Novena parte. Emily se adelanta a Bunter
Deje que la campana a la que la Treble adelanta toque en tercer lugar, y luego regrese atrás.
Rules for Change-Ringingon Four Bells
—Míe gustaría —dijo Emily, entre sollozos— que me pagaran y marcharme esta misma semana.
—¡Por todos los santos, Emily! —exclamó la señora Venables, que pasaba por delante de la cocina con un cubo de comida para los pollos—. ¿Qué te pasa?
—Estoy segura de que no tengo derecho a hablarles así a usted y al párroco, porque siempre se han portado muy bien conmigo, pero si el señor Bunter va a hablarme así, teniendo en cuenta que no soy ni quiero ser su sirvienta, ni servirlo forma parte de mis obligaciones, pero ¿cómo iba yo a saberlo? Me hubiera cortado la mano derecha antes que desobedecer a milord, pero tendría que habérmelo dicho y no fue culpa mía, así se lo he dicho al señor Bunter.
La señora Venables palideció. Lord Peter no le suponía ningún problema, pero Bunter ya era otra cosa. Sin embargo, ella era una mujer fuerte y la habían educado enseñándole que un sirviente era un sirviente y que tenerles miedo (ya sea a uno propio o ajeno) era el primer paso para crear un ambiente de ineficacia doméstica. Se giró hacia Bunter, que estaba de pie con cara de pocos amigos al otro lado de la cocina.
—Bien, Bunter —dijo con firmeza—. ¿A qué viene todo esto?
—Le ruego que me perdone, señora —repuso Bunter, dominando su ira—. Me temo que he perdido los nervios. Pero llevo al servicio de milord casi quince años, contando los años de la guerra, que me mantuve a su lado, y nunca me había pasado algo semejante. Llevado por la impresión y la mortificación interna, hablé con un tono bastante fuera de lugar. Le ruego, señora, que no me lo tenga en cuenta. Debería haberme controlado mejor. Le aseguro que no volverá a suceder.
La señora Venables dejó el cubo en el suelo.
—Pero ¿qué ha pasado?
Emily tragó saliva y Bunter señaló con un trágico dedo la botella de cerveza que estaba encima de la mesa.
—Señora, ayer milord me confió esa botella. La dejé en un armario de mi habitación con la intención de fotografiarla esta mañana antes de enviarla a Scotland Yard. Al parecer, ayer por la noche esta joven entró en la habitación en mi ausencia, investigó entre mis cosas y se llevó la botella. Y no contenta con llevársela, la lavó.
—Si me permite, señora —dijo Emily—. ¿Cómo iba yo a saber que la necesitaba para algo? Algo tan viejo y sucio. Yo sólo estaba quitando el polvo del cuarto, señora, y vi la botella en una estantería del armario y pensé: «Mira esta botella tan vieja. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? Alguien se la habrá olvidado». Así que me la llevé y cuando Cook la vio me dijo: «¿Qué llevas ahí, Emily? Ah, esa botella es perfecta para poner el alcohol de quemar»; y yo la lavé...
—Y ahora las huellas han desaparecido —dijo Bunter para finalizar la frase—. Y ahora no sé qué decirle a milord.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó, desesperada la señora Venables. Luego se centró en el punto de las tareas domésticas que le había llamado la atención—. ¿Y por qué se te hizo tan tarde para sacar el polvo?
—Si me permite, señora. No sé qué pasó. Todo el día fui retrasada y, al final, me dije: «Mejor tarde que nunca», aunque si lo hubiera sabido...
Empezó a llorar y Bunter sintió lástima por ella.
—Lamento haberme expresado con tanta brusquedad —dijo—, y asumo la culpa por no haber cerrado el armario con llave. Pero debe entender, señora, cómo me siento cuando pienso en que milord se levantará inocentemente sin poderse imaginar la mala noticia que le tengo guardada. Me duele en el alma, si me permite mencionar algo tan espiritual en este asunto material. Aquí tengo preparado el té para subírselo a la habitación, sólo me falta echarle el agua hirviendo y me siento como si le fuera a echar una poción mortal que ningún aroma de Arabia podría suavizar. Ya ha llamado dos veces —añadió Bunter algo desesperado—, y por la tardanza debe imaginarse que ha sucedido algún desastre...
—¡Bunter!
—¡Milord! —contestó Bunter, como si rezara.
—¿Qué demonios ha pasado con mi té? ¿Por qué...? Oh, le ruego que me disculpe, señora Venables. Disculpe mi vocabulario y que me presente en batín en la cocina. No sabía que estaba usted aquí.
