11. Las casas, las personas, las mesas y las sillas

El anciano señor Yu dejó la mansión a mi esposa, a sus dos hermanos y a sus ocho hermanas, que también heredaron el templo de los antepasados y la parcela familiar en el cementerio. Era sólo una pequeña parte de las posesiones que la familia tenía cuando ella era niña, me contó Aimee. Entonces poseían también las casas y los terrenos de labranza en el campo, las otras casas en la ciudad y, sobre todo, el oro: lingotes, copas, cadenas y brazaletes de todos los tamaños. Casi todo el oro, sin embargo, correspondía a lingotes de una libra en forma de barquito que, a veces, también se llamaban «zapatos», ya que recordaban a los zapatitos de seda que llevaban las chinas de pies vendados. Cuando Aimee era niña, los barquitos estaban guardados en la mansión de Pekín (no se podía confiar ni en los bancos ni en el papel moneda), en vasijas escondidas bajo las baldosas de la casa y las losas de piedra de los patios, o en escondrijos secretos dentro de los muros. Aún estarían allí, se lamentó Aimee, de no haber sido por el desaforado patriotismo de su padre.

Cuando hacia 1934 el gobierno pidió a todos los ciudadanos del país que convirtieran sus reservas de oro personales en moneda para que China pudiera resistir a los invasores japoneses, el señor Yu cargó en su carruaje todo el oro que encontró (tenía un automóvil, pero se negaba a desplazarse en él) y lo llevó al banco central, donde un atónito presidente lo cambió por billetes de cien yuanes que aún olían a tinta. De todos modos, parte de las antiguas costumbres siguieron prevaleciendo, porque el viejo señor Yu volvió a su casa con todos los billetes para guardarlos allí. Esta medida, sin embargo, no sirvió de nada, porque dos años más tarde la inflación y el avance japonés pusieron los billetes fuera de circulación y el señor Yu terminó siendo un patriota más sabio, pero también más pobre.

Desde entonces los hijos de la familia Yu habían ido encontrando los restos de la insensatez de su padre en el fondo de los cajones y en viejos baúles. Yo también encontré algunos en nuestras habitaciones. Un día tropecé con un montón de billetes descoloridos, y en otra ocasión descubrí otro fajo amarillento guardado en el envoltorio original. En el caso de que estos billetes aún hubieran estado en circulación, con el valor del yuan en 1949 habría hecho falta una carretada de billetes para pagar una comida en un restaurante de Pekín. Todo lo que quedaba del oro de la familia era un par de brazaletes y algunos «zapatos» que el señor Yu habría pasado por alto o que algún miembro de la familia habría guardado.

En su lecho de muerte el señor Yu sintió la necesidad de asegurar a sus hijos que no quedaban en la miseria. La mansión seguiría cobijándolos a ellos y a sus hijos y a los hijos de sus hijos, les dijo, y si vendían las antigüedades una a una, según les hiciera falta, ellos y las generaciones venideras podrían seguir viviendo en la vieja mansión sin estrecheces ni apuros. «Aunque he cometido errores —les había dicho— muero con la certeza de que os dejo bien amparados.» Se refería a la ingente colección de porcelanas, bronces valiosos y pinturas antiguas que su familia, tan sensible a la belleza como a una buena inversión, había atesorado con los años.

Los hijos del señor Yu agradecieron la consideración de su padre con lágrimas en los ojos y no le hicieron notar que la casa que alojaba su lecho de muerte sería probablemente confiscada para cubrir los nuevos impuestos del gobierno comunista. Tampoco le comentaron que los antiguos muebles Ming, por poner un ejemplo, se vendían al peso en los mercados callejeros como leña, que los bronces, las porcelanas y las pinturas —por exquisitos u ordinarios que fueran— estaban asociados en la nueva China con una clase candidata al exterminio, y que a nadie en su sano juicio se le pasaría por la cabeza comprar esos objetos, los mismos objetos que servían de pista a los exterminadores.

Aunque la mansión era de una belleza incomparable, estaba vieja y en mal estado. Las paredes, hechas de ladrillo, eran la parte más necesitada de arreglos. En varios lugares de la casa los pilares habían cedido y el peso de los tejados descansaba sin más sobre los muros. Aparecieron grietas, y la pared trasera del saloncito de Tía Qin había empezado a abombarse de forma ominosa.

—Esta pared no va a aguantar toda la vida —le decía Tía Qin a Hermano Mayor una tarde de primavera de 1950 cuando Aimee y yo entramos en su saloncito. Ella y Tía Hu nos habían invitado a jugar una partida de bridge, y nos sentamos allí a esperar a que Tía Qin diera su conversación por terminada —. Sé que la pared se va a caer porque mis gatos ni se le acercan —continuó, encendiéndose uno de sus cigarrillos—. Los gatos son inteligentes, no hacen nada sin motivo.

—No me cabe la menor duda —respondió Hermano Mayor.

Luego Tía Qin me pidió que ayudara a Hermano Mayor a separar el escritorio de la pared trasera, y eso hicimos, ante la perplejidad de Hermano Mayor. Entonces quedó al descubierto un pequeño hueco en la pared. Estaba vacío.

—Ese agujero es la causa de que este muro sea menos resistente que los demás —dijo Tía Qin—. Aquí había un armario con doble fondo, pero era demasiado grande para la habitación y lo pusieron en otro sitio. De todos modos, el agujero nunca fue un buen escondite para el oro.

