Primera parte. Un doble por el señor Gotobed
Pronunciarás este suceso tan terrible
con una cruz, una vela y una campana.
Instruction for Parish Priests (siglo XV)
John Myrc
La primavera y la Pascua llegaron tarde y juntas ese año a Fenchurch St Paul. El triángulo de Fenchurches agradeció el retorno del sol con su habitual austeridad y casi a regañadientes. La nieve había desaparecido, el maíz era de un verde más intenso en contraste con la tierra oscura, los espinos y la hierba que delimitaban el dique formaban un paisaje menos abrupto; en los sauces, las candelillas amarillas bailaban como asideros de campanas, y los sauces blancos esperaban que los niños los despojaran de sus ramas para la palma del Domingo de Ramos; allí donde las lúgubres orillas del dique estaban pobladas de arbustos, se agrupaban las temblorosas violetas para protegerse del viento.
En el jardín de la vicaría, los narcisos estaban en plena explosión de color y, a pesar de las continuas ráfagas de viento que soplaban en esa parte del país, se zarandeaban y aguantaban estoicamente.
—¡Mis pobres narcisos! —exclamó la señora Venables, mientras los tallos se agitaban y las trompetas doradas besaban el suelo—. ¡Este viento es terrible! ¡No sé cómo lo resisten!
Cuando los cortaba, los tenía de todas las variedades: Emperor, Empress, Golden Spur..., sentía una mezcla de orgullo y remordimiento; luego los llevaba a la iglesia y los metía en los jarrones del altar y en los dos recipientes largos, estrechos y pintados de verde que se colocaban junto al cancel el Domingo de Ramos.
«Las flores amarillas quedan muy bien —pensaba la señora Venables, mientras intentaba que las flores permanecieran derechas entre la brillante hierba doncella—. Aunque es una auténtica pena sacrificarlas».
Se arrodilló en un almohadón rojo que cogió de un banco para protegerse las rodillas del suelo helado de la iglesia. Tenía los cuatro jarrones de latón del altar frente a sí, junto con una cesta llena de flores y una regadera. Si hubiera intentado arreglar los ramos en casa y después llevarlos a la iglesia, el viento del sudoeste los habría echado a perder antes de que lograra cruzar la calle.
—¡Qué pesados! —murmuró, al tiempo que los narcisos resbalaban hacia los lados o caían hasta el fondo del jarrón. Se sentó sobre los talones para ver su trabajo con un poco más de perspectiva y luego, al oír unos pasos, se giró.
Una chica pelirroja de quince años, vestida de negro, había entrado en la iglesia con un gran ramo de narcisos de ojo de faisán blancos. Era alta, delgada y más bien desgarbada, aunque prometía convertirse en una mujer muy atractiva.
—¿Le pueden servir para algo, señora Venables? Johnson intentará traer los lirios blancos, pero con este viento tan horrible teme que los tallos se rompan en la carretilla. Creo que tendrá que meterlos en el maletero del coche y transportarlos hasta aquí.
—Querida Hilary, ¡qué amable por tu parte! Gracias, agradezco todas las flores blancas que puedas darme. Son preciosos, y qué bien huelen. Había pensado colocar algunos enfrente del abad Thomas con los jarrones altos y otro jarrón igual al otro lado, debajo del viejo Gaudy. Pero lo que no voy a hacer —y lo dijo con mucha determinación— es rodear la pila bautismal ni el pulpito de verde. Podemos hacerlo en Navidad y en la Fiesta de la Cosecha, si quieren, pero en Semana Santa es inapropiado y absurdo, y ahora que la pobre señorita Mallow está muerta ya no hace falta que sigamos haciéndolo.
—No soporto las Fiestas de la Cosecha. Es una vergüenza esconder estas bellas esculturas detrás de cestos de maíz, verduras y demás.
—Es cierto, pero a la gente del pueblo le gusta. Theodore siempre dice que la Fiesta de la Cosecha es su fiesta. Supongo que no es correcto que les interese mucho más que las misas de los domingos, aunque es normal. Cuando nosotros llegamos, tú ni habías nacido, era mucho peor. Solían poner clavos en los pilares para colgar coronas de flores. Un horror. Una falta de consideración, por supuesto. Y en Navidades colgaban textos escritos en lana sobre piezas de franela roja que pendían de las vidrieras y de la horrible galería. Eran viejas costumbres de muy mal gusto. Cuando llegamos, nos lo encontramos todo en la sacristía, lleno de polillas y ratones. El párroco no cedió ni un milímetro en ese aspecto.
—Y supongo que sólo se acercaba a la capilla la mitad de la gente.
—No, querida; sólo dos familias y una de ellas ha vuelto desde entonces: los Wallace, porque tienen una especie de disputa con el pastor por la comida del Viernes Santo. Tiene que ver con los recipientes del té, pero no recuerdo exactamente de qué se trata. La señora Wallace es muy agradable; se ofende con cierta facilidad pero, hasta ahora, y toquemos madera —la señora Venables ejecuta este viejo rito pagano tranquilamente tocando un pedestal de roble—, he conseguido llevarme bastante bien con ella en el Instituto de Mujeres. ¿Podrías retirarte un poco y decirme si está igual de ambos lados?
—Tiene que poner más narcisos a este lado, señora Venables.
—¿En éste? Gracias, querida. ¿Mejor así? Bueno, pues tendrá que quedar así. ¡Ay! ¡Mis pobres huesos! Mira, aquí viene Hinkins con las aspidistras. La gente dice que ahora están preciosas, pero crecen todo el año y, de fondo, quedan muy bonitas. Exacto, Hinkins. Seis delante de esta tumba y seis al otro lado. Por cierto, ¿has traído los tarros color berenjena? Son perfectos para los narcisos, las aspidistras los taparán y podemos poner un poco de hiedra delante de las macetas. Hinkins, ¿puedes llenarme la regadera? Hilary, ¿cómo está hoy tu padre? Mejor, espero.
