14
Las montañas se disipaban como los sueños por la mañana. En cuanto los ladrones de la seda descendieron a la vía imperial, el monasterio del Gran Ganso Salvaje se desvaneció. Todo volvía a ser como antes: el calor, la arena, la sed, el sudor, el crujido de las rocas calientes. De no ser por la hinchazón en el rostro de Helian, Tauro casi habría creído que la visita al monasterio era producto de su fantasía.
La budista se hacía masaje varias veces al día en la clavícula y Tauro le preguntó preocupado si le había hecho daño en esos huesos tan sensibles. Pero Helian negó con un gesto sonriendo. Tauro ya podía ser fuerte y un buen luchador, pero no entendía nada del arte de curar. Un día, le replicó burlona, él mismo bajaría la guardia un momento. Entonces sería ella, Helian Cui, quien le enseñara cómo activar los puntos de energía que hay a lo largo de la clavícula para curar una hinchazón en la cara. Porque le haría falta. Tauro rio.
Feng se había ido. Desde el altercado en la fiesta de la ordenación nadie había vuelto a ver al joven. También había desaparecido su camello de carreras. Pese a que Tauro intentaba fingir indiferencia frente a sus compañeros, estaba más preocupado por el muchacho de lo que él mismo se confesaba. Solo en medio de la naturaleza indómita, el chico podía desaparecer por una grieta en el terreno o en las fauces de un animal feroz. Por otra parte, había demostrado más de una vez que era capaz de sacar de quicio a todo el mundo por conquistar a Helian Cui. Tal vez, pensaba el bizantino, debería preocuparse menos por Feng y mucho más por el mundo.
Salvo para el joven ser, la breve expedición a las montañas había demostrado ser para todos una buena elección: la princesa seguía junto a sus compañeros de viaje y podía continuar la búsqueda de los escritos de Asanga; los gusanos tenían hojas frescas (Tauro palpó el paquete bien lleno que colgaba de su silla de montar); y los bizantinos habían comprado un camello a la abadesa. Desde que los habían asaltado los bandidos en medio de la tormenta de arena, viajaban con un camello menos. A Tauro solo le habría gustado evitar la fórmula mágica que la abadesa del monasterio había pronunciado sobre los gusanos de seda.
Había visto a la muchacha como si fuera una frágil centenaria mientras ella entonaba su cantinela sobre los bastones de peregrino. Había ido de un pelo que el de Bizancio no le quitase los bastones a Miaodan. Ni él mismo podía decir por qué no lo había hecho. De repente, la princesa se había plantado delante de él, le había tocado la muñeca con tres dedos y le había invadido una serenidad que había sentido por última vez el primer día que había sostenido a su hijo en los brazos.
Ahora, mientras se balanceaba sobre el camello, volvía a agarrar el bastón de bambú y la inquietud se adueñaba de él. El hielo para refrescar las orugas y hacer así más lento su crecimiento no entraba en consideración, según Miaodan. El crecimiento respondía a una fuerza interior. Obstaculizarlo desde el exterior era contra natura. El hielo mataría a las orugas. Si no su cuerpo, sí su alma. Y un cuerpo sin alma no podía realizar ninguna maravilla ni, desde luego, producir seda.
La conversación le había resultado indiferente. Lo importante era únicamente que los gusanos siguieran con vida. Celoso como un segundo Feng, había puesto cuidado en que la niña vestida de abadesa no tocase los insectos. ¡Con qué facilidad podría haber aplastado uno de los animales! Pero, de hecho, se había limitado a cantar. Olimpiodoro no había puesto ninguna objeción, por eso él no había impedido nada. De todos modos, su sobrino era el que sabía y él, Tauro, solo un cancerbero que vigilaba dos puñados de insectos.
El escepticismo y la inquietud lo llevaban a abrir el compartimento de su bastón y ver en qué estado se encontraban los gusanos. Había confiado el segundo bastón de peregrino a Olimpiodoro. Tras haberse cerciorado de que las orugas estaban bien y de que mordisqueaban las hojas frescas, cerraba la tapa para volver a abrirla poco después y repetir la supervisión. Le picaba el cabello que acababa de despuntar en su cabeza. Con la misma inmisericordia con que los gusanos devoraban las hojas, este viaje corroía su razón.
