Luz

Reyes

 

Traducido por Gabihhbelieber & ElyCasdel

Corregido por CrisCras

 

Charley Davidson se enderezó en el borde de mi sofá y me miró parpadeando, con sus enormes ojos dorados brillando debajo de sus oscuras pestañas. Llevaba un suéter suave que parecía crema pesada contra su piel, y unos vaqueros oscuros que se ajustaba a cada sensual curva que poseía. Se había quitado las botas y sentado con una pierna doblada debajo de su cuerpo. Decir que se veía encantadora sería negar esos otros aspectos de ella que la hacían tan increíblemente única. La sensualidad. El atractivo. El hecho de que era la criatura más letal a este lado de la eternidad. Afortunadamente para muchos, el hecho se le había escapado hasta ahora.

Brillaba a la tenue luz del fuego. Su esencia parecía dejarse acariciar por el sol en su calor. La cegadora luz por la que estaba envuelta absorbía los suaves amarillos y naranjas de las llamas que lamían los troncos crepitantes. Le confería una incandescencia brillante. Envuelta en un rubor dorado. El efecto era irreal y embriagador. Tendría que acordarme de hacer un fuego con más frecuencia.

Cuando había remodelado por primera vez este apartamento, el que se encontraba justo al lado del exquisito ser sentado junto a mí, había instalado una chimenea eléctrica. Parecía una buena idea en ese momento. Parecía real. Sonaba real. Incluso daba calor. Pero no era más real entonces que el mundo que me rodeaba. Así que tuve que arrancarla y reemplazarla por una chimenea de leña de verdad, una tarea nada fácil en un edificio sin chimeneas. El dinero puede no ser capaz de comprar la felicidad, pero podía comprar condenadamente bien una chimenea.

Pero esa lección llevó a casa el hecho de que las cosas en este plano eran raramente lo que parecían. Toma a las personas, por ejemplo. Los seres humanos. Aquellos que fingen preocuparse por mi bienestar, en realidad nunca están preocupados de corazón. Ellos quieren una devolución de su inversión. Muy a menudo, esa devolución soy yo. Su hambre cuando me miran es palpable. Su deseo, abrasivo. Inoportuno. Sus sonrisas falsas y llenas de necesidad.

Pero Charley Davidson, también conocida como Holandesa, era el verdadero acuerdo. El artículo genuino. Nunca dudaba de dónde me encontraba con ella. Si estaba enojada conmigo por alguna razón,  me hacía saberlo malditamente bien. Y no me permitía escapar con mucho. La honestidad era refrescante y adictiva, al igual que la Holandesa en sí misma.

Pero su luz, su luminosidad, que era el elemento por excelencia de todos los ángeles de la muerte, fue lo que me atrajo de ella en primer lugar. Antes de que me acordara de lo que era un ángel de la muerte. Antes de que me acordara de lo que era yo. Estar cerca de ella, incluso en forma incorpórea cuando era niña, era como estar de pie en el epicentro del cielo. La luz de su esencia era cálida. Nutritiva. Calmante. Y sin embargo, extremadamente caliente.

Mientras la estudiaba, no podía dejar de preguntarme qué le harían las luces de navidad, brillando en una increíble variedad de colores, a su aura. ¿Bailarían a través de las brumas de la calidez que irradiaba de ella? ¿Reflejaría las luces multicolores, como un prisma, y emitiría fragmentos de luces coloreadas a lo largo de las paredes? ¿Luces que sólo los seres sobrenaturales podrían ver?

Luché para reprimir una sonrisa mientras me preguntaba por eso y por su última elección de carrera. Siempre aparecía con una idea u otra, pero esta última me había desconcertado. —¿Una periodista? —pregunté, tratando de no hacer que sonara tan descabellado como era. No funcionó.

Su boca se estrechó, su expresión pretendía ser una reprimenda, y apareció un hoyuelo en una esquina de sus carnosos labios. —No —dijo, sacudiendo la cabeza—. No quiero ser simplemente una periodista. Quiero ser una periodista de investigación.

