17
Un viento helado soplaba a través del bosque, bajando la temperatura bien por debajo de la congelación, pero Johun fue capaz de reunir la Fuerza para calentarse y mantener alejado lo peor del frío.
El Caballero Jedi estaba frustrado. Se había hecho poco progreso en la construcción del monumento en Ruusan durante las últimas semanas, el proyecto víctima de una campaña de vandalismo y sabotaje.
Había empezado con la destrucción de los carros flotantes, las bobinas repulsoras comidas por algún tipo de sustancia tóxica restregada en su superficie. Había llevado cuatro días preparar el envío y la instalación de las bobinas de reemplazo.
El segundo incidente había visto a todo el equipo pesado envuelto con una densa savia, pegajosa, que resultó ser un poderoso adhesivo. Guantes, botas, y otras ropas de los trabajadores se habían pegado rápidamente, quedándose permanentemente unidas a cualquier superficie contra la que siquiera se frotaran; afortunadamente nadie había hecho contacto con la piel desnuda. Había llevado horas encontrar y aplicar solventes químicos lo suficientemente fuertes como para romper la unión, y dos días completos para limpiar el residuo pegajoso del equipo.
Johun había considerado poner a parte de su equipo como guardias durante la noche. Pero el sitio del monumento era remoto; cada mañana los equipos eran llevados por lanzadera de aire. Cualquiera asignado a vigilar el sitio se quedaría completamente solo, y si los vándalos desconocidos estaban armados, los guardias podrían ser heridos o incluso asesinados. Eso era algo que el Jedi no estaba dispuesto a arriesgar.
Durante un par de noches tras el segundo incidente, había contratado un equipo de seguridad privado para que patrullara la región, esperando que pudieran pillar a quien fuera el responsable. Esas noches habían pasado sin incidentes, sin embargo, el posible saboteador probablemente se asustara por la muestra de fuerza. Pero la financiación del proyecto era limitada, y Johun ya estaba sin fondos debido a los anteriores contratiempos. Finalmente, había terminado el contrato con las patrullas de seguridad… y dos noches más tarde los vándalos golpearon de nuevo.
El tercer incidente comenzó con el equipo llegando por la mañana para encontrar que alguien había esparcido polen picante por todo el lugar de construcción. Conforme los soles se alzaron, una gran bandada de diminutos pájaros —decenas de miles de criaturas graznantes, chirriantes— descendieron sobre el sitio, atraídos por el aroma. Sus números ensombrecieron los soles gemelos mientras volaban y se lanzaban sobre el equipo, haciendo imposible trabajar. Incluso después de que el polen se fuera, el olor permaneció durante dos días, atrayendo de vuelta a los pájaros cada mañana para detener la construcción.
Johun había decidido tomar el asunto con sus propias manos. Quien fuera que estuviera tras la trastada era cauteloso, y un equipo de seguridad marchando por el perímetro era demasiado visible para ser un disuasivo eficiente. Así que durante las pasadas tres noches, cuando su equipo abordaba la lanzadera esperándoles y volvían a la comodidad de sus camas, se había quedado atrás, determinado a pillar a los vándalos en el acto y hacerlos llevar a la justicia.
Como Jedi, podía pasar varios días sin dormir, en su lugar, lanzándose hacia los trances meditativos ligeros pero reconfortantes que le permitían permanecer al tanto de sus alrededores. Y si los perpetradores resultaban estar armados o incluso ser hostiles, Johun confiaba en que no estaría en ningún peligro.
Estaba acuclillado bajo una persiana de camuflaje oculta en los árboles que rodeaban el sitio de construcción. Situado sobre un risco pequeño que se elevaba sobre el lugar y armado con gafas de visión nocturna, tenía una clara vista de todo el área. Las primeras noches habían pasado sin incidentes, y Johun había empezado a temer que quien fuera que estuviera detrás de los ataques supiera que estaba ahí. Si no pasaba nada esa noche, decidió él, tendría que intentar otro curso de acción.
Casi dos horas después, su paciencia fue finalmente recompensada cuando, a través de las gafas, vio una única figura reptando desde los árboles a menos de cien metros de donde Johun se estaba ocultando. A su lado, había un objeto largo, delgado, que podría haber sido un arma, un bastón, o posiblemente incluso ambos.
