Décima parte. Llaman a lord Peter por detras

Colocó los querubines en la parte más interna del Templo, y allí estaban con las alas desplegadas

Reyes (6,27)

Y la alzada, de piedras costosas

Reyes (7,11)

—Espero —dijo el párroco el domingo por la mañana—, que a los Thoday no les haya pasado nada malo. Ni Will ni Mary han venido esta mañana a misa. Nunca habían faltado, excepto cuando él estuvo enfermo.

—Y ésa es una razón de peso —añadió la señora Venables—. Quizá Will se ha vuelto a resfriar. Estos vientos son muy traicioneros. Lord Peter, coja otra salchicha. ¿Cómo lleva el mensaje cifrado?

—Ni lo mencione, me parece que estoy en un callejón sin salida.

—Yo no me preocuparía —le aconsejó el señor Venables—. Aunque tenga que aguantar algún revés de vez en cuando, pronto volverá a encontrar el camino.

—Eso no me importaría. Lo que me pone nervioso es ir por detrás.

—Detrás de un misterio siempre se esconde algo —dijo el párroco, alegre por lo que se le acababa de ocurrir—. Una solución.

—Lo que quiere decir —intervino muy seria la señora Venables— es que dentro de una rueda siempre hay otra rueda.

—Y donde hay una rueda generalmente hay una cuerda —apuntó Wimsey.

—Por desgracia —dijo el párroco, y después se hizo un silencio melancólico en la habitación.

La preocupación por los Thoday se disipó cuando aparecieron juntos en la misa de la tarde, aunque Wimsey se dijo que nunca había visto a dos personas con un aspecto tan triste e infeliz. Mientras pensaba en ellos perdió contacto con lo que pasaba a su alrededor: se sentó en el banco, no escuchó ni una palabra de los salmos, entonó un sonoro y solitario «Porque tuyo es el Reino» al final de una oración, y sólo volvió en sí cuando el señor Venables apareció para dar el sermón. Como siempre, Gotobed no había barrido demasiado bien el cancel, y los crujidos del carbón cuando el párroco lo pisaba lo acompañaron todo el camino hasta el pulpito. Pronunció la invocación y Wimsey se reclinó en el banco en actitud relajada, cruzó los brazos y se quedó mirando fijamente el techo.

—El que ha exaltado a tu único hijo con gran júbilo en el cielo. Éstas son las palabras a recordar hoy. ¿Qué nos quieren decir? ¿Qué imagen nos hacemos de la gloria y el júbilo del Cielo? El pasado jueves nuestra oración se centró en que nosotros también subiremos en corazón y mente a lo alto del Cielo y viviremos allí, y esperamos que, después de la muerte, nos admitan, no sólo en corazón y mente sino también en cuerpo y alma, en ese estado donde querubines y serafines cantan continuamente sus alabanzas. La descripción de la Biblia es maravillosa: el mar de cristal y el señor sentado entre los querubines, y los ángeles con sus arpas y coronas doradas, como los imaginaron los viejos artesanos que construyeron este magnífico techo del que estamos tan orgullosos. Pero ¿creemos de verdad, vosotros y yo, en...?

No había manera. Wimsey ya volvía a estar muy lejos de allí.

—Se levantó sobre los querubines y voló. Se sienta en querubines...

De repente se acordó del arquitecto que había advertido al duque de Denver sobre el estado del tejado de la iglesia: «Verá, excelencia, la madera se ha podrido y detrás de esos querubines hay unos agujeros donde cabe una mano». «Se sienta en querubines». ¡Claro! Qué tonto, había subido a buscar querubines en las campanas cuando los tenía encima de la cabeza mirándolo fijamente con sus grandes ojos dorados cegados por el exceso de luz. ¿Qué querubín era? La nave y las islas estaban llenas de querubines, como el cielo de estrellas. La nave y las islas... «Por lo que las islas estarán satisfechas»; y luego el tercer texto: «Como torrentes en el sur». Entre los querubines de la isla sur. ¿Qué podía ser más claro que eso? De la emoción, estuvo a punto de pegar un salto en el banco. Sólo faltaba descubrir de qué par de querubines en concreto se trataba, y no sería muy difícil. Las esmeraldas no estarían, por supuesto, pero incluso si descubrían el escondite vacío, eso demostraría que el criptograma estaba relacionado con el collar y que la tragedia que planeaba sobre Fenchurch St Paul también estaba relacionada con las esmeraldas. Además, si podían demostrar, con la verificación de la cárcel de Maidstone, que la letra de la carta era de Jean Legros, sabrían quién era ese Legros y, con suerte, podrían relacionarlo con Cranton. Después de todo, si Cranton escapaba del cargo de asesinato, sería un hombre muy afortunado.

