8. Los antepasados

Cuando el anciano señor Yu murió, su tablilla, una placa de madera tallada de unos treinta centímetros de largo y diez de ancho en la que estaba escrito su nombre, se unió a las de su difunta esposa, sus padres y sus abuelos y bisabuelos de la rama paterna en un altar grande y sencillo que se alzaba en la sala principal de la mansión Yu. En aquel altar la familia practicaba ritos diarios que incluían ofrendas de comida, vino e incienso.

Estas tablillas eran más que un recuerdo del difunto; eran el difunto mismo, y contenían una parte del espíritu de la persona fallecida. Estaban hechas de madera de ciprés o de enebro chino sin pintar ni teñir, aunque en algunas el nombre del difunto no estaba grabado sino escrito. Las más antiguas, de entre diez y treinta centímetros de largo, estaban protegidas con una funda de la misma madera que bastaba con retirar para ver la tabla. En el extremo superior de cada funda, una pequeña rejilla tallada en la madera dejaba una abertura a través de la cual, si la luz incidía en el ángulo preciso, se podía ver la parte superior de la tablilla. Sin sus fundas, las tablillas parecían trozos de madera normales y corrientes, pero ocultas tras su celosía me producían la impresión de contener algún tipo de presencia que sabía perfectamente si alguien la estaba mirando.

Cuando la tablilla de mi suegro fue colocada en el altar me contaron que, según la costumbre china, debería ser venerada por tres generaciones. Sólo cuando su bisnieto hubiera muerto se podría trasladar su tablilla y la de su esposa al templo ancestral, donde descansaban los más antiguos miembros de la familia Yu. En vida, el señor Yu honró de modo impecable las tablillas de las tres generaciones que lo precedieron, pero sus hijos ya no estaban obligados a honrar las de sus tatarabuelos y resolvieron que éstas, de más de cien años de antigüedad, debían ser trasladadas al templo. Nunca había estado en aquel templo y sentía curiosidad por verlo. De hecho, no era muy común que una familia china tuviera un templo dedicado a los antepasados además del altar de la casa. En las mansiones chinas estos altares de los antepasados ocupan una habitación del patio nororiental.

Me contaron que el templo se alzaba a orillas del más septentrional de los siete lagos de Pekín y que no se había depositado una tablilla allí desde hacía décadas. Al señor Yu le había correspondido la tarea de visitarlo de vez en cuando, pero durante los últimos años estuvo demasiado débil para encargarse de las visitas, y el templo se había deteriorado muchísimo tanto por el cambio de actitud de sus hijos respecto de la devoción por los antepasados como, en mayor medida, por el descalabro de la fortuna familiar.

En realidad, a ninguno de los miembros vivos de la familia parecían importarles gran cosa sus venerables ancestros, pero el orgullo y la buena fe los obligaban a respetar las cláusulas principales del contrato que vincula a los vivos con los muertos. Y si el tatarabuelo Yu había muerto convencido de que lo honrarían y lo respetarían como mandaba la tradición, no sería su generación, decidieron, la que descuidara los rituales. Sin embargo, tengo la impresión de que, de un modo tácito, quedó claro que ellos serían los últimos en ocuparse de los antepasados. Aunque el contrato seguía vigente, ya habían mandado el primer aviso de rescisión.

Una clara mañana de principios de verano Aimee me dijo que, si me apetecía, esa misma tarde me llevaría a ver el templo de los antepasados. Quería inspeccionarlo para informar de su estado a la familia, aunque en realidad no hacía falta verlo para saber que tendrían que hacer obras importantes. Cualquier edificación china que quede descuidada, aun por pocos años, necesita arreglos, pero por extraño que parezca, si no hay ninguno en perspectiva es probable que resista el paso de varios siglos sin reparación alguna.

Ese día, después del almuerzo, Aimee llamó a un par de rickshaws y me entregó un sonoro manojo de llaves; las llaves del templo, según me dijo. Tuvimos la suerte de conseguir un par de rickshaws bastante rápidos, y tras dejar atrás la puerta de la casa y el callejón, enfilamos hacia el norte, hacia la avenida que recorre la ciudad de norte a sur por el sector occidental. En menos de quince minutos llegamos al punto en que la avenida gira hacia el oeste. Los rickshaws la abandonaron y siguieron hacia el norte, dando tumbos por un laberinto de callejones polvorientos y calles cada vez más angostas. Aimee, que iba en el rickshaw delantero, se cubrió el pelo y la mitad inferior de la cara con un pañuelo.