La sonrisa contra la que me encontraba luchando ganó, sin lugar a dudas, dejando al descubierto mis verdaderos pensamientos sobre el tema. —Así que, ¿ser investigadora privada, la dueña de un complejo de apartamentos, en parte dueña de un bar, consultora del Departamento de Policía de Albuquerque, camarera a tiempo parcial, y el único ángel de la muerte a este lado del universo no es suficiente?

El hoyuelo se profundizó al inhalar con fuerza. Soltó la pluma y el cuaderno que había traído con ella—probablemente para tomar notas durante su primera entrevista como una auténtica investigadora—en mi mesa de café, luego se volvió y me dedicó su mejor mirada furiosa.

—Esa es mi vida profesional. Profesional. —Hizo una pausa, arqueando las cejas y dándome tiempo para absorber su significado. Por desgracia, estaba más interesado en el hoyuelo que reaparecía en la esquina de su boca cada vez que me lanzaba esa expresión de reprimenda—. Esta es mi vida personal. He decidido llegar a ser una periodista más como un hobby. Porque, ya sabes, ¿qué tan difícil puede ser?

Me aclaré la garganta y me removí en mi asiento. —T das cuenta que acabas de ofender a todos los periodistas vivos, ¿verdad? Y, probablemente, a muchos de los que no lo están.

No discutió. —Tienes un punto, pero en serio, conozco a gente.

Se inclinó hacia mí. El movimiento agitó el aire entre nosotros y su aroma se acercó flotando. Aspiré la esencia a flores de manzano y vainilla. No podría decir si emanaba de su champú o de una ligera capa de perfume. Fuera lo que fuera, le compraría una caja. Le sentaba bien. Era dulce y fuerte, pero profundamente seductor.

—Piensa en ello —continuó, y tuve que obligarme a salir de mis reflexiones—. Podría entrevistar a gente famosa a la que nadie más puede llegar. Ya sabes, los muertos. Imagina los encargos que podría conseguir.

Continuó hablando mientras yo estudiaba la hendidura de su barbilla. Traté de concentrarme, pero esa hendidura era condenadamente sexy. Apenas capté trozos de información mientras hablaba. Algo sobre Abraham Lincoln luchando con Jane Austen, y Hitler consumiendo metanfetamina. Y tan fascinante como era la dependencia de drogas de Hitler, no parecía poder alejar mi atención de la sombra que la hendidura creaba. O la forma en que extendía sus delgados dedos cuando trataba de convencerme de algo.

—¡Las posibilidades son infinitas!

Su entusiasmo me trajo de vuelta. Su entusiasmo era admirable, aunque fuera equivocado.

Me relajé en la esquina del sofá y equilibré un vaso de fantástico whisky sobre mi muslo, notando el hecho de que el líquido de color ámbar que giraba dentro del cristal tallado se emparejaba con los ojos de Holandesa a la perfección. La primera vez que había visto esos ojos, la primera vez que había dejado mi cuerpo físico y viajado hacia su atrayente luz, tenía tres años, y ella hacía su primera aparición en este plano.

Sólo recientemente había conocido al hombre que me criaría y me enteré de la razón de mi adquisición. Quizá fue debido a mi posición en el otro mundo, pero incluso a los tres años no quería nada más que morir. Para librarme de mi cuerpo terrenal. Para detener el avance de los manos y los dientes crueles.

Entonces la vi. Sentí el calor de su luz. Ella era como un puerto seguro en una tormenta, y yo disfrutaba cada viaje que hacía hacia ella. Al principio, y durante muchos años después, pensé que era un sueño. Un producto de mi imaginación. Un ángel que había conjurado para ofrecerme consuelo en mis horas de necesidad. No fue hasta que cumplí diecinueve años y estaba tras las rejas por un crimen que no cometí, que recordé lo que era yo. Poco a poco y con minuciosa precisión, me acordé de por qué había sido enviado a la Tierra. Por qué elegí nacer en forma humana. Por qué Charley Davidson era como un imán, atrayéndome hacia ella, inconscientemente, exigiendo mi atención con un simple pensamiento.

Los ángeles de la muerte tenían más poder que cualquier otro ser sobrenatural en este plano. Un día, Holandesa aprendería eso. Hasta entonces,  la dejaría que siguiera creyendo que tenía más poder que ella. Servía a mi propósito por el momento. Cuando llegara a ser todo lo que podía,  aprendería que yo no era nada más que un grano de polvo que podría borrar de la faz de la tierra.

