3. Los caballos del emperador
Mi suegro era conocido no sólo por haber sido el antiguo presidente del Tribunal Supremo de China, sino también por su colección de antigüedades. Su nombre era una leyenda en la famosa Liu Li Chang de Pekín, una calle donde las más codiciadas piezas de arte se compraban y se vendían al calor de una taza de té en trastiendas que olían a madera antigua y papel. Y hasta aquellos a quienes las antigüedades les interesaban poco o nada sabían que una vez había cambiado una finca en las Colinas del Oeste por un par de cálices de porcelana.
Cuando murió, dejó a sus hijos la mansión de Pekín, donde su familia había vivido durante generaciones, una inmensa colección de antigüedades sin catalogar que incluía los famosos cálices de porcelana, el templo de los antepasados de la familia en la ciudad septentrional, y un baúl lleno de billetes fuera de circulación y acciones sin valor alguno.
Quizá la parte peor conservada de la mansión Yu eran los tejados, hechos de teja y barro. Las semillas que el viento arrastraba germinaban en el barro y allí crecían matojos de hierba —o incluso árboles— que hacían caer las tejas y formaban goteras. Como para arrancar los hierbajos del tejado hacían falta andamios, trabajadores expertos y dinero, los Yu habían dejado que la vegetación creciera a su antojo sobre sus cabezas. Mientras tanto, el inmenso jardín también se había transformado en una selva; los estanques de rocalla se habían secado, y en columnas, balaustradas y puertas la laca roja y turquesa estaba desconchada. Las elaboradas pinturas que decoraban los aleros de la mansión se habían descascarillado y caído. Las habitaciones se habían vuelto oscuras y húmedas, pues la mayoría de los criados habían sido despedidos, y en ellas se acumulaba el polvo, en sus porcelanas, bordados, cuadros y entarimados de madera.
Aimee y yo nos instalamos en el «estudio del este». Nuestras estancias comprendían un dormitorio, una biblioteca, un estudio y una salita; en el pasado, el señor Yu solía retirarse allí para meditar y echar una cabezadita a media tarde. Teníamos que ocuparnos nosotros mismos de tener nuestras estancias en orden y, además, la cocina le robaba a Aimee mucho tiempo. Ella sabía cocinar platos muy sofisticados, como los que uno podía encontrar en la carta de los restaurantes más caros de Pekín, pero era incapaz de hacer un arroz hervido, y sus problemas culinarios le dejaban poco tiempo para ocuparse de la casa. Por fortuna, la hija del portero, que tenía doce años y se llamaba Negrita, nos ayudaba una vez a la semana con las tareas domésticas.
Desde el primer momento me sentí a gusto en aquellas habitaciones llenas de objetos que parecían mantener vivos los valores tradicionales de la antigua China. A pesar de la revolución y del estruendo de la guerra, tenía la impresión de estar viviendo muy cerca del corazón eterno de la antigua Cambaluc. Los patios amurallados de Pekín estaban dispuestos como cajas chinas que al fin encerraban las murallas ondulantes y los torreones de la ciudad exterior. Sentado en la que me parecía la más pequeña de las cajas —el estudio polvoriento y abandonado del anciano—, me sentía extrañamente satisfecho, convencido de que aquello que tenía era mucho más real que todo lo que quedaba fuera, porque lo que yo tenía no había cambiado.
Poco después de que Aimee y yo nos trasladáramos al «estudio del este», Hermano Mayor, convertido en el cabeza de familia, decidió catalogar todas las antigüedades de la casa y nos encargó que hiciéramos una lista de las que había en nuestras dependencias. No era una tarea fácil. Cuando por fin terminamos de vaciar cajones, armarios, y cómodas, nos tocó decidir qué piezas eran antigüedades y cuáles no lo eran. Si hubiera sido por mí, casi todos los objetos de las habitaciones —incluso las bombillas de vidrio soplado protegidas por pantallas de seda adornadas con borlas— se podrían haber incluido en la relación.
Todas las pinturas y las porcelanas terminaron en la lista, por supuesto, pero podríamos haber llenado otra, muchísimo más interesante en mi opinión, con los objetos sin valor pero absolutamente deliciosos con los que nos topamos durante nuestras pesquisas. Habría quedado algo así:
1. Tres protectores de uñas de plata esmaltada.
2. Un par de jarras de cristal decoradas con filigrana de oro y llenas de rapé, envueltas en seda azul, cada una guardada en su caja de madera de peral.