De repente, cuando cruzamos un puente de piedra bajo, las calles empezaron a ensancharse y fuimos bordeando un lago en cuya orilla más apartada se alzaban los ladrillos grises de la muralla del norte de la ciudad. Seguimos recorriendo el contorno del lago, y mientras nos aproximábamos a la muralla ésta parecía elevarse cada vez más, hasta que terminó ocultando por completo el horizonte. Cuando llegamos al pie de la muralla, los rickshaws giraron hacia el este y tomaron un sendero que discurría entre ésta y el lago.

Esta parte de la ciudad me intrigaba, aunque nunca había estado allí. Mientras cruzábamos otro puente de piedra caí en que aquél era el lugar por donde entraban a la ciudad las aguas frías y cristalinas de la Fuente de Jade, un manantial natural que queda a unos quince kilómetros al norte de Pekín. Es la principal fuente de abastecimiento de los canales, fosos y lagos ornamentales de la ciudad (el agua potable tiene otro origen), y tras pasar por ellos, sus aguas recorren las antiguas alcantarillas de piedra de la ciudad y desembocan, pardas y viscosas como el barro, en una acequia fuera del sector suroeste de la muralla.

Por entonces los comunistas ya se jactaban de que, gracias a que habían reparado el sinfín de compuertas y canales de desagüe del antiguo sistema de canalización y el sistema de drenaje de los lagos y los canales, el agua de Pekín se renovaba por completo cada cuatro días, pero aunque los lagos y los fosos sí que parecían más limpios, no había forma de comprobar si un tramo de agua en concreto tenía más de cuatro días sólo con mirarlo. El agua del lago más septentrional de Pekín, sin embargo, era la más clara que había visto nunca. Esa agua de manantial recién llegada del campo que aún olía a musgo y a liquen se desviaba hacia la ciudad a través de una reja de hierro situada al pie de la muralla y, formando remolinos negros y profundos, desembocaba en el lago por debajo del puente que nuestros rickshaws acababan de cruzar.

El camino empezó a estrecharse para pasar entre la muralla y el muro de una edificación que se alzaba en un saliente sobre el lago. Los conductores de los rickshaws frenaron y nos bajamos en el trecho más angosto del camino, delante de una puerta con tejadillo que se abría en el muro. Aimee me pidió las llaves y mientras yo pagaba la carrera, ella abrió la puerta. A una puerta china siempre le siguen puertas y más puertas, pero al franquear ésta, descubrí que la vista hasta el lago estaba totalmente despejada. A la derecha, mirando al sur sobre una terraza elevada, se alzaba un gran templo en un estado bastante lastimoso, con aspecto de completo abandono. «Este es nuestro templo», dijo Aimee.

Avanzamos hacia la fachada principal y llegamos a una gran terraza de baldosas resquebrajadas entre las que crecían los hierbajos. Aimee se volvió para inspeccionar el templo. La podredumbre se había apoderado de gran parte de los aleros, en los que se abrían enormes boquetes; las celosías de las ventanas, labradas con motivos de esvásticas entrelazadas —el símbolo budista de la eternidad— estaban muy maltrechas, como si las hubieran agujereado a cañonazos. La zona más próxima a la base del edificio estaba llena de trozos de madera podrida y tejas rotas. Aimee suspiró.

—Sí que necesita un buen arreglo —dijo—. Recuerdo cuando veníamos aquí en las noches de verano, cuando vivía mamá, para contemplar la luna y disfrutar de la brisa del lago. Bebíamos vino, contábamos cuentos y cantábamos canciones, y no volvíamos a casa hasta que la luna se había ocultado. —Se quedó pensativa y añadió—: Éste es un buen sitio para refugiarse durante un asedio, porque las bombas que pasan sobre la muralla también sobrevuelan el templo.

Intentamos abrir la puerta principal, de doble hoja. Aunque no se apreciaba ninguna cerradura, no se abría; parecía que estaba atrancada desde el interior con algún tipo de barra. Pero de una de las puertecitas que la flanqueaban colgaba un candado chino de cerradura doble. A primera vista, estos candados no se distinguen de cualquier otro candado chino, pero tienen dos llaves y han de abrirse dos veces. Aimee se aplicó a la tarea y consiguió abrirlo en un santiamén; estos candados tienen su truco. Entonces empujó, la puerta se abrió con un chirrido de goznes y nos internamos en el templo a través de una nube de polvo.