Hermano Mayor concedió que quizá ese muro sí que fuera menos resistente que el resto; qué le iba a hacer él si la familia no tenía bastante dinero para pagar las reparaciones y los impuestos a la vez. El nuevo gobierno comunista había empezado a cobrar un nuevo impuesto mensual que gravaba las casas según sus dimensiones en una escala ascendente; es decir, cuanto mayor era la casa, más desorbitadamente alto resultaba el impuesto. Y como la mansión Yu era inmensa, la suma resultaba desproporcionada, al menos para la empobrecida familia Yu.

—No sirve de gran cosa pagar impuestos por una casa que se cae a pedazos —sollozó Tía Qin—.Ya ni me acuerdo de las veces que te he dicho que tengo dinero para ayudaros a arreglar esta casa. Tengo diez libras de oro aquí mismo, y me encantaría dártelas. Con esto se puede reparar el muro perfectamente, y parte del resto de la casa también.

—No queremos tu oro —insistió Hermano Mayor—. Eres la cuñada de mi padre y has vivido en esta casa durante todos estos años, desde la muerte de tu esposo, como invitada de la familia. Aceptar tu dinero en este momento sería incorrecto por nuestra parte. Estamos honradísimos de que te hayas dignado a hacer de ésta tu casa.

—No me lo repitas más —replicó Tía Qin, enfadada, mientras procedía a barajar un mazo de cartas—. Recuerda que te lo advertí y no me eches la culpa cuando la pared se venga abajo.

—Gracias —dijo Hermano Mayor, y salió de la habitación con una reverencia—. Muchas gracias.

Hermano Mayor me daba lástima. En tanto que cabeza de familia, cargaba con una responsabilidad muy grande, y por si la contribución de la casa fuera poco, ahora le tocaba bregar con el nuevo impuesto sobre el suelo. Construida hacía más de cuatrocientos años, la mansión comprendía siete patios enlosados unidos por una inmensa red de pasillos cubiertos y cerrados con balaustradas que, por el oeste, daban al inmenso jardín amurallado.

Aunque algo descuidado, el jardín estaba en perfectas condiciones, y ninguna otra parte de la casa superaba su belleza. Cuando esa primavera se hizo evidente que la casa se tendría que vender para evitar que la confiscaran cuando llegara el momento —inevitable— en que la familia ya no pudiera pagar los impuestos, la idea de perder el jardín resultó más dolorosa que cualquier otra.

Un día, entrada la tarde, me encontraba sentado en el jardín, en el derruido «pabellón de las virtudes armoniosas», del que no quedaba más que el cuadrado de piedra de los cimientos y la balaustrada que lo rodeaba. El resto —algunas tejas rotas, las columnas, las vigas y las tallas de madera— estaba pulcramente apilado junto a la tapia. Estaba mirando la inscripción de una losa de piedra que se levantaba no demasiado lejos cuando, a mi espalda, Hermano Mayor, que había llegado sin hacer ruido, me preguntó: «¿La puedes leer?»

Los doce caracteres de la inscripción no eran difíciles; los leí en voz alta:

—«Piedra no habla pero sabe todo. Hombre no avanza pero hace todo.»

—Muy bien —dijo con una sonrisa llena de orgullo—. Cuarta Hermana encontró un marido muy inteligente.

—¿De dónde procedía esta piedra? —le pregunté.

—Del sur del país, y traerla en barcaza por el Gran Canal

llevó seis meses —contestó Hermano Mayor—. La mayoría de las piedras de este jardín vienen de lugares a miles de kilómetros de distancia. En los viejos tiempos, cuando las personas cultivadas todavía las apreciaban, algunas de estas piedras habrían costado tanto como la mansión misma.

En el jardín había piedras de todas clases, formas y tamaños. Las más fantásticas parecían de lava azul grisácea y verde, y estaban llenas de huecos que el viento y el agua habían labrado formando remolinos y arabescos. Rodeaban el estanque del jardín, ahora vacío, dispuestas en montones que, de lejos, tenían un aspecto salvaje e imponente, como montañas acabadas de formar. Otras piedras, más altas que yo, se mantenían en equilibrio sobre su fino talle y parecían las esculturas de doncellas puestas de puntillas. Las menos llamativas eran unos troncos de piedra gris y estriada que brotaban enhiestas del suelo. Estas piedras, las más raras, me contó Hermano Mayor, eran muy resistentes; había más piedra bajo el suelo que sobre la superficie.

—Se las llama piedras vivientes, porque se cree que crecen una pulgada cada cien años —me explicó.

—¿Las piedras se mueven? —pregunté.

Hermano Mayor soltó una carcajada:

—Sí, y los árboles andan —dijo—. ¿No te has fijado en el bosquecillo de viejos cedros que hay en el extremo oeste del jardín? —Sí que me había fijado en los cedros. Retorcidos y encorvados por la edad, cerca de diez árboles se apiñaban en corrillo—. Son lo más antiguo de la mansión, estaban aquí antes de que se construyera la casa o se trazara el jardín. No quedan documentos, pero mi padre me contó que estaban en el patio de un templo que se alzaba aquí mismo y fue destruido por el fuego durante el reinado del tercer emperador Ming. Cuentan que estos árboles, más viejos y más sabios que los hombres santos y los ermitaños, caminan a la luz de la luna algunas noches. Nunca los he visto andar, pero Tía Qin te dirá que lo hacen. Cuando yo era un niño, creía en esa historia y no me atrevía a acercarme a ellos, pero he terminado por apreciar a estos árboles viejos y sabios más que a ninguna otra cosa del jardín.

Le pregunté a Hermano Mayor qué creía que pasaría con las piedras y los árboles cuando se vendiera la casa, y de pronto su semblante se afligió. «No les pasará nada —dijo muy serio —. Sólo venderemos esta casa a quien prometa mantener el jardín tal y como está ahora.»