—Mucho me temo que no, señora Venables. El doctor Baines teme que no se recupere. ¡Pobre papá!
—¡Dios mío! Lo siento mucho. Estás pasando una época terrible. Supongo que la muerte tan repentina de tu pobre madre ha sido demasiado para él.
La chica asintió.
—Esperaremos y rezaremos para que no sea tan grave como dice el doctor. El doctor Baines siempre es muy pesimista. Supongo que por eso se ha quedado como médico de pueblo, porque es muy listo, eso sí, pero la gente quiere médicos alegres y optimistas. ¿Por qué no pides una segunda opinión?
—Es lo que vamos a hacer. El martes viene un médico que se llama Hordell. El doctor Baines intentó que viniera hoy, pero está de vacaciones.
—Los doctores no deberían hacer vacaciones —sentenció la señora Venables con brusquedad.
El párroco nunca hacía fiesta cuando se celebraban las grandes festividades, y apenas descansaba unos días cuando no había, y ella no veía por qué tenían que hacerlo el resto de los mortales.
Hilary Thorpe sonrió con arrepentimiento.
—Yo también pienso igual, pero se supone que es el mejor y espero que papá no empeore en estos dos días.
—Dios quiera que no —dijo la mujer del párroco—. ¿Ése no es Johnson con los lirios blancos? Ah, no, es Jack Godfrey. Supongo que subirá arriba a engrasar las campanas.
—¿De verdad? Me gustaría ver cómo lo hace. ¿Puedo subir al campanario, señora Venables?
—Claro que sí, querida. Pero debes tener cuidado. Siempre he pensado que esa escalera no es demasiado segura.
—Ah, no tengo miedo. Me encanta mirar las campanas.
Hilary se alejó corriendo por el pasillo y alcanzó a Jack Godfrey justo cuando entraba en la sala de las campanas.
—He venido a ver cómo engrasa las campanas, señor Godfrey. ¿Le molesto?
—Ni mucho menos, señorita Hilary, será un placer. Es mejor que suba usted primero, así podré ayudarla si resbala.
—No resbalaré —repuso Hilary con desdén.
Empezó a subir con brío los gruesos y gastados peldaños y llegó a la habitación que ocupaba el segundo piso de la torre. No había nada excepto la caja que contenía el mecanismo de funcionamiento del reloj del campanario y las ocho cuerdas que subían desde el piso de abajo y se perdían techo arriba. Jack Godfrey apareció detrás de Hilary con la grasa y los trapos de limpiar.
—Tenga cuidado con el suelo, señorita Hilary —le advirtió—. En algunas zonas es un poco irregular.
Hilary asintió. Le encantaba esa habitación vacía, bañada por el sol y con las cuatro enormes ventanas, una en cada pared. Era como un palacio de cristal flotando en el aire. Las sombras de la magnífica decoración de la ventana sur se reflejaban en el suelo como si se tratara de una verja de hierro forjado. Miró hacia fuera a través de los cristales llenos de polvo y vio el paisaje verde que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista.
—Señor Godfrey, me gustaría subir a lo alto de la torre.
—De acuerdo, señorita Hilary. Si cuando haya acabado nos queda tiempo, subiremos.
La trampilla que comunicaba con la sala de las campanas estaba cerrada con llave y había una cadena colgando que salía de una especie de caja de madera incrustada en la pared. Godfrey extrajo un manojo de llaves del bolsillo y, con una, abrió la caja y reveló el contrapeso. Lo apretó y la trampilla se abrió.
—Señor Godfrey, ¿por qué está cerrada esta puerta?
—Bueno, señorita Hilary, en muchas ocasiones los campaneros se han dejado la puerta del campanario abierta, y el párroco dice que no es seguro que dejemos esta puerta abierta. El Loco Peake podría deambular por aquí o algunos muchachos traviesos subirían y jugarían con las cuerdas. Incluso podrían subir a lo alto de la torre, caerse y hacerse daño. Así que el párroco colocó este cerrojo para cerrar la trampilla.
—Entiendo —dijo Hilary, sonriendo.
«Hacerse daño» era una manera delicada de expresar lo que resultaría de una caída de poco menos de cuarenta metros. Hilary se dirigió hacia la escalera que subía.
A diferencia de la luminosidad de la habitación de abajo, la habitación donde estaban las campanas era sombría y casi amenazadora. Había ocho ventanas, pero apenas entraba la luz, ya que los rayos de sol penetraban únicamente a través de la delicada ornamentación de los paneles situados encima de las persianas de lamas, llenando las campanas de rayas y destellos dorados y creando unas divertidas formas en las superficies y los bordes de las poleas. Las campanas, con las silenciosas bocas oscuras mirando hacia abajo, estaban quietas en su sitio como desde hacía años. —El señor Godfrey, mirándolas con la alegre familiaridad de alguien que llevaba media vida haciendo lo mismo, cogió una escalera que descansaba contra la pared y la apoyó en una de las vigas, lista para subir.
—Déjeme subir primero, así podré ver lo que hace —dijo Hilary.
El señor Godfrey hizo una pausa y se rascó la cabeza. No le parecía demasiado seguro. Expresó una objeción.
—No me pasará nada; me sentaré en la viga. Las alturas no me dan miedo. Además, soy muy buena en gimnasia.
La hija de sir Henry estaba acostumbrada a salirse con la suya, y allí no hizo ninguna excepción. El señor Godfrey accedió con la condición de que se agarrara con fuerza a la campana y no se soltara ni hiciera ninguna tontería. Ella lo prometió y él la ayudó a subir hasta su posición privilegiada. El señor Godfrey, silbando una alegre melodía, fue metódicamente dejando sus cosas a su alrededor y se puso a trabajar, engrasando los gorrones y los muñones, echando un poco de aceite en el eje de la polea, comprobando el movimiento de las piezas deslizantes entre las campanas y examinando las cuerdas por si había señales de fricción en los puntos que estaban en contacto con las poleas.
