1. Dragones, bebés rosados y asuntos consulares

A finales de enero de 1949 Pekín se rendía con dignidad al invencible ejército comunista. Pocos días después, mi prometida —una joven china— me telefoneaba para decirme que su padre, enfermo desde hacía mucho tiempo, se estaba muriendo. Si no nos casábamos de inmediato, dijo Aimee, tendríamos que hacernos a la idea de esperar al menos un año a que finalizara el duelo, como exigía la tradición china. Celebrar una boda en un momento como ése podía parecer una falta de respeto, y tampoco podíamos adivinar cómo reaccionarían las autoridades chinas ante el matrimonio de la hija de un «capitalista burócrata» con un profesor americano, pero el futuro era ya tan incierto que decidimos seguir adelante con nuestros planes. Cuando se los comunicamos, la familia de Aimee no se opuso, pero como temíamos pudieran causarles problemas, todos convinimos en que los mantendríamos en secreto, al menos durante un tiempo.

Había conocido a Aimee un año antes, en un teatro de ópera de Pekín situado en la ciudad meridional. Había reservado un palco en el primer piso y, en el calor de aquella noche de verano, me abandonaba al pasatiempo favorito de los amantes de la ópera de Pekín: comer pipas de sandía saladas y beber una taza de té tras otra; los camareros se ocupaban de ir rellenando la tetera de vez en cuando. Advertí que el palco a mi izquierda estaba aún vacío, pero sabía que los más avezados nunca llegaban hasta pasadas las diez, momento en que los mejores actores salen a escena. Esa noche cerraba el programa Xiao Cui Hua, insuperable en el papel de jovencita coqueta. Xiao Cui Hua era de los pocos actores chinos que todavía calzaban las zapatillas de baile con puntera con que mejor se imitaban los pies vendados y el andar bamboleante de las mujeres de clase alta.

Acababa de terminar una pieza y un cartel anunciaba ya que Xiao sería el último en actuar cuando, en el palco de al lado, los camareros comenzaron a cubrir los respaldos de las sillas con fundas de seda roja y a preparar tazas y teteras. En ese mismo instante, un repentino murmullo del público me hizo mirar hacia el final del pasillo. Aimee estaba en la entrada, flanqueada por dos sirvientas vestidas de azul celeste. Llevaba un vestido de seda blanca con cortes en los muslos, ceñido y de cuello alto, y en la mano, donde brillaba un anillo de jade verde, sostenía un abanico de marfil. En el ambiente sofocante del teatro su belleza y elegancia resultaban sobrecogedoras. Por si eso no bastara, la deferencia con que los camareros la condujeron al palco contiguo terminó de convencerme de que se trataba de una dama distinguida. Cuando se sentó advertí en su pelo la cabeza de un alfiler de jade blanco y distinguí un olor a sándalo y jazmín, leve pero refrescante.

La función estaba a punto de empezar e hice señas a un camarero para que me trajera otra tetera. Cuando venía a mi encuentro, Aimee lo retuvo y le hizo un rápido comentario en chino. Después, una vez que el camarero se hubo marchado, Aimee se volvió a mí y dijo, también en chino aunque mucho más despacio: «El té de aquí es muy malo. Le he pedido que le prepare un té del que he traído de casa». Luego añadió en inglés: «No es más que té corriente, pero espero que le guste». Musité unas palabras de agradecimiento en chino y en inglés.

La última ópera, una comedia, comenzó puntual en cuanto los célebres pies de Xiao surcaron el escenario. El té que por fin me sirvieron era delicioso. Durante la función Aimee y yo no dejábamos de reír a la vez; casi tenía la impresión de haber ido al teatro con ella. Me pregunté si a ella le sucedería lo mismo. En todo caso, cuando la obra terminó y Xiao Cui Hua abandonó definitivamente el escenario, Aimee se presentó y me preguntó, otra vez en un chino muy claro, si me gustaría acompañarla entre bastidores para saludar a Xiao. Acepté encantado.