Una tarde, pasados unos días, Aimee y yo nos unimos a algunas de las hijas Yu en la galería que daba al jardín, atraídos por la música. Las hermanas habían sacado un viejo gramófono de manivela y habían puesto un disco del Mesías de Haendel. A la vez, mantenían una animada conversación.

—¿No nos podemos llevar las peonías, al menos? —preguntó Novena Hermana.

—¿Cómo nos vamos a llevar las peonías sin llevarnos también los crisantemos, las glicinias y los ciruelos? —replicó otra hermana—. ¿Cómo se puede llevar uno algo sin llevárselo todo?

—Y también quiero llevarme los estanques —continuó Novena Hermana —. Me acuerdo de cuando era una niña pequeña y los estanques estaban llenos de agua, y en el fondo nadaban enormes peces de colores. Parecían tan tranquilos y distantes. ¿Qué les pasó a todos esos peces?

—Se los debió de comer alguien —contestó una hermana.

—Los estanques no sirven de nada —añadió otra mientras cambiaba el disco y le daba cuerda a la manivela; en el jardín resonó el inicio del «Aleluya» —. Ahora tener agua en un jardín privado es ilegal. Los rusos les tienen miedo a los mosquitos.

Poco después de que los comunistas tomaran Pekín, llegaron asesores rusos para ayudarles en la construcción de la China comunista, y como los rusos se habían quejado de que los mosquitos constituían una amenaza para la salud, las autoridades chinas —a pesar de que en Pekín nunca había habido malaria—, drenaron los antiguos lagos de la ciudad; centenares de plantas de loto murieron, y las orillas rocosas quedaron ocultas bajo una capa de cemento liso y sinuoso. Al final, lograron que todos los lagos tuvieran el aspecto apacible y aburrido de un embarcadero moderno. A la vez, el gobierno lanzó una campaña puerta a puerta para que en todos los jardines se cegasen o cubriesen los estanques, pozos y riachuelos.

—¿No tenéis mosquitos en América? —me preguntó Novena Hermana, y le contesté que sí teníamos mosquitos.

—Entonces, ¿por qué en Rusia no hay? —preguntó. Los rusos habían dado a entender que, en su país, los mosquitos habían sido exterminados casi por completo.

—Pues claro que hay mosquitos en Rusia —la voz de una de las hermanas tronó sobre los «aleluyas» —. Lo único que quieren es que creamos que son mejores que nosotros.

El disco se acabó.

—Ellos no son mejores que yo, y a mí me gustan los mosquitos —refunfuñó Novena Hermana. Sus hermanas, que estaban ocupadas recogiendo el gramófono y los discos, no le prestaban atención. Y concluyó asegurando con energía mientras salía de la galería hacia el jardín—: Y además, ¡a mí me gustan los peces de colores!

Aquel verano de 1950 me acostumbré a ver a un sinfín de grupos entrando y saliendo de las habitaciones que Aimee y yo ocupábamos. Los hombres y las mujeres de estos grupos iban siempre vestidos, sin excepción, con las chaquetas y los pantalones de algodón azul que se habían hecho tan populares en la nueva China. Solían venir en representación de algún departamento del gobierno o de alguna organización de trabajadores, y buscaban de todo, desde espacio para ampliar sus oficinas hasta un lugar para alojar una guardería. Cuando llegaban las visitas, intentaba pasar lo más desapercibido posible para evitar las interminables explicaciones que sin duda acarrearía la presencia de un extranjero en la casa. Me sentaba en una pequeña alcoba que quedaba más allá del saloncito, detrás de un biombo de madera labrada con el fondo de seda donde, tras una parra, asomaban murciélagos y ardillas. Casi nunca me descubrieron.

En Pekín, la estación de las lluvias llega a principios de verano y es muy corta. Cuando la estación estaba a punto de terminar, un grupo de posibles compradores visitó la casa. Era una tarde gris y, aunque al mediodía habían cesado las lluvias, los aleros aún goteaban. Yo ocupé mi lugar acostumbrado en la alcoba, con un libro sobre el regazo, y al rato oí voces y luego el ruido de gente que se movía al otro lado de la celosía.

—Esto es el «estudio del este» —le oí decir a Aimee—. Aquí está nuestra biblioteca.

Un hombre habló:

—Su casa es muy grande, pero no necesitamos tantas habitaciones.

Alguien preguntó si había salidas de agua. Aimee respondió afirmativamente.

—Entonces podríamos convertir esta habitación en una lavandería —dijo el hombre—. Podríamos colocar los lavaderos en esas paredes y cortar esos árboles de fuera para que haya más luz.

La idea no me gustó, y me alegré cuando oí que Aimee decía que los árboles eran antiguos y valiosos, y que sería una lástima cortarlos. En el otro extremo de la casa, les contó, había otra edificación con patio que resultaría un lavadero mucho mejor.

—Permítame que se lo muestre —dijo. Se oyó un ajetreo de gente moviéndose y las voces se fueron apagando.

Esperé un poco. Luego dejé el libro y miré hacia fuera. El saloncito estaba vacío. Lo atravesé y salí a la terraza; entonces, de la parte trasera de la casa llegó un ruido estrepitoso. El estruendo se prolongó unos tres o cuatro segundos, y luego, tras un breve silencio, se oyó el rumor de voces agitadas.

Tras unos instantes de vacilación —los compradores todavía estaban en la casa—, corrí a ver qué había pasado. Ya estaba a medio camino, en la galería de piedra que conducía al patio trasero, cuando el hijo de Tercera Hermana vino corriendo hacia mí.

—¿Qué ha pasado?-pregunté.

—¡La casa se está cayendo! —chilló, y siguió corriendo sin parar.

Al poco me encontré con Aimee, que venía de la misma dirección, aunque a menor velocidad.