3. Una pala de marfil de unos quince centímetros de longitud con incrustaciones de coral y turquesa. Uso desconocido.
4. Un guqin (una cítara de cuerdas de seda, también denominada «arpa horizontal») lacado en negro.
5. Cuatro plumas de pavo real de dos ojos y dos de tres ojos con las que se adornaban los birretes de los mandarines.
6. Tres escupideras decoradas con capullos de rosa.
Al final nos tocó ocuparnos de los quemadores de incienso de bronce, los objetos más importantes del «estudio del este». Había diecisiete, aunque sólo catorce estaban expuestos, y el anciano señor Yu había sido famoso entre los connaisseurs de todo el país por ser su propietario. El quemador más grande, con la forma y tamaño de una sartén corriente, estaba expuesto en el centro de una larga mesa apoyada contra una pared, acompañado a ambos lados por seis quemadores más pequeños. Los otros siete estaban distribuidos de igual modo en una mesa cuadrada dispuesta al lado de la otra.
Estos quemadores de incienso tenían una característica excepcional: debían arder constantemente. Cuando el padre de Aimee quedó postrado en la cama, la instruyó en la historia y el cuidado de los quemadores para que se hiciera cargo de ellos. A diferencia de las antiguas vasijas ceremoniales de bronce decoradas con intrincados motivos y cubiertas de una pátina verdosa que se exhiben en museos de todo el mundo, estos quemadores estaban limpios, bruñidos y relativamente nuevos, pues se habían fundido hacía tan sólo quinientos años. Según Aimee nunca, ni antes ni después, se fabricaron otros iguales.
Un día Aimee me contó una historia. Durante el reinado del emperador Xuande, de la dinastía Ming, un edificio del palacio que alojaba infinidad de imágenes de oro quedó arrasado por el fuego. Tan grande fue el destrozo, que entre sus ruinas humeantes sólo se pudieron rescatar pedazos de oro fundido. Por aquel entonces la corte recibió un tributo procedente de Birmania: un envío de cobre rojo puro; y casi a la vez, de Turquestán llegó cierta cantidad de polvo de rubíes. Estos tres acontecimientos inspiraron a un oficial la realización de una pieza para mayor gloria del emperador.
«Con la venia de su majestad —dijo—: el oro no tiene más valor que el del mercado. El cobre en estado bruto no es más precioso que la tierra del suelo que su majestad posee en abundancia. Incluso el polvo de rubí, pese a sus propiedades medicinales, no se emplea sino muy de vez en cuando. Sin embargo, si según el arte del alquimista se mezclan estos tres elementos y se combinan con otras sustancias de las que disponemos en gran cantidad, se pueden crear objetos de bronce de belleza sin igual. Y como no existe mayor muestra de virtud que el cumplimiento escrupuloso de ritos y ceremonias, y en palacio escasean los quemadores, me atrevo a sugerir a su Majestad, como el más humilde de sus siervos, que ordene que sus artesanos más habilidosos fabriquen quemadores de incienso con estos ingredientes.»
El emperador Xuande recibió la idea de muy buen grado y el proyecto fue llevado a término. De las fundiciones de bronce fueron llegando, en cuanto salían del horno, un quemador tras otro, cada uno más hermoso que el anterior, y ninguno terminó de enfriarse nunca.
Entonces Aimee me explicó cómo se quema el incienso en China. No se le prende fuego. En el receptáculo del quemador se depositan unas cenizas grisáceas muy finas, a poder ser de incienso, y bajo las cenizas se entierra luego un pedazo de carbón que, privado de oxígeno casi por completo, se va consumiendo lentamente durante unos tres o cuatro días. Una vez que se ha depositado el carbón, el incienso —una astilla de sándalo o de palo de áloe, por ejemplo— se coloca sobre las cenizas y se va calentando muy despacio hasta que empieza a echar humo, se oscurece y se abarquilla. Cuando se quema de este modo, el incienso arde por más tiempo y desprende un aroma más intenso.
Aquellos quemadores de incienso no se habían apagado nunca; desde el momento en que salieron del horno, el pedazo de carbón que ardía en su interior se había ido reemplazando cada dos o tres días. Algunos quemadores del emperador Xuande se apagaron antes de llegar a manos del padre de Aimee, pero los catorce que estaban expuestos no se habían enfriado en quinientos años.
Eran objetos mágicos. Brillaban y relucían como joyas, y no había dos iguales. Algunos eran rojos; otros tenían motas de color verde irisado o pequeñas incrustaciones centelleantes de oro o rubíes; uno tenía una superficie dorada y bruñida, increíblemente clara y resplandeciente. Cuando Aimee me hubo relatado su origen, se dirigió hacia un armario y de su interior sacó un quemador de factura exquisita, pero de un color apagado y ordinario.
