Cuarta Parte. Repique lento
¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía borbotando del seno materno, [...] cuando le fijé sus límites y le puse puertas y cerrojos?
Job 38. 8-10
—No dirá nada —dijo el comisario Blundell.
—Ya lo sé —repuso Wimsey—. ¿Lo ha detenido?
—No, milord. Lo he enviado a casa y le he dicho que lo piense. Está claro que podríamos implicarlo en los dos casos con mucha facilidad. Quiero decir: protegió a un asesino, eso está claro; y ahora protege al asesino de Deacon, si no lo mató él. Aunque creo que nos irá mejor después de interrogar a James. Y sabemos que llegará a Inglaterra a finales de mes. Sus jefes han sido muy discretos. Le han dicho que tenía que volver a casa, sin darle ninguna explicación. Han contratado a otro hombre para que lo sustituya.
—¡Perfecto! Todo esto es un poco macabro. Si alguna vez alguien se mereció una muerte violenta, estoy seguro de que fue Deacon. Si lo hubieran juzgado, la propia ley habría ordenado colgarlo, delante de todo el pueblo aplaudiendo a rabiar. ¿Por qué deberíamos colgar a un hombre decente que se ha anticipado a la ley y ha hecho el trabajo sucio por nosotros?
—Bueno, así es la ley, milord —le respondió el señor Blundell—. Y no me corresponde a mí juzgarla. En cualquier caso, no será tan fácil colgar a Will Thoday, a menos que demostremos que era cómplice en los dos casos. Deacon murió con el estómago lleno. Si Will lo mató el 30 o el 31, ¿por qué fue a Walbeach a sacar el dinero? Si Deacon estaba muerto, ya no lo necesitaba. Por otro lado, si Deacon no murió hasta el día 4, ¿quién lo alimentó durante esos días? Si James lo mató, ¿por qué se molestó en darle de comer antes? Esto no tiene sentido.
—Supongamos que había alguien que le llevaba comida a Deacon —dijo Wimsey—. Supongamos que dijo algo que enfureció a esa persona y lo mató en un arrebato, sin querer.
—Sí, pero ¿cómo lo mató? No lo apuñalaron, ni le dispararon, ni le dieron un golpe en la cabeza.
—Ah, no lo sé —dijo Wimsey—. ¡Maldito sea ese hombre! Es un estorbo, vivo o muerto, y quien sea el que lo mató, nos ha hecho un favor a todos. Ojalá lo hubiera matado yo mismo. Quizá lo hice. O el párroco. O quizá fue Hezekiah Lavender.
—No creo que fuera ninguno de ustedes —opinó el señor Blundell—. Pero pudo haber sido cualquier otro, claro. El Loco, por ejemplo. Siempre está merodeando por la iglesia de noche. Pero tendría que haber llegado hasta la sala de las campanas, y no sé cómo. Esperaremos a James. Tengo la corazonada de que tendrá muchas cosas que decirnos.
—¿Sí? Las ostras tienen barba, pero no la mueven.
—Si hablamos de ostras, hay distintas maneras de abrirlas y, además, no tiene que tragárselas enteras. ¿No vuelve a Fenchurch?
—Ahora no. Creo que allí no podré hacer gran cosa durante un tiempo. Además, mi hermano, el duque de Denver, y yo vamos a Walbeach a inaugurar el nuevo canal Wash. Espero verlo por allí.
La única cosa interesante que sucedió durante la semana siguiente fue la repentina muerte de la señora Wilbraham. Murió por la noche sola, al parecer de muerte natural, con las esmeraldas en la mano. Había dejado un testamento que había escrito hacía quince años, en el que se lo legaba todo a su primo Henry Thorpe «porque es el único hombre honesto que conozco». El hecho de que le hubiera traspasado a su único pariente honesto el sufrimiento de los tormentos y la ansiedad durante el ínterin parecía que era lo que todo el mundo había esperado de sus enigmáticas y secretas disposiciones. Al día siguiente a la muerte de Henry Thorpe, se añadió un codicilo al testamento donde se transfería le legado a Hilary, mientras que, pocos días antes de su muerte, la señora Wilbraham añadió otro en el que dejaba estipulado que las esmeraldas, que tantos problemas habían ocasionado, tenían que ser entregadas a «lord Peter Wimsey, que parece un hombre sensible, y que ha actuado de un modo desinteresado» y, además, lo nombraba fiduciario de Hilary. Wimsey, cuando se enteró, torció el gesto. Le ofreció el collar a Hilary, pero ella no quiso ni tocarlo; le traía muy malos recuerdos. Y les costó bastante que accediera a aceptar la herencia de la señora Wilbraham. Odiaba la idea de ser la heredera y, además, quería ganarse la vida por sus propios medios.
