7. Alfileres de plata y faldas color rojo sangre

La familia Yu amaba el jardín más que cualquier otro lugar de la mansión, y yo también aprendí a quererlo. A diferencia de los japoneses, pensados para la contemplación, los jardines chinos están hechos para pasear. El jardín chino es un paisaje para el disfrute privado elaborado a partir de sutiles artificios en los que nada es lo que parece, una evocación expresa de las húmedas montañas verdinegras, reproducidas en infinidad de cuadros chinos, donde moran los monos y los inmortales. Ahí es donde el hombre sabio puede contemplar este mundo bullicioso y polvoriento como debe ser contemplado: a lo lejos, a través de las hojas de los árboles.

Yo paseaba a menudo por el jardín de la casa de mi esposa, y aunque no adquirí sabiduría alguna, al menos disfrutaba de los senderos de guijarros bajo la sombra de los árboles, del bosquecillo de bambú (un motivo de orgullo especial para la familia, pues el bambú es raro en el norte de China) y de la fresca negrura de las cuevas de rocalla. Cuando vivía en la mansión, el mecanismo hidráulico instalado para bombear el agua del pozo hasta los dos estanques del jardín estaba tan estropeado que ya no se podía ni reparar. Después de que las acciones de la familia hubieran perdido su valor, Hermano Mayor, en sus esfuerzos por ahorrar, había intentado criar cerdos en uno de los estanques, pero los animales nunca terminaron de sentirse a gusto en aquel lugar. Cuando, una noche, uno de los cerdos se escapó y terminó dando coces y gruñendo, acorralado en el «pabellón de las virtudes armoniosas», Hermano Mayor abandonó el proyecto.

A veces, en el verano de 1949, Aimee y yo nos sentábamos en los taburetes de porcelana del «pabellón de las virtudes armoniosas» para comer una sandía que habíamos dejado enfriar en el fondo del pozo, metida en una cesta. Entonces Aimee señalaba el pico lejano del monte Tai —reproducido en el jardín— o una cordillera más cercana, en la que se veía la fortaleza de Jiayuguan, el paso del oeste. Todo aquello quedaba tan sólo a unos treinta o sesenta metros, y yo sabía que para pasar por el imponente paso del oeste tendría que agachar la cabeza, y que en unos veinte segundos podría escalar a la cima del monte Tai por unos escalones escondidos en la ladera más distante. Pero a veces, mientas atendía a las explicaciones de Aimee, veía los jardines tal y como el artista que los había diseñado cuatrocientos años antes quiso que fueran vistos: como montañas lejanas en una extensión sin fin.

El «pabellón de las virtudes armoniosas», desde donde se apreciaban mejor estas ilusiones, se alzaba en el centro del jardín. Cuatro esbeltos postes de madera, agrietados por los hongos, sostenían la pesada cubierta de tejas que apoyaba sus aleros sobre imponentes ménsulas. Aunque la estructura estaba ligeramente inclinada, aún mantenía cierto equilibrio, desafiando el paso del tiempo. Sin embargo, hacia la primavera de 1950, el edificio se escoraba tanto hacia el suroeste (la dirección de mal agüero), que la familia lo tomó como un mal presagio.

Esa primavera, el jardín también nos alertó de otro modo. Por primera vez desde que la familia tenía memoria, los melocotoneros, los ciruelos y los cerezos florecieron al mismo tiempo, y los Yu, convencidos de que aquel hecho estaba cargado de significado, terminaron concluyendo que ése era el modo en que el jardín les tributaba su despedida. El nuevo sistema impositivo, mucho más gravoso, los estaba obligando a rendirse; cada vez resultaba más difícil resistir unidos, y poco a poco se dieron cuenta de que, en cuestión de meses, tendrían que separarse y abandonar la mansión. Así que, aunque en los últimos tiempos todos perdían los nervios con mucha facilidad y las discusiones eran frecuentes, durante el breve lapso en que el jardín estuvo en flor todos volvieron a hablar con serenidad y elegancia, como me figuré que habrían hablado en los viejos tiempos. Las quejas, las poses desesperadas, las amenazas de suicidio o de muerte por inanición quedaron a un lado, y la familia hizo algo que, esa primavera, resultó sorprendente: decidió organizar una cena en aquel jardín tan gloriosamente florido.