Johun escaneó los bosques de alrededor, mirando para ver si la persona estaba sola. El único compañero se mostraba en las gafas de visión nocturna como una masa amorfa verde pequeña, flotando en el refugio de las ramas. Johun lo reconoció como uno de los seguratas indígenas de Ruusan, y sintió un estremecimiento involuntario mientras recordaba el terror que las especies habían inspirado en los Jedi tras un poderoso ritual Sith que destruyó sus hogares en los bosques y les había vuelto locos.
Tendría sentido si los seguratas resultaran estar detrás del vandalismo. Para proteger a sus tropas, Hoth había, en los últimos días de la guerra, dado órdenes directas de disparar a las criaturas a la vista, y cientos habían muerto a manos de los Jedi. Aunque los miembros supervivientes de la especia habían vuelto a sus modos pacíficos, sanadores, era posible que todavía albergaran un resentimiento contra la orden por lo que había ocurrido. Pero eso todavía no explicaba la involucración de la figura humanoide que se abría paso lentamente hacia el campamento.
Johun salió de su lugar oculto. Sabía que el segurata huiría al aproximarse, lanzándose hacia el bosque a las ramas altas en el aire donde no pudiera seguirle. Si hubiera querido matarlo —lo cual no iba a hacer— no hubiera sido capaz de hacerlo caer. Pero su adversario se movía con una velocidad sorprendente, y el Jedi se dio cuenta de que su presa estaba, al menos en algún pequeño nivel, en sintonía con la Fuerza también.
En terreno abierto, Johun todavía era más rápido, pero estaba a unos diez metros atrás cuando el hombre alcanzó el borde del bosque y se metió en la espesura. Tomó un camino que le habría librado de casi cualquier persecución: balanceándose y lanzándose dentro y fuera de los densamente compactos troncos de los árboles, agachándose bajo ramas afiladas, y saltando sobre raíces gruesas, protuberantes a un paso veloz. Atrayendo fuertemente la Fuerza, sin embargo, Johun fue capaz de igualar su progreso, aplastando las ramas y hojas que amenazaban con golpearle en la cara y ágilmente evitando las raíces que le habrían mandado al suelo.
Esprintaron a través del bosque durante varios kilómetros, sin ser capaces de ganar terreno en su competición. La caza terminó cuando salieron a un pequeño claro con una diminuta cabaña de barro construida en el centro, y Johun se dio cuenta de que su presa, cegada por el pánico, había corrido instintivamente a casa.
El hombre corrió a la puerta, como si esperara escapar encerrándose dentro. Entonces se detuvo, dándose cuenta de repente del error que había cometido. Con los hombros caídos se quedó junto a la puerta, sin hacer ningún intento de huir mientras Johun se aproximaba cuidadosamente.
—No creí que nadie pudiera mantener mi ritmo a través del bosque —dijo él, derrotado mientras abría la puerta de su pequeña cabaña—. Bien podrías entrar y quitarte el frío.
El interior era simple pero limpio, y justo lo suficientemente grande para que los dos hombres compartieran el espacio sin sentirse apretados. El único mueble era una pequeña esterilla para dormir en la esquina. Brasas brillantes en un hueco en el centro producían suficiente calor para que Johun fuera capaz de quitarse su túnica gruesa de invierno y dejarla junto a él mientras se sentaba de piernas cruzadas en el suelo.
Su huésped también se quitó sus atavíos más pesados, quitándose múltiples capas antes de arrodillarse enfrente de su invitado no invitado. Johun supuso que el hombre era de veintipocos, sólo un par de años más joven que el propio Jedi. Tenía un pelo oscuro desaliñado y una barba larga rala; había un salvajismo en sus ojos. Pero fue sólo cuando Johun se dio cuenta de que le faltaba la mano derecha cuando le reconoció como el famoso Ermitaño de Ruusan.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Johun.
—Sé que eres un Jedi, —respondió el ermitaño—. Es por lo que no pude librarme de ti.