—Jamás había visto a Sastre Paul tan de cerca como ahora. Es muy grande, ¿no?
—Sí, señorita —dijo Jack Godfrey dando un golpe con la mano en la superficie de bronce.
Un rayo de sol entró por la ventana y se reflejó en el borde de la campana iluminando las letras de una inscripción que, como Hilary bien sabía, decía así:
NUEVE + SASTRES + DICEN + QUE + UN + HOMBRE + DE + CRISTO + HA + LLEGADO + A + SU + FIN + COMO + ADÁN + SU + PADRE + 1614
—Esta campana también tiene su historia. La hemos tocado en muchas ocasiones, sin contar con los innumerables repiques de difuntos y los funerales. Y cuando nos atacaron los Zeppelin, la tocábamos con Gaude como señal de alarma. El otro día, el párroco comentaba que ya iba siendo hora de girarla un cuarto, pero no estoy demasiado convencido. Creo que todavía tocará un poco más. A mi parecer, todavía ofrece un sonido bastante limpio.
—Tienen que tocar el repique de difuntos para todos los feligreses que mueren, ¿verdad? Sean quienes sean.
—Sí, ateos o creyentes. Así lo estipuló sir Martin Thorpe, su tatarabuelo, cuando dejó el dinero para el fondo de las campanas. «Toda alma cristiana» fueron las palabras exactas que escribió en su testamento. Incluso las tocamos por aquella mujer que vivía en Long Drove, y eso que era católica. Al viejo Hezekiah no le pareció demasiado bien —añadió el señor Godfrey chasqueando la lengua al recordarlo—. «¿Cómo? ¿Tocar a Sastre Paul por una católica? —preguntó—. Párroco, no me dirá que también los considera cristianos». «Hezekiah, este país estuvo lleno de católicos en un tiempo; los católicos construyeron esta iglesia», le respondió el párroco. Pero no lograron convencerlo. No fue a la escuela, no conoce la historia. Bueno, señorita Hilary, creo que ya he terminado con Sastre Paul. Si me da la mano, la ayudaré a bajar.
Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee y Dimity, a todas les llegó el turno de pasar la revisión. Sin embargo, cuando le tocó a Batty Thomas, el señor Godfrey se obstinó, repentina e inesperadamente, a no dejar subir a Hilary a la viga.
—Señorita Hilary, no la subiré encima de Batty Thomas. Esta campana no trae buena suerte. Quiero decir que tiene una oscura historia a sus espaldas y no me gustaría correr riesgos innecesarios.
—¿Qué quiere decir?
Al señor Godfrey le costó un poco explicarse de manera más comprensible.
—Es mi campana —dijo—. Llevo quince años tocándola y diez cuidándola, desde que Hezekiah ya fue muy mayor para subir y bajar esta escalera. Batty Thomas y yo nos conocemos muy bien y ella no se pelea conmigo ni yo con ella. Sin embargo, tiene un carácter extraño. Dicen que el abad que descansa abajo en la tumba de la iglesia era un hombre muy extraño y que su campana se parece a él. También dicen que, hace muchos años, cuando echaron a los monjes, Batty Thomas tocó una noche entera ella sola, sin que nadie moviera la cuerda. Y cuando Cromwell envió a sus hombres para que rompieran todas las imágenes, se ve que un soldado subió al campanario, no sé a qué, supongo que para destrozar las campanas, pero subió. Los demás, sin saber que él estaba aquí, empezaron a tirar de las cuerdas y, al parecer, la persona que cuidaba las campanas las había dejado mirando hacia arriba. Debían de ser muy descuidados en aquella época, pero bueno, así fue. Justo cuando ese soldado se asomó para ver las campanas, Batty Thomas dio la vuelta, lo golpeó y lo mató. Esta es la historia y el párroco suele decir que Batty Thomas salvó la iglesia porque los demás soldados se asustaron mucho y salieron corriendo pensando que era un castigo de Dios aunque, desde mi punto de vista, sólo fue un descuido de la persona que dejó las campanas de aquel modo. Y después, en tiempos del antiguo párroco, había un pobre hombre que estaba aprendiendo a tocar las campanas y un día, al intentar levantar a Batty Thomas, la cuerda se le enroscó al cuello y lo ahorcó. Terrible pero, volviendo a lo mismo, yo creo que fue otro descuido, porque no deberían haber dejado que el hombre practicara solo. El señor Venables jamás lo permitiría. Pero ya ve, señorita Hilary, Batty Thomas ha matado a dos hombres, aunque es muy comprensible porque en ambas ocasiones los accidentes fueron fruto de un descuido que no habrían pasado si... bueno, como le he dicho antes, no me gustaría correr riesgos innecesarios.
Y con esto estuvo todo dicho. Así pues, el señor Godfrey subió a engrasar los gorrones de Batty Thomas sin ayuda de nadie. Hilary Thorpe, insatisfecha pero capaz de reconocer un obstáculo inamovible cuando lo veía, se paseó por el campanario removiendo el polvo acumulado con la punta cuadrada de los zapatos de la escuela y mirando los nombres que la gente del pueblo había ido grabando en las paredes a lo largo de los años. De repente, en un rincón escondido, una franja de luz iluminó algo que le llamó la atención. Se agachó lentamente y lo cogió. Era un trozo de papel, delgado y de mala calidad, que estaba doblado varias veces por la mitad. Le recordó las cartas que, esporádicamente, recibía de una institutriz francesa y, cuando la abrió, vio que el papel estaba cubierto con la misma tinta violeta que asociaba con «Mad'm'selle», pero esta vez estaba escrita en inglés con una letra muy clara, aunque no era la caligrafía de alguien que hubiera recibido una buena educación. Estaba doblada cuatro veces y la parte de abajo se hallaba un poco sucia por el polvo, pero en general estaba bastante limpia.