—¡Oh, lord Peter! —exclamó la señora Venables—. Ha sucedido algo terrible. Su sirviente está muy disgustado y esta chica estúpida..., no lo hizo con mala intención, claro, todo ha sido un accidente, pero hemos lavado su botella y las huellas se han borrado.
—¡Buaaa! —gritó Emily entre sollozos—. ¡Oooh! ¡Buaaa! Fui yo. Yo la lavé. No lo sabía...
—Bunter —dijo lord Peter—. ¿Cómo decía ese verso sobre el águila golpeada que quedaba tendida en la llanura? ¿Nunca volverán las nubes a elevarse por encima del cielo? Ese verso expresa perfectamente mis sentimientos. Súbeme el té a la habitación y tira la botella a la basura. Lo hecho hecho está. Además, en cualquier caso, posiblemente las huellas no me hubieran servido de nada. Una vez William Morris escribió un poema llamado El hombre que nunca volvió a sonreír. «Si el grito de los que triunfan, la canción de los que festejan jamás pudieran volver a salir de mis labios, sabrás por qué. Posiblemente, mis amigos me estarán devotamente agradecidos. Que os sirva de consejo: nunca busquéis la felicidad en una botella». Emily, si sigues llorando, tu novio no te reconocerá el domingo. Señora Venables, no se preocupe por nada, sólo era una botella vieja y odiaba verla por ahí. Hace una mañana preciosa para levantarse temprano. Permítame que la ayude con el cubo. Le ruego que no le dé más vueltas a este asunto, y tú tampoco, Emily. Es una chica especialmente agradable, ¿no cree? Por cierto, ¿cómo se apellida?
—Holliday —contestó la señora Venables—. Es sobrina de Russell, el director de pompas fúnebres, ya lo conoce, y está emparentada con Mary Thoday aunque, claro, en este pueblo todos están emparentados los unos con los otros. Es lo que pasa en los pueblos tan pequeños, aunque ahora que todos tienen motocicletas y que el autobús pasa dos veces a la semana regularmente, ya no está tan mal. Al menos ya no habrá tantas criaturas desgraciadas como el Loco Peake. Los Russell son muy buena gente, todos.
—Por supuesto —dijo lord Peter Wimsey.
Se quedó pensando en un montón de cosas mientras echaba comida a los pollos con el cucharón.
Pasó las primeras horas de la mañana dándole vueltas al criptograma, sin acabar de entender nada y, tan pronto como consideró que la taberna ya estaría abierta, fue al Red Cow a tomarse una botella de cerveza.
—¿Amarga, milord?
—No, hoy no. Para variar, tomaré una Bass.
El señor Donnington se la sirvió y se alegró de que Wimsey la encontrara tan buena.
—Nueve décimas partes del sabor de una buena cerveza dependen del estado —dijo Wimsey—, y eso depende, en gran medida, del proceso de embotellamiento. ¿Quién se la embotella a usted?
—Los Griggs, de Walbeach. Son muy buena gente; no tengo ni una sola queja. Pruébela, aunque se ve con sólo mirarla, ya me entiende. Dorada como el sol aunque, claro, tiene que fiarse de mí, que soy el especialista. Una vez tuve a un chico trabajando aquí y jamás conseguí que no colocara la Bass hacia abajo en la caja, como si fuera cerveza negra. La negra puede estar boca abajo, aunque yo nunca la guardo así, ni lo recomiendo, pero para poder disfrutar de una Bass en todo su esplendor, debe estar boca arriba y no debe agitarse.
—Estoy de acuerdo. No hay nada de malo en esto. A su salud. ¿Usted no toma nada?
—Gracias, milord. Claro. A su salud —dijo el señor Donnington, levantando el vaso a la luz—. Esto sí que es un vaso de Bass en condiciones.
Wimsey le preguntó si ganaba mucho dinero con las botellas de litro y medio.
—¿De litro y medio? No, no sirvo demasiadas. Pero creo que Tom Tebbutt, el de la taberna, sí que las sirve. También se las embotellan los Griggs. —¡Ah!
