9. Lily

El gobierno comunista de Pekín, en medio de una impresionante campaña de propaganda, se propuso reformar a las prostitutas, descritas en los periódicos y en la radio como «impropias de una nación civilizada», «reliquias feudales del capitalismo» y «una mancha en el recién despierto pueblo chino». Por aquel entonces, esos mismos medios de comunicación presentaban a un pueblo chino sumido en un torbellino de actividad, levantándose cada día para progresar y erradicar injusticias a diestro y siniestro. A diferencia de otras «manchas en el pueblo chino» que fueron eliminadas sin miramientos, las prostitutas se consideraban víctimas inocentes de una sociedad corrupta e iban a ser reeducadas y reinsertadas en las filas de los trabajadores productivos.

Me figuro que en cualquier país del mundo la rehabilitación de las mujeres de mala vida debe de despertar cierta emoción en el ciudadano de a pie, pero en el ambiente de siniestro puritanismo que caracterizaba a la China comunista, la campaña contra la prostitución derivó en una ola reformista que terminó por desatar una auténtica histeria colectiva. La iniciativa se presentó primero en grupos de debate de estudiantes y obreros, y acabó estallando en manifestaciones juveniles donde se desenmascaraba de forma sensacionalista la naturaleza perversa de la prostitución ante un público horrorizado de chicos y chicas que a menudo terminaban llorando.

Mientras tanto, indiferentes en apariencia a los desvaríos emocionales, las autoridades dejaban que pasara el tiempo y no tomaron cartas en el asunto hasta que la población estuvo bastante enardecida. Como de costumbre, el gobierno pretendía crear la ilusión de que no emprendía una sola acción sin haber sondeado los deseos del hombre de la calle; cuando por fin se clausuraron los burdeles, se diría que fue para atender las exigencias del pueblo chino, grande y virtuoso, fuente suprema de la sabiduría y fuerza de la nación.

La conservadora familia de mi mujer demostró un interés inusitado en todo el asunto, y no porque la situación de las prostitutas les importara lo más mínimo, sino porque la hermana mayor de mi esposa, una solterona de cincuenta años, trabajaba en la sección penal del Ministerio de Justicia, a la que el gobierno había encargado de la custodia de las chicas hasta que por fin se resolviera de qué modo y en qué lugar iba a llevarse a cabo su rehabilitación.

En los viejos tiempos, antes de que los comunistas llegaran al poder, Hermana Mayor había trabajado en el ministerio, más para pasar el rato que por otra cosa. Gracias a la influencia de su poderosa familia, le habían asignado una tarea sencilla a la que empezaba a dedicarse hacia las diez o las once de la mañana y de la que se despedía entre las tres y las cuatro, según estuvieran el tiempo y sus ganas de trabajar.

En aquellos tiempos, la rueda de la justicia giraba con extrema lentitud. Un caso penal, en el que era probable que el veredicto del juez se demorase más de un año, podía retrasarse aún otros seis meses hasta que Hermana Mayor encontraba un momento para anotar el caso y la sentencia en el registro y archivaba el veredicto en la casilla correspondiente del casillero situado justo encima de su escritorio. Sólo entonces el acusado, que ya habría pasado un año o más en la cárcel, podía ser legalmente condenado.

Hermana Mayor tenía un casillero especial para las penas de muerte. Con uno de esos casos había ganado cierta fama: se trataba de un hombre sentenciado a tan solo tres años en prisión, pero que por poco acaba fusilado en los campos de ajusticiamiento de la ciudad; Hermana Mayor —ese día llovía— había archivado su caso en el casillero equivocado. Aunque el antiguo sistema de casilleros se había abolido, ella seguía trabajando en el Ministerio de Justicia. No se trataba sólo de que a su familia le hiciera falta el dinero: las nuevas autoridades iban desesperadas detrás de los trabajadores con experiencia, y no hubieran permitido que Hermana Mayor abandonara su puesto.

De todos modos, a ninguno de nosotros se nos habría ocurrido nunca que el ministerio estuviera tan necesitado de personal como para nombrar a Hermana Mayor gobernanta de uno de los antiguos burdeles de Pekín. Cuando una noche llegó a casa para hacer el equipaje con unas pocas pertenencias y nos comunicó que estaría varias semanas fuera, la familia se quedó estupefacta, primero, y luego indignada.

Mientras Hermana Mayor recogía sus cosas, sus ocho hermanas, dos hermanos, tías, tíos y demás familia se reunieron en el salón principal de la mansión para decidir qué hacer. Aimee quiso que yo también asistiera a la reunión. La inmensa sala, que raramente se utilizaba en invierno, estaba helada. Ataviados con abrigos y vestidos enguatados, Hermano Mayor, Aimee y varias de sus hermanas se acurrucaron alrededor de una gran mesa de mármol de aspecto gélido bajo la anémica luz de dos bombillas que colgaban en lo alto, encerradas en faroles de madera y vidrio muy recargados. Los demás nos sentamos en las sillas que había junto a la pared.

Todos parecían hablar al mismo tiempo.

—No le pueden hacer esto —decía alguien de voz estridente—. ¡Es un despropósito! Hermana Mayor fue educada a la antigua. No sabe nada de estas ideas modernas.

Mi mujer me había hablado muchas veces de la estricta educación que había recibido Hermana Mayor. No sólo era la primogénita, sino que además, cuando ella era pequeña y el emperador manchú aún ocupaba el trono de China, la ética confuciana dictaba que las jovencitas de buena familia debían permanecer recluidas en sus habitaciones, dedicadas a las labores y virtudes tradicionalmente femeninas, con el bordado y la sumisión como asignaturas más importantes.

—Es la que más se parece a mamá —continuó una de las hermanas—. A todos les parecía una muchacha preciosa. Era tan grácil como la diosa de la Misericordia. Papá nunca encontró a nadie que fuera digno de ser su marido.

—Eso es lo que me preocupa —intervino alguien—. Si se hubiera casado y supiera de estas cosas no me alarmaría tanto, pero es virgen.

—¡Y completamente inocente! —añadió alguien más.