El repentino silencio me llamó la atención y me di cuenta de que había estado mirándola fijamente. A su vez, ella me devolvió la mirada. Podía sentir el deseo chispeando en su interior y extendiéndose. Esto provocó mi propia reacción física. Un anhelo en mi interior que sólo Holandesa podía estimular.

Coloqué mi dedo índice a través de la línea de mi boca y reduje mis latidos para poder estudiarla sin abalanzarme como un colegial confundido. Pero el hambre en sus ojos casi fue mi perdición. Ella no tenía ni idea de lo fácilmente que sentía cuando estaba cerca. Decidí advertirle del curso de su energía. —Si sigues mirándome así, esta será una entrevista muy breve.

Apartó la mirada. —Bien —dijo, aclarándose la garganta y alcanzando su pluma y el bloc de notas de nuevo—. Cierto. Así que, ¿significa que puedo hacerte unas preguntas?

—Puedes preguntarme cualquier cosa —le dije. Dejé de lado la parte en la que contestar sus preguntas todavía era opcional, pero ella rápidamente lo captó.

—Permíteme reformular la cuestión —dijo, golpeando el lápiz contra ese magnífico hoyuelo—. ¿Significa que responderás a mis preguntas?

Después de pensar durante un momento, dije—: Voy a responder a cualquier cosa que me preguntes.

La emoción corrió a través de ella, haciéndome sonreír detrás de mi mano. —Dispara —añadí.

Se movió para estar cómoda, apoyando los codos en sus rodillas y, con la pluma en la mano, dijo—: Está bien, ¿cómo fue crecer en el infierno?

Directa al grano, como siempre. Estaba a punto de estar muy decepcionada. Casi me sentí mal. Casi. —Sí —dije, impasible.

Sin perder el ritmo,  asintió y anotó mi respuesta antes de continuar. —Excelente. De acuerdo, en ese sentido, ¿cómo se siente tener al primer ángel caído como tu padre?

Me estaba siguiéndome el juego. Dios, me encantaba cuando me seguía el juego. Hacía que todo fuera mucho más divertido. —A veces.

Inclinó la cabeza para escribir de nuevo. Largos mechones de su cabello castaño se derramaron hacia adelante sobre sus hombros. —Aja, y ¿cuál es tu aversión, exactamente, por la Navidad?

Ah, de repente entendí. —Trigo integral —le dije.

Siguió escribiendo, pero podía sentir su decepción. Eso disminuyó la emoción que había estado corriendo a través de ella. Eliminando la adrenalina que había corrido por sus venas.

Nunca podría ser acusada de mal espíritu deportivo; levantó las pestañas y dijo—: Eso fue profundo. Estoy conmovida.

Aunque no fue intencional, el doble sentido atravesó mi estómago. —Puedo tocarte mucho más profundo que eso si me lo permites —dije, sin poder evitarlo.

Respiró con un jadeo suave.

Supuse que ahora era un momento tan bueno como otro cualquier para sacar a colación sus fechorías. —Esto no tendrá algo que ver con cierta caja que encontré fuera de mi puerta esta mañana.

—¿Qué? —dijo, haciendo un giro de ciento ochenta grados—. ¿Qué caja? —Consternada, arrojó su pluma sobre el bloc de notas—. Nunca he visto una caja en mi vida.

Tuve que enseñar a mis rasgos a que se quedaran impasibles.

Ella discutió lo esencial de más alegatos antes de profundizar por completo. —Bueno, está bien, vamos a decir, por el bien de la discusión, que había una caja de forma y tamaño indeterminados, vista en las proximidades de tu umbral. ¿La has abierto?

Dejé que una ceja se levantara en advertencia. Era mi turno para reprenderla. —Creí que estábamos de acuerdo.

—Lo estábamos. Lo juro. —Hizo la señal de los exploradores. No estoy seguro de por qué. No había nada infantil en sus exuberantes curvas—. Pero no es justo que puedas darme algo para navidad y yo no pueda darte nada.

Me encogí de hombros, indiferente. —Pero estamos de acuerdo.

