4. Cuadros, cocineros y criminales
Como el ejército comunista se autodenominó «Ejército de Liberación», los extranjeros que permanecieron en Pekín tras la rendición adoptaron la costumbre, por pura comodidad, de datar los sucesos según hubieran sucedido en tiempos de la «pre-liberación» o en los de la «post-liberación». Mi propia experiencia estaba netamente dividida entre esas dos etapas. En tiempos de la pre-liberación enseñaba inglés en la Universidad Nacional de Qinghua, a unos diez kilómetros de Pekín, y tenía una casa en el campus. En tiempos de la post-liberación, no podía dar clases de inglés en ningún sitio y vivía en la casa de la familia de Aimee, en Pekín. La liberación también partió en dos la historia de Lao Bei, mi cocinero.
En Pekín casi todos los forasteros acababan teniendo, tarde o temprano, problemas con el servicio. En tiempos de la pre-liberación, estas historias constituían un tema de conversación habitual en todas las reuniones, y el criado en cuestión era siempre, invariablemente, el cocinero. El protagonista de la historia, por lo común especialista en algún tipo de cocina —rusa, china o mongola—, siempre tenía alguna rareza: si no dormía con un cuchillo bajo la almohada, le daban mareos o veía fantasmas. Al final se volvía chiflado de remate y, presa de una ataque de locura, terminaba persiguiendo a su señor trinchante en mano. Tras el despido, llegaba la confesión: era una víctima más de la revolución de 1911. Antes había sido un alto funcionario manchú —un criado de la familia imperial, o un noble a quien ésta mantenía, o incluso un príncipe de la antigua nobleza—, y ahora se veía reducido a una ocupación vulgar.
Aunque su padre sí que había sido un alto funcionario, una generación entera separaba a Lao Bei de los estragos de la revolución de 1911, y yo le tenía en una estima superior a la del típico cocinero. Hablaba un poco de inglés y era un profesional excelente; era capaz de preparar desde un shash— lik hasta el «polvo de Pekín», un auténtico monumento a la paciencia cuya preparación consiste en triturar castañas asadas hasta que adquirieren una consistencia arenosa para luego espolvorearlas sobre un timbal de frutos rojos glaseados y recubrirlas de caramelo hilado y nata montada. Sin embargo, poco después de que entrara a mi servicio empezaron los despropósitos. Descubrí que había sacrificado a algunos pollos introduciéndoles lentamente una aguja muy larga a través del cerebro. En ocasiones se golpeaba la cabeza contra la rocalla del jardín hasta que el pelo le quedaba todo ensangrentado, y luego explicaba que se sentía desconsolado por los males que azotaban al país. Instaló a su joven esposa en la habitación que ocupaba detrás de la cocina, y a menudo oía como le pegaba. Sus gritos resonaban por toda la casa, pero cuando yo llegaba a la cocina, los encontraba a los dos en la habitación, riendo bajito, tan tranquilos. Una vez, Lao Bei entró en mi dormitorio a medianoche, me despertó de un sueño profundo y me preguntó: «¿Me llamaba, señor?».
Esos incidentes no me habrían causado tanta inquietud si mis amigos no me hubieran alertado de que el episodio del trinchante estaba al caer. Finalmente, decidí despedir a Lao Bei. Le pagué el mes casi completo y le comuniqué que ya no necesitaba sus servicios. Yo no tenía ninguna razón de peso, pero aquello no pareció importarle. Cogió su dinero y se marchó. Corría el año de 1948.
Una tarde de principios del verano de 1949 vi por primera vez al Lao Bei de la post-liberación. Aimee y yo íbamos viendo escaparates por una calle que, con sus aceras anchas flanqueadas de árboles y sus tiendas de estilo occidental, era el lugar de paseo favorito tanto de chinos como de extranjeros. Allí los cambios del nuevo régimen apenas se notaban, y los rótulos escritos en inglés seguían en su sitio; uno muy curioso rezaba: «SALÓN DE BELLEZA HOLLYWOOD. ESPECIALISTAS EN CURVACIÓN Y DECOLORACIÓN CIENTÍFICA DEL CABELLO». Sin embargo, donde antes estaban los grandes almacenes Shanghai el gobierno había abierto una Librería de la Nueva China, y en el Dragón de Mar, una tienda que vendía zapatos y oro, ya no cambiaban dólares estadounidenses por yuanes. De vez en cuando, mientras paseábamos, Aimee y yo nos cruzábamos con una pareja de rusos recién llegados. Era muy fácil identificarlos: iban siempre de dos en dos y, sin excepción, llevaban unos pantalones anchísimos que parecían revolotear entre sus tobillos.