Aunque nunca hallé en Hermana Mayor indicio alguno de divinidad, ni tan siquiera de hermosura, lo cierto es que tenía un aire extremadamente virginal. Los largos vestidos de algodón azul que llevaba le llegaban casi hasta el tobillo, y siempre recogía su cabello, peinado con raya en medio, en un moño en la nuca, como se estilaba entre las chinas más anticuadas. Su maquillaje se limitaba a los polvos de talco, y aunque tenía agujeros en las orejas, nunca la vi con pendientes. Su único adorno era un alfiler con la cabeza de jade que llevaba clavado en su moño de cabello liso y aceitado. Ese alfiler, me señaló Aimee, era más afilado y más largo de lo normal, y en caso de emergencia podía resultar un arma de defensa muy eficaz. Con todo, a pesar de las apariencias, me costaba creer que su ignorancia de los asuntos mundanos, esos asuntos de los que nadie habla en voz alta, fuera tan absoluta como la familia creía; ¿no estarían subestimando la sabiduría que, aun sin orden ni concierto, sin duda habría adquirido con los años?

Sus hermanas habían tomado una decisión: debía abandonar ese trabajo como fuera.

Hermano Mayor fue el único que no las secundó. No podía permitir siquiera que intentara dimitir, dijo. Era demasiado peligroso. Este gobierno, recordó a sus hermanas, no consentía que los trabajadores abandonaran su trabajo o que cambiaran a otro sin una razón aceptable. Si Hermana Mayor insistía en presentar su dimisión, no había duda de que la policía la investigaría, e incluso podían terminar reclutándola para que se integrara en alguno de los batallones de personal administrativo que diariamente eran destinados al interior del país. No había más que hablar: estaría mucho mejor en un burdel de la ciudad. Entonces se dispuso a sermonear a sus hermanas acerca de la necesidad de aceptar la situación de forma realista y de dejar de refugiarse en un sentimentalismo inútil. Por supuesto que en los viejos tiempos nunca habría permitido que su hermana se encargara de una tarea semejante, pero era evidente que, en las presentes circunstancias, su obligación era la de prepararla para todo lo que se encontraría en la ciudad meridional.

Cuando al fin las hermanas se rindieron a la lógica del argumento de su hermano, Hermana Mayor apareció por la puerta cargada con una pequeña bolsa de viaje. Todos callaron de repente.

—Me voy —anunció.

—¡Espera! —dijo una de las tías—. Siéntate un momento. Queremos hablar contigo.

Hermana Mayor entró en la sala a regañadientes y se sentó en una silla, en el extremo de la mesa. Sacó una caja de cerillas.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó.

Hermano Mayor le dio un Ruby Queen. Lo encendió (me pareció que no tenía mucha práctica), inhaló una formidable cantidad de humo y luego lo dejó escapar muy despacio por encima de la mesa. Los cigarrillos eran la única concesión a la modernidad de Hermana Mayor, pero la había adoptado con ganas; las hermanas se quejaban de que fumaba unos cuarenta cigarrillos al día.

—Ya sabes —continuó la tía— que en la ciudad meridional tendrás que tomar precauciones contra las enfermedades. —Y como si su comentario le hubiera parecido demasiado enigmático, aclaró—: Todas esas mujeres tienen enfermedades.

Hermana Mayor parecía incómoda, concentrada en la punta de su cigarrillo.

—¿Qué enfermedades? —preguntó.

Hermano Mayor carraspeó:

—El fango blanco y el veneno de la ciruela,[4] esas dos.

—¡Ah! Esas dos —respondió Hermana Mayor.

—No bebas ni comas de sus platos ni de sus vasos —le advirtió Hermano Mayor—. Y no toques nada que ellas hayan tocado antes.

—Muy bien —contestó Hermana Mayor.

—No hables con ellas —le aconsejó la tía—, y si te hablan, no les respondas.

—Y siempre que estés en la misma habitación que ellas, ponte tu mascarilla —terció otro de los allí reunidos. Al igual que muchas otras personas en China, cuando salía a la calle Hermana Mayor solía llevar una mascarilla que, en teoría, no sólo filtraba el polvo y los gérmenes sino que, además, calentaba la nariz.

—Está bien —asintió Hermana Mayor—, la llevaré.

—Y lo más importante —añadió una de las hermanas—, no aceptes sus cigarrillos, aunque te ofrezcan uno de un paquete recién abierto.

—Eso da igual —contestó Hermana Mayor—, de todos modos, no voy a poder fumar. Me pidieron que no fumara para dar buen ejemplo a las chicas.

—Pero terminarás fumando a escondidas —insistió la tía—, así que prométeme que no fumarás los cigarrillos de esas chicas.

—Te lo prometo —respondió mansamente Hermana Mayor. Y como parecía que nadie tenía nada más que añadir, dio el sermón por terminado.

La acompañamos a la puerta principal, y allí colgó la bolsa del manillar de la bicicleta antes de alejarse pedaleando.

—Intentaré llamaros por teléfono mañana —nos gritó.

—Adiós —respondieron todos los Yu —. Y recuerda, no aceptes sus cigarrillos —gritó alguien justo antes de que ya no pudiera oírnos.

Durante los días siguientes, no pensamos en nada ni hablamos de nada que no fuera Hermana Mayor y las prostitutas. En realidad, sospechaba que yo tendría más en qué pensar que el resto de la familia, porque había estado en el burdel cuya gobernanta era Hermana Mayor. En aquel momento me guardé bien de divulgar este dato, aunque a la vista de las especulaciones que había desatado en la familia todo lo que le aguardaba en la ciudad meridional, me costó resistir la tentación de describirles, tan bien como recordaba, la Casa de los Sauces en Flor.