Lo que vi se me antojó un verdadero caos funerario. En un altar escalonado que trepaba hasta el techo y cubría casi toda la pared norte se amontonaban tablillas cubiertas de telarañas polvorientas. Apoyadas en todas las direcciones, mantenían un equilibrio muy precario: muchas yacían de lado, otras se habían caído por los escalones y estaban tumbadas boca abajo. Parecía que un terremoto hubiera sacudido el altar. Sobre una mesa larga reposaban muchas vasijas ceremoniales —quemadores de incienso, candelabros, jarrones y demás receptáculos—, pero pocas estaban derechas. Aimee dijo que el viento que soplaba por las ventanas rotas era el causante de aquel desbarajuste.

Dispuestos contra la pared había varios arcones lacados en rojo y negro y cubiertos de escombros: pedazos de faroles y de postes, estatuillas budistas hechas añicos, arpas sin cuerdas y un montón de campanas de latón. Del techo colgaban jirones de lo que debió de ser un dosel de brocado, y el suelo estaba tapizado con una gruesa alfombra de polvo amarillo grisáceo que se levantaba bajo nuestros pasos formando nubes lánguidas para volver a depositarse al instante.

Le pregunté a Aimee qué contenían los arcones, y como respuesta me pasó las llaves. Mientras ella se afanaba en quemar incienso en el altar, fui probando todas las llaves en el candado del arcón que tenía más a mano. Al fin, di con la llave correcta. Tras retirar fragmentos de la aureola de yeso de una estatuilla, un brazo también de yeso y varias campanas, levanté la tapa. El arcón estaba repleto de rollos rojos cuidadosamente sujetos. Cada uno estaba marcado con un nombre escrito en negro sobre una cinta de papel de oro. Alcé un rollo, aflojé el cierre de hueso y dejé que se desplegara hasta llegar al suelo.

Se trataba del retrato de un antepasado pintado sobre seda. Aunque sabía que en tiempos fue blanca, la seda había adquirido un color pardo y apagado que servía de fondo a los brillantes dorados, rojos y azules de la pintura. En ella se veía a un anciano de semblante severo que recordaba al hermano mayor de Aimee y, en cierta medida, a la misma Aimee. Estaba ataviado con el tradicional vestido mandarín y se sentaba en una silla parecida a un trono dispuesta sobre una alfombra de intrincados motivos. Cada detalle estaba reproducido con una minuciosidad extrema; hasta los pelos del gorro de marta cibelina del anciano estaban pintados uno a uno.

El arcón debía de contener unos doscientos rollos como mínimo. Aimee se reunió conmigo y le pregunté si todos los baúles estaban llenos de pinturas. Contestó que era probable que así fuera.

—La familia necesita dinero, ¿por qué no los vendéis? —pregunté.

Aimee se echó a reír:

—¿Y quién va a querer un retrato del antepasado de otro? No tienen ningún valor, si no es el de la seda vieja y la orla de brocado.

Me dispuse a enrollar la pintura.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?

Aimee observó el rostro.

—No lo conozco. Sólo sé que se llamaba Yu. Aquí todos se llaman Yu. Son de la familia, estoy emparentada con todos ellos.

Bajé la tapa y cerré el arcón con llave. Se estaba haciendo tarde y me alegré cuando Aimee dio por concluida la inspección y la quema de incienso; por fin cerramos la puerta del templo, echamos la llave y nos marchamos. La verdad es que cada vez me sentía más incómodo entre mis antepasados políticos. Todos parecían estar acechando, observándome desde el interior de las cajas que protegían las tablillas, agazapados en la creciente penumbra.

Esa noche Aimee informó a la familia sobre el estado del templo. Las reuniones familiares más importantes siempre se celebraban por la noche, porque ése era el único momento en que la asistencia de todos sus miembros estaba garantizada. Además, decía Aimee, la gente piensa mejor de noche. La familia decidió que, como última muestra de respeto por los antepasados, el templo debía reparase costara lo que costara.