La ciudad oasis de Korla estaba rodeada de acequias y descansaba frente a las majestuosas cumbres del Tian Shan, las montañas Tian. Un grupo de nómadas había acampado delante de las murallas de la ciudad. Pese al calor, los hombres llevaban sus gorros en punta y con el peculiar reborde de piel. Estaban guardando una manada de ponis. Tauro calculó que debía de haber unos mil animales. No llevaban ninguna mercancía sobre el lomo, así que ellos mismos debían de ser el artículo de venta. Pero ¿quién podía necesitar tal cantidad de caballos y, más aún, pagar por ellos?
Wusun conocía la respuesta. Los nómadas y el pueblo ser se odiaban a muerte. Pero ahí, en Korla, coincidían a causa de los caballos. Los nómadas criaban ponis y los seres los compraban para su ejército.
—¿Los seres no atacan a sus enemigos a lomos de los caballos? —preguntó Tauro, mientras se balanceaba sobre su camello junto al jinete de las estepas.
Wusun asintió.
—Sí. Pero cuando se trata de dinero, el comerciante abre la puerta de par en par al absurdo. Tienes razón, Tauro: los nómadas venden a sus enemigos el medio para que emprendan la guerra contra ellos. Pero piden un alto precio. En otros lugares compras un poni por un fardo de seda. A los nómadas les pagas con cuarenta fardos.
Tauro resopló.
—¡Qué aprovechados! ¿Y los seres lo permiten?
—Tienen que hacerlo, pues en las ciudades de Serindia todos piensan que los uigures pagan un tributo en forma de caballos a los seres, una especie de cuota de protección para que los poderosos ejércitos del emperador no destruyan las tiendas de los nómadas y maten a todo el que les parece un habitante de la estepa.
—Pero, en realidad, ningún ejército de Serindia haría algo así.
—Eres hijo de la sabiduría, hombre de Bizancio. Los seres compran a los nómadas los ponis y pagan el precio que sea para que en su casa se los considere después imbatibles.
Tauro tiró de las riendas de su camello y Wusun también se detuvo. Ambos contemplaron desde la lejanía a los nómadas. Eran hombres sin excepción. Unos se ocupaban de los ponis. Otros estaban sentados alrededor de una hoguera, ante la cual un hombre delgado estaba de pie y explicaba algo gesticulando teatralmente.
—Les encantan las historias —dijo Wusun—. Algunos no aprenden nada más en su vida que a contar historias. Una profesión muy valorada cuando uno es nómada.
Pero Tauro no se interesaba por los poetas de la estepa.
—¿Es esta la única razón por la que los seres pagan esos precios tan altos? ¿Porque sin caballos les perderían el respeto en su país?
—Bueno, no del todo. Si los seres dejaran de comerciar con ellos, los nómadas enseguida invadirían las ciudades estado.
—Así que la paz de este país cabalga a lomos de un poni.
—Tú solo serías un mediocre poeta en una tienda nómada, Tauro. Es mejor que sigas dejando hablar a tus puños.
—¿Y si la plantación Feng deja de suministrar la seda? —insistió Tauro—. Entonces dejará de haber relaciones comerciales, ¿no es así?
Wusun se encogió de hombros.
Tauro contempló en silencio a los nómadas. Dos de ellos cabalgaban juntos a lomos de los ponis. Sostenían las riendas entre los dientes porque tenían las manos ocupadas disparando flechas con arcos. Los jinetes habían elegido como blanco los melocotones que colgaban de los árboles. Sobre el suelo, junto a las flechas, ya se había formado una montaña de fruta ensartada.
—Es mejor que desaparezcamos pronto de este entorno —advirtió Wusun, recogiendo de nuevo las riendas de su camello—. Bastante tenemos con que los gobernadores de las ciudades estado nos estén buscando. Vale más que no caigamos entre dragones rojos y uigures.