Había visitado el burdel una noche de invierno de hacía dos años, en compañía de cuatro extranjeros entre los que se encontraba Hetta Empson. Los cinco habíamos asistido a un espectáculo de la ópera de Pekín en la ciudad meridional, y desde el teatro nos dirigimos a un bullicioso restaurante de cuatro plantas. Allí, en el piso superior, bebimos vino amarillo y comimos lonchas de pato asado, aceitoso y crujiente con salsa de alubias de soja ahumada y puerros, enrolladas en unas tortitas de maíz tan finas y blancas como un rostro empolvado. Un miembro de la comitiva, un inglés llamado John Blofeld que vivía en Pekín desde hacía muchos años, se dedicó a responder a todas nuestras preguntas acerca de la ciudad. Hacia el final de la cena, alguien le preguntó si Pekín tenía un «barrio rojo» y John contestó que sí, que estaba bastante cerca. Se había instalado ahí hacía unos cincuenta años. Antes estaba en otra zona de la ciudad, pero se había incendiado durante la revuelta de los bóxers.

—¿Es verdad que, comparados con los occidentales, los burdeles chinos son poco más que casas de té? —preguntó otro de los comensales—. Lo que quiero decir —continuó—, es que las mujeres se dedican más a entretener a sus clientes que a otra cosa, ¿no es cierto?

John se rió.

—Me parece que lo mejor será que lo compruebes por ti mismo —concluyó.

—Vaya —protestó Hetta—, los hombres sabéis más que yo sobre estas cosas. Me parece totalmente injusto que la diversión sea siempre para vosotros. Yo nunca he visto un burdel.

—En ese caso —respondió John— lo que podemos hacer es ir todos a uno. Son sitios bastante seguros.

Y así fue como todos partimos rumbo a una casa de placer. Antes, sin embargo, John nos explicó que en China los burdeles están divididos en tres categorías —primera, segunda y tercera—, así que, para completar nuestra instrucción, nos llevaría a uno de cada.

Nos montamos en unos rickshaws y, al cabo de diez minutos, llegamos a un cruce en lo que parecía un sector de la ciudad meridional poco frecuentado. Tras bajarnos de los rickshaws y despedir a los conductores, nuestro guía echó un vistazo hacia una calle oscura y luego hacia otra que quedaba hacia abajo, antes de avanzar en dirección al sur. Todas las puertas de los muros que había a ambos lados de la calle estaban cerradas y oscuras, pero tuve la impresión de que, para ser tan tarde, había más gente de lo habitual merodeando delante de las puertas y andando por la calle. Nuestro guía se dio la vuelta de repente: creía que se había equivocado de dirección. Retrocedimos hasta el cruce y esta vez nos dirigimos hacia el este por otra calle que no se diferenciaba demasiado de la que acabábamos de abandonar. Cuando habíamos recorrido un trecho, volvió a detenerse.

—Me temo que tendré que preguntarle a alguien —dijo—. ¿Os importa?

Le aseguramos que no nos importaba en absoluto, y Hetta añadió que se lo estaba pasando en grande. John se aproximó con aire furtivo a una figura que estaba ante una puerta oscura y preguntó en chino:

—Perdone, ¿podría indicarme la dirección de alguno de los burdeles de esta zona?

El hombre del portal escupió y, dibujando un círculo con los brazos, contestó con voz ronca:

—Todo esto son burdeles.

—¿Ah sí? ¿Y podría volver a importunarle para que me señalara uno de tercera categoría?

El hombre dio un paso hacia un lado y, de un empujón, abrió la puerta que tenía detrás.

—Los de este lado de la calle son todos de tercera categoría —respondió.

Cuando hubimos atravesado el portal, nos hallamos en un pasillo largo que recordaba a un túnel. Los lados estaban mal iluminados por la luz que salía de unas ventanas cuyas cortinas parecían ser retales de colchas y ropa interior gastada. «¡Vieja tía!, tiene visita», gritó alguien. Una mujer gorda con un vestido de algodón negro enguatado apareció al final del pasillo, en un rincón. «Pasen, pasen, por favor». Se dirigió hacia nosotros balanceándose sobre sus pies vendados, una imagen cada vez más infrecuente.

«Hemos venido a tomar el té», dijo John, utilizando una expresión que, nos explicó más tarde, indicaba que nuestra intención era pagar una tarifa reducida por el privilegio de beber té y mirar a las chicas. Se trataba de una costumbre antiquísima, nos dijo, que ofrecía al cliente la posibilidad de escoger a una chica más bella, más rolliza o más joven de lo que, de otro modo, pudiera tocarle en suerte. Nos condujeron a una habitación al final del pasillo que daba a un patio embaldosado rodeado de galerías de habitaciones que se elevaban tres plantas y recordaba muchísimo al restaurante del que veníamos.

La habitación que nos asignaron tenía una mesa, sillas, una estufa de carbón, un hervidor de agua, una cómoda y una cama. En el centro de la mesa, sobre una bandeja de latón, descansaban una lata con té, una tetera de porcelana barata y varias tazas. La madame abrió la lata, echó unas hojas de té en la tetera y la llenó de agua hirviendo. Nos colocó las tazas delante y se sentó a esperar a que la infusión estuviera lista, con el aire de haber hecho esto ya muchas veces. Mientras tanto, todos observábamos la cama.

Como la mayoría de camas chinas, era grande, tenía una base de madera y estaba cubierta de edredones. A los pies de la cama había más edredones cuidadosamente enrollados —ninguno demasiado limpio—, y cerca del cabezal reposaban dos almohadas. Eran pequeñas; me figuré que estarían rellenas de cáscara de grano, como las almohadas más baratas. Cuando uno recuesta la cabeza en una de estas dúctiles almohadas, hasta el mínimo movimiento desata el chisporroteo de las llamas, el sonido de la lluvia sobre las hojas o el siniestro crujido de una bota en el suelo.

Mientras bebíamos el té empezaron a llegar las chicas. Fueron desfilando de una en una, deteniéndose un instante ante la puerta abierta de la habitación. La madame las presentaba a medida que iban pasando: Primor de Jade, Pureza Divina, Cuenco Precioso, Horquilla Fragante...

Las chicas se retiraban en seguida, demasiado deprisa como para que pudiéramos formarnos impresión alguna —lo que sí vimos es que todas iban muy maquilladas y que alguien parecía haber dibujado sobre sus frentes el mismo par de cejas arqueadas, como unas alas—, pero de todos modos felicitamos a la madame por la belleza de sus muchachas, pagamos y nos marchamos.