—¡Señor Godfrey!
La voz de Hilary sonó tan repentina y animada que Jack Godfrey se asustó un poco. Estuvo a punto de caerse de la escalera y engrosar la lista de víctimas de Batty Thomas.
—¿Sí, señorita Hilary?
—He encontrado una cosa muy rara. Venga a verlo.
—Un momento, señorita Hilary.
Acabó su trabajo y bajó. Hilary estaba de pie en una zona iluminada por el sol que se reflejaba en la campana y caía como la ducha de Danae. Sostenía el papel de modo que le tocara el sol.
—He encontrado esto en el suelo. Escuche. ¿Cree que el Loco Peake podría haber escrito algo así?
El señor Godfrey agitó la cabeza.
—No sé qué decirle, señorita Hilary. El Loco es bastante raro, y solía subir aquí antes de que el párroco cerrara la trampilla, pero no me parece que ésa sea su letra.
—Bueno, creo que la única persona que podría haberlo escrito es un lunático. Léalo. Es muy extraño elijo Hilary, riéndose porque todavía estaba en una edad en que la locura causa risa.
El señor Godfrey dejó sus cosas en el suelo con parsimonia, se rascó la cabeza y leyó detenidamente la carta en voz alta, siguiendo las líneas con el dedo índice manchado de grasa.
Creí ver hadas en los campos, pero sólo vi los funestos elefantes con sus espaldas negras. ¡Qué visión tan sobrecogedora! Los elfos bailaban a mi alrededor mientras yo escuchaba voces que me llamaban. ¡Ah! Cómo intenté observar, deshacerme de aquella horrible nube, pero ningún ojo de mortal podía espiarlos. Entonces aparecieron los trovadores, con sus trompetas, arpas y tambores dorados. La música sonaba muy fuerte detrás de mí, rompiendo el hechizo. El sueño se desvaneció, por lo que di gracias al Cielo. Derramé muchas lágrimas antes de que apareciera la luna, delicada y tenue como una hoz de paja. Ahora, aunque el Mago haga rechinar los dientes inútilmente, volverá igual que vuelve la primavera. ¡Oh, maldito hombre! El infierno está abierto, el Erebo abre sus puertas. Las bocas de la muerte esperan al fondo.
—Vaya —dijo asombrado el señor Godfrey—. Sí que es extraño. Podría ser del Loco, pero no creo. No fue a la escuela. Y esto del Erebo, ¿qué se supone que significa?
—Es uno de los antiguos nombres del infierno —respondió Hilary.
—¡Ah! Conque es eso, ¿no? El que lo escribió parece que tenga muy claro el lugar en la cabeza. Con hadas y elefantes. Bueno, no sé, parece una broma, ¿no cree? —En ese momento se le iluminó la mirada—. A lo mejor alguien lo ha copiado de un libro. No me extrañaría que fuera esto. Uno de esos libros viejos. Pero no me explico cómo ha llegado hasta aquí. Deberíamos enseñárselo al párroco. Ha leído muchos libros y a lo mejor sabe de dónde viene esto.
—Buena idea. Se lo enseñaré yo. Pero ¿no le parece tremendamente misterioso? Incluso espeluznante. Señor Godfrey, ¿podemos subir a la torre?
Al señor Godfrey le apetecía mucho y los dos subieron la última y larga escalera, dejando atrás las campanas, y llegaron a un pequeño refugio parecido a una caseta de perro encima del techo inclinado de la torre. Ponerse de espaldas al viento era como apoyarse en una pared. Hilary se quitó el sombrero y dejó que el viento acariciara su melena, de modo que parecía uno de los ángeles flotantes de la iglesia. El señor Godfrey no tenía ojos para esa similitud; a él, honestamente, la cara angular y el pelo recto de la señorita Hilary no le parecían nada atractivos. Tuvo bastante con advertirle de que se sujetara fuerte a los hierros de la veleta. Hilary no le hizo caso y siguió avanzando hasta el parapeto, asomándose entre las almenas para mirar hacia el sur. Lejos, a sus pies, estaba la iglesia y, mientras miraba hacia abajo, una pequeña figura salió corriendo como un escarabajo del porche y enfiló el camino. Era la señora Venables que se iba a casa a comer. Hilary observó cómo luchaba contra el viento frente a la verja del jardín de su casa. Luego se giró hacia el este y miró por encima del techo de la nave principal y el cancel. Le llamó la atención un punto marrón en el cementerio y el corazón le dio un vuelco. Allí, en el ángulo noreste de la iglesia, estaba enterrada su madre y todavía no habían sellado la tumba. Parecía que la tierra esperara que la volvieran a abrir para que el marido se reuniera con su mujer.
—¡Oh, Dios! —exclamó Hilary, desesperada—. No dejes que papá se muera. No puedes... Sencillamente no puedes...
Más allá de las paredes del cementerio, los campos estaban verdes y, en medio, había un hueco. Ella lo conocía muy bien. Llevaba allí más de trescientos años. El tiempo lo había ido disimulando y, posiblemente, dentro de trescientos años más ya habría desaparecido, pero ahora estaba allí: la señal que dejó el enorme hoyo donde fundieron a Sastre Paul.
Jack Godfrey le dijo algo al oído:
—Se nos está haciendo tarde, señorita Hilary.
—Oh, sí. Lo siento. Había perdido la noción del tiempo. ¿Tocarán mañana?