—¿Qué ha pasado? —pregunté otra vez.

—El muro trasero del saloncito de Tía Qin se acaba de derrumbar —dijo.

Imaginé a Tía Qin sepultada bajo toneladas de ladrillos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, está bien —respondió Aimee—. Sigue jugando al solitario. íbamos acompañando a los compradores por el patio que queda detrás de las habitaciones de Tía Qin cuando oímos un ruido muy fuerte, y la pared entera se desplomó ante nuestros ojos. Tía Qin estaba sentada en la mesa, jugando al solitario como si tal cosa.

—¿Y qué hicieron los compradores? —pregunté.

—Quinta Hermana está en la puerta, despidiéndose de ellos. Dijeron que nunca pensaron que la casa estuviera en tan mal estado. Esto es francamente humillante.

Aimee se dio la vuelta y nos dirigimos al patio de Tía Qin. Casi toda la familia había llegado antes que nosotros y daba vueltas, entrando y saliendo de sus habitaciones. Al principio no distinguí a Tía Qin, pero cuando la vi descubrí que Aimee estaba en lo cierto. Allí estaba, sentada a la mesa de juego, dando órdenes a todo el mundo.

—Mi vieja radio está por allí debajo —decía, señalando la pared derrumbada—, pero no importa; de todos modos, nunca la escuchaba.

—¿No tenías un escritorio al lado de la pared? —le preguntó una de las hermanas.

—Sí —contestó Tía Qin—, y en uno de los cajones hay algo que querría conservar.

Al fondo de la habitación, bajo los escombros, sobresalían las patas de una silla, pero la radio y el escritorio no se veían por ningún lado. Salí y miré hacia el patio trasero, donde los escombros formaban un montón aún más grande. Segunda Hermana y sus cuatro hijos pequeños estaban allí, enredando entre los ladrillos. Éste era el segundo lugar de la casa que se desplomaba desde que vivía en ella. Si las cosas seguían así, el futuro no se adivinaba nada halagüeño.

—¿Crees que existe el peligro de que otras paredes se caigan? —le pregunté al mayor de los niños. Dijo que no se lo parecía. Una de las razones por las que el muro se había desplomado, añadió, era que al tejado le faltaban algunas tejas y el agua, en vez de escurrirse tejado abajo, se había filtrado por la pared; tras todas aquellas semanas de lluvia, el mortero había quedado completamente empapado y, finalmente, había cedido.

—El libro con las recetas del Elixir de la Vida Eterna de la señora Wang está en ese cajón —dijo Tía Qin—. Me lo prestó la semana pasada, y querrá que se lo devuelva.

Segunda Hermana, mirando hacia el hueco que había dejado la pared, contestó:

—Al menos eso lo podemos recuperar —se volvió hacia sus hijos—. Entre los cuatro seguro que encontráis el escritorio.

En aquellos momentos, buscar un recetario del elixir de la vida eterna resultaba del todo absurdo, pero como no teníamos nada más práctico que hacer, nos sentamos a esperar mientras los hijos de Segunda Hermana escarbaban entre los ladrillos. Alguien les trajo una pala, y al cabo de un rato, uno de los niños exclamó: «¡Lo encontramos!».

Tía Qin se levantó y caminó hacia ellos.

—Esto no es el escritorio, es la parte de arriba de la radio —dijo. Y menos los cuatro niños, todos volvimos a sentarnos mientras alguien hacía té. Casi parecía una fiesta.

—¿Qué clase de recetas son las de ese libro? —preguntó Quinta Hermana.

—Son recetas imposibles —contestó Tía Qin —. Para todas ellas hacen falta piñas recién caídas de un pino de cinco agujas que se tienen que recoger o al amanecer o en el crepúsculo. Esto no será demasiado difícil, imagino, pero las demás hierbas y bayas de las recetas ya no se pueden conseguir hoy en día. Y es una lástima, porque el libro garantiza que si las recetas se siguen al pie de la letra, se pueden hacer píldoras de un elixir que alarga la vida muchos años.

La mayoría de la familia toleraba el interés de Tía Qin por estas cuestiones porque lo consideraba parte de su encanto anticuado; para unos pocos crédulos, sin embargo, lo que Tía Qin decía iba a misa.

Estaba bebiéndome la segunda taza de té cuando uno de los niños nos avisó: «¡Lo hemos vuelto a encontrar!». Tía Qin inspeccionó de nuevo.

—Eso es —dijo—. El libro está en el primer cajón a la derecha.

Se oyó un sonido como de madera resquebrajándose, e instantes más tarde el libro, cuyo aspecto normal y corriente me decepcionó, pasó a manos de Tía Qin.

—¿No quieres estos también? —preguntó el chico, y le ofreció un puñado de lo que parecían zapatos de oro.

—¡Tía Qin! —exclamó alguien—, ¿Por qué no nos dijiste que guardabas oro en el cajón? ¿No te parece que eso es más importante que el libro de la señora Wang?

—Este oro no es mío —protestó Tía Qin—, El poco que tengo está en mi habitación. Nunca había visto estos lingotes, y os aseguro que no estaban en el escritorio.

—Es verdad —dijo el chico—. Estaban esparcidos por ahí.

—¿Es oro de verdad? —preguntó uno de los presentes. Tía Qin sopesó un lingote en la mano mientras Hermano Mayor hincaba la uña en otro. Los lingotes eran de oro puro, declararon.