Ella rodó los ojos. —Sólo estuvimos de acuerdo porque una mujer desnuda con un cuchillo me confundió con un mendigo y necesitaba refuerzos. Esa chica era como un triatleta.

Me llamó la noche anterior, cuando la mujer desnuda con un cuchillo la perseguía, gritando: "¡Muerte a todos los pobres!" Las drogas pueden haber desempeñado un papel importante en la furia asesina de esa mujer. Pero la había hecho prometer no darme nada antes de ayudarla a salir de esa situación difícil. Tenía la sensación de que ella no cumplió nuestro acuerdo.

—No importa —le dije—. Un trato es un trato.

—Ugh. —Se arrojó de espaldas en el espacio vacío en mi sofá y echó un brazo sobre su frente. Todo fue muy dramático—. Reyes, ¿por qué? La verdadera alegría de la navidad es dar. Si no me dejas darte un regalo, estás succionando toda la alegría de toda la temporada como una aspiradora con inyección de combustible y doble turbo.

Me eché a reír. —No es mi problema. —Mientras yacía allí gimiendo de molestia, decidí  rendirme—. Bien —le dije en señal de conformidad, y ella se enderezó en el sofá, la esperanza brotando de sus ojos—. Puede que haya abierto la caja.

Juntó las manos, la imagen era adorable. —¿Y? —preguntó.

—Y… —Hice una pausa mientras la esperanza irradiaba de ella y rozaba mi piel—. Y, tendrás que verlo por ti misma.

Su mirada se clavó en mi entrepierna tan rápido que tuve que luchar contra una carcajada. —¿En serio? —preguntó—. Como, ¿en este momento?

El pensamiento de su comprobación me inundó de anticipación. —No hay tiempo como el presente.

Yo había apoyado un brazo en el sofá. Coloqué mi otro brazo sobre el respaldo, mi bebida colgando de mi mano. Pero quería que supiera que la invitación era real. Su mirada pasó por encima de mí, de la cabeza a los pies, el interés en ella innegable. Un calor electrizante se agrupó en la zona baja de mi abdomen, haciendo que me endureciera bajo su mirada.

Tomando una profunda respiración, se acercó para desabotonar mis vaqueros. Sus dedos temblaban, y darme cuenta de que ambos estábamos nerviosos y excitados fue como ser golpeado por un rayo. No me podía mover. No podía apartar la mirada de ella mientras bajaba lentamente la cremallera. No importaba cuántas veces me tocara, la emoción visceral que se clavaba en mi centro cada vez que su piel rozaba la mía saltó dentro de mí.

La evidencia de mi interés era inequívoca debajo de mis bóxers. Esperé a que hiciera algún comentario sobre el regalo que me trajo. En su lugar, se arrastró hasta mi regazo, sus movimientos gráciles como los de un antílope, y se inclinó hasta que nuestras bocas casi se tocaron, hasta que la esencia de su labial de cereza se mezcló con el licor de mi aliento. Luego metió la mano debajo de mi cinturón, sus delicados dedos rodeando mi erección dura como una roca, y una ola de placer se disparó directa hasta mi centro.

Escuché el cristal deslizarse de mi asimiento. Cayó sobre la gruesa alfombra con un ruido sordo mientras ella me liberaba de las fronteras de mis vaqueros, bajaba hasta el suelo y tomaba mi polla en su boca. Aspiré aire con fuerza, reforzándome mientras tomaba un puñado de su cabello para ralentizar su ataque, para controlar su ritmo. Ya podía sentir la oleada de excitación, el flujo de sangre a través de mi erección mientras su boca se deslizaba por el sensible eje al tiempo que sus dientes raspaban la piel. Me puse aún más duro. Ignorando mi agarre de hierro, tragó cada parte de mí, el regocijo era agonizante y crudo cuando se alejó, se detuvo durante un tenso instante, y luego me tragó de nuevo.

Me tragué una maldición mientras mis caderas se separaban del sofá. —Holandesa —dije entre dientes, previniéndola para que ralentizara su ataque. No era un niño de escuela, pero santa mierda, ella podía chupar una polla. Un hombre sólo podía aguantar cierta cantidad antes de perder el control.