No volví a visitarlo hasta pasadas varias semanas. Sabía que se habían reparado el tejado y las ventanas y que habían arrancado las hierbas de la terraza, pero no pude evitar mi sorpresa cuando un buen día Aimee me anunció que, al día siguiente, la familia celebraría en el templo una ceremonia funeraria budista para honrar a su padre. El objeto de este ritual no es el de asegurar el bienestar de almas pudientes y acomodadas, entre las que sin duda se contaba el señor Yu; se trata más bien de un acto de caridad para con la persona en cuyo nombre se oficia dicho ritual, y está encaminado a acrecentar sus méritos en el otro mundo. Es una especie de misa de difuntos para las almas que se han ido sin que en el más acá quede nadie para honrarlas, para llorarlas, para alimentarlas ni para satisfacer sus necesidades en ese lugar inmenso y sombrío donde, según se cree, los muertos quedan tan desvalidos como bebés, eternamente hambrientos y eternamente insaciables. Esta peculiar ceremonia también serviría para despedirse de los antepasados y del templo mismo porque, me contó Aimee, era muy poco probable que la familia pudiera permitirse mantenerlo en el futuro ni volver a celebrar en él ceremonias para los difuntos.

La noche en cuestión Aimee y yo salimos hacia el templo con algo de retraso. En realidad, no era necesario que todos presenciáramos el ritual entero y, como otros miembros de la familia, decidimos asistir sólo a una parte del mismo. Cuando llegamos al templo hacía rato que la ceremonia había empezado. La luna, casi llena, brillaba en un cielo tan frío y claro como el agua del lago. La maltrecha terraza, ahora limpia y desbrozada, parecía tan blanca y resplandeciente como la luna, salvo por un cuadrado de luz amarilla que se colaba por una de las puertas abiertas del templo. Un sonido de música y cánticos llegaba hasta nosotros.

El interior estaba bastante cambiado desde la última vez que lo había visto. Una larga mesa cubierta de seda roja se extendía desde la puerta hasta el altar y en su centro se alzaba un recargado arco hecho de madera y papel. A ambos lados de la mesa se sentaban veinte monjes budistas con la cabeza afeitada; vestidos con túnicas rojas y negras, cantaban y tocaban diversos instrumentos: gongs, campanas y tambores. En el extremo de la mesa más alejado del altar, de cara a la pared, estaba sentado el sacerdote principal, tocado con una corona de oro de la que colgaban largas cintas de brocado rojo y dorado.

Infinidad de velas iluminaban la mesa y desprendían un olor a grasa de cordero quemada que, al mezclarse con las nubes de incienso, se convertía en un vaho rancio y solemne. Los Yu se repartían por el templo sin orden ni concierto, sentados en sillas que habían traído para la ocasión. Algunos miembros de la familia intentaban unirse a los cantos: unos iban siguiendo sus libros, mientras que otros, mirando por encima del hombro de los monjes, intentaban descifrar el contenido de los que estaban abiertos sobre la mesa. Los que no cantaban parecían aburridos: Novena Hermana comía pipas de sandía con furia, Tercera Hermana hacía punto con el mismo ímpetu y Segundo Hermano y el marido de Segunda Hermana estaban enfrascados en una discusión cuyo objeto, según se oía por encima de los cantos, era una gallina que no encontraban.

Las tablillas —los muertos de la familia— se amontonaban en el altar, como cuando las vi por primera vez. Pero ahora algunas más estaban de pie, y a las de los escalones inferiores se les había limpiado un poco el polvo. Enseguida distinguí las dos tablillas que acababan de incorporarse al altar; estaban colocadas en el centro exacto del escalón inferior y parecían mucho más limpias que las demás. Delante de esas tablillas, sobre la mesa, se habían dispuesto ofrendas de comida y vino que, sin duda, también estaban dedicadas al resto de los antepasados. Cuando me acerqué a las tablillas, volví a experimentar esa sensación: igual que yo observaba, también a mí me observaban. Nunca había inspeccionado de cerca ninguna de las celosías a través de las cuales los antepasados, según parece, continúan vigilando este mundo, y mientras me aproximaba para verlas sentí, de esto estoy seguro, un viento suave que procedía del altar, como si me hallara en la boca de una cueva subterránea. Me aparté y me alejé hacia el lugar donde la luz de las velas era más intensa.

Aimee había tomado prestado un libro con el ritual, y ahora me hacía señas. Estaba de pie, detrás del sacerdote principal, que iba colocando sobre la mesa una selección de objetos de lo más variado: un disco zodiacal de bronce, diminutos platitos con arroz y aceite, campanillas de latón, un tambor, unas cajas chinas cuyas formas estilizadas recordaban a las de un pez, una maza doble, un cuenco de agua, unos trozos de pan de mijo basto y un libro abierto. En determinados momentos del ritual, el sacerdote lanzaba un par de granos de arroz hacia el arco situado en el centro de la mesa, la «puerta del espíritu» por la que se convocaba a los muertos.

