Primera serie. Repican las campanas

El rollo de cuerda que se necesita sujetar en la mano antes y durante el repique de las campanas siempre desconcierta un poco a los principiantes; se les puede caer en la cara o alrededor del cuello (¡y entonces podrían ahorcarse!).

On Change-Ringing

Troyte

—¡No hay nada que hacer! —exclamó lord Peter Wimsey.

El coche estaba allí, estropeado y ridículo, con el morro hundido en la cuneta y las ruedas traseras hacia arriba en el terraplén, como si hiciera todo lo posible por anclarse en el suelo cavándose una madriguera debajo de los ventisqueros de nieve. Estudiando el terreno a través de las ráfagas de nieve, Wimsey dedujo cómo se había producido el accidente. El puente, que era muy estrecho y estaba lleno de baches, y desde donde había muy poca visibilidad, cruzaba el riachuelo que recogía el agua de los desagües por la derecha y descendía hasta la estrecha carretera que pasaba por encima del dique. Al cruzar el puente demasiado deprisa, y con la poca visibilidad que había por la tormenta de nieve que venía del este, se había salido de la carretera y había ido a parar a la cuneta, donde las oscuras espinas de un seto iluminado por los faros del coche le dieron la bienvenida.

A la derecha y a la izquierda, por delante y por detrás, lo único que se veía era un terreno pantanoso. Eran las cuatro pasadas del día de Nochevieja y la nieve que había estado cayendo toda la jornada había teñido el cielo de un color gris brillante, como si fuera de plomo.

—Lo siento —dijo Wimsey—. Bunter, ¿dónde crees que estamos?

El sirviente consultó un mapa iluminándolo con una linterna.

—Señor, creo que hemos salido de la carretera principal en Leamholt. Así que, a menos que esté muy equivocado, debemos estar cerca de Fenchurch St Paul.

Mientras hablaba, oyeron el sonido, camuflado por la nieve, de las campanas de una iglesia que indicaban la hora; tocó el cuarto.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Wimsey—. Si hay una iglesia, habrá civilización. Tendremos que caminar un poco. Deja las maletas aquí, ya enviaremos a alguien a por ellas. ¡Brrr! ¡Qué frío! Apuesto a que cuando Kingsley recibió a los salvajes del nordeste estaba sentado junto a la chimenea y comiendo bollos. Yo me conformaría con un solo bollo. La próxima vez que acepte la hospitalidad por la tierra de los pantanos, intentaré que sea verano, o vendré en tren. El sonido de las campanas venía de ahí delante, creo. La iglesia debería estar en esa dirección.

Se arrebujaron en los abrigos y apartaron la cara de la nieve y el viento. A su izquierda, el riachuelo bajaba muy recto, como si lo hubieran dibujado con una regla, oscuro y silencioso, con una empinada orilla a cada lado que se hundía bajo esas aguas lentas e implacables. A la derecha tenían unos setos entre los cuales se alzaba algún que otro álamo y sauce. Caminaron en silencio, con la nieve golpeándoles la cara. Al final de un solitario kilómetro, vislumbraron el delgado perfil de un molino de viento al otro lado de la orilla, pero no había ningún puente que cruzara el riachuelo ni tampoco se veía luz.

Después de medio kilómetro más llegaron a una señalización y una carretera secundaria que doblaba a la derecha. Bunter encendió la linterna, enfocó el poste y leyó: Fenchurch St Paul.

No había ninguna otra indicación; delante de sí, la carretera y el dique avanzaban paralelos hacia una eternidad invernal.

—Vamos a Fenchurch St Paul —dijo Wimsey.

Empezó a caminar hacia la carretera secundaria y, mientras lo hacía, volvieron a oír las campanas, esta vez más cerca, que marcaban el tercer cuarto.

Anduvieron unos cientos de metros más en soledad y al final dieron con el primer signo de vida en medio de aquel desierto helado: a su izquierda vieron el tejado de una granja, un poco alejada de la carretera, y a la derecha, un pequeño edificio cuadrado que era como una caja de ladrillos con una enseña, que chirriaba al viento, donde se leía: taberna. Delante de la puerta había un viejo coche y, detrás de las persianas rojas, se veía luz en la planta baja y el primer piso.

Wimsey fue hasta la puerta y la abrió. No estaba cerrada con llave.

—¿Hay alguien? —preguntó.

De una habitación contigua apareció una mujer de mediana edad.

—Todavía no hemos abierto —dijo secamente.

—Le ruego que me perdone. Hemos tenido un accidente con el coche. ¿Podría indicarnos...?

—Oh, lo siento, señor. Creía que era un cliente. ¿Un accidente? Es terrible. Entren. Siento el desorden...

—¿Qué ocurre, señora Tebbutt? —dijo una voz agradable y educada y, cuando Wimsey siguió a la mujer hasta un pequeño salón, vio que se trataba de un hombre de edad avanzada.

—Estos señores han tenido un accidente con el coche.

—¡Dios mío! —exclamó el párroco—. ¡Con este día! ¿Puedo ayudarlos en algo?

Wimsey le explicó que el coche estaba en la cuneta y que necesitarían cuerdas y algún vehículo que lo arrastrara para dejarlo otra vez en la carretera.

—¡Dios mío! —repitió el párroco—. Debe de haber sido al salir de Frog's Bridge, supongo. Es un lugar muy peligroso, sobre todo cuando oscurece. Veremos qué podemos hacer. Permítanme que los lleve hasta el pueblo.

—Es usted muy amable, señor.

—No es nada. Les prepararé un poco de té. Estoy seguro de que querrán algo para entrar en calor. Confío en que no tendrán prisa por llegar a su destino. Nos encantaría que se quedaran con nosotros esta noche.

Wimsey se lo agradeció pero dijo que no quería abusar de su hospitalidad.

—Será un gran placer —repuso cortésmente el párroco—. Como no solemos tener mucha compañía por aquí, le aseguro que a mi mujer y a mí nos hará un gran favor.

—En tal caso... —respondió Wimsey.