La cena, en consonancia con lo espléndido de esa primavera, resultó un acontecimiento de proporciones inesperadas: se terminó convirtiendo en un baile de disfraces organizado y sufragado por Hetta Empson, quien sentía un afecto por el jardín mayor que el nuestro, si cabe. En verano, Hetta solía venir a la mansión tan sólo para sentarse allí durante las noches de luna llena; en otoño recogía enormes manojos de crisantemos, y cuando caían los primeros copos de nieve sabíamos que estaría al llegar, impaciente por ver la rocalla y los árboles cubiertos de blanco. No nos extrañó que se sintiera inspirada por la inusual exuberancia primaveral del jardín. Decidió que el todo Pekín, o al menos todos los chinos y los extranjeros que ella conocía en la ciudad —y que yo conocía también—, también lo disfrutaran. ¿Y de qué mejor modo que con una fiesta de disfraces la primera noche de luna llena? Los Yu accedieron, enternecidos por la despedida que les había brindado el jardín, y tomaron la celebración como su adiós particular.

Cuando se decidieron, faltaban pocos días para la luna llena. Hetta se puso manos a la obra. Mandó invitaciones, contrató a la orquesta del club nocturno «Si llueve nos vamos», uno de los últimos que quedaban en Pekín, y mandó a sus criados para que nos ayudaran a retirar las alfombras y los muebles del «pabellón de los pinos antiguos». El suelo del pabellón, al igual que el de la galería, estaba embaldosado y resultaría una pista de baile estupenda. Hetta también se encargó de que todo el jardín estuviera adornado con farolillos.

La principal contribución de los Yu al magno evento consistió en comunicar a todos los amigos a quienes tenían la intención de invitar a cenar que como pronto habría luna llena, el jardín estaría iluminado con farolillos y las flores tendrían un aspecto espléndido, estaban invitados a verlas. Hermano Mayor también se ocupó de llamar al electricista de la familia para que pinchara los cables del alumbrado público que pasaban por la parte exterior del muro del jardín. El electricista apareció la noche antes de la fiesta, pasó parte del cableado del jardín al otro lado del muro, disimulándolo con cuidado, y al momento tuvimos a nuestra disposición electricidad abundante y gratuita. Me sorprendió descubrir que, a pesar de su pasado grandioso, hacía años que la familia iluminaba el jardín gracias a ese sistema.

La noche de la fiesta apareció tras el muro del jardín una luna enorme, de un inquietante color naranja que mientras se elevaba en el cielo fue adquiriendo un tono amarillo y aguado. El jardín estaba precioso con los farolillos encendidos, pero ni su luz podía disipar el influjo turbador de aquella luna mortecina. El jardín no se parecía al que me resultaba tan familiar.

Los invitados empezaron a llegar de todos los rincones de la ciudad, y mientras iban bajando de los rickshaws, sus disfraces constituían toda una diversión para el portero. Cuando ya habían llegado unos treinta o cuarenta, empecé a detectar ciertos patrones en la elección del disfraz. La mayoría de los europeos iban vestidos de chino: oficiales mandarines, emperatrices o cantantes de cabaret. Los chinos jóvenes llegaban disfrazados de indio, con sari y turbante, y los indios (la mayoría, estudiantes de intercambio), se vistieron de comunista, con los uniformes de cuadro del partido. Yo era estadounidense, y quizá por eso, con mi kimono japonés y mi larga peluca negra, iba a mi aire.

Algunos disfraces se salían de las categorías mencionadas. Aimee, con una falda roja, rosas de papel en el pelo y una pandereta, era una gitana española, y no faltaron los inevitables árabes con sus sábanas. Hetta llegó disfrazada de Scherezade, con una especie de sostén de cuentas de colores que despertó una hilaridad mal contenida entre las chinas más jóvenes.

El joven y acaudalado Eugene Jiang llevaba un increíble traje de tweed rosa y un turbante hecho (según él mismo nos contó) con más de ocho metros de gasa rosa. A Eugene le encantaba bailar, y no había abandonado su afición ni durante el asedio de la ciudad. Llegó a la fiesta con su amigo Ma Shirong (a quien, afectuosamente, llamábamos «Mushroom»),[1] último descendiente varón de una rancia familia manchú. Ma Shirong vivía en una enorme y apolillada mansión de la ciudad septentrional con su hermana, a quien una afección mental leve y una pierna más corta que la otra le habían impedido ser la última emperatriz de China. Ella no asistió a la fiesta.