Cuando terminaron con el asado del domingo y el pudin Yorkshire, Wimsey se llevó al párroco aparte para hablar con él.

—Señor, ¿cuánto hace que sacaron las galerías de los pasillos?

—Déjeme pensar. Hará unos diez años. Sí, eso es, diez años. Eran horrorosas. Estaban delante de las ventanas de los pasillos, tapaban toda la decoración superior, no dejaban entrar la luz y estaban pegadas a los arcos. De hecho, con aquellos horribles bancos, que parecían bañeras que nacían del suelo, y las galerías, que eran enormes, apenas se veían los capiteles de los pilares.

—O cualquier otra cosa —dijo su mujer—. Yo siempre decía que estar debajo de aquellas galerías eran las vacaciones de un ciego.

—Si quiere ver qué aspecto tenían —añadió el párroco—, puede visitar la iglesia Upwell cerca de Wisbech. En el pasillo norte tienen el mismo tipo de galería (aunque las nuestras eran más grandes y feas) y también tienen un techo lleno de ángeles, aunque no es tan bonito como el nuestro, porque ellos sólo los tienen en el techo y nosotros también los tenemos en las vigas. En realidad, si no sube a la galería, no puede ver los ángeles del pasillo norte.

—Supongo que cuando decidieron sacarlas tuvieron las quejas normales, ¿no?

—Claro, algunos se quejaron. Siempre hay individuos que se oponen a todo tipo de cambios. Pero las galerías eran absurdas, porque había espacio de sobras para toda la parroquia y todos esos asientos no eran necesarios. Los niños de la escuela cabían perfectamente en un pasillo.

—Aparte de los niños de la escuela, ¿quién más se sentaba en la galería?

—Los sirvientes de la Casa Roja y algunos de los habitantes más viejos del pueblo, que ocupaban ese lugar desde tiempos inmemoriables. De hecho, tuvimos que esperar a que se muriera una señora para empezar a hacer las reformas. Pobre señora Wilderspin, la abuela de Ezra. Tenía noventa y siete años y cada domingo venía a misa; si hubiéramos quitado la galería cuando todavía estaba viva, le habríamos roto el corazón.

—¿En qué lado se sentaban los sirvientes de la Casa Roja?

—Al lado oeste del pasillo sur. Nunca me gustó, porque no podíamos ver lo que estaban haciendo, y a veces su comportamiento dejaba mucho que desear. No creo que la casa del señor sea un buen lugar para flirtear, y los ruidos y las risas eran claras muestras de una conducta indecorosa.

—Si la señora Gates hubiera hecho lo que debía y se hubiera sentado con ellos, la cosa habría sido distinta —dijo la señora Venables—. Pero ella era demasiado señora y siempre quería tener su propio asiento, cerca de la puerta sur, por si se mareaba y tenía que salir a tomar aire.

—Querida, la señora Gates no es una señora demasiado robusta que digamos.

—¡Tonterías! Come demasiado y luego se indigesta, eso es todo.

—Puede que tengas razón, querida.

—No la soporto —añadió la señora Venables—. Los Thorpe tendrían que vender la casa pero, por lo que se ve, no pueden porque así lo dejó escrito sir Henry en su testamento. No sé cómo van a mantenerla y, además, seguro que el dinero le vendría mucho mejor a la señorita Hilary. ¡Pobre Hilary! Si no hubiera sido por esa horrible señora Wilbraham y su collar... Lord Peter, supongo que a estas alturas ya no hay ninguna esperanza de recuperarlo, ¿verdad?

—Mucho me temo que llegamos un poco tarde, aunque estoy casi seguro de que el collar estuvo en la parroquia hasta enero.