—¡Espera! —gritó Tauro—. Tienes razón, no queremos acabar entre dos frentes. Pero a lo mejor podemos encontrar protección junto a esta gente. —Señaló a los nómadas. A esas alturas, algunos se habían dado cuenta de su presencia y los miraban.
—¡No querrás irte con esos! —Wusun lo miró asombrado—. Es un suicidio. Nos desplumarán, nos abrirán en canal y nos deshonrarán, y por este mismo orden.
—La seguridad, Wusun, no siempre se encuentra ahí donde no hay peligro. Después de hacer negocios con los seres, esos hombres se vuelven al oeste, a sus pastos, ¿no es cierto?
Wusun asintió.
—Nosotros también vamos en esa dirección.
Los ojos de Wusun se entrecerraron.
—Y en algún sitio nos esperan nuestros enemigos. Las ciudades estado han recibido la alerta y ya no son seguras, y se vigilan los pasos de montaña. Te refieres…
—¿Ya has dormido alguna vez en una tienda de nómadas, Wusun? —le interrumpió Tauro.
La barba del jinete de las estepas se movió, un signo seguro de que bajo ella se esbozaba una sonrisa.
—Vale más que se lo preguntes al afeminado de tu sobrino y a la princesita. —El anciano señaló a las dos figuras que seguían avanzando inmersos en una conversación. Luego se metió dos curtidos dedos en la boca mellada y soltó un estridente silbido.
Korla estaba tan vacía como un nido de pájaros en invierno. Ni nadie había visto a los bizantinos en la ciudad, ni tampoco paraban allí las caravanas. Nómadas y seres coincidían en esa población con motivo del tributo de los ponis, le habían explicado a Nong E, en el aire se respiraba la violencia y ningún mercader conducía sus camellos cargados de artículos de valor entre los frentes de los belicosos guerreros.
Nong E resopló iracunda y se permitió otra ración más del opio que en realidad estaba destinado a Ur-Atum.
¡Pero Feng y los gusanos tenían que haber estado allí! Los ladrones de la seda habían ido de Loulan al monasterio del Gran Ganso Salvaje. Nong E se había ahorrado el camino por la montaña de Kuruktag y a cambio había preguntado a la gente que descendía de ella (auténticas multitudes) por dos adultos de nariz larga. La respuesta unánime había sido que habían partido hacia el oeste.
En ese trecho solo se encontraba Korla. Más al sur se extendía el desierto de Taklamakán, al norte se levantaba el Tian Shan. Ningún camino pasaba delante de Korla. E incluso si alguien pretendía pasar la ciudad de largo, los pasos montañosos que había detrás estaban cerrados y habrían detenido a los ladrones de la seda o los habrían denunciado en Korla. Pero parecía como si la tierra se hubiese tragado a su hijo y a los bizantinos. Nong E se pellizcó en el brazo para que el dolor detuviera ese ir dando vueltas a los mismos pensamientos que provocaba el opio. ¿Cómo iba a dormir si su cuerpo y su mente copulaban como la locura y la embriaguez?
En el pasillo resonaron unos pasos, los gritos de los guardias, el jaleo de una riña. Entonces corrieron las cortinas de su cámara. Por la puerta apareció un budista. Llevaba una túnica amarilla y el rostro de su hijo. ¡Feng había vuelto!
—Vendrán por la vía imperial, madre. Los atraparemos y les daremos muerte justo en la puerta sur de la ciudad.
Feng estaba arrodillado delante de ella, sin su cabello. Las manos de Nong E le acariciaban la cabeza, del cuero cabelludo se iba desprendiendo a jirones la piel quemada por el sol. Por el rostro de la mujer seguían deslizándose las lágrimas, pero no de alegría: eran perlas calientes de cólera.
