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—No te han construido los hombres, solo la voluntad divina. —La voz del sacerdote resonaba en la iglesia de la que se decía que era la más grande del mundo. El espacio interior era una fiesta para los sentidos. El mármol estaba perfectamente pulido y ningún pie había apagado todavía su brillo. En él se reflejaba el oro de la cúpula. Suelo y techo, tierra y cielo se reflejaban mutuamente.
Justiniano estaba arrodillado delante del altar y a su lado se arrodillaba Teodora. La emperatriz había conseguido aquello para lo cual él no habría tenido suficiente perseverancia: la Hagia Sophia se había concluido. Después de que un terremoto destruyera el edificio anterior, había surgido esta suntuosa construcción. Había sido Teodora quien había indicado a los arquitectos que el mortero no se secaba cuando las paredes eran demasiado robustas. Había sido Teodora quien había mejorado los planos para la cúpula pues, en otro caso, el techo habría caído sobre sus cabezas, tal vez incluso en ese mismo momento.
Justiniano dirigió una mirada crítica hacia arriba y solo la mujer que estaba a su lado sabía que no buscaba allí a Dios, sino una grieta en el cemento cubierto de oro. Suspiró, Teodora solo era una mujer, y los historiadores le atribuirían a él, el emperador, la inteligencia capaz de diseñar tal obra. ¿Compensaba la fama inmortal que las arcas del Imperio estuvieran vacías?
Cuando la ceremonia llegó a su fin, Justiniano encabezó la procesión que debía salir por las puertas de Hagia Sophia a la luz de invierno, a un mundo lleno de preocupaciones. Los persas seguían acampados al otro lado del Bósforo. Los arqueros bizantinos seguían protegiendo las murallas de la ciudad. Cosroes seguía sin aparecer para dar la orden de ataque.
Mientras los generales de Justiniano insistían en un asalto y hacían resonar nerviosos las espadas, el emperador ponía su propia paciencia a prueba. Acababa de dedicar una enorme iglesia al dios de los cristianos. Cabía, pues, esperar por ello cierto apoyo de las esferas celestes.
Al sonido de los zapatos al arrastrarse y al murmullo de las vestiduras se sumó un susurro. Isodoro estaba a su lado.
—Se ha despertado —musitó al emperador.
—¿Cuándo puedo hablar con él?
—Está… —Isodoro carraspeó—. Está aquí. No he podido detenerlo. En cuanto ha abierto los ojos se ha levantado de un salto de la cama, se ha puesto a dar gritos y ha pedido que le devolvieran el bastón.
—Entonces, no hay duda, es Tauro. Si no lo hubiera reconocido desde la muralla, habría sabido ahora, a más tardar, quién nos ha hecho una visita de forma tan peculiar.
—¡Cierto, señor! A duras penas he podido evitar que explotase en la ceremonia. Sería aconsejable que fuerais…
La cortina que colgaba entre dos columnas se corrió a un lado. Los ganchos de madera tabletearon en medio del devoto silencio. Detrás apareció Tauro.
Justiniano colocó a Isodoro a la cabeza de la procesión.
—¡Sustitúyeme unos minutos, querido! Me temo que de lo contrario la inauguración de nuestra Santa Sabiduría vaya a terminar con el bramido de mi hermano.
Bajo la mirada furiosa de su esposa, el emperador se dirigió hacia Tauro.
La iglesia se vació. Pero el emperador no salía. Teodora lo mandó llamar, pero el jefe de la guardia personal volvió sin lograr su propósito.
Cuando el sol concluyó el breve día, arrojó sus últimos rayos al interior de Hagia Sophia. La luz entraba por la hilera de ventanas dirigidas hacia poniente. Se dispersaba en forma de abanico por el espacio y el suelo como si unos ángeles rozaran la piedra.
Pero ni Tauro ni Justiniano prestaban atención a esa maravilla. Detrás de una imponente columna de mármol pentélico, conversaban y no eran más que dos hombres.
Al final, Tauro tendió al poderoso monarca del Mediterráneo la caña de bambú, ese bastón del cual cada grieta y arañazo contaba una historia. El emperador toqueteó febril el compartimento secreto. Estaba asegurado con ganchos y, llevado por su impaciencia, Justiniano se rompió una uña. Su hermano rio. Luego abrió el compartimento y la tapadera sucia y agrietada cayó haciendo ruido sobre el suelo de mármol virgen.
Esa noche, el emperador ya no saldría de la iglesia. Más tarde se dijo que se había visto tan abrumado por la belleza del edificio que no había querido volver a marcharse de allí jamás. Dos docenas de guerreros perseveraban delante del portal de madera de encina de la iglesia. Habían cambiado tres veces de turno, pero Justiniano todavía no hacía acto de presencia. La guardia personal esperaría al emperador hasta que se les congelaran los dedos de los pies. E incluso más tiempo.
Cuando amaneció, también Isodoro se asomó a Hagia Sophia. Tenía los ojos pegados por el sueño, pero la preocupación por el regente lo había sacado a hora temprana del lecho. Hizo lo que ningún guerrero se había atrevido a hacer. Abrió la pequeña puerta que estaba encajada en el gran portón, la hoja se deslizó sin hacer ruido en las bisagras recién lubricadas, y él se deslizó discretamente en la iglesia.
En medio de tanto esplendor, distinguió dos siluetas tendidas sobre el frío suelo. Eran Justiniano y su hermano Tauro. Al principio, Isodoro pensó que estaban muertos, que habían sido víctimas de un atentado. Luego vio que los hombres tendían los brazos hacia arriba, señalando la cúpula, y dibujaban con los dedos arabescos en el aire mientras conversaban entre susurros. Levantó la vista al techo. Y cuando los primeros rayos de sol lamieron la cúpula de oro, vio que algo revoloteaba a través de la luz.