—¿En la parroquia? ¿Dónde?

—Creo que en la iglesia. El sermón que ha pronunciado esta mañana ha sido de lo más inspirador, padre. Me inspiró tanto que resolví el enigma del criptograma.

—¡No! —exclamó el párroco—. ¿Cómo ha sucedido?

Wimsey se lo explicó.

—¡Por todos los santos! ¡Qué interesante! Debemos ir a registrar ese lugar de inmediato.

—De inmediato no, Theodore.

—Bueno, no, querida, no me refería a ahora mismo. Me temo que no quedaría demasiado bien entrar con la escalera en la iglesia en domingo. Aquí todavía respetamos mucho el cuarto mandamiento. Además, esta tarde tengo misa infantil y tres bautizos, y la señora Edwards viene a hablar conmigo. Pero, lord Peter, ¿cómo cree que llegaron allí las joyas?

—Bueno, lo he estado pensando. ¿No arrestaron a Deacon un domingo después de misa? Supongo que tenía alguna idea de lo que iba a suceder y escondió el botín en algún momento del oficio.

—Claro, aquel día estaba sentado en la galería. Ahora entiendo por qué me ha hecho tantas preguntas sobre la galería. ¡Menudo tipejo era ese Deacon! ¿Usted cree que es un...? ¿Qué palabra se usa para referirse a un ladrón que engaña a otro?

—¿Traidor? —contestó Wimsey.

—Sí, eso es. No me salía. Traicionó a su cómplice. Diez años en la cárcel por un robo del que ni siquiera disfrutó. No puedo evitar sentir compasión por él. Pero, lord Peter, en ese caso, ¿quién escribió el criptograma?

—Creo que tuvo que ser Deacon, por el dominio del sistema de campanología.

—Ya. Y luego se lo dio al otro tipo, a Legros. ¿Por qué lo hizo?

—Posiblemente, para conseguir que Legros lo ayudara a escapar de Maidstone.

—¿Y Legros esperó todos estos años para utilizarlo?

—Obviamente, Legros tenía muy buenas razones para mantenerse alejado de Inglaterra. Debió de darle el criptograma a algún inglés, probablemente a Cranton. Estoy casi seguro de que él no podía descifrarlo solo y, en cualquier caso, necesitaba la ayuda de Cranton para volver de Francia.

—Ya veo. Entonces encontraron las esmeraldas y Cranton mató a Legros. Cuando pienso en la violencia que se ha desatado por unas piedras, me pongo enfermo.

—A mí me sabe aún peor por la pobre Hilary Thorpe y su padre —dijo la señora Venables—. ¿Quiere decir que mientas ellos necesitaron el dinero tan desesperadamente las esmeraldas estuvieron escondidas en la iglesia todo el tiempo a pocos metros?

—Me temo que sí.

—¿Y ahora dónde están? ¿Las tiene ese Cranton? ¿Por qué no las ha encontrado nadie hasta ahora? No sé en qué debe estar pensando la policía.

El domingo se les hizo inusualmente largo. Y el lunes por la mañana, en cambio, pasaron muchas cosas a la vez.

La primera fue la llegada del comisario Blundell, que apareció muy nervioso.

—Hemos recibido noticias de Maidstone —anunció—. ¿Adivine de quién es la letra de la carta?

—Lo he estado pensando —dijo Wimsey—, y creo que debe ser de Deacon.

—¿Ah, sí? —dijo el comisario, algo decepcionado—. Bueno, tiene razón, milord, es de Deacon.

—La carta debe ser el mensaje original. Cuando descubrimos que estaba relacionado con los carrillones, entonces me di cuenta de que sólo podía haberlo escrito Deacon. Dos convictos campaneros en Maidstone hubiera sido algo más que una simple coincidencia. Y luego, cuando le enseñé la carta a la señora Thoday, tuve la seguridad de que había reconocido la letra. Puede ser que Legros le escribiera una carta, pero me parece más probable que supiera que era la letra de su marido.

—Bueno, y entonces, ¿cómo es que la escribió con papel extranjero?

—El papel extranjero es más de lo mismo. ¿Lady Thorpe no tenía una sirvienta extranjera? La antigua señora Thorpe, quiero decir.