Encontrar el siguiente burdel, el de segunda clase, resultó mucho más sencillo, y no pasó mucho tiempo antes de que volviéramos a vernos bebiendo té mientras un rosario de bellezas desfilaba de nuevo ante la puerta de nuestra habitación. Las chicas no se distinguían gran cosa de las anteriores; en realidad, la única diferencia entre este burdel y el que acabábamos de visitar era que en esta habitación la mesa estaba cubierta con un tapete y los edredones estaban bordados con pavos reales azules. Le dimos las gracias a la madame por el té, elogiamos la belleza de sus chicas y nos dirigimos a un burdel de primera.

En la habitación donde nos sirvieron el té —que distaba mucho de ser lujosa— había una cama provista de enormes espejos en los pies y la cabecera.

—¡Mira! Como en el barbero —exclamó Hetta, asomándose a la cama para contemplar el reflejo de su cara y de su espalda en los espejos.

—¡Por el amor de Dios, ven aquí y siéntate! —le ordenó John.

Con los espejos, el plato fuerte de la casa era una chica que hablaba inglés y que, tras la presentación de rigor, se sentó con nosotros dispuesta a exhibir sus habilidades lingüísticas. Nos contó que había salido con un soldado americano que solía mandarle cartas, aunque ya no le escribía más, y que se llamaba Lily. «A mí gusta mucho americano», concluyó, lanzándole a John una mirada picara. Lily no era particularmente guapa: tenía la boca demasiado grande, los ojos demasiado pequeños y su cabello grueso, largo hasta los hombros, caía en ondas simétricas y zigzagueantes que nada tenían que envidiar a las de las imponentes barbas de Nabucodonosor; por si eso fuera poco, en su flequillo ondeaban los mismos rizos. Resumiendo: era grotesca y, sin embargo, tenía un atractivo misterioso y seductor.

—¿Eres feliz aquí? —le preguntó Hetta.

—Claro —dijo, y con la mano se cubrió la boca para ocultar las risitas que se le escapaban—. Este buen lugar. Todos aquí siempre contentos.

—¿Cómo se llama este sitio? —le preguntó alguien.

—Árbol crece lado del agua —dijo—, primavera muy bonito, el nombre de la casa.

Dedicamos unos minutos a descifrar la peculiar sintaxis de Lily; luego alabamos la belleza de las muchachas ante la madame, felicitamos a Lily por su dominio de nuestro idioma y le dimos una propina, pagamos nuestro té y nos despedimos del último burdel de la noche. Cuando salíamos, alguien le preguntó a John cómo se llamaba el burdel. La «Casa de los Sauces en Flor», respondió.

Cuando Hermana Mayor se marchó rumbo a la ciudad meridional, me pregunté si Lily aún estaría en aquel burdel. Pero al cabo de una semana, cuando Hermana Mayor vino a casa una tarde para hacer una visita rápida, no se me ocurrió cómo sonsacárselo sin terminar revelando mi aventura. La familia entera se congregó alrededor de Hermana Mayor para escuchar lo que tuviera que contar.

—Antes dadme un cigarrillo —dijo —. No he vuelto a fumar desde que me marché.

Con las primeras caladas se mareó un poco, pero enseguida se recuperó.

—¡Es horrible! —exclamó—. Las chicas me odian. Son ellas las que no me hablan a mí, y estoy convencida de que no me darían un cigarrillo aunque se lo pidiera. Además, no tienen ninguna enfermedad —explicó—, porque antes de que yo llegara ya había pasado por allí un pelotón volante de médicos y enfermeras que las curaron de todos sus males. Por lo que pude ver, están más sanas que la mayoría de la población.

Su primera tarea, nos contó Hermana Mayor, había consistido en convencer a las chicas de que sustituyeran sus breves atuendos de sedas y bordados chillones por los uniformes de algodón azul enguatado más sobrios que les había suministrado el gobierno. En cuanto escucharon esa propuesta, las chicas se echaron a llorar. «¡Preferimos morirnos ahora mismo con nuestra ropa!», sollozaban. Cuando Hermana Mayor desistió de su primera misión y pasó a la segunda —que las chicas se cortaran el pelo—, éstas respondieron con aullidos, patadas e improperios.

«¡Nos van a afeitar la cabeza!», exclamaba una. «¡Nos quieren desfigurar!», chillaba otra. «¡Mátanos ahora y termina ya con todo esto, huevo de tortuga podrido!», le gritaban a Hermana Mayor. «¡Al menos déjanos morir enteras!»

Hermana Mayor suspiró, fatigada.

—Siguen llevando sus antiguos vestidos, y aún llevan el pelo largo —dijo, y consultó el reloj —. Es hora de que me vaya y ya no sé qué hacer.

Sin saber qué aconsejarle en una situación como ésta, en que las virtudes personificadas por Hermana Mayor no tenían ningún sentido, la familia la acompañó hasta la puerta. «Sea como sea —dijo alguien mientras Hermana Mayor se alejaba en su bicicleta—, tendría que sentirse orgullosa de que las chicas no la aprecien. Esto prueba que es una verdadera dama.»

A la semana siguiente, Aimee y yo fuimos de compras al centro de la ciudad. Ya era oscuro cuando decidimos volver a casa y nos dispusimos a buscar unos rickshaws. Nos dirigimos al cruce de la avenida de la Paz Eterna con una calle que los extranjeros habían bautizado como Morrison Street,[5] famosa por sus restaurantes extranjeros, sus hoteles y sus teatros. Aimee indicó nuestro destino a unos conductores que estaban parados en una esquina: el callejón del Pelo Crespo.

—Cuatro mil —respondió uno de los conductores, pronunciando una cifra desorbitada. Los hombres que estaban a su lado parecían sorprendidos—.Yo sé adonde quiere ir ésa —dijo—, ya he estado allí otras veces.

Aimee y yo lo ignoramos y avanzamos hacia una explanada donde otros rickshaws corrieron a nuestro encuentro, pero el tipo de antes, que había ido pedaleando detrás de nosotros, se cruzó en nuestro camino y nos interceptó.