El actor se hallaba en su camerino, limpiándose el maquillaje con coid cream delante del espejo. Mientras tanto, sus ayudantes se afanaban en retirar primero las guirnaldas de piedras de colores brillantes de su peluca negra, y luego la peluca misma con todas sus piezas. Por último le quitaron unas bandas almidonadas de algodón blanco dispuestas sobre el nacimiento del pelo. Al colocarlas aún húmedas, me explicó Aimee, esas bandas tensaban la piel del actor y producían la ilusión de juventud que había admirado en el escenario. Pero sentado ante mí, ya sin maquillaje ni joyas ni bandas almidonadas, Xiao era un viejo común y corriente. Divertida ante mi asombro, Aimee me anotó su dirección y me invitó a tomar el té con ella unos días más tarde. Fue entonces cuando descubrí que sabía tocar el violín, que había aprendido baile gitano —con pandereta incluida— en Pekín, con unas rusas blancas y, para mi sorpresa, que había estudiado Química en la universidad. También me enteré de que era la cuarta hija del antiguo presidente del Tribunal Supremo Chino.

Sólo vi al padre de Aimee una vez. Su madre había muerto. Entonces, con su vestido enguatado de seda azul y su gorro de seda negra, el elegante anciano parecía débil y enfermo, y su piel era casi translúcida. Me recibió en el «estudio del este», un pabellón de la mansión Yu donde, en aquellos momentos, se ocupaba en el examen de un raro par de copas con pie de porcelana. Cuando dejó que las sostuviera me sentí inmensamente honrado. Ahora yacía en su lecho de muerte.

Tal fue el inicio de los acontecimientos que terminarían desembocando en la desconsiderada presteza de nuestra boda.

La ciudad acababa de sufrir un asedio de más de un mes. Me habían apartado de la Universidad Nacional de Qinghua, a unos diez kilómetros de Pekín, donde enseñaba inglés, y vivía en una casita que tenía alquilada en Pekín para los fines de semana y las vacaciones. Me gustaba la dirección: el callejón del Charco de Tofu. Durante el sitio, Aimee me traía soperas llenas de carne de cerdo al anís, bien untuosa, y me invitaba a increíbles festines para dos en la enorme casa de su familia. La identidad de sus proveedores era un secreto, y nunca se lo pregunté. Sólo sé que sin ella, y sin ellos, mis comidas no habrían pasado de arroz aguado.

El asedio se levantó por fin, pero la prohibición de que los extranjeros abandonaran la ciudad persistía, así que continuaba sin poder retomar mis clases. Las tropas comunistas se habían acuartelado en el patio delantero de la casa de Aimee y ataban los caballos en el jardín. Esos caballos se comían las muy preciosas y venerables raíces de crisantemo y terminaron convirtiéndose en el objeto preferido de las quejas de la familia, en franca competencia con los soldados. Los Yu —los dos hermanos y las ocho hermanas de Aimee, sus mujeres y maridos, hijos, tíos y tías; unas veinticinco personas en total— pasaban la mayor parte del tiempo lamentándose. Por aquel entonces los comunistas aún no gastaban mano dura, pero los soldados alojados en los edificios que rodeaban los patios delanteros ocupaban espacio, consumían agua y electricidad —bienes preciosos— y sembraban el descontento entre el servicio.

La familia de Aimee había vivido en la antigua mansión durante generaciones. La mansión —junto con el resto de pabellones y el enorme lago, de más de cuatro mil quinientos metros cuadrados— estaba cercada por un muro, y la conformaban más de cien habitaciones y un auténtico laberinto de pasillos y patios. Ocupaba varias hectáreas y, en tiempos, todas las habitaciones se calentaban por un sistema radiante —por quemadores de carbón que ardían bajo los suelos enlosados—, pero tras la revolución de 1911 el sistema resultó demasiado caro y se instalaron estufas de carbón. Aunque siempre había habido al menos veinte sirvientes en la casa, durante el sitio no llegaban a diez, y más tarde éstos, influidos por los comunistas, se volvieron vagos e insolentes: encendían los fuegos de cualquier manera, si es que los encendían, y servían las comidas tarde y mal. Una vez sorprendieron a un criado que prendía una estufa en la habitación del anciano diciéndole al enfermo —que estaba tan débil que ni siquiera podía hablar— que pronto se vería a quién le iba a tocar encender el fuego. El criado fue despedido y pasó los dos días siguientes lloriqueando en la puerta principal, lo que le ganó las simpatías de los soldados. Estos, que ya desconfiaban de esa gente que vivía en una casa tan grande, se volvieron tan hostiles y huraños que los miembros de la familia dejaron de utilizar la puerta principal; entraban y salían por otra más pequeña que se abría a un callejón trasero. Las circunstancias eran las menos propicias para una boda.