Cuando pasábamos frente a las garitas de entrada del cuartel general de la policía militar, un mendigo se dirigió hacia mí y me deslizó en la mano una tarjeta sucia. Estas tarjetas, escritas en chino por una cara y en inglés por la otra, eran muy comunes: describían las desgracias del mendigo y, como táctica, me parecían de lo más convincente. Ya había caído en la trampa en demasiadas ocasiones, y esta vez intenté devolvérsela a su propietario sin haberla leído. Entonces reconocí al mendigo. Era Lao Bei, flaco y sucísimo. Nos miramos un instante y luego él dijo: «¡Mister Du!» (mi nombre chino). «Lao Bei», exclamé, y mi mujer respiró asustada, preguntándose qué clase de amistades habría hecho antes de conocerla.
—Creía que se había ido de China —dijo Lao Bei.
Me dispuse a leer su tarjeta. Empezaba así: «Un año haciendo cocina americano imperialista». Tras identificarme como el americano, el relato continuaba: me había negado a pagarle su salario, y como yo era un blanco y por aquel entonces los blancos controlaban el país, se había visto obligado a trabajar para mí sin recibir nada a cambio, presa del miedo y del sufrimiento. Yo había abandonado el país, rezaba la tarjeta, antes de que la justicia del Ejército Popular pudiera darme caza, y Lao Bei —pobre, explotado y privado de su salario— había terminado vagando por las calles de Pekín con la esperanza de que se le hiciera justicia.
Había más, pero ya había leído bastante. Le pasé la tarjeta a mi esposa con la cara en chino hacia arriba. Ya sabía lo que me esperaba. Durante todo el mes, el Diario del Pueblo venía publicando la misma noticia: los extranjeros de todo el país estaban siendo denunciados por sus criados, que les exigían el pago de salarios atrasados e indemnizaciones varias. Según el periódico, esos extranjeros habían matado de hambre a sus sirvientes y les habían hecho trabajar desde el alba hasta medianoche; cuando sus criados se ponían enfermos, les pegaban; cuando les pedían su salario, los maldecían; y si intentaban abandonar su puesto, los amenazaban con encerrarles en la cárcel. Ni la policía ni los tribunales del antiguo régimen —los perros de presa mercenarios de los extranjeros— les habían defendido, pero ahora, con los comunistas, la justicia había llegado al pueblo. En todos los casos, informaba el Diario del Pueblo, los criados habían ganado el pleito y los extranjeros que no habían pagado habían terminado en la cárcel. Lo único que hasta el momento había disuadido a Lao Bei de llevarme a juicio era que creía que había abandonado el país.
Me agarró del brazo con fuerza, acercó su cara a la mía y me preguntó: «¿Me pagará?».
Aimee me miró desconcertada.
—Pero tú le has pagado, ¿verdad? —preguntó.
—Pues claro que le pagué —contesté en chino—. Todo esto es mentira. Está intentando... —no encontraba la palabra adecuada— chantajearme.
—¿Así que estoy intentando chantajearle? —exclamó Lao Bei —. ¡La policía está aquí, aquí mismo! —me arrastró hacia la entrada del cuartel general de la policía militar—. ¡Entre y verá si le hago chantaje!
Aquel «entre y verá» me sonó mal, como si ya tuviera todo el caso arreglado. Miré hacia atrás buscando a Aimee, pero ella ya había entrado y subía las escaleras del edificio, preguntando a voz en grito quién estaba al mando. Tenía experiencia en el trato con los comunistas —ya había tenido discusiones con ellos a cuenta de los soldados que se habían acuartelado en la casa, de los impuestos sobre la propiedad y de todo tipo de permisos policiales— y me había contado que si gritabas más que ellos, terminaban respetándote.
Alguien salió corriendo del edificio, dijo: «Por aquí, señorita», y la dejó pasar. Yo la seguí, con Lao Bei todavía pegado a mi brazo.
Ya dentro del cuartel, nos condujeron por un vestíbulo hasta una habitación cuadrada y sin ventanas llena de bancos pegados a la pared. Cuatro o cinco policías con sus rifles al lado, apoyados de cualquier manera, fumaban y charlaban repantigados en un banco. Cuando nos vieron se callaron de repente y nos miraron con desconfianza. Me di cuenta de que parecían tan recelosos de Lao Bei como de Aimee y de mí.
