PRÓLOGO
Darovit se abrió paso tambaleándose a través de los cuerpos que se apilaban en el campo de batalla, su mente nublada por el dolor y el horror. Reconoció a muchos de los muertos: algunos eran sirvientes del lado luminoso, aliados de los Jedi; otros eran seguidores del lado oscuro, esbirros de los Sith. E incluso en su estupor mareado, Darovit no podía evitar preguntarse a qué lado pertenecía.
Un par de meses antes todavía había continuado con su nombre de la infancia, Tomcat. Entonces no había sido más que un chico delgado, de pelo oscuro de trece años viviendo con sus primos Rain y Bug en el pequeño mundo de Somov Rit. Habían escuchado rumores de la guerra interminable entre los Jedi y los Sith, pero nunca habían pensado que tocaría sus vidas tranquilas, ordinarias… hasta que el explorador Jedi fue a ver a Root, su guardián designado.
El General Hoth, líder del Ejército Jedi de la Luz, estaba desesperado por más Jedi, había explicado el explorador. El destino de toda la galaxia colgaba en equilibrio. Y los niños bajo el cuidado de Root habían mostrado una afinidad para la Fuerza.
Al principio Root se había negado. Clamaba que sus cargos eran demasiado jóvenes para ir a la guerra. Pero el explorador había persistido. Finalmente, dándose cuenta de que si los niños no iban con los Jedi, los Sith irían y se los llevarían a la fuerza, Root había cedido. Darovit y sus primos habían dejado Somov Rit con el explorador Jedi y se habían dirigido a Ruusan. Para entonces, los niños habían pensado que era el inicio de una gran aventura. Ahora Darovit sabía más.
Demasiado había ocurrido desde que todos llegaran a Ruusan. Todo había cambiado. Y la juventud —que había dejado demasiado atrás en las pasadas semanas como para volver a ser llamado un niño más— no entendía nada de eso.
Había llegado a Ruusan lleno de esperanza y ambición, soñando con la gloria que sería suya cuando ayudara al General Hoth y al Ejército Jedi de la Luz a derrotar a los Sith que servían en la Hermandad de la Oscuridad de Lord Kaan. Pero no había gloria que encontrar en Ruusan; no para él. Y no para sus primos.
Rain había muerto incluso antes de que su nave tocara tierra en Ruusan. Habían sido emboscados por un escuadrón de Buitres Sith sólo unos segundos después de que rompieran en la atmósfera, la cola de su navío fue cortada en el ataque. Darovit había observado con horror cómo Rain era barrida por la explosión, literalmente desprendida de sus brazos antes de caer a una muerte invisible cientos de metros abajo.
Su otro primo, Bug, había muerto sólo hacía un par de minutos, una víctima de la bomba mental, su espíritu consumido por el terrible poder del arma final y suicida de Lord Kaan. Ahora se había ido. Como todos los Jedi y todos los Sith. La bomba mental había destruido cada ser viviente lo suficientemente fuerte como para tener el poder de la Fuerza. Todo el mundo excepto Darovit. Y eso no lo podía entender.
De hecho, nada en Ruusan tenía ningún sentido para él. ¡Nada! Había llegado esperando ver al legendario Ejército de la Luz del que había oído en las historias y poemas: Jedi heroicos defendiendo la galaxia contra el lado oscuro de la Fuerza. En su lugar había sido testigo de hombres, mujeres, y otros seres que luchaban y morían como soldados comunes, molidos contra el barro y la sangre del campo de batalla.
Se sintió engañado. Traicionado. Todo lo que había escuchado sobre los Jedi había sido una mentira. No eran héroes brillantes: sus ropas estaban manchadas de mugre; su campamento apestaba a sudor y miedo. ¡Y estaban perdiendo! Los Jedi que Darovit había encontrado en Ruusan estaban derrotados y oprimidos, desgastados de la aparentemente interminable serie de batallas contra los Sith de Lord Kaan, tercamente rechazando rendirse incluso cuando estaba claro que no podían ganar. Y todo el poder de la Fuerza no podía devolverlos a los iconos brillantes de su imaginación inocente.
Había movimiento en el borde alejado del campo de batalla. Entornando los ojos contra el sol, Darovit vio media docena de figuras abriéndose paso lentamente a través de la matanza, reuniendo los cuerpos caídos de amigos y enemigos por igual. No estaba solo… ¡otros habían sobrevivido a la bomba mental también!
Corrió hacia delante, pero su excitación se enfrió mientras se acercaba lo suficiente para averiguar los rasgos de aquellos a los que se les había asignado limpiar el campo de batalla. Los reconoció como voluntarios del Ejército de la Luz. No Jedi, sino hombres y mujeres ordinarios que habían jurado lealtad a Lord Hoth. La bomba mental sólo se había llevado a aquellos con suficiente poder como para tocar la Fuerza: Los tipos no usuarios de la fuerza como estos eran inmunes a sus efectos devastadores. Pero Darovit no era como ellos. Él tenía un don. Algunos de sus recuerdos más recientes eran de utilizar la Fuerza para hacer levitar juguetes para el entretenimiento de su prima más joven Rain, cuando ambos eran niños. Esta gente había sobrevivido debido a que eran normales, planos. No eran especiales como él. La supervivencia de Darovit era un misterio, sólo otra cosa más sobre todo esto que él no entendía.