—Excelente, excelente.

—Le estoy muy agradecido. Aunque pudiéramos recuperar el coche hoy, me temo que el eje se ha torcido, y nos hará falta que un mecánico lo arregle. ¿No podríamos alojarnos en algún hostal? Estoy realmente avergonzado...

—Señor, le ruego que no le dé más vueltas. Estoy seguro de que la señora Tebbutt estaría encantada de alojarlos aquí y se encontrarían realmente muy cómodos, pero su marido está en la cama con esta terrible gripe, mucho me temo que se ha extendido por el pueblo una especie de epidemia, y no creo que sea conveniente que se queden aquí, ¿no es cierto, señora Tebbutt?

—Bueno, señor, no sé si nos las arreglaríamos muy bien, y el Red Cow sólo tiene una habitación...

—No, no —se apresuró a intervenir el párroco—. Al Red Cow no. La señora Donnington ya tiene huéspedes. Además, no aceptaré una negativa. Debe venir conmigo a la vicaría. Tenemos espacio más que suficiente; en realidad, tenemos demasiado espacio. Por cierto, me llamo Venables, debería haberme presentado antes. Soy, como debe haber deducido, el párroco.

—Es usted muy amable, señor Venables. Si no les ocasionamos ninguna molestia, aceptamos gustosos su invitación. Me llamo Wimsey, tome mi tarjeta, y él es mi sirviente, Bunter.

El párroco buscó a tientas las gafas y, después de desenredar el cordón, se las colocó bastante torcidas en la larga nariz para observar la tarjeta de Wimsey.

—Lord Peter Wimsey, eso es. ¡Dios mío! Su nombre me suena. Está relacionado con... ¡Ah! ¡Ya sé! Notes of the Collection Incunabula, por supuesto. Un pequeño libro muy erudito, si me permite decirlo. Sí. Dios mío. Será un privilegio intercambiar impresiones con otro coleccionista literario. Me temo que mi biblioteca es limitada, pero tengo una edición del Gospel de Nicodemus que puede interesarle. ¡Dios mío! Sí. Estoy encantado de haberle conocido de este modo. ¡Válgame Dios! Están tocando las cinco. Debemos marcharnos, o recibiré una reprimenda de mi mujer. Buenas tardes, señora Tebbutt. Espero que su marido se encuentre mejor mañana; de verdad creo que ya tiene mejor aspecto.

—Muchas gracias, señor. Tom siempre está encantado de verlo. Estoy segura de que usted le hace mucho bien.

—Dígale que se anime. Las quejas siempre deprimen. Sin embargo, ahora ya ha pasado lo peor. Le enviaré una botella de vino de Oporto tan pronto como se recupere y pueda bebérselo. Tuke Holdsworth de 1908 —añadió el párroco, en un inciso, dirigiéndose a Wimsey—. No le haría daño ni a una mosca. Sí. ¡Dios mío! Bueno, tenemos que irnos. Me temo que mi coche no es nada del otro mundo, pero es más amplio de lo que parece. En los bautizos nos las hemos arreglado para caber unos cuantos, ¿eh, señora Tebbutt? ¿Querrá sentarse a mi lado, lord Peter? Su sirviente y su... ¡Dios mío! ¿Y su equipaje? ¡Ah! ¿Lo ha dejado en Frog's Bridge? Le diré al jardinero que vaya a buscarlo. No se preocupe, allí está seguro; por aquí somos todos gente honesta, ¿no es así, señora Tebbutt? Claro que sí. Colóquese esta manta en las piernas. Sí, insisto. No, no, gracias. Puedo ponerlo en marcha yo solo. Ya estoy acostumbrado a hacerlo. Ya está, ¿lo ve? Si estiro unas cuantas veces la palanca, se pone en marcha con la misma energía que una campana. ¿Todo en orden ahí atrás, amigo? Bien. Excelente. Buenas tardes, señora Tebbutt.

El coche, vibrando sobre la carrocería, se alejó por la carretera recta y estrecha. Dejaron atrás una casa y entonces, de un modo bastante repentino, a su derecha, a través de la cortina de nieve, vieron una mole gris gigantesca.

—¡Por todos los santos! —exclamó Wimsey—. ¿Es ésta su iglesia?

—Sí —dijo el párroco, orgulloso—. ¿Le parece impresionante?

—¡Impresionante! —exclamó Wimsey—. Pero si parece una pequeña catedral, no tenía ni idea. ¿Es muy grande su parroquia?

—Cuando se lo diga, no se lo va a creer —respondió el párroco, riéndose—. Nada menos que trescientos cuarenta feligreses. Asombroso, ¿verdad? Pero ocurre lo mismo en todos los pantanos. Esta zona es conocida por el tamaño y la magnificencia de las iglesias. Aun así, nos gusta pensar que somos únicos, incluso en esta parte del mundo. Se construyó sobre una antigua abadía y, en otra época, Fenchurch St Paul fue un lugar bastante importante. ¿Cuánto diría que mide la torre?

Wimsey alzó la vista.

—Por la noche es difícil calcularlo, pero diría que no menos de cuarenta metros.