—El tío Edward se va a poner más pesado que nunca —dijo—. Quiere que me case con algún hombre rico, y si yo quiero casarme con un pobre, me dirá que se casa conmigo por el dinero. Además, yo no quiero casarme.
—Entonces, no te cases —dijo Wimsey—. Serás una soltera rica.
—¿Como la tía Wilbraham? ¡No, gracias!
—Claro que no. Serás una soltera rica y bonita.
—¿Existen?
—Bueno, mírame a mí. Quiero decir, soy un soltero rico y guapo. En realidad, bastante guapo. Y ser rico es muy divertido. Al menos a mí me lo parece. No tienes que gastártelo todo en yates y fiestas, ¿sabes? Podrías construir algo, o crear una fundación, o dirigir una empresa o algo así. Si no lo coges tú, se lo llevará alguien peor, el tío Edward, por ejemplo, y seguro que no hará un buen uso de ese dinero.
—Seguro que el tío Edward lo despilfarraría —afirmó Hilary pensativa.
—Bueno, todavía tienes unos cuantos años para pensarlo —dijo Wimsey—. Cuando cumplas la mayoría de edad, podrás decidir si quieres tirarlo al Támesis. Lo que no sé es qué voy a hacer con las esmeraldas.
—Yo no quiero ni verlas. Mataron a mi abuelo y prácticamente mataron a papá, y han matado a Deacon y matarán a alguien más en breve. No las tocaría ni que me pagaran.
—Te diré lo que vamos a hacer. Las guardaré hasta que cumplas veintiún años, y entonces crearemos el Comité de Deshechos de la Herencia Wilbraham y haremos algo emocionante con todo lo que tengamos.
Hilary estuvo de acuerdo, pero Wimsey estaba deprimido. Según él, su intervención no había ayudado a nadie y sólo había creado más problemas. Había sido una mala suerte encontrar el cadáver de Deacon. Molestaba a todos.
El nuevo canal Wash se inauguró a finales de mes con una gran celebración. El tiempo era perfecto, el duque de Denver leyó un discurso precioso y la regata fue un éxito rotundo. Tres personas cayeron al río, tuvieron que echar a cuatro hombres y una mujer por desorden público y por estar borrachos, un coche chocó contra el carro de un comerciante y el hijo de Harry Gotobed ganó el primer premio en la sección de deportes de motos decoradas.
Y el río Wale, que avanzaba plácidamente en medio de todo esto, empezó a correr por el nuevo canal hasta el mar. Wimsey, que estaba apoyado en la pared al principio del canal, observaba cómo el agua salada se mezclaba con la marea de agua dulce, dejando barro e invadiendo la nueva cama. A su izquierda, el viejo canal estaba vacío y sólo se veía una extensión enorme de barro.
—Funciona —dijo una voz detrás de él.
Se giró y vio que era uno de los ingenieros.
—¿Cuántos metros más lo han rebajado?
—Pocos, pero el río hará lo demás. El único problema con este río es el lodo de la desembocadura y esta curva de aquí abajo. Hemos recortado el curso unos tres kilómetros y hemos abierto un canal directo al Wash más allá de los pantanos. Ahora, si sigue su curso natural, creará su propia desembocadura. Esperamos que las aguas rebajen el canal de dos a tres metros, quizá más. La ciudad lo va a notar mucho. Es escandaloso cómo han dejado que esto se deteriorara. Tal como estaba, el agua apenas llegaba a la presa Van Leyden. Después de esto, posiblemente llegue al Great Leam. El secreto de estas tierras es devolver el máximo de agua posible a su curso natural. Los holandeses se equivocaron al dispersarla en canales dejando que inundara toda la zona. Cuanto más plano es un terreno, más profundo tiene que ser el canal. Parece obvio, ¿verdad? Pero hemos tardado siglos en entenderlo.
—Sí —dijo Wimsey—. Y supongo que toda esta agua de más irá a parar al dique de los diez metros, ¿no?
—Exacto. Ahora hemos abierto un camino prácticamente recto entre la presa Oíd Bank y la desembocadura del nuevo canal; treinta y cinco kilómetros. Este canal recogerá gran parte del agua de Leamholt y Lympsey. Hasta ahora el Great Leam tenía que trabajar más de lo que debería; siempre han tenido miedo de dejar que el dique de los diez metros llevara su proporción de agua en invierno porque, verá, cuando llegaba a este punto desbordaba la antigua cama del río e inundaba la ciudad. Sin embargo, ahora el nuevo canal podrá asumir todo ese caudal y eso dará un descanso al Great Leam y evitará las inundaciones de Frogglesham, Mere Wash y Lympsey Fen.