—Sir Charles tenía una cocinera francesa —dijo el comisario.

—¿En la época del robo?

—Sí. Recuerdo que los dejó cuando empezó la guerra. Quería volver con su familia y los Thorpe se las arreglaron para meterla en uno de los últimos barcos que zarparon de Inglaterra.

—Entonces, está claro. Deacon se inventó el criptograma antes incluso de robar las joyas. No se lo podía llevar a la prisión. Debió de dárselo a alguien...

—Mary —opinó el comisario, con una sonrisa malintencionada.

—Tal vez. Y ella se lo debió dar a Legros. Me parece poco claro.

—Pues a mí no, milord. —La sonrisa de Blundell era cada vez más amplia—. Si me permite decírselo, creo que se ha precipitado al enseñarle la carta a Mary Thoday. Se ha marchado.

—¿Se ha marchado?

—Esta mañana han cogido el primer tren hacia Londres. Ella y Will Thoday. Menuda pareja.

—¡Dios mío!

—Sí, milord. Ah, pero no sufra, los atraparemos. Pretenden fugarse y llevarse las esmeraldas con ellos.

—Debo admitir —confesó Wimsey— que eso no lo esperaba.

—¿No? Bueno, yo tampoco, porque si lo hubiera sabido, no les habría quitado los ojos de encima. ¡Ah! Por cierto, ya sabemos cómo se llamaba en realidad Legros.

—Hoy es usted una caja de buenas noticias, comisario.

—Bah, no es nada. Hemos recibido carta de monsieur Rozier. Registró la casa de Suzanne Legros ¿a que no adivina lo que encontraron? Nada más y nada menos que la placa de identificación de Legros. ¿Se le ocurre algo, milord?

—Varias cosas, pero dejaré que me lo diga usted. ¿Cómo se llamaba?

—Arthur Cobbleigh.

—¿Y quién es ese tal Arthur Cobbleigh?

—Entonces, ¿no lo ha adivinado?

—No. Yo pensaba otra cosa. Continúe, comisario.

—Bueno, pues Arthur Cobbleigh parece ser que era un chico normal. ¿De verdad no se imagina de dónde era?

—Soy todo oídos.

—Era de un pequeño pueblo cerca de Dartford, a menos de un kilómetro del bosque donde encontraron el cuerpo de Deacon.

—¡Vaya! Ahora empezamos a tener algo.

—Tan pronto como he recibido la carta, he empezado a hacer llamadas. Cobbleigh era un chico que en 1914 debía de tener unos veinticinco años. No contaba con un buen historial. Era peón. Había tenido varios problemas con la policía un par de veces por pequeños robos. Se alistó en el Ejército el primer año de la guerra y no le costó nada despedirse de los suyos. Lo vieron por última vez el último día de permiso de 1918, y eso fue dos días después de que Deacon se escapara de la cárcel. Aquel día se marchó para reincorporarse a su unidad. Jamás lo volvieron a ver. Lo último que se supo de él: «Desaparecido, dado por muerto» en la retirada del Mame. Oficialmente, quiero decir. Porque las auténticas últimas noticias de él están allí.

El comisario apuntó con el dedo hacia el cementerio.

Wimsey hizo una mueca.

—No tiene sentido, comisario, no tiene ningún sentido. Si este Cobbleigh se alistó en el Ejército el primer año de la guerra, ¿cómo es posible que estuviera compinchado con Deacon, que fue a Maidstone en 1914? No tuvieron tiempo. ¡Maldita sea! No te alias con un tipo para un plan así en un par de días de permiso. Si Cobbleigh hubiera sido un celador, un convicto o hubiera tenido algo que ver con la cárcel, sería posible. Si hubiera tenido algún tipo de relación con la cárcel o algo así, tendríamos más información.