Walter Brown, un profesor de Estados Unidos vestido de guardián de harén, llegó acompañado por la elegante Charlotte Horstmann, nacida en Pekín de padre mandarín y madre alemana. Charlotte vivía en una casa preciosa en el callejón del Pozo de Agua Dulce y tenía una tienda de antigüedades en el vestíbulo del Peking Hotel. Iba disfrazada de princesa manchú, con un vestido bordado y un tocado de plumas de martín pescador. Tratándose de Charlotte, nadie esperaba menos.

Bob Winter, un tipo alto y divertido, y uno de los residentes estadounidenses más veteranos de Pekín, llegó vestido de Fumanchú, y de debajo de la nariz le colgaba, simétrico, un cordel que daba a su disfraz un toque vagamente siniestro. Oficiaba de acompañante de la legendaria Magdelene Grant, famosa por sus numerosos matrimonios y a quien aún se consideraba una de las mujeres más bellas de la costa china. Nacida en Java de padres holandeses, llegó a China en los años treinta, durante su luna de miel con un hombre de negocios holandés que le doblaba en edad. Se dice que cuando llegaron al puerto de Shanghai y se enteró de que su marido no aparecía por ningún lado, se quedó helada; parece ser que se había caído por la borda durante la travesía. Para la fiesta Magdelene vestía una falda de miriñaque y había ocultado su cabello rojizo bajo una peluca blanca. Yo nunca había visto nada igual.

Un diplomático inglés disfrazado de mandarín dirigió mi atención hacia un disfraz de princesa mongola: pelo negro aceitado peinado hacia atrás, adornado con coral y turquesas y recogido en lo que parecía un cuerno:

—¡Cielo santo, qué disfraz tan fabuloso!

—No es un disfraz —le expliqué —. Es una verdadera princesa mongola.

—Bueno —respondió el diplomático, intrigado—. Me parece que la sacaré a bailar.

Y eso hizo. No tuve el valor de decirle que la princesa mongola era, en realidad, un príncipe mongol.

Al margen de deficiencias o excesos puntuales, los invitados ofrecían una simpática y exótica estampa mientras deambulaban por el jardín o por el «pabellón de los pinos antiguos», tropezándose con el dobladillo de los vestidos y arrastrando velos al son de la polca, el «lambeth walk» y la conga. Desde la revolución, el «lambeth walk» y la conga se habían convertido en los bailes occidentales más populares de Pekín; se parecían tanto a aquellas danzas edificantes y participativas que entusiasmaban al nuevo régimen, que los extranjeros y los chinos que no simpatizaban con los comunistas estaban convencidos de que contarían con el beneplácito de las autoridades. (El caso es que la fila de la conga tenía un parecido extraordinario con la «danza de la siembra», y el «lambeth walk» era bastante similar a los bailes de salón rusos que empezaban a introducirse en Pekín: al ritmo de un vals militar, las parejas, cogidas del brazo, marchaban con aire resuelto de una pared hasta la pared de enfrente; luego se daban la vuelta y, levantando bien la barbilla, regresaban al punto de partida.)

Cuando la orquesta no tocaba una música adecuada para este tipo de bailes, se limitaba a piezas animadas y de éxito asegurado como «Lady of Spain», «I dreamt that I dwelt in Mar ble Halls» y «China Night». La última era una canción japonesa que había sido prohibida durante los primeros años de la ocupación estadounidense de Japón ya que, al parecer, rezumaba imperialismo japonés. Cantada en chino, sin embargo, había tenido un gran éxito en China tras la guerra, durante la ocupación japonesa, y era uno de los pocos vestigios que quedaban de la presencia nipona en el país. He oído que también existe una versión americana de la canción, con el enigmático título de «Truly Luly Lulu».

Mientras la orquesta tocaba, los criados circulaban con bandejas de bebidas: vodka, zumos de fruta y los cócteles habituales. Para los más bebedores había bai gar, un licor chino que se cuenta entre los más fuertes del mundo. Parece ginebra, se bebe tibio, y deja el aliento como el tubo de escape de un coche. También servimos vino de arroz amarillo, que también se bebe tibio; su sabor, más suave, me recuerda al de la paja, aunque hay quien dice que es muy parecido al jerez. Con la ayuda de palillos de unos sesenta centímetros de longitud, los invitados iban colocando tiras de cordero sobre braseros de carbón instalados en el jardín y se los comían al estilo mongol, con trocitos de apio, jengibre y vinagre. Más tarde, el joven del turbante rosa entonó una canción —que entonces no era conocida— y que empezaba así: «Quiero llevarte a China en un barco lento».[2] Su ocurrencia no tuvo mucho éxito, pero sin embargo la adaptación que entonaron varios invitados a la vez —«Quiero salir de China en un barco rápido»— gozó del favor popular, y la interpretación provocó muchas risas. En medio del regocijo general, una invitada que acababa de llegar disfrazada de Yang Guifei, la emperatriz china más bella de la historia, se acercó a mí:

—¿A qué viene esa guardia de honor? —me preguntó con un fuerte acento americano.