Según su hijo, había perseguido audazmente a los bizantinos después del incendio de la plantación. Sin embargo, ellos le habían preparado una emboscada, lo habían capturado y obligado a que los acompañase. Feng, el único vástago de su feliz matrimonio, había sufrido maltrato. Lo habían afeitado y obligado a abjurar de la doctrina de Confucio. En su lugar, había tenido que adoptar la religión de los mendigos. ¡El budismo! Nong E se juró presentarse personalmente ante el emperador e informarle de lo que eran capaces sus correligionarios. ¡Esos hábitos amarillos estaban todos destinados a la hoguera!
Escuchó rabiosa lo que Feng le contaba. Su hijo le hablaba de los tormentos que había tenido que soportar cuando los de Bizancio lo habían obligado a arrastrarse de pie tras los camellos. De los puñetazos y patadas que le habían propinado por puro placer y cuyo número él había contado exactamente para poder vengarse de cada uno de ellos. El chico solo contestó vagamente a la pregunta de si los extranjeros todavía conservaban los gusanos de seda.
Se guardó para el final la mejor noticia: los bizantinos todavía no habían estado en Korla, pero se encaminaban hacia allí. El día anterior, Feng había conseguido escaparse y, gracias al camello de carreras de su padre, había ganado una ventaja considerable. Y Korla, de eso ya se encargaría Nong E, sería la última etapa del funesto viaje de los ladrones de la seda. Satisfecha, extendió los dedos de las manos y cogió con ellos el rostro del muchacho. Como dos pálidas arañas se agarraron a sus mejillas.
—¿Qué ocurre con la vagabunda? —preguntó Nong E, cuando Feng hubo terminado la crónica de su viaje.
—Madre, ¡es una hija del emperador! Y los bizantinos la tienen cautiva como me tuvieron a mí. Sospecho que planean vender a Helian Cui al Gran Kan. Debemos evitarlo. Imagínate: ¡salvaremos a la hija del Hijo del Cielo!
La boca de Nong E se llenó de saliva amarga. Así que también Feng se había dejado engañar por esa patraña. ¿Cómo iba a ser de otro modo? La mendiga lo había embrujado como había hecho con el gobernador de Loulan, el hijo de este, Sanwatze, y, posiblemente, los mismos extranjeros. Pero ella, Nong E, la auténtica señora de la seda, se resistiría a ese encantamiento.
—No entra en consideración. No es una princesa. ¿Qué crees que te sucedería si te presentaras ante el emperador y afirmaras que has salvado a una de sus hijas?
Feng se liberó de los dedos de su madre.
—Me recompensaría generosamente. A lo mejor hasta me nombraba ministro. Y me daría a su hija por esposa.
—La simple afirmación de que el Hijo del Cielo no sepa dónde están sus hijas sería una ofensa que te costaría la cabeza. Aunque, de todos modos, ya la has perdido.
El joven se puso en pie de repente y ambos reanudaron la antigua pelea. Dominada por el miedo a que su hijo volviera a salir de esa sala y no volviera a entrar, Nong E lo abrazó.
—¡No te marches!
Feng intentó desprenderse de ella, pero las manos de araña de la mujer ya habían tejido una red alrededor de él que no era tan fácil desgarrar.
Nong E reprimió la risa. El opio estaba empezando a obrar sus efectos.
—Mañana mismo, bien temprano, antes de que el sol bese el horizonte, recibiremos a tus torturadores en la puerta de la ciudad de Korla. Entonces veremos de qué madera está hecha esa bruja. Pues la madera, y eso tú ya lo sabes, arde estupendamente.
La noche era de Wusun. El jinete de las estepas se hallaba delante de la gran hoguera de los nómadas y entretenía a los presentes con sus historias. En torno a él se sentaban cincuenta uigures en círculo y escuchaban. Estaban hechizados por las palabras del anciano, por sus ojos bien abiertos, por sus amplios gestos y los saltos que ejecutaba cuando en sus descripciones el destino intentaba echarle el guante. El único sonido que acompañaba las palabras de Wusun era el susurro de la grasa de un carnero que goteaba en las llamas sobre las que se asaba, y el narrador lo incorporaba a sus relatos como si fuese el jadeo de un monstruo.
En ese momento, el anciano contaba una de sus aventuras en Bactria.