—¿Usted cree? Mire, milord, mientras venía hacia aquí le he estado dando vueltas. Deacon se había escapado de la cárcel, ¿no? Cuando lo encontraron todavía llevaba el uniforme de preso, ¿no? ¿No demuestra eso que la fuga no estaba planeada de antemano? Si no se hubiera caído por ese agujero, lo hubieran encontrado mucho antes, ¿no? Ahora escúcheme y dígame si no tengo razón. Para mí está más claro que el agua. Este Cobbleigh va caminando por el bosque, después de visitar a su madre, para coger el tren a Dartford y reunirse con su unidad con el fin de volver a Francia. En algún punto del camino se encuentra con un hombre merodeando por allí. Lo agarra por el cuello y descubre que ha encontrado al convicto fugado que todo el mundo está buscando. El convicto le dice: «Si me sueltas, te haré un hombre muy rico». A Cobbleigh le parece bien. Dice: «Llévame hasta el tesoro. ¿De qué se trata?». El convicto dice: «Se trata de las esmeraldas Wilbraham». Y Cobbleigh dice: «¡Vaya! Cuéntame algo más sobre esas joyas. ¿Cómo sé que no me estás engañando? Dime dónde están y luego hablaremos». Deacon le responde: «No te diré nada si no me ayudas». Y Cobbleigh le contesta: «No puedes hacer nada. Sólo tengo que decirles dónde estás». Deacon dice: «Con eso no vas a conseguir nada. Quédate a mi lado y pronto tendrás las manos llenas de libras». Siguen hablando y Deacon, como un tonto, suelta que ha escrito una nota con el nombre del escondite y que la lleva encima. «¿En serio? —pregunta Cobbleigh—. Entonces, será mejor que la guardes bien». Y lo golpea en la cabeza. Luego lo registra y encuentra la nota, pero se pone furioso porque no la entiende. Así que vuelve a mirar a Deacon y descubre que lo ha matado. «¡Demonios! Esto lo tuerce todo. Será mejor que lo aparte del camino y me vaya». Así que lo tira al agujero y se marcha a Francia. ¿Qué le parece?

—Una buena historia sangrienta —dijo Wimsey—. Pero ¿por qué iba Deacon a llevar encima la nota del escondite? ¿Y cómo es que estaba escrita en papel extranjero?

—No lo sé. Bueno, imaginemos que fue como usted dijo antes. Que le dio el papel a su mujer. Imagine que, por accidente, se le escapa la dirección de su mujer y luego todo sigue como le he explicado. Cobbleigh vuelve a Francia, deserta y Suzanne Legros lo cuida. No le dice a nadie quién es, porque no sabe si han encontrado el cuerpo de Deacon o no y tiene miedo de que, si regresa a Inglaterra, lo acusen de asesinato. Mientras, no se separa del papel ni un momento...; no, falso. Le escribe a la señora Deacon y consigue que ella le envíe la carta.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Esto es un lío. ¡Ah, ya lo tengo! Esta vez sí. Le dice que tiene la clave. Eso es. Deacon le dijo: «Mi mujer tiene la nota, pero es una tonta parlanchina y no le he querido dar la clave porque podría decírsela a cualquiera. Te daré la clave a ti para que veas que sé de lo que estoy hablando». Entonces Cobbleigh lo mata y, cuando cree que es seguro, le escribe a Mary y ella le envía la carta.

—¿La original?

—Sí, ¿por qué?

—Alguien podría pensar que guardó el original y le envió una copia.

—No. Le envía el original para que Cobbleigh vea que era la letra de Deacon.

—Pero Cobbleigh no tenía por qué conocer la letra de Deacon.

—Pero Mary no lo sabía. Cobbleigh resuelve el mensaje y ellos le ayudan a cruzar la frontera.

—Creía que ya lo habíamos hablado y habíamos decidido que los Thoday no pudieron hacerlo.

—De acuerdo. Entonces los Thoday se pusieron en contacto con Cranton. Cobbleigh llega a Inglaterra bajo el nombre de Paul Sastre, viene a Fenchurch y se lleva las esmeraldas. Entonces Thoday lo mata y se lleva las joyas. Mientras, Cranton llega para ver qué ha pasado y descubre que se le han adelantado. Desaparece y los Thoday se hacen los inocentes hasta que ven que nos estamos acercando demasiado, y luego son ellos los que desaparecen.

—Entonces, ¿quién es el asesino?

—Cualquiera, diría yo.

—¿Y quién lo enterró?

—Will no, seguro.