—¿Qué guardia de honor?

—Pues esos soldados con pistolas de la entrada —contestó.

Le dije que habría visto a alguno de los invitados disfrazados, pero como no había visto a nadie con una pistola me excusé, busqué a Aimee y nos apartamos para hablar:

—¿Sabes algo de unos soldados que hay en la puerta? —le pregunté. Me miró sorprendida.

—Quizá sólo se trate de invitados, pero será mejor que vayamos a ver —propuso entonces.

Cuando llegamos a la entrada descubrimos que, en efecto, había soldados, uno a cada lado de la puerta. De sus cinturones colgaban granadas de mano, y cada uno sostenía un fusil inconfundiblemente real, con bayoneta y todo. Aimee agitó la pandereta para llamarles la atención.

—¿Por qué estáis aquí parados? —preguntó. En ese instante el portero llegó corriendo del jardín.

—La he estado buscando —le dijo a Aimee—. Estos soldados están aquí desde hace un rato, y cuando les pregunto qué es lo que quieren, no contestan. Mire.

Se volvió hacia ellos y les gritó: «¿Qué queréis? ¿Por qué estáis aquí?», pero siguieron mudos.

—¿Ve? —dijo, dirigiéndose de nuevo a Aimee.

—Quizá su superior esté fuera —dijo Aimee. Cuando iba a pasar por la puerta, los soldados bajaron los fusiles de repente para cerrarle el paso—. ¿Es que no puedo ni salir de mi propia casa? —exclamó, indignada.

Y justo en ese momento, un rickshaw paró delante de la mansión y de él surgió un «mandarín» en traje de corte; otro invitado que llegaba tarde. En cuanto vio a los soldados, que habían vuelto a su posición inicial y mantenían la vista fija en el infinito, tiesos como una escoba, enarcó una ceja exquisitamente perfilada y pasó entre ellos sin problema. Estaba claro que la puerta era de un solo sentido.

Aimee fue a buscar a Hermano Mayor mientras yo acompañaba al recién llegado al jardín. Cuando llegué allí tras recorrer los patios oscuros, me quedé sin habla. Las flores de los árboles reflejaban la luz naranja y azul de los farolillos y, agitándose como velos de gasa, se perdían a lo lejos en fila india, hacia los rincones más apartados del jardín. Se había levantado viento y por todas partes caían al suelo pétalos gruesos y brillantes, ya marchitos. Mientras, algunos invitados ataviados con brillantes brocados rojos, coronas de plumas y joyas avanzaban al son de la enésima conga.

Aquello no me gustaba nada. Seguía sin reconocer el jardín —podría tratarse perfectamente de cualquier jardín chino de Burbank o de Río de Janeiro—, y además, ahora tenía la impresión de que no conocía a la gente, o de que no la reconocía: todos me resultaban extraños, y tampoco encajaban en el jardín. Me alegré de que la fiesta no hubiera sido idea mía y de que, aunque viviera en la casa, yo no fuera sino un invitado más.

Me deshice de mi mandarín tan rápido como pude y volví a cruzar los silenciosos patios en dirección a las habitaciones de Tía Qin. Allí estaba, con un cigarrillo de estramonio entre los labios, jugando al solitario. Cuando entré alzó la vista. De pronto, se levantó una ventolera y algunas de las cartas cayeron al suelo. Las recogí y le pregunté si quería que cerrara las ventanas.

—¿Qué es lo que eres? —preguntó con brusquedad, señalando mi traje—. ¿Un diablo del infierno? Si tienes manos humanas, bien puedes cerrar la ventana. Sois vosotros los que habéis desatado el vendaval en el jardín: los diablos y los fantasmas.

En circunstancias normales, me habría molestado —eso es lo que ella pretendía—, pero estaba tan inquieto y deprimido que no le contesté.