—Más vale que me cojáis a mí, así os ahorraréis problemas. Después de todo, los dos somos chinos —le dijo a Aimee, dando por sentado que yo no entendía su lengua—. Si tú les sacas el dinero a los extranjeros, ¿por qué no voy yo a sacarles un poquito también? ¿A ti qué más te da?

Aimee se detuvo, pasmada.

—¿Qué estás diciendo? —gritó—. ¿De qué hablas?

—No eres mejor que yo —respondió el conductor del rickshaw en un tono desagradable—.Ya sé lo que eres.

Aimee estaba furiosa.

—¿Qué me estás diciendo, perro muerto? —exclamó, fuera de sí—. ¿Me estás amenazando?

En ese instante, otro conductor que venía por detrás se interpuso, gritando:

—Es una de las hijas de la familia Yu, yo la conozco. ¡Déjala en paz!

Esa noche, ya en casa, nuestro incidente monopolizó la conversación de la familia, aunque no dimos con una explicación satisfactoria.

Hermana Mayor volvió a visitarnos a la semana siguiente, y estaba de magnífico humor. Una de las chicas le había ofrecido, por fin, un cigarrillo. Ella lo había aceptado, nos contó desafiante, y con esa simple acción puso fin a todos sus problemas.

—No son tan distintas de ti o de mí —explicó—. Son mucho más tontas que la gente normal, eso es todo, y se las tiene que tratar como a los niños.

—Dicen que algunas chicas saben idiomas —apunté con tanta indiferencia como pude—. No serán tan estúpidas.

—¡Idiomas! —se burló Hermana Mayor—. ¿Dónde crees que trabajo? ¿En la universidad?

—Estoy hablando en serio —repliqué—. ¿Ninguna de las chicas habla inglés?

—Me extraña que me lo preguntes —contestó— porque sí que hay una chica que lo habla, pero no sé si será cierto, porque no he estudiado inglés. Se hace llamar «Li-li», y dice que ése es un nombre inglés. ¿Significa algo?

—Es un nombre de chica —le expliqué—. ¿Y también es tonta?

—La verdad es que es más despierta que las demás —dijo Hermana Mayor—. Es muy buena chica, en realidad, y le estoy especialmente agradecida, porque fue ella quien me ofreció el cigarrillo.

El ofrecimiento del cigarrillo no era más que una broma, pero cuando Hermana Mayor lo aceptó y no sólo se lo fumó, sino que lo hizo como toda una experta, llenándose los pulmones con el humo de cada una de sus profundas caladas, las chicas se quedaron de piedra. A partir de ese momento, Hermana Mayor tuvo el éxito asegurado. Antes, sus órdenes —tanto si las presentaba en forma de obligación, como si las escondía bajo una sugerencia— no surtían efecto alguno en las chicas, pero cuando Hermana Mayor dejó de dar sugerencias para comenzar a dar órdenes con un cigarrillo colgándole de los labios, empezaron a obedecer al instante.

—Esto me ha demostrado —declaró Hermana Mayor— que, en toda mi vida, la única cosa útil que he aprendido es a fumar.

—¿Cómo puedes decir eso? —replicó una de sus hermanas—. Siempre has sido un modelo para nosotras. Te queremos porque no sabes casi nada del mundo.

—Pues ya podéis empezar a buscar otras razones para quererme —contestó Hermana Mayor— porque durante estas semanas he aprendido mucho. He aprendido palabras que nunca habéis oído; he aprendido lo que significan y, es más, estoy muy contenta de haberlas aprendido.

Me sorprendió comprobar que el comentario de Hermana Mayor no era recibido con gritos de indignación; al contrario: las Yu parecían dispuestas a admitir que su hermana las había superado. Cuando más tarde vi que se iban con ella al jardín, al «pabellón de los pinos antiguos», no pude evitar una suposición: lo que querían era contrastar su conocimiento de los asuntos mundanos con el nuevo vocabulario de Hermana Mayor.

Una tarde, pocos días después de que Hermana Mayor estuviera de vuelta en el burdel, Aimee y yo nos vimos envueltos en nuestro segundo incidente con un rickshaw. Habíamos ido al cine y, como ya era tarde, fuimos a casa con dos rickshaws que conseguimos a muy buen precio en la entrada del mercado de la Paz del Este.

Los conductores me parecieron muy animados durante todo el recorrido. Si se hubiera tratado de jóvenes, la cosa no me habría extrañado, pero ya tenían sus años, y no entendía cómo dos hombres tan mayores podían alegrarse tanto por la miseria que les íbamos a pagar.

—Tenemos algo, ¿verdad? —gritó uno.

—Sí que tenemos algo extra —asintió el otro.

—Eso mismo —respondió el primero.

Fueron intercambiando más comentarios de este tipo, hasta que uno dijo:

—Quien quiere guardar un secreto, por fuerza tiene que pagar un poco más, ¿me equivoco?

—Tienes razón —contestó el otro mientras nos bajábamos de los rickshaws, delante de nuestra puerta; entonces vi que Aimee también se había percatado de que algo pasaba. Fue a pagarles el precio acordado, pero los hombres no lo aceptaron.

—Vamos, vamos, hermanita —dijo el primero —, os hemos traído desde muy lejos. No pienses que con eso nos vas a pagar. Queremos cinco mil.

No estaban pidiendo propina; querían más de veinte veces el precio acordado. Como la puerta estaba atrancada por dentro, llamé al portero para que la abriera, pero por lo visto su sueño debía de ser tan profundo que no nos oyó.

—Haced lo que os decimos si no queréis que os rompamos los huesos —le dijo uno de los hombres a Aimee.

—¡Abre la puerta! —grité, golpeando las enormes hojas lacadas en rojo.

—¡Os haré picadillo! —nos amenazó el otro, mientras hacía ademán de levantarse del sillín.

—¡Policía! ¡Policía! —Aimee chillaba aún más fuerte que yo. La policía patrullaba por nuestra calle de vez en cuando, pero hasta ahora siempre la había considerado una fuente de problemas, no de soluciones.