El momento más importante de la ceremonia estaba al llegar, me dijo Aimee. Entonces el monje empezó a invocar a los difuntos. Yo tenía la certeza, desde hacía rato, de que ya se hallaban entre nosotros, pero escuché respetuosamente mientras Aimee traducía el texto clásico a un chino más sencillo. Fueron invocados los espíritus de los ahogados, de los que habían muerto congelados, de los fallecidos por inanición, de los amantes suicidas, de niños y de pescadores, de concubinas y de emperadores asesinados, de mendigos y de viudas. Los cánticos cesaron y luego volvieron a empezar, primero despacio y luego cada vez más deprisa. En la habitación resonaba el ritmo alterno de los tambores y de los gongs. Esa fue la invocación final. Entonces empezó la ofrenda de alimentos a las huestes fantasmales que se habían reunido en torno a nosotros.

Las manos del sacerdote no paraban quietas ni un minuto: rozaba la superficie del aceite con la punta de un dedo, dibujaba una línea invisible en medio del disco zodiacal, colocaba encima del disco tres granos de arroz, los movía de un signo zodiacal a otro, tocaba la campanilla y lanzaba los granos al arco. Luego, con la misma velocidad, entrelazaba los dedos, doblándolos y estirándolos, en una serie de gráciles gestos que simbolizaban torres del paraíso, flores que se abrían, llamas y joyas. De repente, cogió una campanilla y se puso en pie al tiempo que la hacía repicar. Los cánticos y la música cesaron. Durante unos veinte segundos sólo se oyó el fuerte repiqueteo de la campanilla, luego éste también cesó. Era el punto culminante de la ceremonia, y nada más natural ahora que el sacerdote tomara los pedazos de pan y, con un gesto discreto, los lanzara uno a uno hacia el arco.

Como los espíritus ya habían recibido su comida, la ceremonia concluyó. El sacerdote se sentó, se quitó la corona y todos empezamos a dar vueltas y a hablar a la vez. Los monjes se quitaron las túnicas, las doblaron con cuidado y empezaron a recoger los gongs, las campanillas y los libros de oraciones y apagaron casi todas las velas. Los monjes se marcharon y tras ellos se fue toda la familia menos Hermano Mayor, que se entretuvo encendiendo las últimas barritas de incienso antes de cerrar el templo con llave. Fuera, Aimee y yo nos quedamos un rato en la terraza, contemplando el lago a la luz de la luna, y luego volvimos a entrar en el templo justo cuando Hermano Mayor apagaba la última vela. En la oscuridad, la luz de la luna proyectaba esvásticas sobre el suelo y sobre el altar, donde —y esto yo no lo veía, pero lo sabía—, dibujaba un millar de motivos resplandecientes en el interior de las ventanas negras de las tablillas.

Hermano Mayor, Aimee y yo nos marchamos juntos del templo después de cerrarlo con llave, y como era noche cerrada y estábamos en una zona muy apartada de la ciudad, tuvimos que andar un buen trecho antes de encontrar unos rickshaws. El de Hermano Mayor abrió la comitiva y el de Aimee y el mío lo siguieron. Nuestros conductores, todos jóvenes fornidos, quién sabe si contentos por llevar pasaje y por cruzar juntos, a la luz de la luna, las calles vacías, empezaron a llamarse a gritos: «¡Anda un poco más rápido, vieja tortuga!», «¡Apártate de mi camino!», «¡Deja sitio a tu padre!». Y juntos, entre gritos de provocación y de ánimo, surcaron las calles como flechas. Los rickshaws iban dando tumbos, y debajo de ellos también se meneaban las lamparitas de aceite que hacían las veces de piloto. Tenía la sensación de estar volviendo de una fiesta donde todo el mundo estaba muy borracho. Yo también me sentía borracho, placenteramente relajado y adormecido en el traqueteo del rickshaw. Me pareció una justa despedida a los antepasados; ellos también estaban ebrios de incienso y vino, apoyados los unos contra los otros en su templo bañado por la luz de la luna.