—Los bactrianos —anunció, describiendo un arco con los brazos extendidos— han encontrado oro en el desierto de arena. Y allí se dirigen cuando necesitan riquezas.
—¿Qué desierto es ese? —preguntó uno de los oyentes.
—Vale más que no lo sepas, pues la mayoría de los buscadores de oro nunca regresan de ahí. En una ocasión, cuando me encontraba en Bactria, oí hablar del oro y decidí ir a buscarlo yo mismo. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Fue el viaje más terrible de toda mi vida y, cuando regresé del desierto de arena, había envejecido todo un año. —Mostró su barba gris y los nómadas gimieron asombrados.
—Cuando llegué a ese maldito lugar creí que estaba en un sueño. En la tierra había oro, ¡montañas de oro! No había más que recogerlo. Pero Wusun es astuto. Wusun no se contenta con coger todo lo que brilla. Así que me escondí en la arena y esperé. Pasado un rato, llegó un bactriano codicioso y se arrojó sobre el más alto montón de oro que pudo encontrar. Y así fue como empezó su desgracia. —El jinete de las estepas hizo una pausa teatral. Luego entrecerró los ojos en dos finas ranuras y susurró—: surgieron de la arena. Espantosas. Unas hormigas grandes como perros. Un pelaje brillante, similar solo al de las panteras, cubría su cuerpo. Se abalanzaron sobre el bactriano y lo desgarraron con sus pinzas. Luego se comieron su carne caliente.
El nómada que tenía que dar la vuelta al asado sobre la hoguera, se había olvidado de su tarea y escuchaba fascinado. El olor de la carne de carnero quemada envolvió al público. Pero nadie parecía percatarse.
—¡Sigue! —gritó uno de los oyentes.
—¡Si todavía podéis soportarlo…! —En ese momento, Wusun se arremangó el caftán. Debajo aparecieron unos brazos nervudos y llenos de cicatrices de quemaduras—. El pavor se apoderó de mí. Pero seguí observando lo que sucedía. Medio día más tarde descubrí el secreto del oro del desierto. Se escondía en el suelo, como cualquier oro. Pero impedía el paso de las hormigas cuando construían sus galerías. Así que lo desenterraban. El oro nos les resultaba de utilidad, pero sí los pobres imbéciles que iban a buscarlo. Pues a ellos, y esto tuve que presenciarlo desde mi escondite, esos monstruos los encontraban sumamente sabrosos.
—¿Te comieron a ti también? —quiso saber un insolente.
—Estuve tan cerca de la muerte como lo está el calor del fuego. Pero Wusun se salvó. Y se llevó el oro.
Ahora las exclamaciones se alzaban por doquier.
—¡Imposible! —gritó uno.
—¡Mentiroso! —exclamó otro.
Wusun esperó a que cesaran todas las interrupciones. Luego estudió con la mirada a los oyentes y prolongó la pausa. Incluso las llamas del fuego del campamento parecieron detener su danza.
—Tenía tres caballos. Gracias a ellos conseguí huir. ¡Escuchad! Até los animales uno al lado del otro. Fuera, dos sementales; en el medio, una yegua. Oh, esa yegua era uno de los caballos más veloces que jamás haya poseído, uno de esos legendarios animales que son tan rápidos que sudan sangre. Luego me fui a uno de los montones de oro y me llené los bolsillos. Cuando las hormigas asomaron sus antenas, corrí hacia mis caballos y salté a la silla de mi montura. ¡Esos monstruos me pisaban los talones! Sus pinzas hicieron jirones de mis botas y sus ácidos me salpicaron en los brazos y me quemaron la piel. —Mostró los brazos llenos de cicatrices. Del público llegaron en esta ocasión unas voces de aliento.
—Los caballos huyeron de allí como el viento. Pero las hormigas eran más rápidas. Aun así, yo ya lo había previsto. Un semental tras otro fueron víctimas de las bestias, que atacaron a los caballos para alcanzarme a mí, que cabalgaba en medio. Y entonces corté con mi daga la cuerda y los sementales se quedaron con sus verdugos. Así fue como escapé de los monstruos. Y a quien no me crea, lo llevaré allí donde todo esto ocurrió para que él mismo viva esta experiencia.