—¡Policía! ¡Policía! —grité con Aimee—. ¡Abre la puerta! ¡Auxilio!

Hicimos tanto ruido que el conductor del rickshaw que estaba apeándose del sillín se detuvo, boquiabierto. Ninguno de los dos, estoy convencido, se esperaba una reacción tan furibunda; sólo habían querido tirarse un farol. Cuando más ruido hacíamos llegó el portero, medio dormido y abrochándose los pantalones. Abrió la puerta y nos refugiamos al otro lado de sus altos umbrales. Aimee le dijo que fuera a buscar a la policía al instante, y eso hizo; salió disparado calle abajo, dando trompicones y agarrándose los pantalones mientras gritaba «¡Policía! ¡Policía!».

A los conductores de rickshaw aquello pareció sorprenderles más todavía, pero cuando estábamos a punto de ganarles con sus propias armas decidieron «salvar la cara»[6] y se mantuvieron en sus trece profiriendo toda suerte de insultos contra nosotros o, mejor dicho, contra Aimee. Curiosamente, de mí no parecían tener gran cosa que decir, salvo que yo era extranjero, algo que Aimee y yo sabíamos de sobra, y que tenía mucho dinero, lo que para nosotros resultaba toda una novedad.

Al poco llegaron varios policías (siempre patrullaban en grupo) precedidos por el portero. «¡Allí! Esos dos», dijo.

Aimee dio un paso al frente.

—Contratamos a estos conductores en el mercado de la Paz del Este a doscientos yuanes por cabeza y ahora nos piden cinco mil.

—¡Cinco mil! ¡No puede ser! —dijo uno de los policías. Se volvió hacia los conductores—: ¿Cuánto le acabáis de pedir?

—Cinco mil —contestó uno de mala gana —. No es tanto para un extranjero. Seguro que a ella le paga mucho más.

—¡Pagadme! —tronó Aimee—. ¡Soy su esposa!

—No se preocupe —le dijo el policía a Aimee—, yo me encargo de esto. Vosotros dos, acompañadnos —les dijo a los conductores.

Hasta que no se marcharon y hubimos cerrado la puerta no nos dimos cuenta de que los conductores se habían quedado sin cobrar.

A la semana siguiente, Hermana Mayor se marchó del burdel y volvió a casa para quedarse. Estaba eufórica. Las chicas, de uniforme y con el pelo corto, habían sido trasladadas a los dormitorios de una fábrica y en esos mismos instantes, nos contó, estarían dedicadas a lo que el gobierno llamaba «trabajo productivo» en una fábrica popular de botones.

—¿Lily también? —pregunté.

—Sí, Li-li también —dijo—. Pero me temo que se meterá en problemas. Es tozuda y no se deja convencer. Dice que no quiere hacer botones, y se niega a asistir con las demás chicas a las clases de adoctrinamiento político. Espero que no le pase nada malo.

Todos estábamos muy contentos de que Hermana Mayor estuviera en casa de nuevo, y cuando un mes más tarde se estrenó la obra de teatro de las prostitutas, la familia entera la acompañó; era su invitada de honor. El espectáculo trataba sobre la vida de una prostituta, y todos los papeles los representaban muchachas rehabilitadas. Esperábamos ver a algunas de las chicas de Hermana Mayor.

El público, como era habitual en los teatros de Pekín en los que no se representaban piezas clásicas, estaba integrado casi en su totalidad por estudiantes y obreros a los que se les asignaban las butacas según el grupo al que pertenecieran. En vez de pasar la tarde o la noche tratando la dialéctica marxista o dirimiendo el verdadero significado de la amistad chino-soviética, a estos grupos de debate y estudio los enviaban a los nuevos teatros, donde los actores continuaban discutiendo los mismos temas sobre el escenario. Me habían contado que, en ocasiones, el público se abandonaba a exhibiciones emotivas dignas de las antiguas conversiones en masa de los puritanos, pero no me parecía muy probable que las ex-prostitutas reunieran los requisitos necesarios para inducir un éxtasis espiritual semejante.

El telón se levantó para revelar un decorado que habría sido utilizado en una de tantas producciones chinas de Los bajos fondos de Gorki. Se trataba del interior de un burdel, y allí veíamos a las chicas en una habitación grande, parecida a un dormitorio. Estaban apiñadas para calentarse, porque si la malvada madame no las llamaba para que atendieran a algún depravado cliente entre bambalinas, no podían vestir más que unos harapos miserables que apenas las cubrían.

La mayor parte de la obra se ocupaba de lo terriblemente mal que lo pasaban las chicas por culpa de la vieja bruja, personificación —esto nos quedó muy claro a todos—, de los males de la antigua sociedad capitalista. Hacia el final de la función, sin embargo, el sufrimiento del pueblo explotado quedaba simbólicamente encarnado en una de las muchachas. Enferma incurable de tuberculosis, la chica estaba tan débil que no podía ni abandonar su andrajosa cama, pero en vez de continuar alimentándola, la vieja bruja —a quien la chica le suponía un gasto inútil— la metía aún viva en un ataúd bastante precario y aseguraba la tapa con clavos para que no pudiera salir. Mientras tanto, el resto de las muchachas se dedicaban a sacudir los hombros y a gimotear apoyadas en las manchadas paredes de tela, mientras apretaban los pañuelos contra la cara.

Aunque la moribunda ya no estaba a la vista, seguía entre nosotros. La oíamos gemir dentro del ataúd, y sus gemidos se iban volviendo cada vez más débiles, hasta quedar casi ahogados por el llanto de las chicas. De repente, la sordidez de la escena fue desgarrada por un destemplado tú-tururú, el toque de rebato, imagino, de una corneta militar. Como era de esperar, el Ejército Popular de Liberación llegaba justo a tiempo. La bruja, encogida de miedo, se desplomaba sobre el decorado y, al poco, entre más toques de corneta y más soldados (en realidad, prostitutas vestidas con uniforme de soldado), el elenco entero (excepto la vieja bruja, a la que se llevaron del escenario a rastras) estaba fuera de sí de felicidad: la comprensión trascendental del credo marxista había arrancado a las chicas la venda de los ojos y ahora, curadas milagrosamente de todas sus enfermedades, estaban listas para marchar a la fábrica de botones.