—No está mal. Treinta y nueve metros, para ser exactos, hasta el extremo de los pináculos, aunque parecen más porque el tejado de la cúpula está muy bajo. No hay muchas iglesias que nos ganen. La de St Peter Mancroft, por supuesto, pero es una iglesia de ciudad. Y la de St Michael, en Coventry, que mide cuarenta metros sin la aguja. Sin embargo, me atrevería a apostar que Fenchurch St Paul las gana a todas en la belleza de las proporciones. La verá mejor desde el otro lado. Vamos. Siempre toco el claxon cuando llego aquí; la pared y los árboles hacen que sea un paso peligroso. A veces pienso que deberíamos levantar el muro del cementerio un poco más hacia dentro, para el bien de todos. ¡Ah! Ahora ya puede hacerse una idea. ¿No es preciosa la línea de la cúpula? A la luz del día lo apreciará mucho mejor. Aquí está la vicaría, justo enfrente de la iglesia. Siempre toco el claxon antes de cruzar la verja por si hubiera alguien por los alrededores. Los arbustos no dejan ver demasiado bien el camino. ¡Por fin en casa, sanos y salvos! Estoy seguro de que querrá sentarse junto al fuego y beberse una taza de té, o algo más fuerte. Siempre toco el claxon en la puerta de casa, para que mi mujer sepa que he llegado. Se pone muy nerviosa cuando anochece y todavía no he vuelto. Los diques y los pantanos hacen que las carreteras de por aquí sean muy peligrosas, y yo ya no soy el que era. Me temo que llego un poco tarde. ¡Ah! Mi mujer. Agnes, querida, siento llegar tarde, pero he traído a un huésped. Ha tenido un accidente con el coche y se quedará con nosotros esta noche. ¡La manta! ¡Permítame! Me temo que este asiento es una especie de res augusta. Tenga cuidado con la cabeza. Perfecto. Querida, te presento a lord Peter Wimsey.

La señora Venables, una plácida y rellenita figura en la puerta, recibió la invasión con gran tranquilidad.

—¡Qué suerte que mi marido le haya encontrado! ¿Un accidente? Espero que no se haya hecho daño. Yo siempre digo que estas carreteras son como trampas mortales.

—Gracias —dijo Wimsey—. Estamos bien. Nos salimos de la carretera, en Frog's Bridge, creo.

—Un lugar muy complicado, y aún gracias que no fue a parar al sumidero de los diez metros de profundidad. Pase y siéntese, así entrará en calor. ¿Es su sirviente? Sí, claro, ¡Emily! Acompaña al criado de este señor a la cocina y prepárale una cama.

—Y dile a Hinkins que coja el coche y vaya a Frog's Bridge a buscar el equipaje del señor —añadió el párroco—. El coche de lord Peter está allí. Será mejor que vaya enseguida, antes que empeore el tiempo. Y, Emily, dile que hable con Wilderspin y que se pongan de acuerdo para sacar el coche de la cuneta.

—Ya lo haremos mañana por la mañana —dijo Wimsey.

—Sólo para asegurarnos. Será lo primero que hagamos mañana por la mañana. Wilderspin es el herrero, un tipo excelente. El sabrá cómo solucionar el problema. ¡Dios mío! Entre, entre. Nos tomaremos un té. Agnes, querida, ¿le has dicho a Emily que lord Peter se quedará esta noche con nosotros?

—Sí, ya está todo preparado —contestó la señora Venables tranquilizándolo—. Theodore, espero que no hayas cogido frío.

—No, no, querida. Me he abrigado bien. ¡Dios mío! Pero ¿qué veo? ¿Bollos?

—Estaba deseando comerme un bollo —dijo Wimsey.

—Pues siéntese y coma a gusto. Debe estar usted hambriento. Normalmente no tenemos este mal tiempo. ¿Preferiría un whisky con agua?

—Tomaré un té. ¡Tiene un aspecto fantástico! Señora Venables, es realmente amable de su parte apiadarse así de nosotros.

—Para mí es un placer poder ayudar —contestó la mujer con una amplia sonrisa—. De verdad, no creo que haya nada más peligroso que estas carreteras en invierno. Fue una suerte que tuviera el accidente relativamente cerca del pueblo.

—Sí que lo fue —opinó Wimsey entrando en un acogedor salón con las mesas llenas de objetos decorativos, con el fuego bailando detrás de un casto dosel tapizado de terciopelo y el juego de té de plata preparado encima de la brillante bandeja—. Me siento como Ulises, llego a puerto después de la tormenta y el peligro.

Luego le dio un buen mordisco al bollo.

—Tom Tebbutt parece que hoy está mucho mejor —dijo el párroco—. Es muy mala suerte que tenga que guardar cama precisamente ahora, pero debemos agradecer que no haya sido nada peor. Sólo espero que no enferme nadie más. Creo que el joven Pratt lo hará muy bien; esta mañana ha realizado dos series enteras sin ningún error, y es realmente aplicado. Por cierto, quizá deberíamos avisar a nuestro huésped de que...

—Creo que sí —repuso la señora Venables—. Lord Peter, mi marido le ha pedido que se quede esta noche, pero quizá debería haberle mencionado que posiblemente no pueda dormir demasiado, al estar tan cerca de la iglesia. Aunque tal vez a usted no le moleste el ruido de las campanas.

—En absoluto.

—Mi marido es un campanero brillante —continuó la señora Venables—, y como es Nochevieja...

El párroco, que casi nunca dejaba que nadie acabara las frases, interrumpió a su mujer:

—Esta noche esperamos realizar una proeza. Bueno, mejor dicho, mañana por la mañana. Pretendemos entrar en el año nuevo con... Quizá no le he comentado que poseemos uno de los mejores conjuntos de campanas del país.

—¿De verdad? —preguntó Wimsey—. Sí, creo que he oído hablar de las campanas de Fenchurch.

—Puede que las haya más potentes —dijo el párroco—, pero no creo que ninguna pudiera hacernos sombra en amplitud y dulzura de tono. La número siete, en concreto, es una campana antigua de una calidad extraordinaria y, por lo tanto, es la tenor. John y Jericho también son excelentes; en realidad, todo el conjunto es de lo más «afinado y sólido», como dice el antiguo refrán.

—¿Es un conjunto de ocho completo?

—Sí. Me gustaría mostrarle un pequeño libro que escribió mi predecesor y que explica toda la historia de las campanas. A la tenor, Sastre Paul, la fundieron en un campo junto al cementerio en 1614. Todavía está el agujero en el suelo donde pusieron el molde y, hasta hoy, se lo conoce como el Campo de la Campana.

—¿Y tiene buenos campaneros? —preguntó cortésmente Wimsey.

—Muy buenos. Todos son unos tipos excelentes y muy entusiastas. Lo que me recuerda que iba a decirle que esta noche queremos estrenar el año nuevo con nada menos —explicó el párroco, enfatizando el volumen de la voz—, nada menos que quince mil ochocientos cuarenta Kent Treble Bob Major. ¿Qué le parece? No está mal, ¿verdad?

