el muro se rompieron. El río salió a presión por las compuertas. Se oyó un grito. Un figura, que caminaba por la pasarela, desapareció. Otra figura la siguió, y también desapareció. Wimsey se quitó el abrigo e intentó acercarse hasta el agua, pero alguien lo sujetó y lo echó hacia atrás.

—Ya no podemos hacer nada, milord. ¡Se han ido! ¡Dios mío! ¿Lo ha visto?

Alguien lanzó una bengala desde el otro lado del río.

—Han quedado atrapados allí y el agua se los ha llevado. ¿Quiénes eran? ¿Johnnie Cross? ¿Y quién cayó detrás de él? ¿Will Thoday? Pobre, tenía familia. Quédese aquí, milord. No queremos perder a nadie más. Pongámonos a salvo, ya no podemos hacer nada por ellos. ¡Dios mío! Las compuertas están cediendo. ¡Vámonos, deprisa!

Wimsey notó que alguien lo cogía del brazo y lo metía en el coche. Otra persona se sentó a su lado. Era el vigilante de la presa, todavía boquiabierto.

—¡Ya lo dije, ya lo dije!

Otro crujido delató que el agua había roto el dique. Vigas y sacos bajaban arrastrados por la corriente a gran velocidad; algunos incluso iban a parar a la carretera. Entonces, la presa, que había aguantado todo aquel caudal de agua, crujió justo cuando se encendían los motores de los coches y éstos se alejaban del violento encuentro de las dos corrientes.

Las cunetas del dique de los diez metros resistieron, pero el río Wale, que había recibido toda la fuerza de las inundaciones de Upper Waters, se desbordaba por todos lados. Antes de que los coches llegaran a St Paul, la marea les iba pisando los talones. Al coche de Wimsey, que iba el último, el agua le llegaba a los ejes. Siguieron avanzando, aunque la cama plateada se extendía a ambos lados y por detrás, y parecía que no terminaba.

En la iglesia, el párroco, con la lista electoral en la mano, iba nombrando uno a uno a los feligreses. Llevaba las vestimentas de domingo y el rostro de preocupación había dado paso al de dignidad y serenidad pastoril.

—Eliza Giddings.

—Aquí estoy, párroco.

—Jack Godfrey, con su mujer y su familia.

—Estamos todos, señor.

—Joseph Hinkins... Louisa Hitchcock... Obadiah Holliday... Señorita Evelyn Holliday...

El grupo de hombres de la presa se quedó en la puerta. Wimsey se acercó hasta el párroco para darle las malas noticias.

—¿John Cross y Will Thoday? Es terrible. Dios los tenga en la gloria. ¿Sería tan amable de decirle a mi mujer que les comunique la mala noticia a sus respectivas familias? ¿Que Will intentó rescatar a Johnnie? No esperaba menos de él. A pesar de todo, era un buen chico.

Wimsey se llevó a la señora Venables aparte. La voz del párroco, un poco temblorosa, seguía nombrando a los feligreses.

—Jeremiah Johnson y su familia... Arthur y Mary Judd... Luke Judson...

Entonces, desde la parte posterior de la iglesia, se oyó un grito desesperado.

—¡Will! ¡Oh, Will! ¡No quería vivir! Mis niñas, ¿qué vamos a hacer ahora?

Wimsey no quería seguir escuchando. Se fue hacia la puerta del campanario y empezó a subir la escalera.

Las campanas seguían tocando. Pasó por la sala donde estaban los esforzados campaneros, todos sudados, y siguió subiendo. Pasó la sala del reloj, que estaba llena de cosas, hasta que llegó al refugio de las mismas campanas. En el momento en que asomó la cabeza, la furia de las campanas era tal que le pareció que le estaban golpeando los oídos con mil martillos. La torre entera resonaba. Se movía con el movimiento de las campanas. Fuera de sí, Wimsey subió el último tramo.