—Sí, señorita Hilary. Probaremos un Stedman's. Son difíciles pero, cuando consigues hacerlo correctamente, suenan bien. Tenga cuidado con la cabeza. Tocaremos un carrillón de 5.040 repiques, eso son tres horas. Es algo especial porque Will Thoday ya se ha recuperado, pues ni Tom Tebbutt ni el joven George Wilderspin son muy fiables con un Stedman's y, claro, a Wally Pratt no se le da nada bien. Perdóneme un minuto, señorita Hilary, voy a recoger mis cosas. Sin embargo, a mí me parece mucho más interesante el método Stedman's que cualquier otro, aunque requiere tenerlo todo muy claro en la cabeza. Al viejo Hezekiah no le preocupa demasiado, claro, porque a él sólo le gusta tocar la tenor. Dice que no le encuentra ninguna gracia a los triples, y no es de extrañar. Ya es un hombre mayor y no sería de esperar que aprendiera el método Stedman's a estas alturas, es más, si lo hiciera, nadie conseguiría que dejara a Sastre Paul. Espere un momento que paso este cerrojo. A mí, sin embargo, si me ponen delante un buen carrillón de Stedman's no lo cambio por nada. No practicamos Stedman's hasta que llegó el párroco y tardó mucho en enseñarnos a tocarlo. Recuerdo los problemas que tuvimos. John Thoday, que en paz descanse, el padre de Will, solía decir: «Muchachos, creo que ni el mismísimo diablo podría encontrarle algún sentido a este maldito método». Y el párroco le imponía una multa de seis peniques por maldecir, como está escrito en las viejas reglas. Cuidado no resbale en el escalón, está muy desgastado. Sin embargo, lo aprendimos a la perfección y, para mí, es un bonito método de tocar campanas. Bueno, que pase un buen día, señorita Hilary.
La mañana del Domingo de Ramos sonó el carrillón de los 5.040 Triples Stedman's. Hilary Thorpe lo escuchó desde la Casa Roja, sentada junto a la cama con dosel desde donde también había escuchado el carrillón de Año Nuevo. Aquel día el sonido de las campanas se oía alto y claro; hoy, en cambio, llegaba distante porque el viento lo arrastraba hacia el este.
—Hilary.
—¿Sí, papá?
—Tengo miedo de morirme y dejarte en una situación bastante mala.
—No me importa, papá. No que te morirás. Pero si lo hicieras, estaré perfectamente.
—Yo diría que habrá suficiente para enviarte a Oxford. Me parece que las chicas allí no salen demasiado caras. Ya se ocupará tu tío.
—Sí. Además, sea como sea, voy a conseguir una beca. Y no quiero dinero. Prefiero ganarme la vida. La señorita Bowler dice que una mujer que no puede ser independiente no es nadie. (La señorita Bowler era la profesora de inglés y la heroína del momento). Papá, seré escritora. La señorita Bowler dice que no le extrañaría que lo llevara en la sangre.
—¡Oh! ¿Y qué vas a escribir? ¿Poesía?
—Quizá. Pero creo que no se gana mucho con la poesía. Escribiré novelas. Best séllers. Esas que todo el mundo quiere comprar. No novelas del montón, más bien del tipo de La ninfa constante.
—Necesitarás un poco de experiencia antes de escribir novelas, cariño.
—Tonterías. No necesitas experiencia para escribir novelas. En Oxford, los estudiantes las escriben constantemente y las venden como churros. Todas versan sobre las penalidades de la escuela.
—Ya veo. Y cuando acabes en Oxford, escribes una sobre las penalidades de la universidad.
—Esa es la idea. Ya puedo empezar a pensar en ello.
—Bueno, querida, espero que te salga bien. Sin embargo, a la vez me sabe muy mal dejarte sola tan joven. ¡Si hubiera aparecido aquel maldito collar! Fui un estúpido al pagarle a Wilbraham el valor de esa joya, pero como ella insistió tanto delante del gobernador, yo...
—¡Oh! Papá, por favor, no empieces otra vez con esa estúpida historia del collar. No podías hacer otra cosa. Además, no quiero el dinero. De todos modos, tú no te vas a ir a ningún sitio.
Sin embargo, el especialista, que llegó el martes, lo vio muy mal y, en un aparte, le dijo al doctor Baines:
—Han hecho todo lo posible. Incluso si me hubieran llamado antes no podría haber hecho nada.
Y a Hilary le dijo:
—Señorita Thorpe, no debe perder la esperanza. No puedo ocultarle que la situación de su padre es grave, pero la naturaleza tiene increíbles poderes de recuperación...
Esta era la manera médica de decir que, a menos que se obrara un milagro, ya podían ir encargando el ataúd.
La tarde del lunes, el señor Venables salía de casa de una señora cascarrabias y de lengua viperina que vivía casi a las afueras del pueblo, cuando un ruido intenso y retumbante le golpeó los oídos desde lejos. Se quedó quieto con la mano en la valla.
«Es Sastre Paul», se dijo el párroco.
Tres solemnes notas y una pausa.
«¿Hombre o mujer?».
Tres notas y luego tres más.
—Hombre —dijo el párroco. Se quedó escuchando—. ¿Habrá pasado a mejor vida el pobre señor Merryweather? Espero que no sea el hijo de los Hensman.
Contó doce campanadas y esperó, pero Sastre Paul siguió tocando y el párroco respiró tranquilo. Al menos, el hijo de los Hensman estaba a salvo. Entonces, rápidamente empezó a calcular la edad de los feligreses que podían haber muerto. Veinte campanadas, treinta campanadas, era un hombre adulto. «Dios no quiera que sea sir Henry —pensó el párroco—. Ayer, cuando fui a verlo, parecía que estaba mejor». Cuarenta campanadas, cuarenta y una, cuarenta y dos. Seguro que era el viejo Merryweather; un gran alivio para él, el pobre. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis. Debía continuar, no podía detenerse en aquel fatídico número. El señor Merryweather tenía ochenta y cuatro años. El párroco aguzó el oído. Lo más probable era que el viento, que soplaba muy fuerte, no le hubiera dejado oír la siguiente campanada. Además, con los años, también había ido perdiendo oído.