Holandesa sentía el mismo ímpetu de placer que yo. Podía sentir el calor nuclear fundiéndola de dentro hacia afuera, y no iba a tranquilizar su ataque. Sumergí la otra mano en su cabello y la levanté hasta que estuvo recostada contra mi pecho. Teniéndola ahí prisionera, rasgué el botón de sus vaqueros y los bajé por su delicioso trasero. Se le puso la piel de gallina cuando el aire fresco la golpeó. Pasé los dedos sobre su exuberante redondez antes de quitarle completamente los vaqueros y las bragas, y la levanté sobre mí para ponerla a horcajadas. Eso le permitió a mi boca acceso completo a los exquisitos pliegues entre sus piernas.

Apoyé mis manos en sus caderas y la dejé suspendida en el aire mientras la probaba. Mientras la atormentaba. En el momento en que mi lengua rozó su clítoris, inhaló una respiración profunda. Su reacción hizo que un líquido caliente impregnara cada músculo de mi cuerpo. Apoyó las manos en el sofá para equilibrarse, agitándose mientras la acercaba más y la chupaba antes retroceder un poco y dejar suaves golpes sobre su hinchada piel. Cada roce de mi lengua removía la lava fundida de su interior, batida hasta el punto de alcanzar el rojo vivo. El éxtasis irradiaba de ella y me bañaba como un viento eléctrico, dejando descargas en mis poros y saturando cada centímetro de un suculento fervor.

Estaba a punto de venirse. Lo sentí crecer en ella, pero antes de que el orgasmo tuviera la oportunidad de manifestarse, se alejó de mí, arañando mis muñecas, tirando de los dedos que la habían unido a mí como un torno. Quería ese orgasmo tanto como ella, pero liberé mi agarre y la dejé montarse a horcajadas sobre mi pecho. Una vez ahí, se inclinó y se llenó las manos con mi cabello.

Con su boca en mi oído, susurró—: Quiero que entierres tu polla dentro de mí. Quiero sentir la tierra temblar cuando te vengas.

Gemí y obedecí sin dudar. Tirando de ella a mis brazos, nos giré hasta que estuve arriba. En un movimiento rápido me sumergí en ella. Era de líneas puras y ardientes, y se encontraba mojada. Mi entrada disparó el placer dentro de ella, la presión de mi erección haciéndola jadear en voz alta.

No era la única. Tuve que detenerme para recobrar mis sentidos. Mantuve mi posición dentro de ella, enterrado al máximo, pero sólo por un momento, sólo lo suficiente para recuperar el control y darle tiempo de ajustarse a mi tamaño antes de salir y sumergirme de nuevo. Gritó, pero no le ofrecí cuartel por segunda vez. Mis embestidas se hicieron cada vez más rápidas, más duras, mientras enganchaba un brazo debajo de su pierna, extendiéndola a un lado, y la acercaba más y más al borde. Arañó mi espalda. El agudo pinchazo sólo aumentó la turbulenta excitación dentro de mí. Su propia excitación crecía como un maremoto y empujé en su interior más duro, más rápido, golpeando contra ella hasta que sentí una explosión que venía de su interior, una última oleada de cálida energía. Estalló y se estrelló contra mí, soldando mis dientes hasta que su orgasmo dispersó el placer que latía a través de mí, canalizándolo hasta que alcanzó niveles nucleares. Me vine en una volátil oleada de fuerza, la explosión tronando fuerte en mi cuerpo, con olas sobrecogedoras.

La estreché contra mí, un bajo gruñido escapando mientras los espasmos de placer me desbordaban. Y la tierra se desplazaba debajo de nosotros. Nuestras energías colapsaron, se fusionaron y crearon una poderosa fisura en la continuidad espacio-tiempo. La tierra retumbó debajo de nosotros hasta que los átomos dentro de nuestros cuerpos se calmaron y la excitación menguó.

Nos recostamos sin aliento mientras la tierra a nuestro alrededor se asentaba, aún a medio vestir, con nuestras extremidades enredadas. El suéter de Holandesa había sido tirado y retorcido hasta que su estómago asomó por debajo. Pasé mi mano por la curva de su cintura y sobre el bulto de su cremosa cadera, maravillado por el suave resplandor crepuscular en el que la había envuelto el que hiciéramos el amor. Estábamos sobre mi alfombra, mientras que los muebles que estaban normalmente sobre la esta habían sido volcados o empujados fuera de ella por completo.