Al día siguiente, antes de mediodía, los Yu resolvieron entre el júbilo general que los zapatos de oro —había nueve en total— debieron de ser una reserva secreta del anciano señor Yu o de algún antepasado aún más lejano, que había estado escondida en el muro todos esos años en una cámara como la que Hermano Mayor y yo encontramos antes de que se desmoronara la pared. Claro que se había venido abajo, decían todos; así dejaba al descubierto a última hora un tesoro cuyo legítimo propietario era la mansión. Se acordó de forma unánime utilizar el oro para cubrir los gastos de las obras: repintar las puertas y los edificios principales, reparar las tejas y las vigas rotas, reconstruir el pabellón del jardín y, por descontado, volver a levantar la pared que se había desmoronado.

Durante las semanas que siguieron a la estación de las lluvias, la mansión fue presa de una actividad febril. Detrás de los carpinteros llegaron los albañiles, después los techadores, y al final los pintores que, día a día, lentamente, fueron devolviendo a las columnas y a las balaustradas desvaídas el brillo de unos colores —en especial, de un precioso bermellón de extraordinaria nitidez y viveza— que ningún miembro de la familia contaba con volver a ver. Cuando se aplicaron los últimos toques de dorado, turquesa y azul pavo real a las ménsulas que soportaban los inmensos aleros, se dio por terminada la obra. La casa se había transformado en un antiguo palacio, y deambulamos por sus patios resplandecientes maravillados ante el milagro que nosotros mismos habíamos obrado. Pero nuestro arrobo no duró demasiado; quizá porque la antigua casa había quedado tan hermosa que resultaba difícil resistirse a ella, o quizá por razones más prosaicas, la mansión Yu se vendió a la semana de su restauración. Los Yu tenían un mes para desalojarla.

El Ministerio de Finanzas había comprado la casa. (Huelga decir que los comunistas podrían haberse apropiado de la mansión perfectamente, pero en las grandes ciudades, al menos, no se salían de los cauces de la legalidad. Por entonces, en 1950, dos años después de subir al poder, los comunistas no estaban aún muy confiados, y en los centros de la cultura y la tradición como Pekín vacilaban ante la idea de sofocar por completo a la antigua clase intelectual de China. Aún tendrían que pasar quince años para que sucedieran los horrores de la revolución cultural.) La suma que recibió la familia Yu equivalía en yuanes a quince mil dólares. Antes de la llegada de los comunistas, esta cantidad habría supuesto sólo una parte del valor de la mansión, pero en 1950 era un buen precio, y los Yu se consideraron afortunados por recibir esa suma. Les dijeron que Bo Yibo, el ministro de Finanzas, quería utilizar la casa como su residencia en la ciudad, y les aseguraron, además, que la rocalla y los árboles del jardín recibirían los mismos cuidados que en el pasado.

Aquel mes, Hermano Mayor y Segundo Hermano compraron sendas casitas de dos patios en la zona oriental de Pekín y se ofrecieron a alojar a Primera, Quinta, Octava y Novena Hermanas, que estaban solteras. Hermano Mayor invitó a Tía Qin a que viviera con él, pero ella se negó; la casa sería demasiado pequeña, y tanto ella como sus gatos eran demasiado viejos para acostumbrarse a vivir como sardinas en lata. En vez de eso, dijo a la familia, se instalaría en el campo, en un templo cercano a Pekín al que su marido había hecho un generoso donativo a condición de que cualquier miembro de su familia más cercana fuera siempre bien recibido allí.

Tía Qin y Tía Hu fueron las primeras en marcharse. Tía Qin había regalado la mayoría de sus muebles a varios miembros de la familia, y mientras esperaba sentada en un rickshaw con un viejo gorrito de punto que le ceñía la cabeza y los gatos a sus pies metidos en una cesta, me pareció más vieja, más pobre y más triste que nunca. Justo cuando se disponía a irse, se asomó y me deslizó un zapato de oro en la mano.

—Lo guardé para ti —dijo—. Tú y tu esposa tenéis que prometerme que me haréis una visita. En el campo nadie sabrá jugar a las cartas.

Esa noche le mostré el oro a Aimee y le conté lo que Tía Qin me había dicho. Aimee observó el lingote con atención.

—Tía Qin tenía diez libras de oro. Lo recuerdo porque intentó dárselas a Hermano Mayor la tarde antes de que la pared se desplomara —dijo Aimee—. Si te dijo que había guardado una libra para ti, es que ya había gastado nueve libras. Así que las nueve libras de oro que encontraron los niños cuando la pared se derrumbó tenían que ser de Tía Qin; ella las debió de poner en el hueco de detrás del escritorio para que las encontráramos si la pared se caía.

Era una explicación bastante lógica de la presencia fortuita del oro en la pared, y cuando le contamos la historia, Hermano Mayor coincidió con nosotros en que finalmente Tía Qin se había salido con la suya.

Segunda Hermana, su marido y sus hijos fueron los siguientes en marcharse, en medio de un vendaval de maletas y lágrimas. Habían decidido reunirse con la familia de su marido en Wuhan, en la China Central, donde a él le habían ofrecido un trabajo. Sexta Hermana, casada con un ingeniero agrícola, se trasladaría a una granja laboratorio cerca de Pekín, y las hermanas que quedaban, Tercera y Séptima, habían comprado casitas en la ciudad. Aimee y yo viviríamos con Segundo Hermano hasta que resolviéramos los trámites para abandonar el país. Aimee viajaría a América conmigo, por supuesto. Estábamos ansiosos por descubrir lo que podría ofrecernos una sociedad en la que imperaban los derechos humanos y la libertad individual. Ya habíamos solicitado los permisos de salida, y yo había empezado a hacer averiguaciones sobre barcos a Hong Kong. Casi no pasaba un día sin que alguien abandonara la mansión, y si en la entrada no estaban cargando un carro con las pertenencias de un miembro de la familia, es que estaban acomodando las de otro; la carga y descarga se había convertido en una escena habitual.