—Válgame Dios —dijo Wimsey—. Quince mil...

—... ochocientos cuarenta —añadió el párroco.

Wimsey hizo un cálculo mental rápido.

—Eso son muchas horas.

—Nueve horas —precisó el párroco, entusiasmado.

—Bien hecho, sí señor. Así igualará la gran actuación del College Youths en mil ochocientos y algo.

—Mil ochocientos ochenta y seis. Precisamente, ésa es la actuación que queremos lograr. Y, además, como puedo proporcionar poca ayuda, tendremos que hacer lo mismo que ellos y tocar todo el carrillón con tan sólo ocho campaneros. Esperábamos ser doce pero, desgraciadamente, cuatro de nuestros mejores hombres han caído enfermos por esta terrible gripe que nos está afectando, y los de Fenchurch St Stephen, que también tienen un conjunto de campanas, aunque no como el nuestro, no pueden ayudarnos porque no tienen campaneros de Treble Bob y sólo tocan Grandsire Triples.

Wimsey agitó la cabeza y empezó a comerse el cuarto bollo.

—Las Grandsire Triples son excelentes —dijo serio—, pero el sonido es completamente distinto.

—Yo opino lo mismo —alardeó el párroco—. El sonido jamás puede ser el mismo cuando la tenor se toca por detrás, ni con las Stedman, aunque aquí estamos muy orgullosos de nuestras Stedman y me atrevería a decir que las tocamos muy bien. Sin embargo, por interés, variedad y dulzura del carrillón, siempre preferiré las Kent Treble Bob.

—Estoy de acuerdo.

—No hay nada mejor —dijo el señor Venables poniéndose de pie y agitando el bollo en el aire de modo que toda la mantequilla se le escurrió por el puño de la camisa—. Tomemos, por ejemplo, una Grandsire Major. Siempre pienso que el hecho de que el sonido de los bobs y los singles suene tan monótono es un defecto, especialmente en los singles, y el hecho que la treble y la segunda queden limitadas a una serie plana...

El resto de observaciones del párroco sobre el método de tocar de las Grandsire quedó, desafortunadamente, en el aire, porque en aquel momento Emily apareció en la puerta con unas palabras que no presagiaban nada bueno.

—Permiso, señor, James Thoday está aquí y quiere saber si podría hablar con usted.

—¿James Thoday? —dijo el párroco—. Claro. Por supuesto. Hazlo pasar al estudio y dile que me reuniré con él dentro de un instante.

No tardó demasiado en regresar al salón y cuando entró por la puerta traía cara de pocos amigos. Se dejó caer en la butaca con un gesto de decepción.

—¡Esto es un desastre sin igual! —exclamó con un tono muy dramático.

—¡Por Dios, Theodore! ¿Qué ha ocurrido?

—¡William Thoday! ¡De todas las noches del año! Pobre chico, no debería pensar de un modo egoísta, pero es que estoy tan decepcionado, terriblemente decepcionado.

—¿Por qué? ¿Qué le ha pasado a Thoday?

—Está enfermo. En la cama por esta espantosa gripe. Está bastante mal. Delira. Han llamado al doctor Baines.

—Pobre chico —comentó la señora Venables.

—Al parecer —continuó el párroco—, esta mañana se empezó a encontrar mal pero insistió, el muy insensato, en conducir hasta Walbeach para cerrar unos negocios. ¡Inconsciente! Ya me pareció que no tenía demasiado buen aspecto ayer por la noche cuando vino a verme. Afortunadamente, George Ashton se lo encontró en la ciudad y, al ver cómo estaba, insistió en llevarlo de vuelta a casa. Pobre Thoday, habrá cogido un buen resfriado en este invierno tan frío que hemos tenido. Cuando lo llevaron a casa ya estaba muy mal y lo tuvieron que meter en la cama de inmediato, y ahora tiene mucha fiebre y está muy preocupado porque no podrá venir a la iglesia esta noche. Le he dicho a su hermano que intente tranquilizarlo, pero supongo que no será nada fácil. Estaba tan entusiasmado, y no puede dejar de pensar que se ha quedado fuera del carrillón de Nochevieja.

—Señor, señor —dijo la señora Venables—. Espero que el doctor Baines le dé algo para calmarlo un poco.

—Yo también lo espero, de todo corazón. Es una desgracia, claro, pero me angustia que se lo haya tomado tan a pecho. Bueno. Ahora ya no tiene remedio. Ya no tenemos ninguna esperanza. Tendremos que tocar las campanas menores.

—Entonces, padre, ¿este chico era uno de sus campaneros?

—Desgraciadamente, sí, y no hay nadie que pueda sustituirlo. Tendremos que abandonar nuestro plan. Incluso si yo mismo tocara una campana, no podría hacerlo durante nueve horas. Ya tengo una edad y, además, debo decir misa a las ocho de la mañana, aparte del servicio especial de Nochevieja, que no terminará antes de medianoche. ¡Bueno! El hombre propone y Dios dispone. A menos que... —De repente, el párroco se giró y miró a su invitado—. Hace un momento estaba hablando con mucha propiedad de la Treble Bob. ¿No será usted, por casualidad, un campanero?

—Bueno, hubo una época que tocaba. Sin embargo, ya hace mucho tiempo.

—¿Una Treble Bob? —le preguntó, esperanzado, el párroco.

—Sí, una Treble Bob, pero ahora no sé yo si...

—Lo recordará —se apresuró a asegurar el párroco—. Seguro. Media hora con los asideros y...

—¡Dios mío! —exclamó la señora Venables.

—¿No es maravilloso? —dijo el párroco—. ¿No es algo providencial, que justo en este momento, el cielo nos envíe un huésped que es un campanero y que, además, ha tocado una Treble Bob? —Llamó a la sirvienta—. Hinkins tiene que ir a buscar a todos los campaneros para practicar todos juntos con los asideros. Querida, me temo que tendremos que monopolizar el salón, si no te importa. Emily, dile a Hinkins que he encontrado a un caballero que puede tocar el carrillón con nosotros y que vaya inmediatamente a...