—¿Y cómo lo hicieron? —preguntó Wimsey—. ¿Y por qué ataron a Cobbleigh? ¿Por qué no lo mataron de un simple disparo en la cabeza? ¿Por qué Thoday sacó doscientas libras del banco y después las volvió a ingresar? ¿Cuándo sucedió todo? ¿Quién era el hombre que el Loco Peake vio en la iglesia la noche del 30 de diciembre? Y, lo más importante, ¿cómo fue a parar la carta al campanario?

—No le puedo responder a todo a la vez. Así es como lo arreglaron, confíe en mí. Y ahora voy a detener a Cranton y a los Thoday, y si entre ellos no me conducen a las esmeraldas, me comeré el sombrero.

—¡Ah! Por cierto, eso me recuerda algo. Antes de que llegara íbamos a examinar el lugar donde Deacon escondió las esmeraldas. El párroco resolvió el enigma...

—¿El párroco?

—Sí. Así que, sin ninguna esperanza, y sólo por curiosidad, vamos a subir al Cielo y buscar entre los querubines. De hecho, el párroco está en la iglesia, ¿vamos?

—Claro, aunque no puedo perder el tiempo.

—Estoy seguro de que no tardaremos demasiado.

El párroco había sacado la escalera del sacristán y ya estaba subido al techo del pasillo sur, llenándose de telarañas mientras buscaba entre el roble viejo.

—Los sirvientes se sentaban por aquí —dijo, cuando vio a Wimsey y al comisario Blundell—. Aunque, ahora que lo pienso, los pintores vinieron el año pasado a repasar toda la iglesia, y si hubiera habido algo, lo habrían encontrado.

—Quizá lo hicieron —dijo Wimsey, y Blundell emitió un gruñido.

—Oh, espero que no. Creo que no. Son la gente más honesta que conozco —dijo el señor Venables mientras bajaba la escalera—. Quizá sería mejor que lo intentara usted. A mí no se me dan bien estas cosas.

—La madera está muy bien trabajada —dijo Wimsey—. Todo muy bien sujeto. En Duke's Denver hay muchas vigas así, y cuando era pequeño yo mismo tenía mi propio escondite. Guardaba fichas y me imaginaba que era como mi tesoro escondido. Lo único malo es que me costaba mucho sacarlas. Blundell, ¿recuerda el anzuelo de alambre que encontramos en el bolsillo del cadáver?

—Sí, milord. Jamás conseguimos saber para qué lo usó.

—Debí habérmelo imaginado. Yo fabriqué algo parecido para mi tesoro —dijo el lord, mientras sus largos dedos iban de un lado a otro de las vigas, estirando suavemente las estaquillas de madera que las sujetaban—. Debía ser accesible desde donde se sentaba. ¡Aja! ¿Qué les había dicho? Ahora la aparto suavemente y ya está.

Arrancó una de las estaquillas sin demasiado trabajo. Originalmente, atravesaba la viga, debía medir unos treinta centímetros de largo y sobresalía un centímetro y medio por cada lado. Pero, en algún momento, alguien había serrado un espacio de unos ocho centímetros por el lado grueso.

—Ahí está —dijo Wimsey—. El escondite original de algún colegial, espero. Supongo que algún niño estaría jugando y vio que estaba floja. Posiblemente lo limpió. Al menos, eso es lo que yo hice con mi escondite del tesoro. Entonces se la llevó a casa y le cortó unos diez centímetros con la sierra haciendo dos trozos. El día siguiente que fue a misa se llevó una varilla. Volvió a colocar la estaquilla en su sitio con ayuda de la varilla, de modo que el agujero no fuera visible desde el otro lado. Entonces dejó dentro las canicas o lo que sea que quiera esconder y colocó el otro extremo de la estaquilla. Y ya está, un buen escondite donde a nadie jamás se le ocurriría mirar. O eso es lo que él creía. Entonces, unos años después, entra en escena nuestro amigo Deacon. Un día está aquí sentado, posiblemente algo aburrido por el sermón, lo siento padre. Empieza a jugar con la estaquilla y se queda con un trozo en la mano. «¡Qué divertido! —piensa—. Un lugar perfecto si se quiere esconder algo de manera rápida». Unos años más tarde, cuando tiene la necesidad de deshacerse de las esmeraldas con urgencia, se acuerda de este escondite. Es bastante obvio. Se sienta aquí tranquila y piadosamente escuchando la Primera Lección. Muy discreto, baja la mano y busca a su lado, saca la estaquilla, coge las esmeraldas, las esconde y vuelve a tapar el escondite. Todo esto antes de que su reverencia diga «Podéis ir en paz». Cuando sale se encuentra que nuestro amigo el comisario y sus hombres lo detienen. «¿Dónde están las esmeraldas?», le preguntan. «Registradme, si queréis», dice él. Lo hacen y aún siguen buscando.