Algún tiempo antes de que las cosas llegaran a esos extremos, me había informado en el consulado estadounidense sobre qué hacer para que mi inminente matrimonio con una china fuera legal en Estados Unidos. Una boda china es, en esencia, algo sencillo: las dos familias redactan un certificado en presencia de una persona respetada por ambas familias, algunos amigos asisten a la celebración, y aquí termina el asunto. Y divorciarse, aunque es poco habitual, resulta aún más fácil: las dos familias sólo tienen que ponerse de acuerdo y romper el certificado. Nada se registra de forma oficial; el documento —un papel decorado con una orla de monedas de oro y de bebés rosados en todas las posturas imaginables— se puede comprar en cualquier papelería y lo completan las partes interesadas.

Según me explicaron en el consulado, a efectos oficiales el gobierno estadounidense consideraba el matrimonio chino —una ceremonia civil y privada, pero no religiosa— prácticamente nulo; sólo reconocía el enlace con un nacional chino cuando una persona con autoridad religiosa oficiaba el matrimonio y luego éste se registraba. En el consulado también recalcaron que un representante suyo debería asistir a la ceremonia —aunque al parecer eso no lo exigía ninguna normativa del Departamento de Estado— y que habría que abonar la suma de un dólar en concepto de registro matrimonial.

Cuando Aimee y yo nos disponíamos a ocuparnos de los preparativos, su familia nos dijo que la ceremonia, fuera la que fuera, debía celebrarse según los usos chinos. Aunque las bodas chinas no tenían nada que ver con la religión, Aimee y yo no dudábamos que pudiéramos convencer a un monje budista para que presidiera la ceremonia, haciendo las veces de amigo de la familia, para contentar así tanto a los familiares como al consulado. Tal vez se tratara de la primera boda budista en China, y esto nos hacía cierta ilusión.

Informé al consulado de nuestras intenciones y, uno o dos días después, un vicecónsul llamado Kepler me telefoneó para decirme que a los ojos del gobierno de Estados Unidos una boda budista tendría la misma validez que una taoísta o musulmana, es decir, ninguna. Según parecía, estas religiones no eran ni serias ni de fiar. Sin pronunciarse abiertamente sobre el tema, se nos dejó entender que el consulado sólo aprobaría una ceremonia cristiana; la única solución era celebrar una que pareciera lo más china posible. El señor Kepler dijo que intentaría encontrarnos un sacerdote o un pastor cristiano, y yo fui a casa de Aimee dispuesto a transmitir la noticia del modo más diplomático posible. Dos días más tarde volvimos a tener noticias del señor Kepler. Había tanteado a anglicanos, metodistas, presbiterianos y hasta al Ejército de Salvación, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a bendecir una unión interracial sin el consentimiento por escrito de los padres de ambos contrayentes. Cuando empezó el sitio había dejado de recibir correo del extranjero, ni siquiera podía saber si las cartas que escribía a América llegaban a su destino, y además no parecía muy probable que mi madre diera su aprobación. De todos modos, tampoco podría escribirle y esperar una respuesta a tiempo.

Me dirigí al consulado con la esperanza de que aprobaran la idea de celebrar un matrimonio con dos ceremonias, la china en seguida y la cristiana más tarde, cuando fuera posible; así contentaríamos al consulado y cumpliríamos con los requisitos legales estadounidenses. Mientras discutía mi propuesta con el señor Kepler, un portero chino que estaba encerando el suelo del vestíbulo se plantó en la puerta del despacho. Se presentó, titubeante, y dijo que quizá podría ayudarnos:

—Mi hermano es pastor cristiano —nos dijo.

—¿Ah, sí? Caramba —respondió Kepler—, no lo sabía. ¿De qué confesión? ¿Cómo se llama su iglesia?

El portero contestó que no lo sabía porque él no era cristiano y, además, tampoco sentía demasiado aprecio por su hermano. Pero a fin de cuentas, continuó, un hermano es un hermano, y no estaría de más que él mismo pudiera sacarle algún beneficio al asunto. Le pedí que mandara a su hermano a casa de Aimee aquella misma noche; yo estaría allí esperándolo.