Mientras se aproximaba, una de las figuras se sentó en una roca, cansada de la tarea de reunir a los muertos. Era un hombre mayor, cerca de los cincuenta. Su cara parecía demacrada y ojerosa, como si la funesta tarea hubiera absorbido sus reservas mentales junto con las físicas. Darovit reconoció sus rasgos de aquellas primeras semanas que había pasado en el campamento Jedi, aunque nunca se molestó en aprender el nombre del hombre mayor.
Una revelación repentina heló a Darovit en su camino. Si él reconocía al hombre, entonces el hombre también podría reconocerle. Recordaría a Darovit. Sabría que el joven hombre era un traidor.
La verdad sobre los Jedi había disgustado a Darovit. Repugnado. Con sus ilusiones y ensoñaciones aplastadas por el peso de la cruda realidad, había actuado como un niño consentido y se había vuelto contra los Jedi. Seducido por las promesas fáciles del poder del lado oscuro, había cambiado de bando en la guerra y se había metido en la Hermandad de la Oscuridad. Sólo ahora entendió lo equivocado que había estado.
La revelación había llegado a él mientras atestiguaba la muerte de Bug, una muerte por la que él era en parte responsable. Demasiado tarde había aprendido el verdadero precio del lado oscuro. Demasiado tarde aprendió que, a través de la bomba mental, la locura de Lord Kaan había traído devastación sobre todos ellos.
Ya no era un seguidor de los Sith; ya no anhelaba aprender los secretos del lado oscuro. ¿Pero podría este hombre mayor, un devoto seguidor del General Hoth, saberlo? Si recordaba a Darovit, le recordaría sólo como el enemigo.
Por un segundo pensó en intentar escapar. Simplemente girarse y correr, y el hombre mayor cansado recuperando su aliento no sería capaz de detenerle. Era el tipo de cosas que una vez había hecho todo el tiempo. Pero las cosas eran diferentes ahora. Tanto si fuera por culpa, madurez, o simplemente un deseo de verlo acabar todo, Darovit no corrió. Fuera cual fuera el destino que le esperaba, escogió quedarse y enfrentarse a él.
Moviéndose a pasos lentos pero determinados, se aproximó a la roca donde estaba sentado el hombre, aparentemente perdido en sus pensamientos. Darovit estaba a sólo un par de metros de distancia cuando el hombre finalmente miró arriba para observarle.
No hubo una sombra de reconocimiento en sus ojos. Sólo hubo una mirada vacía, encantada.
—Todos ellos, —murmuró el hombre, aunque si estaba hablando a Darovit o a sí mismo no estaba claro—. Todos los Jedi y todos los Sith… todos se han ido.
El hombre giró su cabeza, fijando su mirada perdida en la entrada oscura a una pequeña cueva cercana. Un escalofrío recorrió a Darovit cuando reconoció de qué estaba hablando el hombre. La entrada llevaba bajo tierra, a través de túneles retorcidos hacia la caverna profunda bajo tierra donde Kaan y sus Sith se habían reunido para desatar la bomba mental.
El hombre gruñó y agitó su cabeza, dispersando el estado mórbido al que se había deslizado. Levantándose con un suspiro cansado, su mente estaba otra vez centrada en su deber. Le dio a Darovit un leve asentimiento, pero en cualquier caso no le prestó más atención mientras volvía a la tarea macabra de envolver a los cuerpos en túnicas para que pudieran ser recogidos y se les diera un entierro honorable.
Darovit se giró hacia la cueva. De nuevo, parte de él quería retroceder y correr. Pero otra parte de él se sentía atraído hacia las fauces negras del túnel. Quizás había respuestas por encontrar dentro. Algo que le diera sentido a toda la muerte y violencia; algo que le ayudara a ver los motivos tras la interminable guerra y derramamiento de sangre. Quizás descubriría algo para ayudarle a rasgar algún propósito tras todo lo que había pasado aquí.
El aire se volvió regularmente más frío cuanto más profundo descendía. Podía sentir un cosquilleo en el fondo de su estómago: anticipación mezclada con un sentimiento enfermizo de terror. No estaba seguro de lo que encontraría una vez que alcanzara la cámara subterránea al final del túnel. Más cuerpos, quizás. Pero estaba determinado a no volver atrás.
Mientras la oscuridad le envolvía, en silencio se maldijo a sí mismo por no haber llevado un bastón de luz. Tenía un sable láser en su cinturón; poner sus manos sobre una de las armas legendarias era una de las tentaciones que le habían atraído a los Sith. Pero incluso aunque hubiera traicionado a los Jedi sólo para clamarla, en la oscuridad del túnel, ya no sentía ningún deseo de encenderla y utilizar su luz para guiarle. La última vez que la había desenvainado había resultado en la muerte de Bug, y el recuerdo había contaminado el precio por el que lo había sacrificado todo para ganarlo.