—Un momento, Emily. Theodore, ¿no crees que es pedirle demasiado a lord Peter Wimsey que, después de un accidente de coche y de un día agotador, se quede a tocar las campanas desde medianoche hasta las nueve de la mañana? Un carrillón corto, quizá, si no le importara, pero esto ¿no crees que es abusar un poco?

El párroco se quedó inmóvil y Wimsey se apresuró a aceptar su propuesta.

—Ni mucho menos, señora Venables. Nada me complacería más que tocar las campanas todo el día y toda la noche. No estoy cansado. No necesito descansar. Prefiero tocar las campanas. Lo único que me preocupa es si seré capaz de realizar todo el carrillón sin equivocarme.

—Claro que podrá, estoy seguro —dijo el párroco, entusiasmado—. Sin embargo, como dice mi esposa, me temo que le estoy pidiendo mucho. Nueve horas son demasiadas. Tendremos que conformarnos con quinientos cambios o algo así...

—Ni hablar —le cortó Wimsey—. Nueve horas o nada. Insisto. Y, posiblemente, cuando me haya escuchado será nada.

—¡Bah! ¡Tonterías! Emily, dile a Hinkins que reúna aquí a todos los campaneros a las..., digamos, ¿a las seis y media? Todos tienen tiempo de llegar, excepto quizá Pratt, que vive al final de Tupper's End, pero yo puedo tocar la ocho hasta que llegue él. ¡Esto es estupendo! Se lo aseguro, no puedo creerme la asombrosa coincidencia de su llegada. Es una muestra del maravilloso modo en que el cielo nos facilita incluso la ejecución de nuestros placeres, siempre que sean inocentes. Espero, lord Peter, que no le importe si hago una pequeña referencia a este hecho en mi sermón de esta noche. No sé si podrá considerarse un sermón; apenas unos deseos apropiados para el año nuevo y las oportunidades que nos brindará. ¿Puedo preguntarle dónde suele tocar?

—Ahora, en realidad, en ningún sitio; pero cuando era un niño tocaba en Duke's Denver, y cuando vuelvo a casa por Navidad todavía toco.

—¿En Duke's Denver? Sí, claro, en la iglesia St John ad-Portam-Latinam, muy bonita; la conozco bastante bien. Aunque creo que estará de acuerdo conmigo en que nuestras campanas son mejores. Bueno, si me disculpa, voy a preparar el salón para la reunión.

El párroco salió del salón y su mujer se dirigió al invitado:

—Es muy amable de su parte satisfacer la afición de mi marido. Este carrillón significa mucho para él, y ha tenido que superar muchas contrariedades. Aunque me parece horrible darle cobijo y después hacerlo trabajar tan duro toda la noche.

Wimsey le volvió a asegurar que el placer era suyo.

—Insisto en que descanse al menos unas horas —fue todo lo que pudo añadir la señora Venables—. ¿Quiere subir y ver su habitación? Seguro que querrá darse un baño. Cenaremos a las siete y media, si conseguimos que mi marido lo deje libre a esa hora y, después, puede echarse un rato. Le he instalado aquí. ¡Ah!, ya veo que su sirviente lo tiene todo preparado.

—Bien, Bunter —dijo Wimsey cuando la mujer se marchó y lo dejó a solas para que se aseara bajo la insuficiente luz de una pequeña lámpara y una vela—. Parece una cama cómoda pero, por lo visto, no voy a poder disfrutarla demasiado.

—Eso he deducido de las palabras de la señora, milord.

—Es una pena que no puedas sustituirme con las campanas, Bunter.

—Señor, le aseguro que por primera vez en mi vida me arrepiento de no haber estudiado campanología.

—Siempre es un placer descubrir que todavía hay cosas que no sabes hacer. ¿Lo has probado alguna vez?

—Sólo una, milord, y en aquella ocasión casi tuvimos que lamentar un accidente. Debido a mi inexistente destreza manual, casi acabo colgado de una de las cuerdas, milord.

—Ya está bien de hablar de desgracias —atajó Wimsey de mala manera—. Ahora no estoy investigando nada y no quiero hablar de trabajo.

—Por supuesto que no, milord. ¿Deseará que le afeite?

—Sí, empecemos el año nuevo con la cara limpia.

—Muy bien, milord.

Cuando bajó, limpio y afeitado, al salón, Wimsey descubrió que la mesa estaba a un lado y que había ocho sillas colocadas en círculo. Había siete ocupadas por hombres de varias edades: desde un señor muy mayor y arrugado con una larga barba hasta un joven con el pelo despeinado por un remolino. En el centro, el párroco parloteaba como un afable mago.

—¡Ah! Ya está usted aquí. ¡Espléndido! ¡Excelente! Bueno, señores, les presento a lord Peter Wimsey, enviado providencialmente para sacarnos de la dificultad. Me ha dicho que hace algún tiempo que no toca, de modo que supongo que no les importará invertir un poco de tiempo para facilitarle que vuelva a acostumbrarse a los asideros. Ahora le presentaré a todos. Lord Peter, le presento a Hezekiah Lavender, que lleva sesenta años tocando la tenor y que pretende seguir tocándola durante veinte años más. ¿No es cierto, Hezekiah?

El señor mayor sonrió y le tendió una mano huesuda.

—Es un placer conocerlo, milord. Es cierto, he tocado la vieja Sastre Paul una infinidad de veces. Nos compenetramos muy bien y pretendo seguir tocándola hasta que toque los nueve sastres, el repique de muertos, sí señor.

—Espero que viva muchos años para hacerlo realidad, señor Lavender.

—Ezra Wilderspin —continuó el párroco—. Es el mayor y toca la campana más pequeña. Curioso, ¿verdad? Por cierto, es el herrero, y ha prometido que tendrá su coche listo mañana por la mañana.