El pastor llegó a las siete y Aimee y yo nos reunimos con él en el «pabellón de los pinos antiguos», una construcción del jardín que había sido el refugio favorito del padre de Aimee. Ahora éramos nosotros los que nos retirábamos allí para escapar de las incesantes quejas y de los numeritos del resto de la familia, que estaba totalmente desconcertada por los vertiginosos cambios sociales del momento y agotada por la tensión de tener a los soldados alojados en su casa. «Soy el reverendo Joseph Feng», nos dijo el pastor. Al poco descubrimos que ése era todo el inglés que sabía. Incluso su mandarín era malo, y a Aimee le costó tanto entenderle como a mí. Era el primer pastor que pisaba esa casa. Vestía un andrajoso abrigo de tweed, marrón, calzaba polainas color gris perla y se envolvía el cuello con una bufanda de seda que alguna vez debió de ser blanca y cuyos extremos le caían con elegancia por el pecho y la espalda. Llevaba un bastón tallado que mantuvo agarrado entre sus rodillas cuando se sentó. Cuando Aimee le preguntó a qué confesión pertenecía, mostró un trozo de papel gastado en el que, sobre infinidad de sellos y firmas, se podía leer: «El reverendo Joseph Feng es presbítero de las Asambleas de Dios».

Nunca había oído hablar de las Asambleas de Dios, pero nada más lejos de nuestra intención que interrogarle a fondo; si al consulado le parecía bien, nosotros estaríamos encantados de aceptarle. Sabíamos que a la familia de Aimee le traía sin cuidado el componente religioso de la ocasión y que sólo le preocupaba que la ceremonia se celebrara según la tradición china. Como ya dije, la firma del certificado es lo principal; más allá, el acto puede aderezarse un poco, si se quiere, pero no es necesario. Al novio y a la novia los asisten dos parientes o amigos cercanos, se intercambian los anillos, y la persona que preside la ceremonia —en este caso, el reverendo Feng— desea larga vida y muchos hijos a la pareja.

El reverendo Feng, a quien su hermano había puesto al corriente de todo, entendió rápidamente lo que se esperaba de él, y acordamos que a la mañana siguiente nos reuniríamos en el despacho de Kepler.

—Sí, sí —iba diciendo el señor Kepler mientras yo, escoltado por el señor Feng, le contaba que habíamos encontrado a un pastor apropiado—. Las Asambleas de Dios. Muy bien, excelente. ¿Y cuándo será la boda? Ya sabe que tendré que asistir en calidad de testigo consular.

Intentando disimular mi alivio, le contesté que la boda se celebraría en casa de Aimee dos días más tarde, a las ocho de la noche. Luego le conté que queríamos que nuestro matrimonio fuera un secreto, sobre todo para las tropas que ocupaban el jardín delantero; como no sabíamos cuál sería la reacción de las autoridades comunistas, si esa noche algún curioso se interesaba por las idas y venidas de tanta gente diríamos que estábamos celebrando una pequeña fiesta privada. Por alguna razón, al señor Kepler le gustó la idea del secreto y declaró, emocionado: «Puede confiar en mí». Observé que el reverendo Feng no hablaba inglés y que, por lo tanto, la boda se celebraría toda en chino. Kepler se mostró comprensivo; por lo visto, creía que si celebrábamos la ceremonia cristiana en aquel idioma era porque queríamos mantenerla en secreto.

El reverendo Feng me acompañó a la casa de Aimee y allí discutimos un rato con él por el asunto de los honorarios. Aunque en aquella época circulaban por Pekín diversas monedas, ninguna era del todo estable, y el precio de cualquier cosa que costara más que un paquete de cigarrillos se negociaba en dólares de oro o de plata, o incluso en libras de mijo o rollos de tela. El reverendo Feng quería plata, veinte dólares mejicanos, aunque cinco bastaban para pagar el salario mensual de un criado. Finalmente cerramos el trato en nueve dólares mejicanos. Era una suma más que respetable, pero el reverendo Feng —sin duda instruido de nuevo por su hermano— se daba perfecta cuenta de cuán valioso nos resultaba. Le dijimos que queríamos que la boda resultase tan secreta y tan china como fuese posible y solicitamos su colaboración. Prometió que haría cuanto estuviera en su mano.

Teníamos dos días para dejarlo todo listo. Como no tenía una alianza para Aimee ni dinero para comprársela, ella me dio un anillo de diamantes para que se lo pusiera durante la ceremonia, y aunque yo no podría ver el vestido de Aimee antes de la boda, fue ella quien se encargó del mío: llevaría un vestido azul celeste de delicado paño tibetano y, encima, un chaleco estampado de seda negra. También llevaría zapatos de seda negra y calcetines blancos. Aunque los detalles pueden variar, se trataba de un vestido de boda de hombre bastante común. A Aimee no le gustaba mucho el rojo chillón del atuendo de boda tradicional chino, y sólo desveló que ella diseñaría una adaptación del mismo.