—Sí. Hay uno o dos que prefieren las botellas de litro y medio. Aunque aquí casi todo el mundo quiere barriles. Pero siempre hay algún granjero que quiere que le lleven las botellas de litro y medio a casa. Hace años, todo el mundo se hacía su propia cerveza; hay muchas granjas que aún conservan las máquinas, y algunas incluso todavía curan el jamón en casa. El señor Ashton es uno de ellos, jamás querrá nada que se haya fabricado en grandes cantidades. Sin embargo, con todas estas cadenas de tiendas con las furgonetas de transporte y con todas esas chicas que quieren salir en la foto enseñando las medias de seda y toda la comida enlatada que venden, no hay demasiados lugares donde se pueda comer algo criado y curado en casa. Y, encima, fíjese en el precio de la comida para los cerdos. Lo que digo es que los granjeros deberían estar protegidos por alguien. Yo me crié como un comerciante independiente, pero los tiempos han cambiado. No sé si alguna vez había pensado en estas cosas, milord. Quizá a usted no le afecten. O... me olvidaba, a lo mejor usted se sienta en la Cámara de los Lores. Harry Gotobed insiste en que sí, pero yo le dije que debía haberse confundido... ¡aunque nunca se sabe! Usted lo sabrá mejor que yo.
Wimsey le explicó que no estaba cualificado para sentarse en la Cámara de los Lores. El señor Donnington dijo, satisfecho, que en ese caso el sacristán le debía media corona y, mientras éste escribía una nota en la solapa de un sobre para que quedara constancia, Wimsey se marchó y se fue a la taberna.
Allí, haciendo una demostración de tacto, obtuvo una lista de los granjeros que pedían que les llevaran la Bass a casa en botellas de litro y medio. La mayor parte eran gente de los alrededores, pero al final, después de pensar un poco, la señora Tebbutt mencionó un nombre que hizo que Wimsey pusiera los ojos como platos.
—A Will Thoday le llevamos algunas mientras Jim estuvo con ellos; una docena más o menos. Ese Jim es un buen chico, te hace reír a carcajada limpia explicándote historias de sus viajes. Le trajo ese loro a Mary aunque, como yo le digo, ese pájaro no es un buen ejemplo para las niñas. ¡Si hubiera oído lo que le dijo al párroco el otro día! Aunque creo que él no entendió nada. El señor Venables es un auténtico caballero, no como el párroco de antes. Era amable, sí, pero el señor Venables es distinto; además, dicen que solía decir cosas impropias de un clérigo. Aunque, pobre hombre. Dicen que era un poco débil... ya me entiende. En los sermones solía decir: «Haced lo que os digo, no hagáis lo que yo haga». Siempre estaba colorado y se murió así, de repente, de un ataque.
Wimsey intentó sin éxito redirigir la conversación hacia Jim Thoday. Pero la señora Tebbutt estaba lanzada recordando al viejo párroco y el lord tardó una media hora en poder salir de la taberna. Camino de la vicaría, se dio cuenta de que había acabado llegando a la puerta de Will Thoday. Miró hacia un lado y vio a Mary, ocupada tendiendo la colada. Decidió arriesgarse con un ataque frontal.
—Espero que me disculpe, señora Thoday —dijo después de anunciarse y entrar—, si le vuelvo a traer a la memoria un episodio tan penoso del pasado. Quiero decir que lo pasado pasado está y que a nadie le gusta revivir las cosas malas, ¿no es cierto? Sin embargo, cuando se trata de cadáveres en las tumbas de otros, bueno, uno empieza a darle vueltas y ya sabe...
—Sí, claro, milord. Si le puedo ayudar en algo, sólo tiene que decírmelo. Pero, como le dije al señor Blundell, no sé nada de eso ni de cómo fue a parar allí ese cadáver. El me preguntó por el sábado por la noche y, aunque lo he estado repasando una y otra vez, no recuerdo haber visto nada extraño.
—¿Recuerda a un hombre que se hacía llamar Stephen Driver?
—Sí, señor. El que trabajaba con Ezra Wilderspin. Recuerdo que lo vi un par de veces. Dicen que los investigadores creen que el cadáver puede ser suyo.
—Pero no lo es.
—¿Ah, no, milord?
—No, porque lo hemos encontrado y sigue vivito y coleando. ¿Había visto a ese tal Driver antes de que llegara aquí?
—No creo, milord. No.
—¿Y no le recordaba a nadie?
—No, milord.
Parecía que era bastante sincera y Wimsey no apreció ningún síntoma de alarma en la voz o en la cara.
—Es extraño —dijo él—. Porque dice que se marchó de St Paul porque creía que usted lo había reconocido.
—¿En serio? Bueno, pues es muy raro, milord.
—¿Alguna vez lo oyó hablar?
—Creo que no, milord.
—Suponga que no hubiera llevado barba, ¿le habría recordado a alguien?
Mary agitó la cabeza. Como a mucha gente, utilizar la imaginación hasta ese extremo le costaba mucho.
—Bueno, ¿lo reconoce?
Wimsey sacó la fotografía que le habían hecho a Cranton en la época del asunto Wilbraham.