El herrero sonrió tímidamente, estrechó los dedos de Wimsey con su enorme mano y volvió a sentarse en su silla algo confundido.

—Jack Godfrey. Campana número siete. ¿Cómo está Batty Thomas, Jack?

—Bien, gracias, señor, desde que le cambiamos los gorrones.

—Jack tiene el honor de tocar la campana más anticua —añadió el párroco—. Thomas Belleyetere de Lynn creó a Batty Thomas en 1338, pero el nombre le viene del abad Thomas, que la restauró en 1380, ¿no es así, Jack?

—Así es, señor —asintió el señor Godfrey.

—El señor Donnington, el patrón del Red Cow, nuestro coadjutor —continuó el párroco, presentando a un hombre bizco, alto y delgado—. Debería haberle presentado en primer lugar, por el cargo que ocupa, pero su campana no es tan antigua como Sastre Paul o Batty Thomas. Se encarga de la número seis, Dimity, una recién llegada en cuanto a forma, aunque el metal es antiguo.

—Y una de las más dulces del conjunto —aseguró rotundamente el señor Donnington—. Es un placer conocerlo, milord.

—Joe Hinkins, mi jardinero. Creo que ya lo conoce. Se encarga de la número cinco. Harry Gotobed, de la número cuatro. Es nuestro sacristán. Y él es Walter Pratt, nuestra última adquisición, se encargará de la número tres y lo hará de fábula. ¡Qué bien que hayas podido llegar a la hora, Walter! Ya estamos todos. Usted, lord Peter, se encargará de la campana del pobre William Thoday, la número dos, Sabaoth. A ésta y a la número cinco las restauraron el mismo año que a Dimity, el año del jubileo de la reina. Pongámonos a trabajar. Aquí tiene su asidero, siéntese al lado de Walter Pratt. Nuestro viejo amigo Hezekiah será el director; ya verá cómo puede cantar las notas tan alto y claro como las campanas, a pesar de sus setenta y cinco años. ¿No es cierto, viejo amigo?

—Claro que sí —repuso el viejo, alegremente—. Ahora, chicos, si estáis preparados, tocaremos un pequeño 96, sólo para que este caballero coja el ritmo, ¿de acuerdo? Recuerde, milord, que empieza con un simple toque con la treble y luego se incorpora al ritmo lento hasta que la campana vuelva a bajar.

—De acuerdo. Y después hago los tercios y los cuartos.

—Exacto, milord. Y luego, tres pasos hacia delante y uno hacia atrás hasta que la toque por detrás.

—Empecemos, compañeros.

El viejo asintió y añadió:

—Y tú, Wally Pratt, concéntrate en lo que estás haciendo y no pierdas el ritmo. Te lo he repetido una y otra vez. De acuerdo, ¿listos, señores? ¡Adelante!

El arte de la campanología es algo característico de Inglaterra y, como todas las características inglesas, es incomprensible para el resto del mundo. Los belgas, por ejemplo, que son muy musicales, consideran que lo más adecuado para un conjunto de campanas cuidadosamente afinadas es tocar una melodía. Para los campanólogos ingleses tocar melodías es un juego de niños, perfecto para los extranjeros; ellos creen que el uso adecuado de las campanas es realizar permutaciones y combinaciones matemáticas. Cuando hablan de campanas, no se refieren a la música de los músicos, y todavía menos ¡i lo que el hombre corriente conoce como música. Para el hombre corriente, en realidad, el repique de las campanas no es más que un ruido molesto, únicamente tolerable cuando la distancia lo mitiga o cuando existe alguna relación sentimental. En cambio, el campanero inglés distingue diferencias musicales entre un método de realizar las permutaciones y otro; por ejemplo, asegura que las campanas traseras siempre suenan mejor cuando tocan 7,5,605,6, 705,7,6, y puede localizar, cuando acontecen, los quintos de Tittums consecutivos y los tercios en cascada del repique de la reina. Sin embargo, lo que realmente quiere decir es que, con el método inglés de tocar con cuerda y polea, cada campana ofrece la nota más completa y noble. Esta pasión, porque lo es, encuentra satisfacción en la totalidad y la perfección mecánica de las matemáticas y, cuando la campana se balancea rítmicamente de arriba hacia atrás y otra vez abajo, él se llena de la embriaguez solemne que produce realizar a la perfección el complicado ritual. Para cualquier espectador desinteresado que echara un vistazo al ensayo, hubiera resultado bastante absurdo observar las ocho caras de concentración, los ocho cuerpos en tensión colocados en círculo alrededor del salón, los ocho brazos derechos levantados, agitando decorosamente los asideros de las campanas arriba y abajo; sin embargo, para los campaneros, todo aquello era igual de serio e importante que una reunión de la Cámara de los Lores.

Después que Hezekiah Lavender tocó tres bobs sucesivas, las campanas volvieron a su sitio sin ningún contratiempo.

—Excelente —dijo el párroco—. No ha cometido ningún fallo.

—Bueno, hasta ahora —dijo Wimsey.

—El caballero lo hará bien —asintió el señor Lavender—. Bueno, chicos, otra vez. ¿Qué tocamos ahora, señor?

—Un setecientos cuatro —respondió el párroco consultando el reloj—. Tocadlas en el medio con un doble, delante, detrás y al centro otra vez, y repetimos.

—De acuerdo, señor. Y tú, Wally Pratt, presta más atención a la treble y no apartes la vista de tu campana, y no te despistes o harás que nos perdamos todos.

El pobre Pratt se secó la frente, se agarró fuerte con las botas alrededor de las patas de la silla y se aferró a su campana. Por nervios o por otra razón, empezó a tener problemas en la séptima entrada, se perdió, hizo que los compañeros que tenía al lado también se perdieran y empezó a sudar.

—¡Basta! —gritó el señor Lavender muy enfadado. Si eso es lo mejor que sabes hacer, Wally Pratt, será mejor que abandonemos la idea de tocar este carrillón. ¿Estás seguro de que, a estas alturas, sabes qué hacer con una bob?