Los demás detalles corrían a cargo de amigos y sirvientes. Me dieron instrucciones de no presentarme en la casa antes de las ocho de la noche del día de la boda. Se acordó que, esa noche nada más, se abriría de nuevo la puerta principal; como estaba lacada en rojo y rematada por un alero enorme, a los invitados les resultaría más fácil de encontrar que la pequeña entrada del callejón trasero. Pasada la puerta principal había un patio de entrada tras el que se abrían los patios donde estaban acuartelados los soldados comunistas.

La noche de la boda hacía frío, y cuando llegué a la puerta me encontré con un grupo de soldados que se estaban calentando alrededor de una hoguera. Tenían un aire nervioso y hostil, a causa quizá del repentino ir y venir de aquella noche por una puerta que habían terminado por considerar de su exclusiva propiedad. A la izquierda de la entrada principal, una puertecita en el muro del patio conducía a un rincón del jardín, el lugar donde un criado apostado en la entrada debía conducir a los invitados. Al otro lado de la puertecita una fila de farolillos colgantes señalaba el camino por los senderos de piedras y guijarros. Grutas de rocalla, una pérgola de glicina, caballos que pacían tranquilos y despedían un leve hedor, y bosquecillos de bambú que el viento hacía susurrar; cuando todo esto quedaba atrás, el camino llegaba al fin al «pabellón del los pinos antiguos», donde se celebraría la boda.

El «pabellón de los pinos antiguos» era una estancia imponente donde, en tiempos, el padre de Aimee había atendido a infinidad de prohombres del país. Con la excepción de los sofás y alguna que otra butaca, todos los muebles eran de estilo chino. Los suelos eran de baldosa negra pulida y estaban cubiertos de alfombras chinas. Seis faroles hexagonales de vidrio y madera tallada estaban suspendidos del techo en hilera, y de cada una de sus seis esquinas colgaban largas borlas de seda roja. Tiestos con naranjos, tilos y plantas en flor decoraban la habitación, y las paredes —excepto la del norte, cubierta de espejos— estaban adornadas con paisajes chinos. Unos veinte invitados se congregaban ya allí cuando yo llegué, mientras los criados iban disponiendo ingentes cantidades de comida y bebida en aparadores y mesas. Las ventanas se habían protegido con papel de arroz para ocultarnos de las miradas de los soldados.

Vi que el señor Kepler estaba allí, sentado justo debajo de un farol y visiblemente animado mientras departía con una de las atractivas hermanas menores de Aimee. Pasados unos minutos la escultora surafricana Hetta Crouse, una amiga común, llegó con su marido, William Empson; por aquel entonces William, poeta y crítico inglés, daba clases en la Universidad de Pekín. Pregunté a Hetta, que sería mi madrina, si había traído su sello. Quizá debería explicar que en China cada persona tiene su sello. Es el equivalente de la firma, que allí no es válida: los chinos creen que una firma se puede copiar fácilmente y que, en cambio, no hay dos sellos idénticos. Incluso los niños deben usar su sello cuando se inscriben en el colegio o firman los vales para el material escolar.

—He traído una carretada —respondió Hetta, abriendo el bolso y descargando sobre la mesa una auténtica colección de sellos—. Algunos son míos, otros de William, otros son de los niños, y el resto no sé de dónde los sacamos. Pero en tu certificado tenemos que usarlos todos. Darán un aire pero que muy importante.

Al poco llegó el reverendo Feng. Iba vestido como la vez anterior, con la bufanda roñosa que le colgaba por pecho y espalda, y con el mismo bastón. Se quitó el abrigo con cuidado —la bufanda, sin embargo, se la dejó puesta—, pasando el bastón de una mano a otra durante la operación y, tras darme un apretón de manos, se unió a Kepler. Los criados siguieron llenando de exquisiteces los aparadores y las mesas hasta que ya no quedó ni un palmo libre; era evidente que tanto la comida como los invitados estaban listos. Entonces la señora Hu, la madrina de Aimee, entró con ademán elegante y —por deferencia hacia los extranjeros presentes— anunció en inglés: «¡La boda va a empezar!».