—Me llamo Johun Othone. Estoy al cargo del proyecto de construir un monumento para aquellos que sacrificaron sus vidas aquí en Ruusan.
Johun esperó, dando al otro hombre una oportunidad de responder o contestar. Pero el ermitaño simplemente miró al suelo, su mano buena descansando sobre su regazo, agarrando el muñón con su brazo derecho.
—¿Por qué destrozas nuestro equipo en el lugar de construcción? —él medio esperaba que el ermitaño hiciera algún tipo de negación; después de todo, Johun no le había pillado realmente en el acto. Pero en su lugar, él libremente admitió lo que había hecho.
—Quería deteneros. Imaginé que si os costaba suficiente tiempo y créditos abandonaríais y volveríais de vuelta de donde vinisteis.
—¿Por qué? —preguntó Johun, confuso ante el veneno en la voz del ermitaño.
—No queremos a los vuestros en Ruusan, —soltó el joven—. ¡No tenéis derecho a estar aquí!
—Serví con el General Hoth en el Ejército de la Luz —respondió Johun, tratando de permanecer en calma pese a la indignación que sentía—. Vi a mis amigos morir. Los vi sacrificarse a sí mismos para salvar a la galaxia de los Sith.
—Sé todo sobre los Sith —se mofó el ermitaño—. Y sobre los Jedi, también. Vi la guerra con mis propios ojos. Sé lo que ocurrió.
—¡Mira lo que vuestra guerra le hizo a este mundo! —Gritó él, su voz acusadora—. Cada año la nieve cae, y con cada invierno más y más animales mueren de frío. ¡Diez años después de vuestra llamada victoria, especies enteras todavía son llevadas a la extinción por lo que vosotros provocasteis!
—Lo siento por el sufrimiento que este mundo ha soportado —dijo Johun—. Pero los Jedi no pueden hacerse responsables de todo. El mayor daño a este planeta fue hecho por los Sith.
—Jedi, Sith, sois todos lo mismo —escupió el ermitaño—. Estabais tan cegados por vuestro odio los unos por los otros que no pudisteis ver las consecuencias de lo que estabais haciendo. Y al final vuestro general marchó a las cavernas subterráneas para enfrentarse a los seguidores de Kaan, sabiendo que desataría la devastación de la bomba mental sobre este mundo.
—Hoth se sacrificó a sí mismo para que otros pudieran salvarse, —protestó Johun.
—¡La bomba mental fue una abominación! Hoth debería haber hecho todo lo que estuviera en su poder para evitar que Kaan la utilizara. En su lugar intencionadamente forzó su mano.
—No había elección —respondió Johun, defendiendo las acciones de su antiguo Maestro—. La detonación de la bomba mental destruyó a la Hermandad y libró a la galaxia por siempre de los Sith.
El ermitaño se rió con fuerza.
—¿Eso es lo que crees? ¿Los Sith se han ido? —Él agitó su cabeza y murmuró—. Pobre, pequeño e iluso Jedi.
—¿Qué quieres decir? —exigió Johun. Sintió un puño helado cerrándose sobre su estómago—. ¿No crees que los Sith hayan sido borrados del mapa?
—Sé que no fueron barridos del mapa, —respondió el ermitaño—. Uno de los Lords Oscuros sobrevivió, y se llevó a mi prima como su aprendiz.
La cabeza de Johun cayó hacia atrás como si le hubieran abofeteado.
—¿Tu prima?
Sonaba alocado, completamente implausible. Pero el ermitaño, pese a sus ojos salvajes, no le parecía loco a Johun.
—¿Cómo sabes eso?
—Después de que la bomba explotara, bajé a los túneles para ver qué quedaba, —susurró el ermitaño, su expresión siniestra mientras rememoraba los recuerdos de su pasado—. Los vi allí, a mi prima y a Lord Bane. —Él alzó su muñón ante su cara—. Ellos me dieron esto.
La mente de Johun estaba retrocediendo. Recordaba a los mercenarios que se había encontrado tras la batalla, y sus relatos de un Maestro Sith que había masacrado brutalmente a sus compañeros. Aunque más tarde se retractó en su posición y rechazó sus registros ante la lógica irrefutable de Farfalla, parte de él siempre se había inclinado a creer que su historia era cierta.