Sin embargo, pasaron treinta largos segundos hasta que Sastre Paul volvió a hablar y luego se produjo otro largo silencio de treinta segundos más.
La vieja cascarrabias, sorprendida de ver tanto rato al párroco en la verja con la cabeza descubierta, se le acercó para ver qué pasaba.
—Es un repique de muertos —comentó el señor Venables—. Han tocado los nueve sastres y cuarenta y seis campanadas; me temo que debe ser sir Henry.
—Dios mío —dijo la señora—. Eso es una tragedia.
Una terrible tragedia —los ojos se le inundaron de una desagradable lástima—. ¿Y qué pasará ahora con la señorita Hilary, que ha perdido a su madre y a su padre uno detrás del otro, y que sólo tiene quince años y nadie que la cuide? No estoy de acuerdo en que las chicas jóvenes tengan que cuidarse solas. Acostumbran a ser problemáticas y no es justo que Dios les quite a sus padres tan pronto.
—No debemos cuestionarnos los caminos cié la Providencia —contestó el párroco.
—¿Providencia? No se atreva a hablarme de la Providencia. Ya he tenido bastante de ese cuento de la Providencia. Primero se llevó a mi marido y luego a mis hijos, pero el de allí arriba le enseñará buenos modales si no se anda con cuidado.
El párroco estaba demasiado afligido como para replicar este notable discurso teológico.
—Sólo podemos confiar en Dios, señora Giddings —dijo, accionando la manilla de arranque del coche de un tirón.
El funeral de sir Henry se celebraría el viernes por la tarde. Aquélla era una ocasión de suma importancia para, al menos, cuatro personas en Fenchurch St Paul. El señor Russell, el director de pompas fúnebres, que era primo de Mary Russell, la mujer de William Thoday, estaba decidido a lucirse con el roble pulido y la placa conmemorativa. También debía tomar la delicada decisión de escoger a los seis portadores del ataúd, que tenían que ser de una altura parecida y llevar el mismo paso. Los señores Hezekiah Lavender y Jack Godfrey discutieron sobre el carrillón sordo que tocarían; el señor Godfrey tenía que colocar las fundas de piel en los badajos de las campanas y el señor Lavender debía dirigir el carrillón. Y, por último, el señor Gotobed, el sacristán, se encargaba de la tumba; y quería hacerlo tan bien que renunció a participar en el carrillón para poder dedicarse por completo a organizar las ceremonias fúnebres, aunque su hijo Dick, que le ayudaba con los preparativos, se consideraba suficientemente capacitado para encargarse él solo de todo. En cuanto a cavar el agujero, no había demasiado trabajo, para disgusto del señor Gotobed. Sir Henry había expresado su deseo de ser enterrado en la misma tumba que su mujer, así que las posibilidades de realizar un trabajo meticuloso desaparecieron. Sólo tenían que retirar la tierra, que todavía no se había endurecido después de tres lluviosos meses, limpiarlo un poco y colocar hierba fresca donde iban a poner el ataúd. Sin embargo, como le gustaba hacer las cosas con suficiente antelación el señor Gotobed se encargó de hacerlo el jueves por la tarde.
El párroco acababa de llegar a casa de la ronda de visitas y estaba a punto de sentarse a tomar el té cuando Emily apareció en la puerta.
—Si me permite, señor, Harry Gotobed pregunta si puede hablar con usted un momento.
—Claro. ¿Dónde está?
—En la puerta trasera, señor. No quiere entrar porque lleva las botas sucias.
El señor Venables fue hasta la puerta trasera; el señor Gotobed lo esperaba con una cara muy rara en la escalera, retorciendo la gorra con las manos.
—Bueno, Harry, ¿cuál es el problema?
—Verá, señor, se trata de la tumba de sir Henry. Pensé que sería mejor comentárselo a usted, ya que se trata de un asunto de la iglesia. Cuando Dick y yo hemos cavado el agujero, nos hemos encontrado un cadáver, y Dick me ha dicho...
—¿Un cadáver? Por supuesto que tiene que haber un cadáver. Lady Thorpe está enterrada allí. Tú mismo la enterraste.
—Sí, señor, pero no es el cadáver de lady Thorpe. Es el cadáver de un hombre, y a mí me parece que no tiene derecho a estar allí. Así que le he dicho a Dick...
—¡El cadáver de un hombre! ¿Qué quieres decir? ¿En un ataúd?
—No, señor, no hay ataúd. Sólo está envuelto en unas ropas y parece que lleva allí bastante tiempo. Así que Dick me ha dicho: «Papá, me parece que deberíamos decírselo a la policía. ¿Voy a buscar a Jack Priest?». Pero yo le he dicho: «No, esto es propiedad de la iglesia y primero debemos decírselo al párroco. Por respeto y porque es lo correcto. Tápalo con una tela mientras yo voy a buscar al párroco, y no dejes que nadie entre en el cementerio». Entonces me he puesto el abrigo y he venido aquí, porque no sabemos qué hacer con él.
—Eso es muy extraño, Harry —repuso el párroco, desesperado—. Yo jamás... nunca... ¿quién es ese hombre? ¿Lo conoces?
—Creo, señor, que en las condiciones que está no lo reconocería ni su madre. A lo mejor quiere venir y echarle un vistazo.
—Claro, por supuesto. Será mejor que vaya. ¡Dios mío, Dios mío! Estoy perplejo. ¡Emily! ¿Has visto mi sombrero en algún sitio? Ah, gracias. Vámonos, Harry. Emily, por favor, dígale a la señora Venables que me ha surgido un imprevisto y que no me espere para el té. Sí, Harry, ya estoy listo.