—En la casa hay soldados —le dije mientras cerraba la ventana—. Van a arrestarnos a todos.

—¿Ah, sí? —respondió con calma. Empezó a recoger las cartas, que dibujaban una buena mano; Tía Qin siempre ganaba a las cartas, incluso cuando jugaba sola —. No me sorprende en absoluto. Sois todos unos impostores —dijo, y me di cuenta de que hablaba muy en serio—. No sabéis nada de la historia de China, y aun así queréis imitar a las ilustres fortunas de antaño que también sucumbieron a la fatalidad —arrojó las cartas sobre la mesa y, moviendo la cabeza, cantó algo que me pareció parte de un poema—: ¡Los colgantes de oro y los alfileres de plata están aplastados, y las faldas color rojo sangre están manchadas de vino! —se calló de repente, y luego continuó—. Éste ha sido siempre el fin de los grandes. Sus pecados convirtieron el día en noche, y sus locuras abrieron las puertas del infierno; pero vivieron sin temor, y cuando les llegó su hora, también murieron sin temor. Y vosotros, ahí en el jardín, festejando vuestro propio final, no les llegáis ni a la suela del zapato, por muchos vestidos que os pongáis —era evidente que Tía Qin no comprendía el objeto de las fiestas de disfraces, pero no permitió que la interrumpiera —. Con las tropas rebeldes a las puertas de palacio, el último emperador Ming degolló con su propia espada a sus concubinas, a sus hijas e incluso a la emperatriz antes de ahorcarse. Pero en la confusión, en lugar de cortar el cuello a la emperatriz le cortó el brazo y ella, avergonzada por seguir con vida, se arrojó al pozo del jardín y se ahogó. Era la única salida honrosa que le quedaba. ¡Y los antiguos! Cuando les llegó su hora, se adornaron con ropajes bordados con perlas y con coronas de jade; perdieron la vida en palacios de madera de sándalo y de canela tan grandes que, al arder, el humo cubrió el país entero. Eran aves fénix y dragones. Vosotros, pobres imitadores, comparados con ellos no sois más que los espectros de mariposas y grillos.

Luego permaneció en silencio. Sabía que de nada me serviría explicarme ni discutir con ella. Además, Tía Qin había vuelto a dar muestras de su asombrosa habilidad para dar en el clavo por muy equivocada que fuera su premisa, así que me quité la peluca y me senté a la mesa, frente a ella. Todavía en silencio, Tía Qin, repartió las cartas y jugamos al rummy.

Tía Qin ganó la primera mano, y apenas empezábamos la segunda cuando Aimee entró.

—Conque estás aquí —dijo —. Es horrible. Hermano Mayor ha intentado salir, pero no lo dejan, y algunos invitados quieren irse a casa y tampoco los dejan marchar. Alguien ha llamado a la policía, y lo único que le han dicho es que todavía no saben qué van a hacer con nosotros. Según ellos, esta reunión privada es ilegal, y no hará falta que te cuente que nunca han oído hablar de las fiestas de disfraces.

Me acordé de que en chino no existe ninguna palabra para referirse a una «fiesta». Algunos conocidos míos, jóvenes modernos, utilizaban la transliteración china p’a-t i [3] pero la mayoría de la gente simplemente utilizaba kai hui, que significa «organizar una reunión». Y eso era, precisamente, lo que no nos estaba permitido. Aimee continuó:

—Y ahora no sabemos qué hacer. No dejarán salir a nadie hasta que la policía tome una decisión, y me parece que amenaza tormenta. Aún se ve la luna, pero tiene un color muy extraño.

—Va a haber tormenta de arena —dijo Tía Qin—. Os lo podría haber dicho esta mañana si me hubierais preguntado, pero claro, nadie se levanta tan de mañana como para ver la salida del sol. Todas las señales estaban ahí, y estamos en la estación indicada. La luna está rara porque hay polvo en el aire.

Aimee volvió al jardín, pero como yo no podía hacer nada con respecto a la policía o a la tormenta, me quedé donde estaba.

Tía Qin ganó esa mano. Cuando nos enfrascábamos en la tercera, el viento empezó a silbar, las celosías cubiertas de papel se pusieron a vibrar y a restallar, y sentí un polvo fino entre los dientes. Cuando empezaba a pensar que quizá debiera regresar a la fiesta, Aimee llegó.