Sin evidencias y sin pistas, había abandonado sus esfuerzos de demostrar que un Maestro Sith había escapado de Ruusan con vida. Ahora, dentro de las paredes de una diminuta cabaña de barro, había tropezado con la prueba que le había eludido una década antes.
—¿Viste a un Sith llamado Lord Bane? —Presionó Johun ansioso, buscando una mayor confirmación—. ¿Cómo sabes que era él?
—Durante un tiempo fui parte del ejército de Kaan, —susurró el ermitaño suavemente—. Todos sabíamos quién era Bane.
—¡Esto… esto es increíble! —Johun tartamudeó, todos los pensamientos del monumento y el vandalismo que le habían llevado ante el ermitaño fuera de su mente—. ¡Tenemos que decírselo al Consejo Jedi! ¡Necesitamos ir a Coruscant cuanto antes!
—No.
El rechazo fue entregado con tan finalidad simple, que detuvo en frío a Johun.
—Pero… los Sith aún están ahí fuera. El Consejo debe ser advertido.
El ermitaño se encogió de hombros.
—Entonces adviérteles. Mi lugar está aquí en Ruusan.
—No me creerán, —admitió Johun—. Querrán preguntarte ellos mismos.
—He visto lo que ocurre cuando los Jedi y los Sith van a la guerra. No seré parte de ello de nuevo. No iré a Coruscant.
—Estabas dañando propiedad de la República —le recordó Johun—. Podría arrestarte y llevarte allí para enfrentarte a los cargos.
El ermitaño rió de nuevo.
—¿Y entonces qué, Jedi? ¿Me torturarás hasta que confiese lo que vi? ¿Utilizarás tus poderes para retorcer mi mente y hacerme decir las palabras que quieres oír? Estoy seguro de que el Consejo te creerá entonces.
Johun frunció el ceño. El ermitaño tenía razón; la única forma de que el Consejo le creyera era si su testimonio era dado libremente.
—¿No ves lo que está en juego? —Dijo Johun, cambiando de tácticas—. Viste lo que ocurrió cuando los Sith alzaron un ejército y fueron a la guerra. Si vienes conmigo ahora, el Consejo escuchará tu advertencia. Podemos buscar a este Lord Bane y detenerlo antes de que tenga ocasión de atraer a otros hacia su causa.
Mientras hablaba extendió el brazo para tocar la mente del ermitaño con la Fuerza. No le incitó a estar de acuerdo con la petición; eso no serviría a su propósito aquí. La persuasión de la Fuerza era una medida temporal, y para cuando volvieran a Coruscant, los efectos se habrían ido y el ermitaño sabría que lo habían manipulado, haciéndolo incluso más intratable. En su lugar Johun simplemente trató de hacer al hombre más dispuesto a escuchar su razonamiento, ejerciendo un velo de calma y tranquilidad sobre sus pensamientos. Suavemente barrió la amargura y el resentimiento del hombre, permitiéndole sopesar la lógica de sus argumentos sin estar nublados por la pasión y la emoción.
—Bane ha ido a ocultarse, —continuó él—. Si no lo encontramos, se revelará sólo cuando haya reconstruido los ejércitos de los Sith, y la galaxia estará de nuevo en guerra. Pero si vienes conmigo ahora, podemos convencer al Consejo de que le busque. Ayúdame a detenerlo, y prevendremos otra guerra.
El ermitaño le miró por un largo tiempo antes de asentir aceptando.
—Si eso significa detener otra guerra, iré contigo a Coruscant.
* * *
El jefe bibliotecario de los Archivos Jedi era un venerable cereano llamado Maestro Barra-Rona-Ban.
—Bienvenida a Coruscant, Padawan Nalia, —dijo él, alzándose de su asiento para saludar a Zannah con una sonrisa mientras entraba en su habitación—. ¿Cómo fue tu viaje desde Polus?
Los cuartos privados del Maestro Barra se parecían bastante a lo que había esperado: un gran número de diarios, notas escritas a mano y tarjetas de datos cubrían su pequeño escritorio, organizados en tres pequeñas pilas. También había un pequeño monitor de visualización y un terminal que ella sospechaba que estaba enlazado al índice principal del catálogo de los Archivos, permitiendo al Maestro Barra referenciarlo a su voluntad.