Dick Gotobed había tapado con una lona la tumba medio abierta, pero la quitó cuando llegó el párroco. Este echó un vistazo y apartó la mirada rápidamente. Dick volvió a colocar la lona donde estaba.
—Es un suceso terrible —dijo el señor Venables. Se había quitado el fieltro clerical en señal de respeto por el cuerpo tan horroroso que había debajo de la lona y se quedó de pie, desconcertado, con el pelo gris agitado por el viento—. Tenemos que avisar a la policía y..., y... —aquí se le iluminó un poco la cara—, y al doctor Baines, claro. Sí, tiene que venir el doctor Baines. Y, Harry, he leído que en estos casos es mejor no tocar nada. No es nadie del pueblo, eso está claro, porque si faltara alguien, lo sabríamos. No tengo ni la más remota idea de cómo ha llegado hasta aquí.
—Nosotros tampoco, señor. Al parecer, debe ser un forastero. Disculpe, señor, ¿no deberíamos informar de esto al juez de instrucción?
—¿Al juez de instrucción? Sí, claro. Naturalmente. Supongo que tendrán que abrir una investigación. ¡Menudo asunto más espantoso! Desde que la señora Venables y yo llegamos no se ha hecho ninguna investigación, y de eso ya hace casi veinte años. Esto va a ser muy difícil para la señorita Thorpe, pobre criatura. La tumba de sus padres, una terrible profanación. Aun así, no debemos mantenerlo en secreto, está claro. En cuanto a la investigación, bueno, tenemos que andarnos con mucho ojo. Dick, creo que será mejor que vayas a la oficina de Correos y llames al doctor Baines para que venga y también llama a St Peter para que le envíen un mensaje a Jack Priest. Y tú, Harry, quédate aquí y vigila el... la tumba. Yo iré a la Casa Roja y le daré la mala noticia a la señorita Hilary, antes de que llegue a sus oídos por cualquier otra persona. Sí, será mejor que vaya. O quizá sería mejor que fuera la señora Venables. Tengo que consultarlo con ella. Bueno, Dick, ve a hacer lo que te he dicho y no digas ni una palabra de todo esto hasta que venga la policía.
No cabe duda de que Dick intentó hacerlo lo mejor que pudo pero, dado que el teléfono de la oficina de Correos estaba en el salón de la encargada, no fue sencillo mantener en secreto ningún mensaje. Así, cuando el agente Priest llegó resoplando en bicicleta, ya había un pequeño grupo de hombres y mujeres alrededor del cementerio, incluido Hezekiah Lavender, que había corrido lo más rápido que le permitían sus ancianas piernas desde su casa y que estaba muy indignado con Harry Gotobed por que no le dejaba levantar la lona.
—¡Paso! —exigió el agente, avanzando hábilmente con su vehículo entre un grupo de niños amontonados en la puerta del cementerio y que lo hacían ir de un lado a otro—. ¡Paso! ¿Qué es todo esto? Marchaos a casa con vuestras madres. Y que no os vuelva a ver por aquí. Buenas tardes, señor Venables. ¿Qué ha pasado?
—Hemos descubierto un cadáver en el cementerio —dijo el señor Venables.
—Un cadáver, ¿eh? —dijo el agente—. Bueno, ha ido a parar al lugar correcto, ¿no es cierto? ¿Qué han hecho con él? Oh, lo han dejado donde lo han encontrado. Bien hecho, señor. Y ¿dónde está? Ah, aquí, perfecto. Echémosle un vistazo. ¡Oh! ¡Ah! Es eso, ¿no? Harry, ¿qué has hecho? ¿Has intentado enterrarlo?
El párroco empezó a darle explicaciones, pero el agente lo cortó alzando la mano.
—Un momento, señor. Lo haremos como Dios manda. Espere un momento que saco mi libreta. De acuerdo. Fecha. Llamada recibida a las 5.15 de la tarde. Viaje al cementerio. Llegada a las 5.30 de la tarde. Bien, ¿quién encontró el cadáver?
—Dick y yo.
—¿Nombre? —preguntó el agente.
—Venga, Jack. Me conoces perfectamente.
—Eso no importa. Tengo que seguir el procedimiento normal. ¿Nombre?
—Harry Gotobed.
—¿Ocupación?
—Sacristán.
—Bien, Harry. Adelante.
—Bueno, Jack, estábamos haciendo un agujero al lado de la tumba de lady Thorpe, que murió el día de Año Nuevo, para enterrar a su marido mañana por la tarde. Empezamos a quitar tierra, uno en cada extremo, y no habíamos cavado ni veinte centímetros cuando Dick golpeó algo con la punta de la pala, y me dijo: «Papá, aquí hay algo». Entonces yo le pregunté: «¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Algo en el suelo?», y clavé mi pala en el suelo y noté algo entre duro y blando debajo de la tierra. Entonces dije: «Dick, ¿sabes qué? Aquí hay algo». Y añadí: «Hijo, ten cuidado porque a mí me parece muy extraño». Así que empezamos a cavar con cuidado en un mismo extremo y, al cabo de un rato, vimos algo que salía como si fuera la punta de una bota. Yo dije: «Dick, eso es una bota». Y él contestó: «Tienes razón, papá, es una bota». Y yo comenté: «Creo que hemos empezado por el otro extremo». Y Dick me respondió: «Bueno, papá, ya que hemos llegado hasta aquí, quizá deberíamos ver quién es». Así que empezamos a cavar otra vez, con mucho cuidado, y al rato vimos algo que parecía pelo. Y yo le dije: «Deja la pala y utiliza las manos, no vayamos a darle un golpe». Y él dijo: «Esto no me gusta». Y yo le contesté: «No seas tonto, hijo. Cuando acabes, lávate las manos y listos». Así que empezamos a apartar la tierra y al final le vimos la cara. Yo dije: «Dick, no sé quién es ni cómo ha podido llegar hasta aquí, pero no debería estar aquí». Y Dick me preguntó: «¿Voy a buscar a Jack Priest?». Y yo le dije: «No. El cementerio es de la iglesia y primero deberíamos decírselo al párroco». Y eso hicimos.