—No hables en chino —me advirtió Aimee en inglés—. Podrías equivocarte. Si piensan que no hablas chino, podré hablar por ti.
—Yo lo he oído a usted —dijo Lao Bei en su idioma —. Habla el chino tan bien como yo. Dejad que hable él.
Un oficial bajito y robusto entró en la habitación y al instante todos los policías se pusieron de pie. Tras un impresionante despliegue de inclinaciones y reverencias, Lao Bei susurró su acusación al oído del oficial. Todos estábamos expectantes. «Es americano», concluyó Lao Bei con gesto reprobatorio, pero nadie hizo ademán de esposarme o de intentar retenerme.
—Yo hablaré en nombre de mi marido —dijo Aimee—. Habla chino muy mal.
—¡No es verdad! —gritó Lao Bei—. ¡Lo habla como si fuera chino!
—Tú ocúpate de tus asuntos —se encaró Aimee—. Soy su esposa y sé perfectamente lo que me digo.
—Yo a usted no la conozco —le espetó él —. ¿Por qué no nos deja tranquilos?
—Tú quieres extorsionarlo —dijo Aimee. «Extorsionar», nguh, ésa era la palabra que estaba buscando antes. Se utiliza como verbo transitivo, con la víctima como objeto directo.
Aimee y Lao Bei siguieron discutiendo; al cabo de unos minutos el oficial les interrumpió para aclarar que las disputas civiles no eran competencia de la Policía Militar. Los juzgados que se ocupaban de asuntos civiles estaban cerrados, nos dijo, y tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente.
—¡Pero se escapará! ¡No lo podré encontrar nunca más! —protestó Lao Bei—. ¡Retenedlo aquí esta noche!
El oficial repitió que el caso no era competencia suya y que no tenía razón alguna para detenerme. Luego nos acompañaron a los tres a la salida. Lao Bei estaba fuera de sí. Lo único que yo quería era montarme en un rickshaw y marcharme a casa, pero Lao Bei aún me tenía agarrado de la chaqueta. Aimee paró un rickshaw.
—¡No lo lleves! —le gritó Lao Bei al conductor—. ¡Es un delincuente y está intentando escapar!
Aimee se volvió hacia Lao Bei:
—¡Demonio muerto! —Ése fue el peor insulto en chino que jamás escuché de su boca. Lao Bei me soltó el abrigo.
—Ve mañana por la mañana al número 3 del callejón del Pelo Crespo; iremos juntos al juzgado —le dijo Aimee mientras se montaba en el rickshaw—. No nos das miedo.
Subí de prisa a otro rickshaw que había llegado tras el de Aimee y nos alejamos antes de que Lao Bei pudiera reaccionar.
Aquella noche, Aimee y yo preparamos el plan de ataque. Yo sugerí que, si Lao Bei necesitaba el dinero, lo mejor sería que le diéramos algo y nos libráramos de él. Aimee se opuso. Si yo cedía, quedaría desprestigiado, sobre todo después de que Lao Bei me hubiera insultado por la calle y, además, daría a entender que era culpable. No sólo eso: si le pagaba fuera de los juzgados, no tendría ninguna garantía de que no volviera a denunciarme de nuevo. Y sobre todo, concluyó Aimee, íbamos tan escasos de fondos como él. Me había quedado sin trabajo en la universidad, y como el nuevo gobierno comunista no me inspiraba demasiada simpatía, no parecía muy probable que fuera a encontrar otro empleo. Además, desde que los comunistas habían llegado al poder la fortuna de la familia de Aimee había quedado reducida a la nada. Lao Bei, sin embargo, no tendría problemas para colocarse: sabía cocinar platos rusos, y todos los rusos que llegaban al país empleaban a cocineros a su servicio. Decidimos recurrir la denuncia de Lao Bei. Confiábamos en que el nombre del padre de Aimee aún resultaría influyente en un tribunal, porque la mayoría de empleados de la administración de la pre-liberación, incluidos los jueces, seguían ocupando sus antiguos cargos, y aunque los comunistas los obligaban a asistir todos los días a reuniones de adoctrinamiento y autocrítica, no se inmiscuían demasiado en su trabajo. Muchos de los jueces más viejos habían sido amigos de mi suegro, y para los más jóvenes el suyo era un nombre conocido y respetado. Había desempeñado su cargo bajo el antiguo régimen, sin embargo, y eso era algo que deberíamos tener en cuenta. Quizá el tribunal se mostrara receptivo ante el caso de la hija de un amigo respetado y de su yerno, pero también podían tratarnos como meros miembros de una familia de burócratas capitalistas. Tendríamos que arriesgarnos. Aimee telefoneó a la sede del Ministerio de Justicia para averiguar dónde teníamos que ir para resolver el asunto de la demanda de Lao Bei, y en el ministerio la dirigieron a un tribunal local cercano a la casa.