—Esto es lo que pasaría si el carbón se apagara —dijo.
—¿No se podría volver a encender? —pregunté.
—Por supuesto, pero no sucedería nada. Cuando el quemador se enfría del todo, pierde el color, y ningún otro fuego puede devolvérselo.
Aquel pequeño quemador, frío y vacío, me pareció trágico. Como sabía qué aspecto debió de tener cuando aún ardía, me di cuenta de lo muerto que estaba. Por primera vez comprendí que las habitaciones que ocupaba, la palita de marfil, los cálices de porcelana y el arpa de cuerdas de seda no eran más que cadáveres, y si no lo comprendí antes fue porque nunca los había visto en su esplendor.
Los días pasaban en el «estudio del este». Terminamos las listas. Aimee prendía los quemadores. Algunas veces yo jugaba con las cuerdas del arpa y escuchaba su sonido, sus siete notas melancólicas. Otras veces me sentaba a contemplar respetuosamente la pared forrada de libros encuadernados en tela azul. Aun sin abrirlos, conocía esas páginas llenas de columnas de caracteres negros que hablarían para siempre de vientos verdiazules y del antiguo hombre virtuoso. Y poco a poco me fui sintiendo cada vez más intrigado por el misterio de la palita de marfil. La habíamos encontrado en un cajón lleno de papeles y de cartas viejas, lo que no ofrecía ninguna pista acerca de su uso. Aimee se la mostró al resto de miembros de la familia y les preguntó para qué servía. Nadie lo sabía. Ni siquiera a la vieja Tía Qin, que se suponía que lo sabía todo, se le ocurrió nada mejor que sugerir que quizá se hubiera reservado para materiales muy valiosos como incienso en polvo, rapé o polvo de oro. Yo quería devolver la vida a alguno de los objetos de aquellas habitaciones que, con la excepción de los quemadores de incienso, me parecían tan muertos. Nadie sabía tocar el arpa, nadie tomaba rapé, y oler incienso estaba pasado de moda. Que pudiera usarla o no, no tenía ninguna importancia. Yo sólo quería saber para qué servía la pala. Me acostumbré a llevarla conmigo en el bolsillo interior de la chaqueta, al lado de mi pluma, como si un buen día, sin proponérmelo siquiera, fuera a sacarla para darle su debido uso.
Una tarde llegué a casa y encontré la puerta principal cerrada.
—¡Lao Ma! ¡He llegado! —llamé al portero. No hubo respuesta—. ¡Negrita! —grité, con la esperanza de que su hija estuviera en la casa—. ¡Abre la puerta!
Nadie acudía.
Sabía que la puerta no podía quedar desatendida. Me dirigí a la casa del portero y me puse de puntillas; apenas llegaba a ver el papel de la celosía que daba a la calle. Me costó un buen rato encontrar un hueco en el papel, pero al final lo conseguí, y con un ojo vi a Negrita de pie junto a la puerta. Estaba escuchando y sonreía sin darse cuenta de que la estaba mirando.
—¡Negrita! —grité tan alto como pude—. ¿Por qué no me abres la puerta?
Dio un respingo, salió por la puerta y corrió hacia los patios interiores. Nunca se había comportado así.
Estaba empezando a enfadarme. Cogí un puñado de piedrecitas y, desde la calle, empecé a lanzarlas sobre la puerta principal. Podía oír cómo repiqueteaban contra el tejadillo mientras caían. Luego alguien llegó corriendo, desatrancó la puerta y por fin Lao Ma me dejó entrar mientras se excusaba, jadeando. Empecé a preguntarle qué le había pasado a su hija, pero enseguida abandoné mi propósito. Eran los criados de la familia, no los míos, y sería mejor que fuera la familia quien se ocupara de ellos. Sin embargo, estaba decido a contarle el incidente a Aimee. Le pregunté a Lao Ma dónde estaba, y me dijo que Aimee estaba en el jardín.
La encontré sentada en una tumbona al lado de uno de los estanques rocosos. Estaba inclinada hacia delante, contemplando el estanque con arrobo; si yo no hubiera sabido que ese estanque estaba vacío y que su fondo lo ocupaban varios cerdos, el cuadro habría resultado profundamente poético. Los cerdos eran el último negocio de Hermano Mayor. Incluso antes de llegar al estanque me di cuenta de que era la hora de la comida. Aimee me miró.
—Escucha —dijo—. ¿No es un sonido curioso? Parece el de un elefante, más que el de un cerdo.
Que yo supiera, Aimee no había visto ni oído a un elefante en su vida.