Sabía que si volvía atrás, nunca reuniría suficiente coraje para hacer el viaje hacia bajo de nuevo, así que se empujó hacia delante pese a la oscuridad. Se movió lentamente, extendiéndose con su mente, tratando de atraer la Fuerza para guiarle a través del túnel sin luz. Incluso así, se mantuvo tropezando por el terreno irregular, o golpeándose los dedos de los pies. Al final encontró más fácil simplemente correr con una mano sobre el muro de roca y utilizarla para guiarse.
Su progreso era lento pero regular, el suelo del túnel se volvía más y más empinado hasta que estaba medio descendiendo de él en la oscuridad. Tras media hora se dio cuenta de una leve luz emanando de lejos más adelante, un brillo suave viniendo de un extremo distante del pasadizo. Aceleró su paso, sólo para tropezar con un saliente de piedra que se elevaba del suelo tosco. Cayó hacia delante con un grito de alarma, cayendo y tambaleándose por pendiente aguda hasta que llegó a descansar, magullado y maltrecho, al final del túnel.
Se abría en una cámara amplia, de techo alto. Aquí, la tenue luz que le había atraído hacia delante se reflejaba por las motas de cristales imbuidos en la piedra que le rodeaba, iluminando la caverna de forma que lo podía ver todo con claridad. Un par de estalactitas todavía colgaban del techo, arriba, en lo alto; cientos más estaban aplastadas en el suelo de la caverna, desplazadas cuando Kaan había detonado la bomba mental.
La propia bomba, o lo que quedaba de ella, flotaba a un metro sobre el suelo en el mismo centro de la caverna: la fuente de iluminación. A primera vista parecía ser un orbe oblongo, metálico, de cuatro metros de altura, y casi tres metros de extensión en su punto más amplio. Su superficie era de un plateado liso y oscuro que proyectaba una radiación pálida pero, al mismo tiempo, devoraba toda la luz reflejada de vuelta por los cristales atrapados en las paredes que le rodeaban.
Alzándose sobre sus pies, Darovit tembló. Tenía un frío sorprendente; el orbe había succionado todo el calor del aire. Dio un paso hacia delante. El polvo y los escombros crujiendo bajo sus pies sonaban planos y vacíos, como si la bomba mental estuviera tragando no sólo el calor de la caverna, sino también el ruido.
Deteniéndose, escuchó el sonido antinatural. No podía escuchar nada, pero definitivamente sentía algo. Una leve vibración tamborileante recorriendo el suelo y subiendo por su cuerpo, un pulso regular, rítmico que venía del orbe.
Darovit contuvo su aliento, sin darse cuenta de que lo estaba haciendo, y dio otro paso a tientas hacia delante. Cuando no ocurrió nada dejó escapar el aire de sus pulmones con un suspiro largo, suave. Reuniendo su coraje, continuó su aproximación cautelosa, extendiendo una mano pero sin quitar los ojos de la esfera.
Se acercó lo suficiente para ver bandas negras de sombras retorciéndose y girando lentamente bajo la brillante superficie, como humo negro atrapado en la profundidad del núcleo. Dos pasos más y estaba lo suficientemente cerca como para tocarlo. Con sus manos temblando sólo ligeramente, se inclinó hacia delante y presionó su palma contra la superficie.
Su mente explotó con llantos de pura angustia; una cacofonía de gritos y de voces se elevaba del orbe, todas las víctimas de la bomba mental gritando en tormento.
Darovit liberó su mano y se tambaleó hacia atrás, cayendo de rodillas.
¡Todavía estaban vivos! Los cuerpos de los Jedi y los Sith habían sido consumidos por la bomba mental, desmoronándose en polvo y cenizas, pero sus espíritus habían sobrevivido, succionados en el vórtice del corazón de la explosión de la bomba sólo para ser aprisionados para siempre.
Él sólo había tocado la superficie durante unos breves segundos, pero la voracidad de los espíritus casi le había vuelto loco. Atrapados dentro de la impregnable coraza, estaban condenados a una eternidad de interminable sufrimiento, insoportable. Un destino tan horrible que la mente de Darovit rechazaba agarrar del todo las implicaciones.
Todavía agachado sobre el suelo, agarró su cabeza entre sus manos en un gesto de indefensa futilidad. Había llegado aquí buscando respuestas y explicaciones. En su lugar había encontrado una abominación contra la propia naturaleza, una de la cual cada parte de su ser rechazaba instintivamente.
—No lo entiendo… no lo entiendo… no lo entiendo…
Murmuró la frase una y otra vez, agachado en el suelo, lanzándose lentamente hacia atrás y adelante en sus talones y todavía agarrando su cabeza entre sus manos.