A la mañana siguiente, el portero nos comunicó que Lao Bei nos esperaba en la entrada principal, y pocos minutos más tarde los tres —Aimee, Lao Bei y yo— íbamos dando tumbos en nuestros rickshaws calle abajo hasta que nos detuvimos delante del tribunal. Una placa que colgaba de la puerta de la casa la identificaba como un Tribunal Municipal; por lo demás, la entrada era como la de tantas otras casas particulares. Nos bajamos de los rickshaws y entramos en el edificio. Nos costó un poco encontrar la sala que nos correspondía.
La habitación estaba partida en dos por una reja de madera que terminaba en un mostrador que me llegaría al hombro y tras el que estaba sentado el juez. Éramos los únicos litigantes. Al otro lado de la reja, en sus escritorios, estaban los secretarios del juzgado. El juez y los secretarios vestían uniformes de algodón azul, el gambu yifu —uniforme de cuadro—, que recibía ese nombre porque, al principio, lo llevaban solamente los comisarios políticos. Estos uniformes no tardarían en convertirse en el traje nacional chino. Los secretarios parecían ocupados en beber té con desgana mientras clasificaban los papeles que se amontonaban sobre sus mesas en pilas altísimas.
Lao Bei se plantó ante el juez y presentó sus cargos, pero esta vez no hizo tantas reverencias como el día anterior, cuando tuvo que tratar con el oficial de policía. En varias ocasiones se dirigió al juez como «camarada», y también nombró al «pueblo de China» y a los «imperialistas extranjeros».
Mientras lo escuchaba, el juez iba diciendo «humm, humm» en voz baja.
—¿Por qué no le denunciaste el año pasado, cuando sucedió todo eso? —preguntó cuando Lao Bei hubo terminado.
—Es que nuestro Ejército de Liberación aún no había llegado —contestó Lao Bei—, y los tribunales y las autoridades estaban del lado de los extranjeros.
—No me parece que fuéramos tan malos —dijo el juez, mirando a su alrededor.
—¡Tú no, camarada! —exclamó Lao Bei—. Me refiero a las autoridades corruptas que mandaban antes de la revolución.
—Yo tenía un cargo antes de la revolución —contestó el juez—. De hecho, era el juez de este mismo tribunal.
—¡Oh! —exclamó Lao Bei.
—¿Por qué no dejaste el trabajo, si no te pagaban? continuó el juez.
Lao Bei parecía incómodo.
—Tenía miedo de marcharme —respondió.
—¿Por qué?
—Porque es americano.
—¿Y qué te iba a hacer un americano?
—Podía meterme en la cárcel.
El juez me miró.
—¿Es usted la persona a la que él se refiere? —preguntó.
Empecé a contestar, pero Aimee me interrumpió.
—Sí, es él —dijo.
—¿Y usted quién es?
—Soy su esposa —dijo Aimee.
—¿Y por qué no contesta él?
—Habla chino muy mal.
—Eso no es verdad —intervino Lao Bei.
—¡Cállese! —ordenó el juez—. Usted ya ha hablado. ¿De dónde es usted? —se dirigió de nuevo a Aimee.
—Soy la cuarta hija de la familia Yu del callejón del Pelo Crespo.
—¿Es usted una de las hijas del juez Yu? —preguntó el juez.
Todas las cabezas de la sala se volvieron hacia Aimee.
—Sí.
—Ya había oído que una de sus hijas se había casado con un americano —dijo el juez—. Así que éste es su marido. Muy interesante. Bien, veamos cuál es el problema.
Entonces Aimee le contó toda la historia: el tiempo que yo había tenido a Lao Bei a mi servicio, cuánto le pagaba al mes, cuándo le había despedido y porqué. Terminó contando cómo me había intentado «extorsionar» el día anterior.
—Esto tiene que quedar registrado por escrito —observó el juez.