—¿El? —La señora Thoday palideció—. Sí, milord. Lo recuerdo. Es Cranton, el que se llevó el collar y metieron en la cárcel al mismo tiempo que a... a mi primer marido, milord. Supongo que conoce la historia. Es su cara, maldito sea. ¡Dios mío! Volver a verla me ha impresionado mucho.
Se sentó en el sofá y se quedó mirando la fotografía.
—No puede... ¿Era Driver?
—Sí, señora. ¿No lo sabía?
—No tenía ni idea, milord. Si me lo hubiera imaginado, no dude de que ya me habría encargado de hablar con él. Le habría sacado dónde escondió las esmeraldas. Verá, milord, eso es lo que más daño le hizo a mi pobre marido, que este hombre dijera que las esmeraldas las tenía él. Pobre Jeff, no cabe duda de que este hombre lo engañó; y todo por culpa mía, milord, por hablar demasiado, y sí, me temo que él cogió las joyas, pero no se las quedó. Fue este tal Cranton el que las tuvo desde el principio. ¿No cree que ya he sufrido bastante todos estos años sabiendo que sospecharon de mí? El jurado me creyó, pero aún queda quien dice que estuve implicada y que sabía dónde estaban las esmeraldas. Si hubiera podido encontrarlas, milord, habría ido a Londres de rodillas para devolvérselas a la señora Wilbraham. Sé que el pobre sir Henry sufrió mucho por eso. La policía registró nuestra casa, y yo también, una y otra vez.
—¿Y no podía fiarse de la palabra de Deacon? —preguntó Wimsey con voz suave.
Ella se quedó dudando y los ojos rememoraron la tristeza de aquellos días.
—Milord, yo le creí. Aunque, da lo mismo. No sabe cómo me sentí cuando supe que había robado las joyas de una dama en casa de sir Henry. Sólo pensaba que ojalá que no hubiera hecho lo otro, encima, llevárselas y esconderlas. Yo no sabía qué creer, milord. Pero ahora siento que mi marido decía la verdad. Se dejó llevar por ese tal Cranton, sin duda, pero no creo que nos engañara a todos, no lo creo. Es más, en mi interior estoy casi segura de que no lo hizo.
—¿Y para qué supone que volvió Cranton?
—¿No demuestra eso, milord, que fue él quien escondió las esmeraldas? Debió asustarse y las escondió en algún rincón aquella misma noche, antes de escaparse.
—Él mismo dice que Deacon le dijo, en el banco de los acusados, que las esmeraldas estaban aquí y que, si quería encontrarlas, viniera a hablar con Sastre Paul y Batty Thomas.
Mary agitó la cabeza.
—No lo entiendo, milord. Porque, si mi marido le dijo algo así, Cranton no se habría callado. Se lo habría dicho al jurado porque estaba muy enfadado con Jeff.
—¿Usted cree? Yo no estoy tan seguro. Supongamos que Deacon le dijo a Cranton dónde estaban las esmeraldas, ¿no cree que Cranton hubiera esperado para hacerse con ellas cuando saliera de la cárcel? ¿Y no cree que pudo venir a Fenchurch St Paul en enero para buscarlas? ¿Y que luego, pensando que usted lo había reconocido, se marchó de repente asustado?
—Bueno, milord, supongo que sí. Pero, entonces, ¿quién es ese pobre hombre que mataron?
—La policía cree que puede tratarse de algún cómplice de Cranton que quizá le ayudó a encontrar las esmeraldas y que, como recompensa, acabó en una tumba. ¿Sabe si Deacon hizo amigos entre los demás convictos o celadores de Maidstone?
—No lo sé, milord. Le dejaban escribir a menudo, por supuesto, pero no le diría a nadie algo así, porque le leían la correspondencia.
—Claro. Me pregunto si alguna vez usted recibió un mensaje de él, no sé, a través de un prisionero al que hubieran soltado o algo así.
—No, milord, nunca.
—¿Había visto alguna vez esta letra?
Le dio el criptograma.
—¿Esta letra? Pues claro...
—¡Cállate, estúpido! ¡Cállate, estúpido! ¡Venga, Joey! ¡Enséñame una pierna!
—¡Por todos los santos! —exclamó Wimsey, asustado.
Se giró y vio un enorme ojo de loro africano mirándolo fijamente. El animal, cuando se dio cuenta de que era un extraño, se calló, agachó la cabeza y se columpió en su jaula.
—¡Maldito seas! —dijo Wimsey—. Me has dado un susto de muerte.
—¡Wa! —dijo el loro, con una risita de satisfacción.