—Bueno, cálmate —intervino el párroco—. No te desanimes, Wally. Vuélvelo a intentar. Te has olvidado i le hacer la pausa doble en el setenta y ocho, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¡Se ha olvidado! —exclamó el señor Lavender, moviendo la barba—. Fíjate en el caballero. A él no se le olvidan las cosas, sólo las lógicas porque ha perdido la práctica.

—Ya está bien, Hezekiah —ordenó el párroco—. No debes ser tan exigente con Wally. No todos tenemos una experiencia de sesenta años.

El señor Lavender gruñó y volvió a empezar desde el principio. Esta vez, Pratt se concentró y la melodía sonó perfectamente hasta el final.

—Bien hecho, les felicito a todos —dijo el párroco—. Nuestra última adquisición nos dejará en buen lunar, ¿no crees, Hezekiah?

—Casi me pierdo en la segunda entrada —comentó Wimsey riendo—. Casi me olvido de dejar los cuatro espacios en la bob. Pero, bueno, no ha pasado nada.

—Lo hará muy bien, señor —dijo el señor Lavender—. En cuanto a ti, Wally Pratt...

—Creo, señores —se apresuró a interrumpir el párroco—, que será mejor que vayamos a la iglesia y dejemos que lord Peter se familiarice con su campana. Espero que vengan todos a tocar las campanas durante la misa. Y, Jack, asegúrate de poner a la medida correcta la cuerda de lord Peter. Jack Godfrey se encarga del mantenimiento de las cuerdas y las campanas —añadió a modo de explicación—. Además, nos las pone en orden.

El señor Godfrey sonrió.

—Tendremos que acortarla un poco —observó midiendo a Wimsey a ojo—. No es tan alto como Will Thoday.

—No se preocupe —le contestó el lord—. Como dice el viejo refrán: en el bote pequeño está la buena mermelada.

—Por supuesto —dijo el párroco—. Jack no quería decir nada malo. Sólo que Will Thoday es un hombre muy alto. ¿Dónde he dejado el sombrero? Agnes, querida. ¡Agnes! No encuentro el sombrero. Ah, aquí está. Y la bufanda, te lo agradezco, querida. Lord Peter, déjeme coger la llave del campanario y... ¡Dios mío! ¿Dónde la puse por última vez?

—No se preocupe, señor —intervino el señor Godfrey—. Yo llevo todas las llaves.

—¿La de la iglesia también?

—Sí, señor, y la de la sala de las campanas.

—Oh, perfecto, excelente. A lord Peter le encantará subir a ver la sala de las campanas. Para mí, lord Peter, ver un conjunto de buenas campanas... ¿Qué dices, querida?

—Que no te olvides de la hora de la cena y que no entretengas demasiado a lord Peter.

—No, no querida. No te preocupes. Pero a él le gustará ver las campanas. Y la propia iglesia merece una visita. Lord Peter, tenemos una pila bautismal del siglo XII y el techo está considerado como uno de los mejores... Sí, sí, querida, ya nos vamos.

Detrás de la puerta los esperaba un panorama gélido. Seguía nevando con intensidad; incluso las huellas que habían dejado los campaneros hacía menos de una hora ya casi habían desaparecido. Avanzaron por el camino y cruzaron la carretera. Ante sus ojos, la iglesia se levantaba oscura y gigantesca. El señor Godfrey, que encabezaba la fila, guió a los demás con una antigua linterna por el cobertizo del cementerio y un camino delimitado por lápidas hasta la puerta sur, y la abrió tras un largo crujido del cerrojo. Los invadió un poderoso olor eclesiástico que era una mezcla de madera vieja, barniz, algo podrido, cojines para arrodillarse, libros de cánticos, lámparas de parafina, flores y velas, todo cociéndose a fuego lento en la calidez de las estufas de combustión lenta. La débil luz de la linterna enfocaba una amapola en un banco aquí, la base de una columna de piedra allá o el reflejo de las placas metálicas de las lápidas en las paredes. Los pasos resonaban de un modo extraño en la gran altura de la nave.

—Todo es de estilo transitorio —susurró el párroco—. Excepto la antigua ventana perpendicular del fondo del pasillo norte. Desde aquí no se ve. No queda nada de la construcción normanda original, sólo un par de tumbas debajo del cancel, aunque si presta atención, puede ver los restos del ábside normando debajo del santuario inglés. Lo verá mejor a la luz del día. Oh, sí, Jack, sí, perdón. Jack Godfrey tiene razón, lord Peter, no debemos entretenernos. Me dejo llevar por el entusiasmo con mucha facilidad.

Llevó a su invitado hacia la izquierda por debajo del arco de la torre y, desde ahí, siguiendo la estela de la linterna de Godfrey, subieron la empinada escalera de caracol del campanario, cuyos escalones estaban gastados después de tantos años de subir y bajar de la sala de las campanas. Después de la primera vuelta, la procesión se detuvo: se oyó el tintineo de unas llaves y la luz de la linterna se desvió a la derecha a través de una estrecha puerta. Wimsey, que seguía al grupo, llegó a la sala de las campanas.

No era nada extraordinario, a excepción de tener el techo un poco más elevado de lo habitual a consecuencia de la excepcional altura de la torre. Durante el día entraba mucha luz porque tenía una ventana de tres hojas en cada uno de los tres lados exteriores, mientras que en la parte baja del muro, orientado hacia el oeste, había un par de aberturas sin cristales, protegidas con una barra de hierro, que daban al interior de la iglesia, un poco por encima del nivel de las ventanas de la nave. Cuando Jack Godfrey dejó la linterna en el suelo y encendió una lámpara de parafina que estaba colgada en la pared, Wimsey vio las ocho cuerdas, anudadas con unos lienzos de lana a la pared mientras los extremos superiores se perdían misteriosamente por el techo de la sala. En ese momento la luz inundó la estancia y las paredes lomaron forma y color. Eran de yeso, con un lema de letras góticas que daba la vuelta siguiendo la hilera de ventanas: «No tienen discurso ni lenguaje, pero sus voces se escuchan por encima de ellos, su sonido llega a todas partes». Encima había varias placas de madera, metal e incluso de piedra que conmemoraban los carrillones más extraordinarios del pasado.