El fuego chisporroteó. Algunos uigures tosieron. Otros salieron lentamente del hechizo y empezaron a intercambiar opiniones acerca de lo que habían oído. Nadie planteó ninguna pregunta.
Pasado el susto, uno de los nómadas se levantó.
—¡Otra historia más! —gritó, y un eco de varias voces repitió la petición.
—¡Esperad! —gritó Tauro, que estaba sentado entre Olimpiodoro y Helian Cui, ocupándose de que ninguno de los nómadas se acercase demasiado a ella. En ese momento se levantó y batió las palmas para atraer la atención de los nómadas—. Tal como habéis escuchado todos, somos unos excelentes narradores de historias. —Miró a los presentes.
Los nómadas lo miraron a su vez.
—¿O no es así?
Algunos asintieron y el bizantino prosiguió.
—Os ofrecemos nuestro servicio. Si nos lleváis con vosotros hacia el oeste, os entretendremos con relatos sobre los rincones más apartados del mundo e incluso con auténticas historias de la alcoba del Hijo del Cielo.
Entre los nómadas se elevaron murmullos y cuchicheos. Un uigur de rostro ancho y barba rala se levantó. De su chaleco de piel colgaban unas cadenas de hierro que chocaban entre sí cada vez que movía su robusto cuerpo. Avanzó unos pasos y se plantó delante del extranjero. Si bien solo llegaba hasta el pecho del de Bizancio, le duplicaba en anchura. Tauro sintió lástima por el poni de ese hombre.
—¿Tenemos que daros de comer y cargar con vosotros mientras nos habláis de hormigas y de montañas de oro? ¡Yo digo que sois espías de la Rata del Cielo y que hay que destriparos!
—No he entendido tu nombre —respondió Tauro.
—Hablas con Tuoba. Soy hijo del Gran Kan.
Wusun ya había contado a Tauro que todos los nómadas se presentarían como hijos de su soberano.
El de Bizancio bajó la vista hacia el hombre.
—¿Qué te parecería si te contáramos otra historia? Tuoba, hijo de Gran Kan, te garantizo que si nos llevas con vosotros pasarás unas entretenidas veladas entre tus silenciosos guerreros.
Tuoba retrocedió.
—Está bien —respondió—. Otra historia más. Pero si ya la conocemos o muere en ella un nómada, os corto a todos la lengua.
También el bizantino se retiró y cedió el escenario a Wusun. Los uigures animaron al jinete de las estepas a que empezara de una vez.
Wusun se alisó el caftán y tranquilizó a sus oyentes extendiendo los brazos.
—¡Callad, entonces hablaré! ¿Conocéis la historia de la tortuga que enseñó a respirar a los hombres?
Tauro puso una mano sobre el huesudo hombro del jinete de las estepas. Con voz autoritaria, gritó:
—¡Esta historia es para mujeres! Yo conozco otra mejor.
Los nómadas aguardaban en vilo.
—Esta vez se trata de una princesa —empezó Tauro. Si no me creen o no les gusta la historia nos asarán ensartados como ese carnero—. De una princesa que vale más que todos vuestros caballos —prosiguió, señalando la manada en el fondo. Danzarín, el burro de la princesa, y los camellos estaban con ella.
Tauro contó la leyenda de la princesa Lian, que huyó de la casa de su padre porque no podía soportar la vida en la corte. Se marchó a un monasterio y se escondió allí de los soldados del emperador. Nunca la encontraron, lo que entristeció tanto a su padre que nunca más se quiso cortar la barba y el cabello, grises de preocupación. Pero no había nada que empujara a la princesa Lian a volver, así de duro se había vuelto su corazón. El emperador ofreció entonces una recompensa. Quien le devolviese a su hija sería premiado con la mitad del tesoro del Estado.
Los nómadas soltaron un gruñido al escuchar la cantidad de la recompensa. Tauro insinuó una reverencia, aunque sospechaba que su público no conocería el significado de ese gesto.