—¿Es ése el pájaro que su cuñado le trajo? La señora Tebbutt me ha explicado la historia.
—Sí, milord. Es un gran parlanchín, pero lo cierto es que es un malhablado.
—No conozco a ningún loro que no lo sea. Creo que es su naturaleza. A ver..., ¿por dónde íbamos? Ah, sí, la letra. Me estaba diciendo que...
—Le decía que claro que no la había visto nunca, milord.
Wimsey juraría que iba a decir lo contrarío. Estaba mirando... no, no miraba nada en concreto, sólo tenía la mirada perdida, con la cara de alguien que ve que se aproxima una catástrofe increíble.
—Es extraño, ¿no? —dijo, con la voz ausente—. Parece que no tiene sentido. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podría saber algo sobre esto?
—Se nos ocurrió que quizá la había escrito alguien que su difunto marido había conocido en Maidstone. ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Jean Legros?
—No, milord. Ese nombre es francés, ¿verdad? Jamás he visto a ningún francés, sólo a unos cuantos belgas que vinieron cuando la guerra.
—¿Y nunca conoció a nadie llamado Paul Sastre?
—No, nunca.
El loro se rió a carcajadas.
—¡Cállate, Joey!
—¡Cállate, estúpido! ¡Joey, Joey, Joey! Si te pica, ráscate. ¡Wa!
—Bueno, bueno —dijo Wimsey—. Sólo era una pregunta.
—¿De dónde ha sacado eso?
—¿El qué? Ah, esto. Lo encontraron en la iglesia e imaginamos que sería de Cranton. Pero él dice que no es suyo.
—¿En la iglesia?
Como si de un acto reflejo se tratara, el loro se quedó con esas palabras y empezó a hablar aceleradamente:
—Tenemos que ir a la iglesia. Tenemos que ir a la iglesia. Las campanas. ¡Wa! ¡Joey! ¡Joey! ¡Venga, Joey! Tenemos que ir a la iglesia.
La señora Thoday entró corriendo en la habitación contigua y tapó la jaula del pájaro con un pañuelo, mientras Joey se quejaba.
—Empieza y no para —dijo—. Me pone muy nerviosa. Está así desde aquella noche que Will estuvo tan enfermo. Tocaron el carrillón y estaba preocupado porque no podía estar allí. Will se enfada mucho con Joey cuando lo imita. Le dice: «Cállate, Joey».
Wimsey le alargó la mano para que le devolviera el criptograma, y Mary así lo hizo, aunque a regañadientes, pensó Wimsey, y como si su cabeza estuviera en otra parte.
—Bueno, no quiero molestarla más, señora Thoday. Sólo quería aclarar ese pequeño detalle sobre Cranton. Espero que, después de todo esto, esté tranquila; quiero que sepa que él sólo vino a fisgonear. Bueno, no es probable que vuelva a molestarla. Está enfermo y, en cualquier caso, tendrá que volver a la cárcel a cumplir condena. Perdone la intromisión y las preguntas sobre un tema que está mucho mejor en el olvido.
Sin embargo, durante todo el camino de vuelta a la rectoría no dejó de pensar en los ojos de Mary y en las palabras del loro: «¡Las campanas! ¡Las campanas! ¡Tenemos que ir a la iglesia! ¡No se lo digas a Mary!».
Cuando escuchó la historia, el comisario Blundell chasqueó la lengua.
—Lo de la botella es una lástima —dijo—. No creo que hubiéramos encontrado nada importante, pero nunca se sabe. Emily Holliday, ¿eh? Claro, es prima de Mary Thoday. Lo había olvidado. Esa mujer puede conmigo; Mary, quiero decir. Que me cuelguen si sé qué hacer con ella, o con su marido. Estamos en contacto con la gente de Hull, y lo están arreglando todo para embarcar a James Thoday de vuelta a Inglaterra lo antes posible. Les hemos dicho que lo necesitamos como testigo en un caso de asesinato. Es lo mejor, no puede desobedecer las órdenes de sus superiores y, si lo hace, sabremos que pasa algo raro y podremos detenerlo. En cuanto al mensaje, ¿qué le parece si se lo enviamos al alcaide de Maidstone? Si el tal Legros o Sastre o como se llame estuvo allí alguna vez, quizá pueda reconocer la letra.
—Puede —repuso Wimsey, pensativo—. Sí, podemos hacerlo. Además, espero recibir noticias de monsieur Rozier pronto. Los franceses no tienen tantos problemas morales como nosotros para interrogar a los testigos.
—Son afortunados, milord —respondió el señor Blundell convencido.