—¡Oh! —dijo Wimsey—. Supongo que el dique de los diez metros soportará la presión, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió el ingeniero sonriendo—. Desde un principio se construyó con ese objetivo. De hecho, una vez ya tuvo que soportarla. En los últimos cien años, el Wale sólo se ha desbordado una vez. El Wash ha experimentado muchos cambios, básicamente por las mareas y el canal Nene, y eso contribuyó a que se creara la obstrucción. Pero, en los viejos tiempos, el dique de los diez metros funcionó a la perfección.
—Supongo que fue en tiempos del Señor Protector —dijo Wimsey—. Además, ahora que han limpiado la desembocadura del Wale, sin duda la obstrucción se desplazará a otro lugar.
—Posiblemente —contestó el ingeniero, con una sonrisa de oreja a oreja—. Este terreno sufre cambios constantes. Pero, me atrevería a decir que con el tiempo lo limpiarán todo, a menos que realmente insistan en drenar el Wash y empiecen las obras.
—Exacto —dijo Wimsey.
—Pero, por el momento —añadió el ingeniero—, esto está muy bien. Esperemos que la presa soporte la presión. Si viera la erosión que provocan estos ríos aparentemente tranquilos, se sorprendería. De todos modos, este muro de contención funcionará, me apostaría lo que fuera. Mire las marcas del nivel del agua. Hemos marcado el antiguo mínimo nivel y el antiguo máximo nivel; si dentro de unos meses el caudal no está por encima del máximo, puede llamarme... holandés. Perdóneme un minuto, quiero comprobar que lo estén haciendo todo bien.
El ingeniero se marchó para supervisar que la presa en el antiguo curso del río funcionara correctamente.
—¿Y qué hay de mis viejas compuertas?
—¡Ah! —exclamó Wimsey al volverse—. Es usted.
—¡Ah! —dijo el vigilante de la presa, escupiendo en el agua—. Soy yo. Mire todo el dinero que se han gastado. Miles de libras. Pero en cuanto a mis compuertas, estoy seguro de que ni se acuerdan.
—¿No ha habido respuesta de Ginebra?
—¿Eh? —dijo el hombre—. ¡Ah! Se refiere a lo que le dije. Fue buena, ¿eh? ¿Por qué no lo remiten a la Liga de las Naciones? ¿Por qué no? Mire todo ese caudal de agua. ¿Dónde va a ir a parar? Tiene que ir a algún sitio, ¿no?
—Claro. Me han dicho que irá por el dique de los diez metros.
—¡Ah! Siempre se meten en todo.
—Menos en sus compuertas.
—No, y ésa es la cuestión. Una vez empiezas a meterte en cosas, tienes que seguir. Una cosa lleva a la otra.
Sólo digo que tienen que esperar el momento oportuno. No pueden empezar a cavar y alterarlo todo. Si cavas una cosa, tienes que cavar otra.
—Según esa teoría —dijo Wimsey—, los pueblos de los pantanos todavía estarían bajo el agua.
—Bueno, en cierto modo, sí —admitió el vigilante—. Eso es cierto. Pero no tienen derecho a venir a inundarnos a nosotros. Si hablan de soltar el agua en la presa Oíd Bank, ¿dónde irá a parar? Sube y tiene que ir a algún sitio, y baja y tiene que ir a algún sitio, ¿no?
—Por lo que he entendido, ahora suele inundar Mere Wash, Frogglesham y los alrededores.
—Bueno, es su agua, ¿no es cierto? —dijo el vigilante—. No tienen ningún derecho a enviarla hacia aquí abajo.
—Cierto —convino Wimsey reconociendo el espíritu que había pervivido en esa zona durante los últimos siglos—. Pero, como usted bien dice, tiene que ir a algún sitio.
—Es su agua —contestó el hombre, obstinado—. Que se la queden. A nosotros no nos hace ningún bien.
—Parece que en Walbeach la quieren.