Nos dijo que la policía había telefoneado a la casa para decir que todos se podían marchar. Los guardias ya no estaban en la puerta y los invitados iban saliendo. La policía avisó de que vendrían al cabo de una hora para ver qué pasaba.

Abandoné mi juego —excelente—, volví a ponerme la peluca y seguí a Aimee por los patios azotados por el viento hasta el jardín para despedirme de los invitados que aún no se habían ido. Mientras caminábamos oía el rumor del polvo bajo mis pies, incluso podía sentirlo. El vendaval había desnudado los árboles del jardín, y en el suelo los pétalos se arremolinaban bajo las sombras de los farolillos mecidos por el viento. Los músicos de la orquesta, con los instrumentos guardados en cajas negras, se disponían a marcharse. Scherezade y un pequeño grupo que la había acompañado hasta el final caminaban entre los pétalos con los tocados descompuestos, asiendo con firmeza sus disfraces para que no se los llevara el viento. Aimee y yo les dijimos adiós desde la galería del «pabellón de los pinos antiguos» y luego nos dirigimos al interior. Hermano Mayor y algunas de las hermanas de Aimee se reunieron con nosotros en el pabellón, y allí esperamos la llegada de la policía. Como la mayoría de los invitados extranjeros no eran amigos de la familia, sino míos, se consideró que mi presencia era necesaria; era muy probable que la policía se interesara por ellos. El pabellón estaba cerrado a cal y canto, pero el polvo se colaba por los marcos de las ventanas y por debajo las puertas y lo invadía todo. Me volví a quitar la peluca y la colgué del respaldo de una silla. En ese momento alguien encendió las luces del jardín. Permanecimos sentados en la sala, a media luz y envueltos en el rumor del viento, hasta que por fin vimos a los policías comunistas abriéndose paso por el jardín con sus linternas.

Hermano Mayor salió a recibirlos y condujo a dos agentes al interior del pabellón mientras un subalterno se quedaba esperando fuera. Cuando se sentaron, uno de ellos se levantó de golpe y arremetió contra algo que quedaba a su espalda: se había sentado en la silla en la que yo había colgado mi peluca y me figuro que ésta, sacudida por el viento, le había rozado la nuca. Le ofrecimos otra silla y la aceptó con desconfianza. Tercera Hermana trajo tazas de té caliente, que ninguno de los agentes bebió, y otra hermana les ofreció cigarrillos, que también rechazaron.

—¿Puede mostrarnos, por favor, el lugar en el que se celebró esta reunión de baile? —preguntó uno de ellos. Utilizó la palabra «baile», señal de que la policía había terminado por aceptar las explicaciones que les habíamos ofrecido sobre nuestra actividad nocturna.

—Aquí —respondió Hermano Mayor—. En esta habitación y en el jardín.

La policía observó la habitación polvorienta con estupefacción. Estaba claro que les costaba creer que allí se hubiera podido celebrar una fiesta.

—¿Y toda esa gente con esos vestidos caros? ¿Vinieron aquí? —preguntó el otro oficial.

Hermano Mayor señaló los ceniceros rebosantes y los vasos vacíos diseminados por el lugar, que reposaban en los alféizares de las ventanas y sobre los brazos de las sillas y de los sofás apoyados contra la pared. Casi toda la basura se había ido dejando en un aparador de la galería, y cuando se levantó viento los criados se la llevaron, pero aquellos restos eran una prueba irrefutable y la policía tuvo que contentarse con darnos una lección.

Tendríamos que estar avergonzados por haberles causado tanta inquietud, nos dijeron. ¿Qué esperábamos que creyeran, nos preguntaron irritados, cuando desde la comisaría del final de la calle empezaron a ver pasar un rickshaw tras otro, todos en la misma dirección y todos con pasajeros vestidos de un modo tan extraño? Habían mandado a algunos hombres para que hicieran averiguaciones, y esa música extranjera tan alta y las risas que atravesaban las paredes todavía les causaron una sorpresa mayor. Teníamos que admitir que nos habíamos comportado de un modo muy extraño, dijeron. ¿No nos parecía que, al menos, tendríamos que haberlos avisado?

Hermano Mayor aclaró con mucha cortesía que habíamos organizado una fiesta para disfrutar de la luna y de las flores, y que como ni la luna ni las flores iban a esperar, tuvimos que celebrarla con tanta precipitación que se nos pasó totalmente por alto algo de tanta importancia como el deber de informar a la policía popular sobre nuestras inocentes diversiones.