—Y esta es la historia que os quiero contar.
Tuoba mordió el cebo.
—Tu historia es mala, extranjero, no acaba. ¿Sabes lo que hacemos con los que cuentan malas historias? Los atamos entre varios caballos y los descuartizamos. Pero si me cuentas qué es lo que estás tramando, haré una excepción y te perdonaré. —Rio.
—Si quieres oír el final de la historia, tienes que dejarme con vida —respondió Tauro. ¡Decídete, uigur! Nuestra oferta todavía es válida. Os acompañamos y os entretenemos. A cambio, nos dais vuestra protección.
Tuoba se retorció los pelos de la barba entre los dedos. Miraba a Helian Cui.
—Pero pagaréis por vuestra comida —dijo—. Y por cada historia que ya conozca, mearé en vuestra cantimplora.
Ya antes de que saliera el sol, Nong E ordenó a sus soldados que rompieran filas, salieran en busca de los ladrones de la seda y vigilaran las puertas de la ciudad. Con un poco de suerte descubrirían a la banda en Korla. Según había contado Feng, los de Bizancio planeaban descansar allí para averiguar si los pasos del Tian Shan estaban realmente cerrados. La señora de la seda se hizo llevar en camello a la casa del gobernador del oasis. Sin embargo, ni este estaba accesible, ni tampoco se dejó ver un jirón siquiera del hábito amarillo de sus enemigos. Nong E ya iba a rendirse cuando el capitán Sanwatze llegó a galope. El hijo del gobernador de Loulan se había unido a la comitiva de Nong E.
—En el campo que hay delante de la puerta sur —informó—, se encuentran nómadas y guerreros del emperador y comercian con caballos, tantos como no había visto jamás en mi vida.
—¿Y a mí qué más me da? —replicó Nong E. Su mente seguía rebelándose contra el poder del opio.
Pero ganó la batalla contra la droga en el momento en que Sanwatze añadió:
—Los de Bizancio, el anciano jinete de las estepas y la princesa —«¡Por todos los demonios, también él la consideraba hija del Hijo del Cielo!»— están entre los uigures. El gobernador de la ciudad presencia el espectáculo junto con su escolta. Y…
Sanwatze no pudo añadir nada más. Nong E golpeó a su camello con una fusta y salió a toda prisa de la ciudad seguida de Sanwatze, su hijo y el egipcio.
Delante de los muros de la ciudad los envolvió la nube de polvo que levantaban los hombres del emperador. Dragones Rojos, reconoció Nong E en sus uniformes, guerreros formados, nada de campesinos vestidos de harapos como la chusma de Loulan.
Alrededor de cien guerreros pasaron de largo, con la determinación cincelada en sus rostros húmedos de sudor y banderas rojas atadas en las astas de sus lanzas. Al parecer, la actividad comercial ya había concluido. Los Dragones Rojos se marchaban.
Feng propuso regresar a la ciudad. A fin de cuentas, los negocios del ejército imperial no eran asunto suyo. Era la primera vez después de lo ocurrido la noche anterior que su hijo decía algo. ¡Ese cobarde!
Nong E estaba firmemente decidida a enfrentarse con los nómadas, aunque fuera sin un ejército a sus espaldas. Contemplaba sin pronunciar palabra a los soldados que pasaban de largo.
El oficial de más alto rango se distinguía por su casco, en el cual un dragón de latón hábilmente diseñado sacaba la lengua bífida a sus enemigos. Nong E trató de deslizarse entre los portaestandartes. Pero en cuanto estuvo a diez pasos del comandante, tres puntas de lanza la detuvieron.
—¡Lárgate de aquí, mujer! —berreó uno de los soldados imperiales. A Nong E no le quedó otro remedio que dejar pasar al oficial. Se desvaneció en la polvareda mientras ella maldecía la arrogancia de los hombres de su pueblo. Si él le hubiera hecho caso, habría apresado a los malditos extranjeros y habría podido ganar mucho más que una manada de jamelgos descabestrados.