—Los de Walbeach no saben lo que quieren —repuso, y escupió—. Siempre quieren cosas que no sirven para nada. Y siempre hay algún tonto que viene y se lo da. Todo lo que pido es un equipo de compuertas nuevas, pero parece que nadie me hace caso. Se lo he pedido una y otra vez. Se lo he pedido a ese joven de allí. Le he dicho. «Señor, ¿qué tal unas compuertas nuevas para la presa?». «Eso no consta en nuestro contrato», me ha respondido. «Ya, y supongo que inundar media parroquia tampoco consta en su contrato», le he dicho yo. Pero no lo ha querido entender.
—Bueno, anímese. Tómese un trago.
Sin embargo, estaba lo suficientemente interesado en el tema como para comentarlo con el ingeniero cuando volvió a verlo.
—Oh, no creo que pase nada —dijo el hombre—. De hecho, recomendamos que se repararan las compuertas y se reforzaran, pero se ve que hay muchos problemas legales. Y la realidad es que, una vez que se empieza un trabajo como éste, nunca sabes cómo va a terminar. Es un trabajo que implica muchas piezas distintas. Arreglas un extremo y se te rompe el otro. Aunque no creo que deba preocuparse por la presa. Lo que sí necesita una revisión es la presa Oíd Bank, pero está bajo otra jurisdicción. Además, ya han empezado a levantar un muro de contención y a poner piedras nuevas. Si no lo hacen tendrán problemas, pero no pueden decir que no les avisamos.
«Cava una cosa —pensó Wimsey—, y tendrás que cavar otra. Ojalá nunca hubiéramos cavado para descubrir el cadáver de Deacon. Una vez abiertas las compuertas, el agua tiene que ir a algún sitio».
Cuando James Thoday regresó a Inglaterra siguiendo órdenes de sus jefes, se encontró con que la policía quería interrogarlo como testigo. Era un hombre robusto, bastante más viejo que William, con los ojos azul claro y bastante reservado. Repitió lo que ya había dicho en un principio, sin demasiado énfasis y sin ofrecer detalles. En el tren de Fenchurch a Londres se había empezado a encontrar mal. Lo atribuyó a algún tipo de gripe gástrica. Cuando llegó a Londres no estaba en condiciones de viajar, y había enviado un telegrama a la empresa informando de su situación. Pasó gran parte del día junto al fuego en un hostal cerca de Liverpool Street; dijo que quizá se acordarían de él. No tenían habitaciones libres y, cuando cayó la noche, como se encontraba un poco mejor, se fue y encontró una habitación para pasar la noche. No recordaba la dirección, pero era un lugar limpio y tranquilo. Por la mañana se sintió en condiciones de continuar su viaje, aunque seguía estando muy débil. Había leído en los periódicos sobre el descubrimiento del cadáver en el cementerio, pero no sabía nada más, excepto lo que le habían dicho su hermano y su cuñada, que fue bien poco. Jamás había sospechado quién era el muerto. ¿Si le sorprendió que se tratara de Geoffrey Deacon? Por supuesto. La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Fue un golpe muy duro para su familia.
En realidad, parecía bastante sorprendido. Aunque los músculos de alrededor de la boca se tensaron, lo que persuadió al comisario Blundell de que la sorpresa no la había causado tanto el nombre del muerto como el hecho de que la policía lo supiera.
El señor Blundell, que sabía la consideración con la que la ley protege los intereses de los testigos, le dio las gracias y continuó con la investigación. Localizaron el hostal, donde les confirmaron la historia del marinero enfermo que se pasó el día sentado junto al fuego, pero la mujer del sitio limpio y tranquilo que le había dejado una habitación al señor Thoday no fue tan fácil de localizar.
Mientras tanto, la lenta maquinaria de la policía de Londres se puso en marcha y, de entre cientos de informes, sacaron el nombre del garaje que alquiló una moto a un hombre que respondía a la descripción de James Thoday la noche del 4 de enero. El domingo la había devuelto un mensajero que había reclamado el depósito y se lo había llevado, menos la cantidad del alquiler y el seguro. No era un mensajero profesional: era un chico joven que parecía estar sin trabajo.
Al oír esto, el inspector jefe Parker, que se encargaba de la investigación en Londres, hizo una mueca. Si lograban localizar a ese individuo anónimo, sería mucha casualidad. Estaba seguro de que se había quedado con el dinero y que no querría hablar del tema con nadie.
Parker estaba equivocado. El hombre que alquiló la moto parece ser que cometió el fatal error de escoger a un mensajero honesto. Después de investigar y poner anuncios, un joven se presentó en New Scotland Yard. Dijo que se llamaba Frank Jenkins y explicó que había visto uno de los anuncios. Había estado buscando trabajo en varios sitios y, cuando había vuelto a la ciudad, se había encontrado con que la policía lo estaba buscando.