El reverendo Feng se levantó de golpe y, secundado por su bufanda, avanzó hacia el centro de la habitación; en ese momento Aimee apareció por la puerta flanqueada por dos de sus hermanas. Llevaba un vestido rojo, dorado y negro que le llegaba al tobillo. En su cabeza se agitaban enormes mariposas de oro y aves fénix que, montadas sobre muelles, escupían joyas; unos dragones de oro adornaban sus orejas. Calzaba los tradicionales zapatos con plataforma propios de la nobleza manchú que habían pasado de moda hacía más de una generación. Entró con paso inseguro en la habitación, como salida de una ópera china.

Nadie hablaba. Aimee se dirigió vacilante hacia el otro extremo de la habitación y enseguida todos los participantes, excepto el reverendo Feng y los invitados, se apresuraron a ocupar su sitio junto a los contrayentes: la familia de Aimee y sus amigos detrás de ella, y mi grupo, que aun incluyendo al señor Kepler quedaba ampliamente superado por el de la novia, detrás de mí. Hetta estaba parada a mi lado, mirando a la señora Hu y a Aimee. En el centro de la habitación, de cara al sur, el reverendo Feng se columpiaba ligeramente apoyado en su bastón. Transcurridos unos instantes, Aimee y yo avanzamos hacia el reverendo; reflejados en los antiguos y amarillentos espejos de la pared norte, vi los ojos de Aimee, que bajaba la mirada en señal de recato, y la bufanda del reverendo Feng.

El reverendo Feng puso los ojos en blanco y abrió la boca. Nadie estaba preparado para el volumen de su voz, y Aimee se tambaleó visiblemente sobre sus altos zapatos. Cuando las reverberaciones de la primera frase se apagaron, volvió a empezar bajo, muy despacio. La agonía teñía sus palabras, que fueron ganando volumen hasta que otra vez alcanzó un fortissimo. De nuevo se hizo el silencio. Ya nos armábamos de valor para resistir la tercera explosión cuando el reverendo entonó un canto rítmico que subía y bajaba. Yo no tenía la menor duda: había entrado en trance. Aunque nada de lo que dijo me resultaba mínimamente inteligible, aquello no parecía en absoluto una ceremonia de boda. Qué serían las Asambleas de Dios, me preguntaba. ¿En qué nos habíamos metido?

En una esquina del espejo veía el rostro helado de Hetta. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué estarían pensando todos? Esperaba que Kepler estuviera contento con su ceremonia cristiana; todo aquello era culpa suya. Le miré a los ojos, pero los tenía cerrados, y en su cara no se adivinaba ninguna expresión. La comida estará fría, pensé. ¿Qué vamos a hacer? ¿Es que nadie lo puede detener?

De repente, me di cuenta de que en realidad el reverendo Feng se había detenido y me estaba mirando. Por unos instantes creí que me había leído el pensamiento, pero luego me di cuenta de que me había perdido algo y asentí despacio con la cabeza. No estaba demasiado seguro, pero imaginé que habría pronunciado el equivalente del «¿Quieres a esta mujer como legítima esposa?». El reverendo se volvió hacia Aimee y dijo algo, y ella también asintió. Entonces comprendí que no me había equivocado.

Aimee alargó la mano izquierda y le puse la alianza; luego yo le ofrecí la mía y ella me puso un anillo de alejandrita. Hicimos una reverencia ante el reverendo Feng, nos hicimos otra mutuamente y, por fin, nos inclinamos ante los invitados. La boda había terminado. Lo que me habían parecido horas sólo habían sido, tal y como me prometió el reverendo, unos pocos minutos. La comida ni siquiera había comenzado a enfriarse.

Estampamos en el certificado de matrimonio chino los sellos de Hetta, los nuestros y los de los demás testigos. Nos comimos toda la comida y nos bebimos toda la bebida. El reverendo Feng recibió sus nueve dólares mexicanos y el señor Kepler pasó, según testimonio propio, «una tarde francamente interesante». Sin embargo, por muy casados que estuviéramos, el padre de Aimee se estaba muriendo y los soldados, a quienes habíamos ocultado la ceremonia, todavía se encontraban en la casa, así que me retiré con los Empson y jugamos al bridge para tres hasta el amanecer. Luego fui al consulado, pagué mi dólar y, acto seguido, guardé entre mis documentos más preciados un trozo de papel blanco y rígido con las letras «Certificado de Matrimonio del Servicio Consular de los Estados Unidos» impresas en letras negras en la cabecera. Debajo, escritas a máquina, se leían las palabras: «Ofició el reverendo Joseph Feng de las Asambleas de Dios», que nos convertían a Aimee y a mí en un matrimonio legal a los ojos del gobierno de los Estados Unidos.