—Y yo dije —añadió el párroco—, que sería mejor que te avisáramos a ti y al doctor Baines, que aquí llega.
El doctor Baines, un hombre pequeño de aspecto autoritario, con una alegre cara escocesa, se acercó bruscamente a ellos.
—Buenas tardes, párroco. ¿Qué ha pasado? Cuando me han enviado el mensaje había salido, así que... ¡Válgame Dios!
Le explicaron los hechos en pocas palabras y, después, se arrodilló junto al cadáver.
—Ha sufrido graves mutilaciones, parece como si alguien se hubiera ensañado con su cara. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Eso es lo que nos gustaría que usted nos dijera, doctor.
—Un momento, un momento —interrumpió el policía—. Harry, ¿qué día has dicho que enterraste a lady Thorpe?
—El 4 de enero —respondió el señor Gotobed, después de reflexionar un instante.
—¿Y este cadáver ya estaba aquí entonces?
—No seas estúpido, Jack Priest —exclamó el señor Gotobed—. ¿Cómo se te puede ocurrir que enterraría a alguien si me encontrara un cadáver en su tumba? No es algo que se pueda pasar por alto. Una navaja o una moneda, quizá, pero cuando estamos hablando del cadáver de un hombre adulto es otra cosa.
—Harry, no me has contestado a lo que te he preguntado. Tengo que hacer mi trabajo.
—Ah, de acuerdo. Bueno, en ese caso, no había ningún cadáver en la tumba cuando enterramos a lady Thorpe el 4 de enero excepto, claro está, el de lady Thorpe. Ese sí que estaba, no estoy diciendo lo contrario, y por lo que yo sé sigue ahí. A menos que quien pusiera este cadáver aquí se llevara el otro, con ataúd y todo.
—Bueno —opinó el doctor—, no puede llevar aquí más de tres meses y, por lo que creo, no debe llevar menos de ese tiempo. Pero lo podré determinar mejor cuando lo saquen.
—¿Tres meses, eh? —dijo Hezekiah Lavender, que se había abierto camino hasta llegar a primera fila—. Es el tiempo que hace que aquel tipo tan extraño desapareció, el que estaba en casa de Ezra Wilderspin y que buscaba trabajo de mecánico. Llevaba barba si la memoria no me falla.
—Es cierto —dijo el señor Gotobed—. ¡Qué cabeza tienes, Hezekiah! Debe ser él, seguro. ¡Mira que acordarte de eso! Siempre pensé que ese tipo se metería en problemas. Pero ¿quién podría haber hecho algo así aquí?
—Bueno —intervino el doctor—, si Jack Priest ha terminado con el interrogatorio, podrían sacar el cadáver del agujero. ¿Dónde van a ponerlo? No creo que sea algo agradable para llevarlo de aquí para allá.
—El señor Ashton posee una cabaña espaciosa. Si se lo pedimos, estoy seguro de que sacaría sus herramientas de allí durante el tiempo necesario. Además, tiene una ventana bastante grande y una puerta con cerrojo.
—Será perfecta. Dick, ve a ver al señor Ashton y pídele que te deje una carreta y una tabla. Padre, ¿cree que deberíamos localizar al juez de instrucción? El señor Compline, ya sabe, de Leamholt. ¿Lo llamo cuando vuelva?
—Sí, gracias, gracias. Te lo agradecería. Jack, ¿pueden seguir con esto?
El policía asintió y los demás acabaron de descubrir el cadáver entero. Para entonces, parecía que todo el pueblo había acudido al cementerio y costaba mucho evitar que los niños no se acercaran a la tumba, porque los adultos que en principio debían vigilarlos estaban peleándose por conseguir el mejor sitio. El párroco estaba a punto de dirigirse hacia ellos para reprenderlos severamente cuando Hezekiah Lavender se le acercó.
—Perdone, señor, ¿debería tocar a Sastre Paul por ese hombre?
—¿Tocar a Sastre Paul? Bueno, Hezekiah, realmente no lo sé.
—Tenemos que tocarla por toda alma cristiana que muere en la parroquia —respondió el señor Lavender—. Es nuestra obligación. Y, al parecer, este hombre ha muerto en la parroquia porque, si no, ¿por qué iban a enterrarlo aquí?
—Tienes razón, Hezekiah.
—Aunque, ¿quién nos asegura que se trate de un alma cristiana?
—Eso, Hezekiah, me temo que no puedo decidirlo yo.
—En cuanto a que lo hagamos con un poco de retraso —continuó el anciano—, no es culpa nuestra. Ha sido hoy cuando hemos sabido que había muerto, así que nadie nos puede decir nada por no haber tocado a muertos antes. Aunque sobre lo de cristiano..., ¡bueno! Tengo mis dudas.
—Deberíamos darle el beneficio de la duda, Hezekiah. En cualquier caso, toca la campana.
El anciano parecía tener dudas y, al final, se acercó al doctor y se lo preguntó.
—¿Que cuántos años debía tener? —le preguntó éste mirando a su alrededor un poco sorprendido—. No lo sé. Es difícil concretarlo. Pero me atrevería a decir que entre los cuarenta y los cincuenta. ¿Por qué quiere saberlo? ¿La campana? Ya veo. Bueno, digamos cincuenta.
Así que Sastre Paul repicó por el forastero con los nueve sastres, luego cincuenta campanadas y luego cien más, mientras Alf Donnington en el Red Cow y Tom Tebbutt en la taberna hacían su agosto, y mientras el párroco escribía una carta.