—¡Increíble! —dijo el párroco.

El señor Blundell murmuró una expresión de rabia, recordó dónde se encontraba y tosió.

—Así que ahora ya sabemos para qué quería el anzuelo —dijo Wimsey—. Cuando Legros, o Cobbleigh, o como quiera llamarlo, vino a por el tesoro...

—¡Un momento! —interrumpió el comisario—. El criptograma no hacía mención a ningún agujero, ¿verdad? Sólo hablaba de los querubines. ¿Cómo sabía que necesitaba un anzuelo para sacar el collar de entre los querubines?

—Quizá había venido antes a examinar el terreno. Pero claro, sabemos que lo hizo. Eso es lo que debía estar haciendo cuando el Loco Peake lo vio con Thoday en la iglesia. Seguramente entonces fue a echarle un vistazo al lugar y volvió más tarde. Aunque no tengo ni la menor idea de por qué esperó cinco días. Probablemente algo salió mal. De todos modos, volvió con el anzuelo y se llevó el collar. Luego, justo cuando bajaba de la escalera, su cómplice lo agarró por detrás, lo ató y entonces... entonces acabó con él de alguna manera que todavía no nos explicamos.

El comisario se rascó la cabeza.

—Usted creía que debería haber esperado para hacerlo en otro lugar, ¿no es cierto, milord? Matarlo aquí en la iglesia y tomarse todas las molestias de enterrarlo, etcétera. ¿Por qué no se marchó mientras todo salía bien y tiró a Cobbleig al río o a cualquier otro sitio por el camino?

—Sólo el cielo lo sabe —dijo Wimsey—. En cualquier caso, aquí tenemos el escondite y el motivo por el cual llevaba un anzuelo. —Insertó la punta de la pluma estilográfica en el agujero—. Es bastante profundo... ¡Ah, pues no, no lo es! Después de todo sólo es un agujero superficial, no es más hondo que la estaquilla. No podemos habernos equivocado, estoy seguro. ¿Dónde está mi linterna? ¡Demonios! Perdón, padre. ¿Eso es madera? ¿O es...? Blundell, tráigame un mazo y una barra pequeña o un palo... que no sea demasiado grueso. Limpiaremos este agujero.

—Vaya a la vicaría y pídaselo a Hinkins —le sugirió el párroco para ahorrar tiempo.

Al cabo de unos minutos, Blundell regresó jadeando con una pequeña barra de hierro y una llave inglesa. Wimsey había movido la escalera de lado y estaba examinando el extremo más estrecho de la estaquilla de roble. Colocó un extremo de la barra contra la estaquilla y la golpeó con fuerza con la llave inglesa. Un murciélago eclesiástico, que se asustó mucho con el ruido, salió a toda velocidad de su rincón de descanso y desapareció chillando; el extremo de la estaquilla que había recibido el golpe atravesó el agujero, salió disparado por el otro lado y se llevó algo consigo, algo que, a medida que iba cayendo, se iba separando como gotas de agua que salen de un papel de embalar marrón y cayó como una cascada de gotas verdes y doradas a los pies del párroco.

—¡Válgame Dios! —gritó el señor Venables.

—¡Las esmeraldas! —exclamó el comisario—. ¡Dios mío, las esmeraldas! ¡Y las cincuenta libras de Deacon!

—Nos hemos equivocado, Blundell —dijo lord Peter—. Nos hemos equivocado desde el principio. Nadie las había encontrado. Nadie mató a nadie por ellas. Nadie descifró el criptograma. No hemos acertado ni una.

—Pero tenemos las esmeraldas —dijo el comisario.