—El viaje fue largo pero sin complicaciones, —respondió ella.
Su voz era calmada y relajada, aunque en el interior su corazón estaba martilleando. La ilusión que proyectaba de ser una aprendiz del lado luminoso le había servido bien hasta entonces, pero ahora estaba cara a cara con un Maestro Jedi. Si cometía incluso el más ligero error, todo se habría perdido.
—Está bien alejarse del frío, —añadió ella. Nalia, al contrario que su Maestro, no había nacido en Polus: originalmente venía de las regiones tropicales de Corsin.
El cereano rió, alzando las arrugas de su frente alta, con forma de cono.
—El Maestro Anno no estaría de acuerdo contigo, sospecho.
Ella respondió con una suave risa.
—Mi Maestro manda saludos, —dijo ella, recordando del perfil que Anno y Barra habían estudiado juntos brevemente en la Academia aquí en Coruscant—. ¿Tiene algún plan de visitarlo pronto en el futuro?
—Me temo que tal viaje sería imposible, —respondió con un suspiro—. Los Archivos requieren mi constante atención.
—El Maestro Anno me advirtió que diría eso, —dijo ella, sonriendo—. Me dijo que utilizaría cualquier excusa para evitar siquiera visitar Polus de nuevo.
—No todo el mundo se hace al hielo y la nieve con el ardor de los Pyn’gani, —admitió el cereano con un taimado guiño de su ojo.
El intercambio de cumplidos concluyó, él volvió a su asiento e introdujo una clave en su terminal, haciendo salir un gran bloque de texto en la pantalla.
—He revisado tu solicitud de acceder a los Archivos, —le dijo él—, y creo que puedo admitirte.
Él tecleó en el terminal de nuevo e insertó una tarjeta de datos. El terminal zumbó mientras los datos encriptados eran cargados.
—Los Archivos están disponibles a todas horas, de día o de noche, —le informó él—. Tendrás libre acceso a la colección general, pero por favor recuerda que los contenidos de las salas de análisis y la cámara de Holocrones Jedi están restringidos.
—No creo que sean necesarios para mi investigación, —le aseguró ella—. El Maestro Anno fue muy específico en lo que quería que buscara.
La tarjeta de datos salió del terminal, la descarga de información completada, y el Maestro Barra se la cedió a Zannah.
—Inserta esto en cualquiera de los terminales de catálogo en los Archivos cuando desees acceder y buscar algo. Los trabajos originales no podrán ser retirados de las instalaciones, pero eres libre de copiar cualquier material que encuentres en este disco para tu uso personal o colección.
—Me he tomado la libertad de precargar tu disco con algunos trabajos trascendentales que podrían serte de interés para tu investigación, —añadió él, sonriéndole una vez más.
—Gracias, Maestro Barra, —dijo Zannah con una reverencia.
—¿Cuánto planeas quedarte aquí en Coruscant? —preguntó él.
—Un par de días como mucho, —respondió ella. Dudaba que pudiera mantener la ilusión que escudaba sus poderes del lado oscuro de ser detectados mucho más que eso—. El Maestro Anno estaba ansioso por continuar su investigación. Quería que volviera tan pronto tuviera la información que necesita.
El cereano asintió en entendimiento.
—Por supuesto. Pero mientras estás aquí, espero que no pases todo tu tiempo estudiando parásitos y simbiontes. Tienes una rara oportunidad de explorar todo el conocimiento y maravillas de la galaxia, y espero que tomes provecho de ello.
—Lo intentaré, Maestro Barra, —prometió Zannah, aunque no tenía intención de quedarse ni un segundo más de lo necesario.
—Buena suerte con tu investigación, Padawan Nalia, —dijo el bibliotecario, despidiéndose de ella.
Con otra reverencia, Zannah se giró y abandonó su habitación, con más confianza en su misión que nunca. Si podía engañar al Maestro Barra, jefe bibliotecario de los Archivos Jedi, para creer que era Nalia Adollu, sabía que podría engañar a cualquiera.