—Esperemos que, después de esta noche, tengamos que añadir otra placa —le susurró el párroco a Wimsey.

—Sólo espero no hacer nada que lo evite —respondió el lord—. Vaya, veo que sus campaneros se rigen por las viejas normas: «Mantén el ritmo y no te pierdas. O, por el contrario, tendrás que pagar la multa: por cada fallo, una jarra de cerveza. Si tardas demasiado en tocar una campana, tendrás que pagar seis peniques allá donde vayas». Bastante barato teniendo en cuenta el mal que se ocasiona. Por otro lado, seis peniques por cada error puede resultar bastante caro, ¿no le parece, padre? Y bien, ¿cuál es mi campana?

—Ésta, milord —dijo Jack Godfrey, que había desalado la cuerda—. Cuando la haya levantado, fijaremos bien los asideros, a menos que quiera que la levante yo.

—Por nada del mundo. Que un campanero no pueda levantar su campana dice muy poco de él.

Agarró la cuerda y la hizo bajar suavemente tensándola con la mano izquierda. Dulce, temblorosa y en lo alto de la torre, Sabaoth empezó a hablar, y después lo hicieron sus hermanas, a medida que los campaneros se iban levantando y tensando las cuerdas.

—Tin-tin-tin —dijo Gaude, una treble de plata.

—Tan-tan —respondió Sabaoth.

—Din-din-din, dan-dan-dan —dijeron John y Jericho alzándose.

—Bim-bam-bim-bam —continuaron Jubilee y Dimity.

Bom —dijo Batty Thomas.

Y Sastre Paul, levantando majestuosamente su boca de bronce, gritó: «bo-bo-bo» cuando la cuerda giró por la polea.

Wimsey levantó la campana y la tocó por detrás mientras se acababan de fijar los asideros, tras lo cual, a petición del párroco, tocaron unas series para que «se familiarizara con ella».

—Podéis levantar las campanas, chicos —dijo gentilmente el señor Hezekiah Lavender cuando finalizaron el ensayo—, pero no vayamos a sentar precedente, ¿eh, Wally Pratt? Escuchadme todos: no os equivoquéis. A las once menos cuarto en punto subís aquí y tocamos para llamar a misa como siempre y, cuando el párroco haya terminado el sermón, volvéis a subir en silencio y os colocáis en vuestro sitio. Entonces, mientras los feligreses cantan el himno, yo toco los nueve sastres y el medio minuto de dobles por el fallecimiento del año que se acaba, ¿de acuerdo? Entonces cogéis las cuerdas y esperáis a que suene el reloj. Cuando hayan sonado las doce campanadas, yo diré: «¡Ahora!», y empezaremos. Además, el párroco ha prometido que cuando acabe el servicio subirá a echarnos una mano por si alguien necesita un descanso. Muy amable por su parte. Y doy por sentado, Alf Donnington, que no te olvidarás de lo básico.

—Por supuesto que no —repuso el señor Donnington—. Bueno, hasta luego, chicos.

La linterna iluminó el camino para salir de la sala de las campanas y todos la siguieron arrastrando los pies.

—Y ahora... —dijo el párroco—. Y ahora, lord Peter, ¿le gustaría ver...? ¡Dios mío! —exclamó cuando llegaron a tientas a la escalera de caracol—. ¿Dónde se habrá metido Jack Godfrey? ¡Jack! Habrá bajado con los demás. Bueno, pobre, sin duda querrá llegar pronto a casa para cenar. No debemos ser egoístas. Desgraciadamente, tiene las llaves de la sala donde guardamos las campanas, y sin esa llave no podremos ver nada. De tollos modos, la verá mucho mejor mañana. Sí, Jack, sí, ya vamos. Tenga cuidado con los escalones, están muy desgastados. Ya hemos llegado, sanos y salvos. ¡Excelente! Antes de irnos, lord Peter, me encantaría enseñarle...

El reloj de la torre tocó los tres cuartos.

—¡Por todos los santos! —exclamó el párroco volviendo a la realidad—. ¡Hace un cuarto de hora que deberíamos estar en casa para la cena! Mi mujer... Tendremos que esperar hasta esta noche. Si viene a la misa, se hará una idea general de la majestuosidad y belleza de nuestra iglesia, aunque hay muchos más detalles que un visitante pasa por alto a menos que se los enseñen. La pila bautismal, por ejemplo... ¡Jack! ¡Trae aquí la linterna un momento! Esta pila tiene una característica muy atípica y me gustaría enseñársela. ¡Jack!

Sin embargo, Jack, inexplicablemente sordo, hacía tintinear las llaves de la iglesia en el porche, y el párroco, suspirando, se dio por vencido.

—Me temo que debe ser cierto —dijo mientras avanzaban por el camino—. Aquí dentro suelo perder la noción del tiempo.

—Quizá —respondió muy educadamente Wimsey— el estar continuamente dentro o alrededor de la iglesia hace que la eternidad esté más cerca.

—Tiene razón. Mucha razón, aunque hay suficientes recuerdos para marcar el paso del tiempo. Recuérdeme que mañana le enseñe la tumba de Nathaniel Perkins: uno de nuestros personajes más ilustres y un gran deportista. Incluso una vez le hizo de liebre al gran Tom Sayers, y fue una figura destacada en todas las carreras que se celebraban en kilómetros a la redonda, y cuando murió... Bueno, ya estamos en casa. Más tarde le seguiré explicando cosas de Nathaniel Perkins. ¡Querida, hemos vuelto, por fin! Tampoco hemos llegado tan tarde. Entre, entre. Debe cenar bien, lord Peter, para poder soportar el esfuerzo que le espera. ¿Qué tenemos aquí? ¿Estofado de rabo de buey? ¡Excelente! Muy nutritivo. Lord Peter, le aconsejo que se lo coma. Ya verá lo que nos espera...