—Los elefantes comen en silencio —contesté, sin saber si era cierto.
Mientras nos alejábamos de allí le informé sobre el peculiar comportamiento de Negrita.
—Se ha vuelto muy grosera últimamente —dijo Aimee—. Ha empezado a ir al colegio.
—¿Y eso no tendría que provocar el efecto contrario?
—En las escuelas ya no aprenden lo mismo que antes —respondió—. Sus profesores saben que es la hija de uno de nuestros criados, y le han estado enseñando que no tiene que obedecernos ni hacer caso de nada de lo que le digamos. Le han dicho que estamos anticuados. Hace poco llegó a preguntarme si yo era china, y cuando le contesté que sí, se enfadó. No me creía. Me preguntó por qué me había casado con un extranjero si yo era china, por qué no trabajaba, y por qué llevaba un abrigo de piel hecho con las pieles de miles de animales muertos. Intenté razonar con ella, pero fue imposible. Lo único que hace es repetir lo que le dicen en el colegio. Hablaré con su padre. Es su deber reñirla, si es que no le tiene miedo.
Hacia las cuatro de la tarde Aimee y yo salimos de casa juntos. Negrita, que según me enteré se había ganado una regañina y un cachete de su padre por culpa del incidente de la puerta, estaba sentada dentro de la casa, en los peldaños de mármol de la puerta de entrada. Pensé que en cuanto nos viera se iría corriendo, pero se quedó allí, mirándonos fijamente. No pude evitar pensar que quería matarnos y estaba echándonos un mal de ojo con todas sus fuerzas.
Tomamos el té con unos amigos, cenamos en un restaurante de la ciudad meridional y llegamos tarde a casa. Lao Ma, al que despertamos, nos dejó entrar. No vimos a su hija. La enorme mansión, con tantas habitaciones desocupadas, estaba sumida en la penumbra. Con la ayuda de una linterna avanzamos por galerías, arcos, puertas y patios en los que resonaba el eco hasta que llegamos a nuestras habitaciones en el «estudio del este». Aimee encendió las luces y dijo: «Estoy inquieta. Algo malo está a punto de suceder».
Se equivocaba. Ya había sucedido, aunque no lo supimos hasta la mañana siguiente.
Aimee siempre se levantaba temprano. Esa mañana escuché un grito que llegaba de la salita. «¡Ai ya! ¡Ai ya!». Corrí hacia allí y la encontré mirando horrorizada un pequeño quemador de incienso que sostenía en las manos. Lo volvió a dejar sobre la mesa enseguida y cogió otro. Luego tocó el resto de quemadores. «¡Están todos fríos!», aulló, y se desplomó sobre una silla.
Todos parecían fríos. Despojados del color de la vida, habían adquirido la tonalidad de un pomo de latón. Levanté un quemador. Las cenizas que contenía estaban un poco húmedas: alguien les había echado agua. Descubrimos que todos los quemadores habían corrido la misma suerte; alguien había vertido el agua justa para apagar el carbón.
Aimee estaba completamente hundida, y yo me quedé helado: no sólo se había destruido aquella belleza, sino que, además, cinco siglos de cuidados y de meticulosos esfuerzos para evitar que los quemadores se apagaran habían sido borrados de un plumazo. Los quemadores de incienso ya no eran un elemento anacrónico en aquellas estancias. El último espejismo de un lazo con el pasado se había desvanecido; ni los hombres ni los caballos del emperador traerían a China su antiguo esplendor... Me senté junto a Aimee.
—¿Quién lo hizo? —pregunté.
—Esa niña, desde luego. La voy a matar. No me importa lo que pueda pasarme. La mataré.
Pero permaneció inmóvil mientras hablaba; ni siquiera levantó la cabeza.
Los quemadores siguieron ocupando su sitio sobre la mesa durante todo el tiempo que Aimee y yo vivimos en aquella casa, pero ella no volvió a tocarlos. Por lo que pude saber, Negrita no recibió ningún castigo —por parte de Aimee o por la del resto de los Yu, al menos—, pero como Lao Ma era un hombre de carácter y principios firmes, le hubiera resultado imposible permanecer en la mansión. Él y su hija recogieron sus cosas y se marcharon a la semana siguiente.
Mucho tiempo más tarde, una de las hermanas de Aimee encontró una jaula de marfil dentro de un arcón guardado en uno de los trasteros. Estaba decorada con turquesas y coral, en el mismo estilo que mi palita; al final resultó que la pala había servido para limpiar las caquitas de pájaro del suelo de la jaula. La revelación, sin embargo, no me produjo emoción alguna. Ya no tenía importancia.