Hermana Mayor no hacía más que recordarnos que las cosas no habían sido así en absoluto. Lo único que reconocía, nos dijo, era a una de las muchachas del escenario; quedé un tanto decepcionado al ver que no se trataba de Lily.

Todas las actuaciones adolecían de una falta de convicción lamentable, de la que sólo escapó la cara de pasmo de la vieja bruja cuando tuvo que hacerse a un lado de un salto para esquivar una piedra que le habían lanzado desde el patio de butacas. Con qué propósito habría traído alguien una piedra al teatro, eso no lo pude adivinar, pero el hecho es que se estampó con estrépito contra el escenario. La moribunda olvidó sus frases y la bruja, indignada, lanzó una mirada de odio al público.

Me habían contado que no era raro que en los nuevos teatros los villanos sufrieran agresiones físicas a manos de un público tan furioso que, en una ocasión, llegó a trepar sobre las candilejas y dejó a un actor malherido.

Pero ni la piedra logró que desviara mi atención del verdadero espectáculo que se estaba representando en platea, en las butacas que quedaban a nuestra derecha, al otro lado del pasillo. Esos asientos los ocupaban unos treinta o cuarenta estudiantes de semblante serio que pertenecían —o así me lo pareció, puesto que habían llegado juntos— al mismo grupo de debate.

En cuanto entraron en el teatro, noté que a todos les embargaba el mismo aire de profunda convicción, la misma devoción repelente y vacía que distinguía a los que habían alcanzado las cumbres espirituales de la perfección socialista.

Los símbolos de esta nueva élite —labios apretados, ceño fruncido, mirada escrutadora— estaban cada día más en boga en Pekín y, por suerte para los ambiciosos, eran muy fáciles de imitar.

Los jóvenes sentados al otro lado del pasillo no estaban fingiendo, de eso estoy seguro. Simplemente, no eran de este mundo; vivían por encima del resto de los mortales, me figuré, y a medida que la representación avanzaba me dieron la razón.

Mientras la bruja daba zancadas sobre el escenario, maldiciendo y pegando a las chicas, los jóvenes del otro lado del pasillo parecían no responder tanto a la obra como a sus demonios interiores. Las lágrimas se les saltaban a borbotones, y sus caras se contraían en una agonía de furia y desesperación incontrolables. Se revolvían en sus asientos, emitían sonidos guturales y respiraban con dificultad. Esta emoción tan sincera me cogió por sorpresa, y me volví sobre mi asiento para observarlos. Uno de los chicos de la fila más cercana a la mía empezó a sacudirse con violencia, como si le estuvieran aplicando una descarga eléctrica; puso los ojos en blanco y se quedó mirando hacia el escenario como un ciego. De pronto, como si el voltaje estuviera al máximo, se arqueó sobre el asiento y cayó al pasillo, donde permaneció completamente rígido. No parecía muerto: sus tobillos se agitaban y golpeaban el suelo, y por la comisura de los labios iba arrojando una espuma blanca.

El incidente creó cierta confusión, pero los acomodadores acudieron rápidamente al pasillo y se llevaron al chico con la misma facilidad que si se tratara de un tablón de madera. Sus compañeros, entre gemidos y convulsiones, con aire de estar inmersos por completo en el éxtasis interior de su alma, no le hicieron ningún caso. No tardé en descubrir que no se daban cuenta de nada porque, al poco, otros integrantes del grupo fueron presa de los mismos espasmos y convulsiones. Para mi asombro, en cuanto un chico se revolvía en su asiento, empezaba a echar espumarajos por la boca y los acomodadores lo sacaban de allí, otro ocupaba su lugar. Después de que a tres o cuatro chicos les dieran ataques parecidos y fueran retirados de la sala, un hombre mayor, sentado en la primera fila de un palco, se levantó y se dirigió al público. «¡Camaradas! —gritó—, ¡Conteneos! ¡Esto es tan sólo una obra de teatro!» La función estuvo a punto de detenerse. Las quejumbrosas muchachas soltaron el pañuelo y se quedaron mirando al público boquiabiertas. Sólo la corneta, que sonó entre bambalinas a su debido tiempo —hasta allí no habían llegado aún ecos de los incidentes—, rescató a la función y al público del caos más absoluto.

—Pero bueno, eso no sucedió. ¿Por qué lo han cambiado todo? Todo el mundo sabe que los burdeles se cerraron este año. ¿Cómo puede salir el ejército comunista liberándolos hace dos años? —preguntó Hermana Mayor mientras salíamos del teatro. Nadie respondió.

Todos volvimos a casa en rickshaw. Novena Hermana se adelantó un poco y lo cogió por su cuenta, y aunque la podíamos ver a lo lejos, su rickshaw circulaba mucho más rápidamente que los nuestros y no tardamos en perderlo de vista. Cuando llegamos a casa ya estaba esperándonos en la puerta, nerviosa y sofocada.

—Cuarta Hermana —le dijo a Aimee— ahora ya sé por qué la otra noche esos conductores pedían más dinero.

Entramos juntos en la casa mientras Novena Hermana nos contaba su historia con voz entrecortada. El conductor del rickshaw que había parado a la salida del teatro pensó que estaba sola, y justo antes de llegar al callejón del Pelo Crespo le dijo: «¿Ves?, soy rápido pedaleando. Llego a todas partes. Si me prometes una comisión, puedo conseguirte clientes de primera».

Novena Hermana se había quedado tan estupefacta que no pudo ni responder. Además, nos contó, también sentía curiosidad, así que decidió permanecer callada. Cuando el conductor llegó al callejón del Pelo Crespo, en vez de preguntarle dónde vivía pasó de largo ante la puerta de la mansión Yu y siguió calle abajo.