Tenía ante él varios formularios en blanco y empezó a rellenar algunos. Observó que antes de la liberación él mismo podía dictar sentencia, pero que ahora las actas de todos los casos tenían que remitirse a la sede central de Ministerio de Justicia, donde se dictaban las sentencias. El antiguo código había sido abolido, y el nuevo aún no se había terminado de redactar. Mientras tanto, a los tribunales los habían despojado casi por completo de su autoridad. Señaló que nuestro caso se basaba en la palabra de un hombre contra la de otro, y que no había forma de determinar quién decía la verdad; sólo se podía comparar la verosimilitud de los dos relatos. Sin embargo, quería que supiéramos, nos dijo, que escribiría una recomendación a mi favor, aunque no garantizaba cuál sería la decisión final del ministerio. En todo caso, pasarían unas dos semanas hasta que se pronunciara el veredicto. En el ministerio andaban muy atareados.
Pasamos la hora siguiente ayudando al juez a completar nuestros formularios. Cuando terminamos, nos dijo que una vez se hubiera dictado sentencia, recibiríamos una carta convocándonos de nuevo ante el tribunal. Le dimos las gracias y nos marchamos. Lao Bei enfiló su camino solo.
Durante las semanas siguientes, algunos amigos me dijeron que habían visto a Lao Bei mendigando por las calles, pero cuando poco después las autoridades locales pusieron en marcha una campaña para erradicar la mendicidad, desapareció. Aimee y yo pasamos un mes sin noticias del tribunal y empecé a pensar que la recomendación del juez a mi favor, y quizá el hecho de que fuera el yerno de un antiguo juez, habían bloqueado el proceso. Cuando ya daba el asunto por zanjado volví a encontrarme con Lao Bei.
Esa otra tarde Aimee y yo estábamos haciendo unas compras en el enorme mercado callejero del Glacis —el antiguo campo de polo—, que quedaba al lado de las tapias medio derruidas del antiguo barrio diplomático. Allí se podía comprar casi cualquier cosa: desde joyas, curiosidades, ropa usada y discos de segunda mano, hasta artículos del ejército de los Estados Unidos que habían empezado a circular en el mercado negro cuatro o cinco años antes. Acabábamos de comprar una lata de leche en polvo y estábamos regateando por un anillo mongol de coral y turquesa cuando alguien me tiró del brazo. Me giré y vi a Lao Bei acompañado por dos fornidos soldados de rostro oscuro. De sus uniformes colgaban infinidad de tazas de latón, pistolas, granadas y fundas y, a la luz del crepúsculo, tenían un aspecto francamente cruel y estúpido. Llegué a pensar que quizá fueran dos amigos de Lao Bei disfrazados de soldados con ganas de llevarme a algún sitio y molerme a palos o matarme. Cuando me indicaron que querían llevarme hacia la tapia del antiguo barrio diplomático, donde había menos gente, empecé a alarmarme.
—A ella no os la llevéis —dijo Lao Bei, señalando a Aimee.
—No podéis no llevarme —replicó Aimee—. Adonde él vaya, yo voy.
Lao Bei se encogió de hombros y los hombres nos condujeron junto a la tapia, entre las sombras del crepúsculo.
Al final, los cinco llegamos a un cobertizo muy grande hecho de estera y entramos dentro. Hacía mucho calor. El espacio estaba dividido en secciones bien iluminadas por la luz de varias bombillas. Pude ver a unas diez personas, algunas llevaban el típico uniforme azul de los cuadros.
Por aquellas fechas se empezaban a instaurar los nuevos Tribunales Populares en los lugares más concurridos y comerciales de la ciudad. Y el mercado era uno de esos lugares. A diferencia de los tribunales ordinarios, los populares estaban autorizados a dictar sentencia, y Lao Bei, impaciente por la demora del ministerio, había decidido que su caso se viera aquí. Los Tribunales Populares se encargaban de celebrar juicios rápidos y un poco de andar por casa mientras el gobierno terminaba de poner a punto la nueva maquinaria legal. Los componían magistrados formados y adoctrinados por el Partido Comunista, y conseguían acercar la ley a todas aquellas personas que, por ser poco instruidas o demasiado apocadas, jamás se habrían dirigido a un tribunal ordinario.