Se detuvo a medio camino agarrándose muy fuerte a la escalera. El sonido lo atravesaba. Entre los repiques, sonó una nota aguda sostenida que fue como si una espada le atravesara el cerebro. Notó como si toda la sangre del cuerpo se le subiera a la cabeza y ésta estuviera a punto de estallar. Se soltó de una mano e intentó cerrar la trampilla con los dedos, pero era tal el agobio que se balanceó y a punto estuvo de caer escaleras abajo. Aquello no era ruido, era puro dolor, un tormento insufrible. Empezó a gritar, aunque no se oyó. Los tímpanos le temblaban y perdía el control de los sentidos. Era mucho peor que cualquier estruendo de artillería pesada. Esto era una locura, un ataque de mil demonios. No podía avanzar ni retroceder, aunque en su interior gritaba: «¡Tengo que salir de aquí!». El campanario se movía y daba vueltas y las campanas subían y bajaban al alcance de la mano. Las bocas se agitaban, con sus lenguas de bronce, y aquella nota grave no dejaba de chirriar.

No podía bajar porque la cabeza le daba vueltas y tenía un nudo en el estómago. Con un último y desesperado esfuerzo, se agarró a la escalera y movió las temblorosas piernas. Empezó a subir escalones y, con mucho valor, consiguió llegar hasta la trampilla del tejado. Levantó una mano y consiguió abrir el pestillo. Tambaleándose, como si los huesos se le hubieran deshecho, saltó por la ventana para que el fuerte viento lo azotara. Cuando cerró la trampilla, el endiablado clamor quedó atrás, para volver a crecer a través de las ventanas del campanario.

Permaneció unos minutos temblando encima de la torre, mientras recuperaba los sentidos lentamente. Al final la sangre le volvió a correr por todas las venas, Wimsey consiguió, poco a poco, ponerse de rodillas y se agarró a la veleta. Estaba rodeado de una enorme tranquilidad. La luna brillaba en el cielo y, a través de las almenas, se veían los pantanos inundados como si fueran un cuadro en movimiento, como el mar visto desde el ojo de buey de un barco, y la torre se movía al ritmo de las campanas.

Todo un mundo había quedado debajo de una sábana de agua. Se puso de pie y miró al horizonte. Al sureste, la torre de St Stephen se levantaba sobre una oscura plataforma de tierra, como el mástil de un barco que se hunde. En todas las casas había luz; St Stephen estaba resistiendo la tormenta. Al oeste, la delgada línea de los ferrocarriles se alejaba hacia Little Dykesey, todavía intacto aunque peligrosamente acechado. Al sur, St Peter, cuyos techos y agujas se dibujaban sobre el horizonte plateado, era el centro de la gran inundación. St Paul, a los pies de la torre, estaba vacío y abandonado, esperando su destino. Al este, una delgada línea señalaba el curso del Potters Lode Bank y, mientras Wimsey lo observaba, desapareció debajo de la marea. El curso río Wale ya no se veía pero, allá a lo lejos, se distinguía una pálida raya que señalaba dónde se encontraban el agua desbordada y el mar. Hacia el interior y el oeste el agua seguía creciendo. Hacia la costa y el este, adonde miraba el pollo dorado de la veleta, ya afrontaban el peligro. En algún lugar de ese tranquilo mar de agua dulce yacían los cuerpos rotos de Will Thoday y su compañero, junto con todo lo que el río había ido arrastrando. La tierra había reclamado lo que era suyo.

Una detrás de otra, las campanas se fueron apagando. Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity y Batty Thomas descansaron y, cuando todo estaba en silencio, Sastre Paul tocó los nueve sastres por las dos almas que se habían ido con la noche. Las solemnes notas del órgano sonaron.

Wimsey bajó de la torre. Hezekiah Lavender estaba en la sala de las campanas tirando de la cuerda. Se oyó la voz del párroco, suave y musical, que acariciaba las alas de los dorados querubines.

—Ilumina la oscuridad...