Si no hubiéramos estado tan ocupados la separación nos habría afectado mucho más, pero por si no tuviéramos bastante trabajo, aún quedaba el reparto de las porcelanas, los bronces, los cuadros, los muebles y las joyas de la familia. Como Aimee y yo queríamos llevarnos las piezas más pequeñas de su lote (una onceava parte de lo que contenía la casa), nos correspondió la tarea adicional de redactar las listas por quintuplicado para presentarlas en la aduana cuando abandonáramos el país. Una relación aproximada de lo que contenía uno de un par de baúles lacados en rojo incluía, entre otras cosas: cinco quemadores de incienso de bronce; veinticinco barras de tinta (cinco con perlas incrustadas), seis abanicos armados; ocho abanicos sin armar, dos chaquetas de brocado de terciopelo, un vestido de seda amarilla, seis tiras de brocado, dos rollos de seda amarilla y morada y trece dibujos a tinta china (Ming).

Cuando por fin se empezó a trasladar el grueso de los muebles, los carros, como un convoy interminable, salían cada día de la casa cargados con armarios, libros, baúles, candelabros, lámparas, baratijas, estufas, espejos, alfombras, mesas y sillas: cuatro siglos acumulados, una visión sobre— cogedora. Y aunque en la puerta trasera se vendieron al peso —o se tiraron— casi tantos objetos como los que se cargaron por la puerta delantera, daba la impresión de que con el paso de los días el tráfico de carros no hacía más que aumentar.

Hermano Mayor calculó que en dos semanas habrían salido de la casa unas doscientas remesas. Y llegó el día en que Hermano Mayor y los miembros de la familia que iríamos a vivir con él nos dimos cuenta de que la mansión estaba prácticamente vacía. Todo lo que quedaba eran algunas mesas y sillas, nuestras camas, nuestra ropa y unos pocos platos y utensilios de cocina; había llegado la hora de que también nosotros nos fuéramos. Entonces, en medio de aquella calma repentina, pensamos en la casa, en sus habitaciones vacías, en sus puertas entreabiertas que parecían estar esperando un gesto definitivo. Pero no hubo tal gesto. Sencillamente nos marchamos en rickshaw, uno tras otro, detrás de los carros cargados con nuestras pertenencias. El nuevo portero del ministerio, que ya se había instalado en la casa, cerró las puertas de doble hoja de la entrada principal tras de nosotros y no volví a ver la mansión nunca más.

Al anochecer, mientras pasábamos por el gran puente de mármol que cruzaba el canal entre los lagos de Beihai —el «Mar del Norte»— y Zhongnanhai —el «Mar del Sur»— rumbo a nuestra nueva casa del callejón del Templo de Guanyin, en la otra punta de la ciudad, nuestra pequeña cabalgata de camas, platos, ollas y sartenes se nos antojó un final bastante lamentable. Unas guirnaldas de bombillas recortaban el perfil de los palacios de la orilla norte y, al sur, las banderas rojas ondeaban sobre otros palacios que se habían convertido en oficinas del gobierno. En las negras aguas brincaba la luz de unos focos, y de la orilla más alejada llegaba la música de una banda militar que retumbaba por unos altavoces. Pero a pesar de todo esto, aún quedaba algo del antiguo esplendor de Pekín, y sentí, con un repentino alivio, que la mansión Yu, los lagos e incluso la antigua ciudad compartían la misma voluntad y la misma fuerza para enfrentarse a todo lo que el tiempo y pudieran depararles.

Esa noche hicimos nuestra primera cena en la casa nueva (cuatro pequeñas estancias alrededor de un patio central) y nos acostamos pronto, pero hacía calor y nos costó conciliar el sueño. Los suelos crujían bajo el peso desacostumbrado de las enormes mesas y sillas de sándalo rojo que habíamos traído de la antigua mansión, y a los pies de mi cama se alzaban, amenazantes, un par de inmensos armarios. Oí a Segundo Hermano toser al otro lado del patio, y en una casa cercana un bebé lloraba.

Resultaba difícil de imaginar que algo del antiguo estilo de vida pudiera sobrevivir aquí. A medida que pasaron los días y la rutina se apoderó del nuevo entorno, fui descubriendo que, a fin de cuentas, la familia Yu había sido algo muy delicado, y que era la antigua mansión la que había otorgado a los hijos del señor Yu buena parte de su identidad.

Un día, cerca de un mes después de que abandonáramos la antigua mansión, Quinta Hermana volvió a visitarla; quería pedir permiso para arrancar algunos de los magníficos crisantemos blancos del antiguo jardín para plantarlos en el diminuto patio de la nueva casa de Hermano Mayor. Todos nos quedamos en casa, esperando con impaciencia a que nos contara su visita. Por lo que sé, ella fue el único miembro de la familia Yu que volvió a la casa.

Quinta Hermana regresó a casa hecha un mar de lágrimas. Tenía la cara hinchada y desfigurada de tanto llorar, y aunque faltó poco para que le diera un ataque de histeria, fuimos capaces, con mucha paciencia, de reconstruir lo que les había pasado, a la casa y a ella. Lo primero que se desprendía del relato de Quinta Hermana era que el ministro de Finanzas nunca había tenido la intención de utilizar la casa como una residencia privada, sino que, para hacerse con ella lo antes posible, terminó por prometer cualquier cosa que pareciera satisfacer a la familia Yu. La casa, nos dijo, se había transformado en una clínica privada para los empleados del ministerio. Los brillantes colores que devolvimos a puertas, columnas y balaustradas habían desaparecido bajo gruesas capas de cal, y los inmensos salones habían sido divididos en filas de cubículos, cada uno con una cama blanca, un armario blanco, una mesa blanca y una silla blanca. Por lo menos, pensé, la mansión se las había ingeniado para encajar con la nueva China y, convertida en sirviente del pueblo, había sobrevivido. Fue la suerte del jardín lo que nos llenó de espanto e incredulidad.