—¡Flores y luz de luna! —replicó con desdén uno de los policías, y sacó un fajo de papeles de un maletín. Nos dijo que como no habíamos presentado la solicitud para celebrar una reunión privada a su debido tiempo, tendríamos que presentarla ahora. Debíamos presentarla sin perder un minuto, dijo, y también teníamos que rellenar un impreso con los nombres de todas las personas que habían asistido a nuestra reunión de baile.

Aimee y yo hicimos lo que pudimos con el impreso. Yo le dictaba los nombres de todos los invitados extranjeros de los que me acordaba, y ella los iba anotando, escribiéndolos según su transliteración china. No era probable que nadie los pudiera descifrar. Mientras tanto, Hermano Mayor redactaba la solicitud y también una carta de disculpa por no haber presentado dicha solicitud a tiempo.

Estaba estampando su sello personal en el impreso y en las cartas cuando, por encima del viento, oímos un ruido muy fuerte en el jardín, como un crujido y un chasquido, seguidos de lo que parecía una inmensa vitrina llena de vajilla que se viniera abajo. Todos corrimos a las ventanas. En ese momento el subalterno que se había quedado en el jardín irrumpió en la habitación.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —le preguntaron los agentes.

—No lo sé —dijo, alejándose de la puerta tanto como podía—. No lo sé.

Hermano Mayor salió de la habitación y, con aire decidido, se internó en la noche oscura y salvaje.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó; miré hacia la puerta y lo vi pulsar el interruptor de los farolillos colgados en los árboles. Cuando se encendieron, descubrí que los farolillos se columpiaban en las ramas como duendes de fuego y que el viento había arrancado el papel de las pantallas. Aquel súbito resplandor cogió desprevenidos a los policías, que soltaron un grito al unísono.

Entonces vimos que el «pabellón de las virtudes armoniosas» se había desplomado. El suelo estaba lleno de tejas, y medio tejado reposaba encima de la terraza de piedra sobre la que antes se levantaba el pabellón. La otra mitad había caído sobre el suelo. Apenas tuvimos tiempo de darnos cuenta de lo que había sucedido cuando las luces se apagaron, acompañadas por un chisporroteo del interruptor.

Hermano Mayor regresó a la habitación.

—Menos mal que esas luces estaban conectadas a un fusible especial —dijo—. Imaginé que podrían terminar fundiéndolo.

—¿Y el pabellón? —preguntó alguien de la familia —. ¿Lo podremos reconstruir?

—Eso da lo mismo —respondió Hermano Mayor—. De todos modos, pronto nos quedaremos sin la casa.

Por unos instantes, absortos en el incidente de las luces y el pabellón desmoronado, nos olvidamos de la policía, pero al poco un agente susurró, impaciente:

—¿Es seguro salir al jardín?

Hermano Mayor le aseguró que no había peligro.

—Entonces nos marchamos —dijo el otro, y ambos recogieron sus papeles —. Mañana volveremos.

Hermano Mayor los acompañó a la puerta, y nunca más supimos de ellos. No volvieron a la casa, y nuestra reunión ilegal tampoco acarreó más consecuencias. Llegamos a la conclusión de que los restos de la fiesta debieron de parecerles una muestra de esparcimiento reaccionario tan lamentable, que prefirieron ahorrarse los peligros del jardín y abandonar la investigación.

Cuando los policías se hubieron marchado, los miembros de la familia empezaron a dispersarse rumbo a la cama. Yo me dispuse a imitarlos, pero antes me agaché para recoger mi peluca, que se había caído al suelo. A su lado vi un alfiler de plata. Tenía forma de mariposa y estaba aplastado, con las alas rotas. Estos alfileres se compraban por quince céntimos en cualquier puesto de baratijas de los mercados de Pekín, y seguro que muchos de los invitados habían utilizado un alfiler parecido para ajustarse el disfraz. Sin embargo, a pesar de que se trataba de un objeto muy corriente, me acordé del alfiler del poema de la Tía Qin y de las mariposas espectrales a las que se había referido. Imaginé las conclusiones a las que habría llegado de haber encontrado el alfiler y no pude reprimir un estremecimiento. Lo recogí y lo arrojé al pozo del jardín de camino a mi habitación. A diferencia de la emperatriz Ming, que sin duda hizo mucho ruido al caer, el choque de mi mariposa rota con el agua no produjo sonido alguno, pero aun así sentí que había cumplido con mi deber.