—¿A que no adivinas? ¡Me llevó derecha a la puerta de una de esas casas alquiladas enfrente de la mansión Wang! —exclamó Novena Hermana —. El conductor se quedó muy sorprendido cuando le dije que no vivía allí, y aún se sorprendió más cuando le ordené que retrocediera y parara delante de esta puerta. «¡Pero si es la casa del viejo juez Yu!», dijo. «Pues claro que lo es —le contesté— y yo soy su hija, y quiero saber qué insinúas con lo que acabas de decir, y también quiero saber quién vive en la casa a la que me llevaste.» «No le puedo contar estas cosas a una señorita como usted», contestó. Nuestro portero acababa de salir, así que le dije al conductor: «Díselo a él, él no es ninguna señorita», y entré en casa a esperar —se detuvo para tomar aliento—. ¡Tendríais que haber oído lo que le contó al portero!

—¿Qué le contó? —preguntó Aimee.

—¡Que ésa era una casa de puertas negras! —respondió, con el aire de quien sabe que el interés está asegurado.

—¿Una casa de puertas negras? —pregunté.

—Y además —continuó Novena Hermana, triunfal—, la mayoría de los conductores de rickshaw saben que en algún lugar de esta calle hay un burdel. Por lo que a ellos respecta, podría estar perfectamente en nuestra casa. Al fin y al cabo, aquí viven muchas mujeres.

—¿Qué son las puertas negras? —volví a preguntar.

—La puerta que hoy es roja mañana puede ser negra —respondió alguien enigmáticamente—. Nunca se sabe.

Al final, tuvo que ser Aimee quien me explicara que «puerta negra» es el nombre que recibe la casa, por lo general situada en una zona residencial, en la que una mujer independiente se establece como prostituta.

—¿Quieres decir que pintan las puertas de negro como reclamo? —pregunté.

—Se llaman así, nada más —respondió Aimee—. Una persona respetable podría pintar su puerta de negro sin que eso quisiera decir nada más.

Novena Hermana seguía hablando, casi sin resuello:

—Y ahora la ciudad está llena de puertas negras. El conductor dijo que antes habían algunas, pero desde la clausura de los burdeles están creciendo como la espuma.

—¿Y la policía no está al corriente de todo esto? —preguntó alguien.

—Puede que sí, y puede que no —respondió Novena Hermana—. Eso no lo sabía el conductor.

Me costaba creer que la policía, que ejercía un control absoluto sobre las idas y venidas hasta del más humilde e insignificante de los ciudadanos de Pekín, no supiera nada acerca de las puertas negras. Parecía más lógico suponer que toda la historia del cierre de los burdeles se había limitado a eliminar cualquier indicio de que las autoridades toleraban la prostitución, aun de forma oficiosa. Luego, si ésta se ejercía más o menos soterradamente no era asunto suyo; ya se habían salido con la suya y le habían exprimido al asunto toda la publicidad que habían podido. En realidad, no me hubiera sorprendido en absoluto que la policía recibiera las nuevas «puertas negras» con los brazos abiertos; les reportarían una fuente providencial de ingresos irregulares, y en la nueva China esos ingresos que no había que declarar eran cada vez más infrecuentes. Pero luego se me ocurrió una explicación mejor para esa aparente falta de interés por parte de las autoridades: habría resultado imprudente, si no del todo insensato, que continuaran reprimiendo un vicio que, según acababa de anunciar el gobierno a bombo y platillo, ya no existía.

Fuera cual fuese la razón, la casa de puertas negras seguía allí, y eso me pareció el insulto final a Hermana Mayor, que había llevado a cabo una tarea muy ingrata con un interés sincero y la mejor de las voluntades. Como agradecimiento, no sólo la habían engañado públicamente en el teatro sino que ahora, además, tenía que hacer la vista gorda en su propia casa a instancias de un gobierno cuya motivación, según pudimos comprobar, no fue sino el mero autobombo. Nos habíamos sentido orgullosos de Hemana Mayor y nos alegró verla tan satisfecha; por eso nos disgustó que a Novena Hermana le alegrara tanto ser la mensajera de tan malas noticias. Cuando Hermana Mayor nos dio las buenas noches y se fue a la cama, con aire triste y desconcertado, todos nos sentimos algo avergonzados y alicaídos.

La verdad es que nos habían tomado el pelo a todos. Durante los días siguientes intentamos sacarnos de la cabeza el asunto de las prostitutas. Quizá yo lo habría conseguido si esa primavera no hubiese ido con Aimee al parque Beihai —el «Mar del Norte»—, un parque de atracciones de la ciudad, a ver un espectáculo de fuegos artificiales sobre lo que en el pasado había sido uno de los tres lagos imperiales de Pekín.

Encontramos un banco al final de un sendero oscuro y poco transitado que discurría por la zona más apartada de la orilla, y pasamos un buen rato sentados allí, contemplando las cascadas de estrellas y las flores de fuego que esta— liaban sobre nuestras cabezas. Durante una breve pausa, decidí ir a la puerta principal para comprar unos helados. Compré dos cuencos, me aseguré de que me dieran las dos cucharitas de madera y, cuando estaba a mitad de camino, en el trecho más oscuro del sendero, oí un frufrú que provenía de unos arbustos que quedaban un poco más adelante y vi que de entre ellos salía una chica.

- ¡Wai! ¡Eh! —dijo en chino, en voz muy baja—. ¿Por qué vas con tantas prisas? Espera un poco—. Más adelante al lado del sendero había una farola, y me dirigí allí apresuradamente. La chica, todavía a mi lado, me cogió del brazo—. Espera.

Me detuve al lado de la farola, como si ésta pudiera protegerme, y miré a la chica. Aunque llevaba pantalones y el pelo corto y liso, tenía los labios grandes y los ojos de pilla que recordaba en Lily.

Bajo la luz ella me miró y me repasó de arriba abajo. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no era chino. «¡Dios mío! —dijo en inglés—. ¡Un ruso! ¡A mí mucho no gustar rusos!», y desapareció hacia los arbustos. Yo me apresuré por el sendero oscuro intentado no mancharme con el helado que se iba derritiendo; mientras, en lo alto, una repentina explosión de enormes flores moradas y blancas inundó el cielo negro.