Holandesa se levantó y pasó la punta de sus dedos por debajo de mi camisa medio abotonada. Los deslizó por mi columna y por encima de mis nalgas, causando una respuesta inmediata en mi piel. Enterré mi cara en la curva de su cuello, debajo de la esencia fresca de su cabello y su piel.

Luego recordé qué había comenzado todo este evento en primer lugar. Esto era, la insistencia de Holandesa por comprarme un regalo en contra de mi voluntad. Mi muy explícitamente establecida voluntad. —¿Qué pensaste del regalo que me diste? —le pregunté, intentando sonar agraviado. No funcionó.

Levantó la cabeza y sonrió mientras reunía su ropa arrojada por todos lados en el suelo de mi sala de estar. —Creo que probablemente estos bóxers se ven mejor en el suelo que en ti.

Me alejé para que pudiera ver el asombro en mi cara. —¿Estás insultando mis bóxers de cascabeles?

—Para nada —dijo, fingiendo preocupación—. Es sólo que te ves mejor en cueros.

Podía vivir con eso. Me relajé contra ella de nuevo pero no pude resistir la tentación de provocarla un poco más en buena medida. —Los usaré durante el resto de mi vida.

Rió fuerte; sonaba como burbujas de champán en el aire, el dorado en sus ojos destellando en la media luz del fuego. —No te atreverías.

El reto hizo que estrechara los párpados. —Mírame.

—Los quemaré.

Encogí un hombro. —Entonces tendrás que quemarme a mí también. Nunca me los volveré a quitar.

Hundió los dientes en mi hombro, mi delgada camisa haciendo poco por protegerme de la picazón de su mordida. Eso sólo sirvió para excitarme. Agarré su cabeza y la mantuve contra mí un buen rato. Luego me levanté de nuevo y bajé la mirada hacia ella, observando cómo un suave rubor crecía en sus mejillas. Pasé el pulgar por su labio inferior y bajé hacia la hendidura de su barbilla.

Después de un minuto, rompió mi mirada y dijo—: Hablando de regalos, ¿qué me trajiste?

Mis cejas se alzaron de golpe. —¿Eso no fue suficiente?

Una risa bastante insultante y fuerte llenó la habitación. Claramente no lo había sido. Debía esforzarme más la próxima vez.

—¿Esa pequeña cita que acabamos de tener? —preguntó—. No hay forma de que te libres tan fácilmente.

Me lo imaginaba. Eché una mirada de reojo a uno de los cajones de la mesa de café. La cual no estaba en ningún lugar cerca del punto en donde había estado cuando comenzamos la noche. Sin dudar, ella se abalanzó hacia adelante. Tristemente, yo seguía sobre ella, así que tuve que observar mientras se esforzaba por alcanzar el cajón. Intenté no reírme muy fuerte. Por dentro, sin embargo, estaba disfrutando ambas cosas: sus cómicos esfuerzos mientras fallaba y el placer hedonístico que su retorcerse me causaba.

Después de una lucha que rivalizaba con la del desove de un salmón durante su viaje anual río arriba, finalmente abrió el cajón y buscó a ciegas en el interior. Esperé, fascinado con su lengua mientras la sacaba hacia un lado de su boca con concentración. Agarrando algo por fin, sacó la caja envuelta en papel dorado que yo había puesto ahí.

—¿Esto es mío? —preguntó, emocionada.

Recurrí a la misma mirada perpleja que ella me había dedicado antes, cuando preguntó por la caja fuera de mi puerta. —Nunca he visto esa caja en mi vida.

Se recostó de nuevo en la alfombra y rió. —Es una simple pregunta de sí/no.

—Justo mis pensamientos.

—Ah —dijo, entendiendo.

Me refería a la pregunta que le había hecho recientemente. Otra simple pregunta de Sí/No. Aún tenía que darme su respuesta.

—¿Puedo abrirlo? —preguntó.

—Todo tuyo. —Luchando contra una sonrisa, me bajé a su lado y levanté la cabeza para mirar.