Recordaba perfectamente el episodio de la moto. En aquel momento le pareció divertido. La mañana del 5 de enero estaba cerca de un garaje en Bloomsbury buscando trabajo cuando vio que se acercaba un tipo montado en una moto. Era bajo y robusto, de ojos azules y, por la manera de hablar, parecía que era propietario de un negocio o algo así, porque hablaba con mucha convicción, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes. Sí, era posible que fuera un oficial de la marina mercantil. Era muy posible. Pensándolo mejor, tenía cierto aire de marinero. Llevaba una chaqueta de piel mojada y sucia y una gorra que le tapaba la cara. Este hombre le dijo: «Hijo, ¿quieres hacerme un trabajo?». Cuando él le respondió que sí, el hombre le preguntó: «¿Sabes conducir una moto?». Frank Jenkins le respondió: «Dígame dónde vamos, señor». En ese punto el hombre le explicó que quería que devolviera la moto a un garaje, que recogiera el depósito y que se lo llevara a la Taverna Rugby, en la esquina de Great James Street con Chapel Street, donde recibiría algo a cambio. Él hizo su parte del negocio, que no le llevó más de una hora, pero cuando llegó a la Taverna Rugby el hombre no estaba allí y, al parecer, nunca había estado. Una mujer le dijo que lo había visto caminando en dirección a Guilford Street. Jenkins esperó allí hasta media mañana, pero el hombre con la chaqueta de cuero no apareció. Entonces, Frank decidió dejarle el dinero en un sobre al propietario de la taberna con una nota que decía que no podía esperarlo más y que, como compensación por el trabajo, se había quedado media corona. Ésa fue la cantidad que le pareció justa por el trabajo que había realizado. El propietario les podría decir si alguien había reclamado el dinero.
Cuando lo interrogaron, el propietario de la taberna recordó la historia. Nadie que encajara con la descripción de James Thoday había reclamado el dinero que, después de una intensa búsqueda, apareció intacto dentro de un sobre sucio. Junto con el dinero estaba el recibo del propietario del garaje a nombre de Joseph Smith, con una dirección falsa.
El siguiente paso era, obviamente, enfrentar a James Thoday y Frank Jenkins. El mensajero identificó a James como el hombre que le había ofrecido el trabajo; James Thoday insistía, educadamente, en que debía tratarse de un error. «¿Y ahora qué?», pensó Parker.
Le trasladó la pregunta a Wimsey, que dijo:
—Creo que ha llegado la hora de jugar sucio, Charles. Intenta poner a William y a James solos en una habitación con un micrófono o algo para espiarlos. Puede que no sea ético, pero verás cómo funciona.
En esas circunstancias, los hermanos se reencontraron por primera vez desde que James se marchó el 4 de enero. La escena se produjo en una sala de espera de Scotland Yard.
—Bien, William.
—Bien, James.
Se produjo un silencio. Entonces James preguntó:
—¿Qué saben?
—Por lo que creo, casi todo.
Otra pausa. Luego James volvió a hablar con un tono más serio.
—Muy bien. Será mejor que dejes que me inculpen a mí. No estoy casado, y tú tienes que pensar en Mary y en las niñas. Pero, por Dios, ¿no podías haberte deshecho de él sin matarlo?
—¿Qué? —dijo William—. Eso mismo pensaba preguntarte a ti.
—¿Quieres decir que no lo mataste tú?
—Claro que no. Habría sido una estupidez. Le había ofrecido doscientas libras para que desapareciera. Si no hubiera estado enfermo, me hubiera deshecho de él, y pensé que eso fue exactamente lo que habías hecho tú. ¡Dios mío! Cuando lo sacaron de aquella tumba, como si fuera el día del Juicio Final, pensé que ojalá también me hubieras matado a mí.
—Pero yo jamás le puse la mano encima, Will, hasta después de muerto. Me lo encontré allí, en el suelo, con esa mirada diabólica en la cara, y nunca te culpé por lo que habías hecho. Juro que nunca te culpé, Will, por ser tan tonto como para matarlo. Así que le destrocé la cara para que nadie lo reconociera. Pero, al parecer, lo han descubierto. Fue mala suerte que abrieran la tumba tan pronto. Quizá habría sido mejor que lo hubiera tirado al dique, pero era un camino muy largo y pensé que la tumba sería un lugar lo bastante seguro.
—Pero, James, entonces... si tú no fuiste, ¿quién lo mató?
En ese momento el comisario Blundell, el inspector jefe Parker y lord Peter Wimsey entraron en la sala.