Habría pasado cosa de un mes desde la ceremonia en el templo, cuando una tarde de verano unos amigos me invitaron a que fuera con ellos a la nueva «piscina popular». Ya había oído hablar de la piscina —la habían inaugurado haría un par de semanas— pero no sabía dónde estaba. Provistos de toallas y bañadores, mis amigos y yo cogimos unos rickshaws y nos dirigimos al norte por la avenida principal. Aimee no venía con nosotros, y yo no alcancé a oír las indicaciones que le dieron al conductor, así que ignoraba por completo hacia dónde nos dirigíamos.

Nuestros rickshaws pasaron de largo el cruce en el que la avenida gira al oeste y continuaron hacia el norte para internarse en un callejón polvoriento que me resultaba familiar. Ai cruzar un puente de piedra me di cuenta de que aquél era el camino que Aimee y yo habíamos tomado para ir al templo ancestral de los Yu. Ya se vislumbraba en el horizonte parte de la muralla de la ciudad septentrional y, al poco, cuando llegamos a la orilla izquierda del lago, vi el templo de los Yu que se alzaba a lo lejos, en la orilla de enfrente. La franja de agua que nos separaba del templo estaba invadida por botes de remos y por los chapoteos de varios cientos de cuerpos de piel brillante. Era un lago pequeño y no estaba igual que la última vez que lo vi; ahora lo rodeaba un pequeño muro de cemento que reproducía las suaves curvas y las precisas ondulaciones de la orilla.

En la porción de la terraza del templo que se adentraba en el lago se habían dispuesto unos escalones de cemento que llegaban al agua y permitían a los bañistas acceder a la terraza. Allí descansaban y se bronceaban algunas personas. Una chica con un bañador negro estaba a punto de tirarse de un trampolín de cemento situado al lado de la terraza. Nuestros rickshaws se detuvieron delante de un par de cobertizos de estera que hacían las veces de casetas de baño, y desde allí pude ver la puerta de la fachada posterior del templo. Era la puerta por la que Aimee, Hermano Mayor y yo habíamos salido esa última noche, la puerta que habíamos cerrado con llave para no volver a abrir nunca más. Estaba cerrada, el templo seguía tan silencioso y hermético como siempre. Sabía que el terreno no había sido confiscado; aunque en la terraza no se apreciaba ningún cambio, era evidente que formaba parte de las «instalaciones» de la piscina. No parecía que nadie hubiera allanado la propiedad, pero al instante sentí que no estaba como la habíamos dejado; me sorprendí preocupándome por los antepasados, como si después de todo, fueran seres reales.

Mientras mis amigos se cambiaban en las casetas, alquilé uno de los botes de la orilla del lago. No tenía las llaves de la puerta del templo, y sin ellas sólo se podía llegar allí en bote. Algo me decía que debía inspeccionar el templo de cerca, así que abandoné a mis amigos y me puse a remar por el lago. Cuando me aproximaba a los escalones de cemento, vi que se abría una de las puertas de doble hoja y que por ella salían, como si tal cosa, dos jóvenes bronceados cuyo único atavío era un breve bañador. Por unos instantes alcancé a vislumbrar el interior del templo. Me pareció mucho más desolado y sombrío que la primera vez que lo vi. La curiosidad, o quizá el simple gamberrismo, habría empujado a los primeros bañistas a entrar allí, porque la puerta de la entrada, la que daba a tierra firme, estaba cerrada con llave y no se podía utilizar como caseta de baño. No pude apreciar bien en qué estado se hallaba el altar, pero me pareció que sólo quedaban la mitad de las tablillas. No quise averiguar más Alcancé uno de los escalones y me dispuse a dar media vuelta, y entonces vi que en el agua flotaban media docena de tablillas. Imagino que algunos bañistas las habrían arrojado al agua para entretenerse, o quién sabe si practicaban algún nuevo deporte acuático que habrían inventado para pasar el rato.

Esa noche la luna, que brillaba casi llena sobre los tejados, no me dejó dormir. Cuando al fin pude conciliar el sueño, los antepasados lo invadieron. Vestidos con ropajes de corte y tocados con coronas, se congregaron a mi alrededor en hileras desdibujadas; estaban tristes y furiosos. ¿Por qué no los había ayudado?, me preguntaron. No pude responderles, y me desperté con el recuerdo del tintineo de sus antiguas coronas, del rasgueo seco de la seda al deslizarse y de su tristeza. En la habitación, la luz de la luna se colaba a través de las celosías y proyectaba dibujos geométricos: los dibujos de mi propia tablilla.