El jardín había desaparecido, nos contó Quinta Hermana, así de simple. Sus colinas en miniatura habían sido devueltas a los estanques de los que fueran excavadas hacía siglos. Habían desmontado el recién construido «pabellón de las virtudes armoniosas», habían cortado y arrancado los árboles y los arbustos, habían aplastado la rocalla hasta dejarla al nivel del suelo, habían cortado de raíz las piedras vivientes y habían talado el bosquecillo de viejos cedros. En pocas palabras, aquel jardín hermoso y salvaje se había convertido en una parcela baldía donde ahora aparcaban los camiones del Ministerio de Finanzas. No quedaban flores blancas para Quinta Hermana, pero los nuevos ocupantes de la casa corrieron a mostrarle con orgullo la extensión de guijarros y tierra abandonada en la que antes estuviera el jardín; y esos nuevos propietarios quedaron sinceramente sorprendidos al ver el dolor que el auténtico progreso causaba a Quinta Hermana.

Nadie tuvo ganas de hablar durante la cena de aquella noche, y apenas probamos la comida incolora y grasienta que a Hermana Mayor le había llevado una tarde entera preparar. Quinta Hermana masculló algo sobre suicidarse y acabar con todo de una vez. Esa noche dormí mal, y cuando el ruido del viento y la lluvia me despertó, pensé en Tía Qin. De pronto, me pareció urgente que Aimee y yo la visitáramos, aunque sólo fuera para descubrir cuál había sido la derrota que ella, al igual que el resto de la familia, habría tenido que encajar.

El día siguiente amaneció cálido y despejado, pero la tormenta de la noche anterior había dejado en el aire una pincelada de otoño. Aimee parecía tan ansiosa por visitar a Tía Qin como yo, y tras un apresurado desayuno, nos montamos en el autobús público rumbo a la puerta del Palacio de Verano, el final de ruta. Allí cogimos dos rickshaws que nos llevaron al templo de Tía Qin en el campo. No era un templo famoso. No era tan siquiera un templo, me contó Aimee; la mayoría de los monjes eran viejos eunucos a los que tras la caída de la dinastía manchú habían expulsado de palacio y que, quizá por lealtad, o quizá por apocamiento, decidieron no irse demasiado lejos.

En unos quince minutos llegamos al templo y despedimos a los conductores. Unos pinos muy altos crecían cerca de la desvencijada puerta principal, y los peldaños de piedra de la entrada estaban llenos de agujas de pino y de piñas que se habían caído durante la tormenta. Nos abrimos paso por la escalera y, pasada la puerta, encontramos a un anciano; le preguntamos por los aposentos de Tía Qin y nos guió hasta ella. Su cara arrugada era extrañamente suave y lampiña; quién sabe si sería un eunuco. Nos condujo a través de varios patios —todos ellos en bastante mal estado—, más allá de la sala central de oraciones cuya cubierta amarilla era un recuerdo del patrocinio imperial y de una puerta turquesa algo desvaída, hasta un patio lateral en el que se veían los restos de lo que fuera un huerto. En el extremo norte del jardín vimos una pulcra construcción. Sus ventanas, protegidas con papel blanco, daban al sur. Tendría unas tres habitaciones, y a su lado se alzaba una especie de invernadero. Junto al invernadero crecían unas zarzas.

—¿Hay alguien en casa? —gritó Aimee cuando el anciano se hubo marchado.

De repente llegó un rumor de entre las zarzas, y entonces apareció Tía Qin, un poco despeinada, con un cazo lleno de bayas pequeñas y amarillas.

—Habéis venido —nos dijo.

—Hemos venido —respondió Aimee.

Tía Qin se interesó por nosotros y por los demás miembros de la familia, y la pusimos al corriente de todo, pero no le contamos nada sobre la vieja mansión. Más tarde nos sentamos a comer en la salita de Tía Qin, amueblada con sus mesas y sus sillas. Aunque recordaba haber visto todos aquellos muebles en la antigua casa, parecía que llevaran años en esa habitación. Tía Qin había colgado tres cuadros en la pared; no se trataba de los artificiosos paisajes en tonos verdes y azules, poblados de palacios, que decoraban la antigua mansión; éstos mostraban una granada en su rama, un par de cangrejos y un gato dormido.

Tía Hu llegó de la cocina principal del templo con la comida. Mientras estuviéramos en un templo budista, dijo Tía Qin, lo correcto era que respetáramos su dieta vegetariana. Nos sirvieron setas, «orejas de árbol» (una especie de hongos), tofu, ciruelas en vinagre, semillas de loto cocidas en caramelo, «huevos de mil años»[7] y, de postre, boniatos caramelizados.

Mientras Aimee y yo, que habíamos tenido que sufrir la cocina de Hermana Mayor, engullíamos como si hubiéramos olvidado a qué sabía la comida, Tía Qin, con un aspecto inmejorable, nos habló de su nueva vida.

—Esto era un huerto de hierbas —dijo, señalando hacia el jardín que se veía al otro lado de las ventanas—. En tiempos de la dinastía Qing abastecía al palacio de hierbas medicinales. ¿Os habéis dado cuenta de que he vuelto a cultivar los campos que quedan más cerca de la casa?

Al entrar en la habitación me había fijado en unos hierbajos parecidos a los dientes de león que crecían en cuidadas hileras cerca del umbral de la puerta, pero no se me pasó por la mente que Tía Qin pudiera estar cultivándolos.