Rompió la envoltura y sacó una caja de terciopelo azul. Se volvió a mirarme como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Después de poner su labio inferior entre sus dientes, levantó la tapa. Había dos rollos de terciopelo acolchado en el interior. La apertura que formaban debía contener un anillo, pero no lo hacía.

Apestaba ser ella.

Me miró boquiabierta. —¿Qué es esto? —preguntó, consternada.

—Es una simple pregunta de sí/no. —dije, intentando mantener la cara inexpresiva. Me recosté, cruzando los brazos detrás de mi cabeza—. Cuando tenga la respuesta, tendrás el resto de tu regalo.

—Eso es chantaje —dijo farfullando con incredulidad. Pero podía sentir sus emociones tanto como ella. La decepción no era una de ellas. Se estaba divirtiendo tanto como yo, jugando este juego que jugábamos.

Aun así, realmente quería una respuesta, preferiblemente una afirmativa, y la quería pronto. Así que, sí, un pequeño chantaje nunca lastimó a nadie. —Es un buen negocio —dije—. No tiene sentido para mí darte un anillo si dices que no. Perdería mucho tiempo y dinero. Todo esto gira en torno a una pequeña palabra en español.

Se acurrucó contra mi costado, mirando dentro de la caja mientras imaginaba el anillo que podría haber tenido. —¿Qué pasa si te respondo con una palabra del latín de los cerdos en su lugar? ¿Obtengo el anillo entonces?

—Nop.

—Pero sabes tanto latín de los cerdos como yo.

—Si no puedes decir sí o no en simple español, el trato está terminado.

Se levantó sobre un codo, una sonrisa malvada alzando las esquinas de su exquisita boca. —Sí o no en simple español —dijo, pareciendo completamente complacida consigo misma.

—Es demasiado malo, en verdad —dije, ignorándola—. El corte es exquisito.

Suspiró y descansó la cabeza en mi hombro, pero no antes de asegurarse de que cada hebra de cabello en su cabeza cayera sobre mi cara. Indiferente, soplé un poco de mi boca e ignoré el resto. Bueno no lo ignoré demasiado, mientras inhalaba la fresca esencia. Disfrutaba de la sensación aterciopelada. —No va a funcionar —dijo, aun mirando la caja—. No puedes chantajearme para que me case contigo.

Tomé su barbilla entre mis dedos y levanté su rostro hacia el mío. —Cariño, soy el hijo de Satán. Podría chantajearte para que me dieras a tu primogénito para un circo ambulante si quisiera.

Levantó una ceja en señal de conformidad. Me creía. Creía que tenía poder sobre ella. Que perdería si alguna vez nos enfrentábamos. La dejaría seguir pensando eso por ahora. Guardaría en secreto un poco más el hecho de que podría hacerme cenizas con un simple pensamiento. Yo sólo tenía una verdadera defensa contra ella, y algún día le diría lo que era; que cualquiera que conociera su nombre, su verdadero nombre celestial, tenía una pequeña partícula de poder sobre ella. Eso me daría una ventaja si alguna vez la necesitaba. En caso de que nuestras metas del otro mundo se vieran el conflicto. Era el hijo del enemigo público número uno, después de todo. Y tenía pecados por los que pagar.

Aun así, la mera idea de nosotros dos en desacuerdo me traía tanto dolor, tanta agonía, que raramente dejaba que eso me pasara por la mente. Pero ella era un ángel de la muerte. Un día comenzaría a actuar como uno y yo estaría sin defensa contra ella. Hasta entonces, bebería de ella como si mi vida dependiera de ello. Había esperado tanto tiempo, siglos, de hecho, para que ella naciera en la tierra. La fruta prohibida a menudo producía el néctar más dulce. Me gustaría detener cualquier batalla por llegar tanto como fuera posible, y luego me rendiría ante ella, la dejaría aniquilarme, porque la vida sin ella sería insoportable.

Hasta entonces, sin embargo…

Bajé la cabeza, puse mi boca sobre la suya, y dejé que mis dedos exploraran los pliegues entre sus piernas otra vez. Se retorció y dejó que sus piernas cayeran abiertas bajo mi toque, y una vez más, me deleité con su sensación.