Asistir a la vista que precedió a nuestro caso nos ayudó a hacernos una idea del funcionamiento de este tipo de tribunales. En ella estaban implicados el propietario de un puesto de bicicletas de segunda mano, un anciano —el cliente—, y un joven que, de pie, sostenía una bicicleta con el manillar roto. El joven había dejado en depósito su bicicleta en el puesto para venderla a comisión. La bicicleta se vendió, pero el anciano comprador la devolvió una hora más tarde con el manillar roto y pidió que le devolvieran el dinero. El dueño del puesto se negó a devolvérselo alegando que el antiguo propietario, el joven, era el responsable del mal estado del manillar.
El caso fue visto por tres personas que, tras deliberar, emitieron un veredicto: la bicicleta le fue devuelta al joven, que tuvo que devolver el dinero al anciano; el anciano le pagó al joven el cinco por ciento del dinero que le había sido devuelto, en concepto de daños; y el joven, a su vez, tuvo que pagar al propietario del puesto el veinticinco por ciento de la indemnización que había recibido del anciano como compensación por las molestias que le había causado. Aunque como veredicto resultaba de lo más heterodoxo, las tres partes parecían satisfechas.
Luego, Lao Bei, Aimee y yo fuimos conducidos ante el tribunal. A Aimee y a mí nos colocaron a un lado de la mampara de estera; a Lao Bei, al otro. Era la tercera vez que se veía nuestro caso. Cuando hubimos terminado nuestra exposición, llegó el turno de que nos interrogaran; los encargados de hacerlo iban pasando de un lado al otro de la mampara, repitiendo una pregunta aquí y sonsacando unos detalles allá e intentando hallar discrepancias en las declaraciones.
Aquellos hombres se estaban portando de forma muy educada y amable, pero cuando Aimee —decidida a que no quedara duda alguna sobre mi ignorancia del idioma— no me dejó decir cuántos años tenía, cambiaron de actitud. En su opinión, si yo vivía en China desde 1946 y había enseñado en una universidad china, y aun así no sabía decir mi edad en chino, es que padecía un retraso mental bastante grave. Me había llegado la hora de confesar.
—En realidad, hablo chino bastante bien —dije en chino—. Pero como no entiendo los términos legales, tenía miedo de equivocarme al responder a alguna pregunta importante.
Los examinadores me miraron y me sonrieron como si yo fuera un bebé que acababa de decir su primera palabra.
—Qué marido tan inteligente —le dijo uno a Aimee, y todos se volvieron también a sonreírle.
Nos habíamos metido al tribunal en el bolsillo. Lao Bei estaba acabado.
—No es un buen hombre —susurró un examinador en tono confidencial—. Está mintiendo.
Sin embargo, continuó el examinador, Lao Bei necesitaba el dinero, de modo que me vi obligado a darle algo, por los viejos tiempos. El tribunal acordó que si le pagaba algo, le harían firmar una renuncia a futuras indemnizaciones; así me evitaría problemas.
Les pregunté cuánto tendría que pagar. Deliberaron durante unos minutos y finalmente decidieron que el veinte por ciento de lo que él me exigía les parecía una suma justa. Por fortuna, llevaba encima dinero suficiente para pagarle en el acto. Lao Bei vaciló durante unos instantes, pero al final firmó la renuncia y el tribunal me entregó el documento.
Volví a ver a Lao Bei un par de meses más tarde; ésa fue la última vez. Yo iba en rickshaw por la avenida de la Paz Eterna, que entonces estaban ensanchando para que pudiera acoger el rosario de desfiles que seguirían a la proclamación de la República Popular China. En la calle había grupos de prisioneros que trabajaban, cargando piedras y echando alquitrán en el suelo. Todos vestían uniformes de cuadro de color azul con un número pintado con cal en la espalda, y estaban envueltos en finas nubes de ese polvo que invade cada rincón de la ciudad.
Al pasar con el rickshaw fui mirando las caras de los prisioneros. De repente, vi a Lao Bei. Avanzaba en una fila, parecía más gordo que la última vez que le había visto y, al igual que el resto de los prisioneros, entonaba un himno comunista sin demasiado entusiasmo. ¡Así que había terminado entre rejas! Imagino que lo detuvieron por mendigar, o quizá por otro intento de extorsión, aunque esta vez su víctima debía de haber sido menos vulnerable. Mi rickshaw pasó tan deprisa que no me vio. Mientras cruzaba la plaza ante el Palacio Imperial, pensé que aquel cocinero hábil e histérico a quien recordaba sangrando por los males de China parecía, en cierto modo, más cuerdo y real que este otro Lao Bei que, con su flamante uniforme de cuadro criminal y su número recién pintado, caminaba por el polvo entre cubos de alquitrán.