—El monje que se ocupaba de este jardín es muy viejo —continuó Tía Qin— y ahora pasa casi todo el día en el Salón de Buda, «meditando», dice, pero lo he convencido de que me enseñe todo lo que recuerde sobre las hierbas. Me ha dado sus antiguos libros de hierbas y de medicinas, y también el plano original del jardín. Esperad, os los enseñaré.

Tía Qin corrió a la habitación de al lado y volvió al momento con un rollo de papel rígido muy largo que desplegó sobre el escritorio. El papel estaba dividido en cuadrados y rectángulos, y cada uno contenía los dibujos de un sol y una luna creciente bajo los cuales se veían números y símbolos de aire misterioso.

—Es una tabla para sembrar —nos explicó—. Me llevará varios años, pero con esto y la ayuda del monje y de los libros, creo que podré replantar la mayor parte del jardín.

—¿Y por qué quieres hacerlo? —protestó Aimee—. Te dará demasiado trabajo, y además, ¿quién va a querer estas hierbas?

—La gente se harta de medicinas, pero luego sigue muriéndose igual, como lo ha hecho siempre —dijo Tía Qin —. Mis hierbas no les alargarán la vida, pero al menos no los matarán. Los aldeanos de los alrededores las utilizarán, igual que los monjes del templo, y yo disfrutaré de las infusiones hechas con mis hierbas, ¡aunque sea la única en probarlas!

Estaba estupefacto. Tía Qin era una anciana asmática en las últimas cuyas únicas ocupaciones habían sido durante años el chismorreo, las cartas y sus gatos, y allí estaba, expulsada de su hogar y arrojada a un mundo que le resultaba extraño e inhóspito, adaptándose a las circunstancias.

Decidí que había llegado la hora de contarle lo que había pasado con la mansión de Pekín y con el jardín. Cuando terminé, no parecía ni triste ni sorprendida.

—Es una lástima que el jardín ya no esté —dijo—. Era muy hermoso, pero era un jardín viejo. La casa también era vieja —sentenció. Esperé a que continuara, pero no parecía tener nada más que añadir.

—Tú escondiste el oro en la pared, ¿verdad? —pregunté.

Un rayo de sol se posó sobre la cara de Tía Qin, que se protegió los ojos con una mano.

—Yo no dejé el oro a la vista —respondió—. Fue la pared quien lo hizo. Yo me limito a dejar que las cosas discurran solas. Las casas, las personas, las mesas y las sillas... todo se mueve, todo cambia siguiendo destinos que no se pueden alterar. Cuando unas cosas se transforman en otras, o cuando se pierden o se destruyen, lo único que podemos hacer es dejarlas marchar.

A Tía Qin debió de parecerle que ya había dicho todo lo que teníamos que oír, porque cambió bruscamente de tema y le pidió a Tía Hu que despejara la mesa para jugar al bridge. Sería una verdadera lástima perder la ocasión de contar con cuatro jugadores bajo su propio techo, nos dijo. Más tarde, mientras jugábamos, estuvo charlando con el mismo ánimo y despreocupación de siempre, pero no volvió a mencionar la casa. Ya casi anochecía cuando terminamos la última partida y Aimee y yo nos dispusimos a regresar a Pekín. Como no encontraríamos’rickshaws fuera, tendríamos que caminar hasta la parada del autobús.

Tía Qin me miró.

—Quizá no te vuelva a ver —dijo—, y no quiero que me recuerdes por algo tan pobre como el oro. Necesito agua caliente y un poco de mi nueva infusión. Quiero servir a mis invitados.

Cuando Tía Qin terminó de dar instrucciones, su amiga se apresuró a obedecerla. Luego Tía Qin se volvió hacia mí y dijo:

—Quiero contarte una historia que no le he contado nunca a nadie. Trata de la mujer a la que llamamos Tía Hu —se detuvo, y comenzó de nuevo—. Hace cincuenta años, cuando tras la rebelión de los bóxer las tropas aliadas ocuparon Pekín, Tía Hu, que entonces era una niña, vio cómo un soldado extranjero asesinaba a su madre a punta de bayoneta.

En aquel momento Tía Hu volvió con las hierbas y el agua caliente y se quedó mirando a Tía Qin, que echó unas hojas en la tetera y luego vertió el agua caliente.

—Guarda el resto de las hierbas en un tarro y espérame en la puerta del templo —le dijo Tía Qin. Cuando Tía Hu se hubo marchado, Tía Qin continuó—. Desde entonces, no ha vuelto a decir ni una palabra; yo me he ocupado de ella durante todos estos años, alimentando su dolor como si fuera el mío, pero ahora me doy cuenta de que me equivoqué al intentar guardar en nuestros corazones el mal que otros habían hecho.

Me bebí el té.

—Tiene un sabor amargo —dijo Tía Qin—, pero limpia la sangre.

Aimee también bebió, y al poco rato Tía Qin nos acompañó hasta las escaleras de la puerta principal del templo, donde Tía Hu nos esperaba con el tarro de té. La brisa temprana de la tarde, llena del frescor del otoño que se avecinaba y del olor de los pinos, despeinó un poco el flequillo gris de Tía Qin. Entonces ésta tomó el tarro que sostenía Tía Hu, que parecía a punto de llorar, y me lo entregó.

No quedaba más que darles las gracias y despedirnos. Cuando ya llevábamos un trecho andado, nos volvimos para decirles adiós con la mano, pero no nos vieron. Estaban agachadas, recogiendo con afán las piñas desperdigadas por el suelo.

Dos meses más tarde recibimos los permisos para abandonar el país y Aimee y yo nos marchamos de China convencidos de que nunca regresaríamos.