Los caballos seguían al ejército imperial. Una docena de soldados conducía los ponis y varios miles de cascos levantaban todavía más polvo.
Uno de los hombres detuvo su camello junto a Nong E, se inclinó hacia ella y le cogió la barbilla.
—Hemos hecho un buen negocio. Caballos para el emperador, caballos para la guerra. ¡Enorgullécete de los Dragones Rojos, gacela mía, y ven esta noche a mi cama!
Antes de que pudiera acercar más su rostro al de ella, Nong E le clavó las uñas en las mejillas. Aunque el chico rio, se frotó los arañazos y la dejó para cabalgar en pos de sus burlones compañeros y de la manada.
La señora de la seda se quedó mirando a los soldados imperiales y movió la cabeza. ¿En serio que esos blandengues eran guerreros? No eran más que comerciantes en uniforme a quienes los bárbaros estafaban. Con un gesto enérgico hizo una señal a los demás y siguió cabalgando. Delante de ella se hallaba el campamento de los nómadas y allí encontraría, por fin, a los extranjeros. Nong E estaba segura: había alcanzado su objetivo.
Sin embargo, delante del campamento de los uigures la esperaba una pared de pinchos de hierro. El cuerpo de guardia la recibió hostilmente prohibiéndole el paso. Al fondo, Nong E vio una pequeña ciudad de tiendas de piel y hombres que bailaban y bebían. Parecían estar celebrando el cierre de la negociación.
Sanwatze intentó exponer a los guardias sus intenciones, pero un golpe con la hoja de la lanza en el rostro lo hizo callar.
Entonces se oyó la voz del aquel bizantino, alto de estatura, por encima del campo.
—¡Dejadlos pasar! —gritó—. Nos ayudarán mientras celebramos la fiesta.
En efecto, las lanzas bajaron y Nong E, Feng, Sanwatze y Ur-Atum entraron en el campamento. El extranjero que recibía el nombre de Tauro los recibió desde lo alto de un camello como el Dios Amarillo de la Guerra.
¡Por fin!, pensó Nong E. Al menos tenía a un ladrón de la seda al alcance de su mano. Ahora nada más había que ordenar a Sanwatze o a Ur-Atum que encadenasen al de Bizancio. A lo mejor incluso lo mataban por ella.
Pero el extranjero no estaba solo. A su lado se encontraba un seboso uigur a lomos de un poni grotescamente pequeño. Mientras el nómada la miraba con desconfianza, Tauro sonreía a los recién llegados. La mujer se fijó en que llevaba la cabeza tan afeitada como su hijo. Algo en el relato de Feng acerca de que le habían obligado a afeitarse no acababa de encajar.
—Nong E, Sanwatze, Feng. Y el traidor egipcio. ¡Disculpad si no os saludo como es debido! Los caminos del destino son insondables. Os han reunido a vosotros cuatro y os han conducido juntos hasta mí. —Tauro seguía sonriendo.
La inquietud se apoderó de Nong E. ¿Los caminos del destino? De repente la asaltó la sospecha de que el de Bizancio pudiera haber estado esperándola allí, en ese lugar entre las montañas y el desierto, entre la fortuna y la desgracia. Preparó con cautela las palabras que iba a pronunciar.
Pero Feng estalló.
—¿Dónde está la princesa, Tauro?
—¡Cállate, imbécil! —le gritó Nong E—. Tu supuesta princesa no tiene ningún valor comparada con nuestros gusanos. —Se volvió hacia Tauro—. ¡Devuélvenos los animales o azuzaré a los guardias contra ti!
—¿Qué princesa? —preguntó el nómada obeso. Por lo visto, las amenazas de Nong E no le impresionaban demasiado—. ¿Qué sabes tú de una princesa, mujer?
—No sabe de qué habla —dijo Tauro—. ¡No le prestes atención, Tuoba!
Nong E no entendía lo que ocurría. Pero sospechó que su rival quería tenderle una trampa. Fuera cual fuese su propósito, había que detenerlo.
—Soy la señora de la plantación de seda Feng. Y este hombre ha incendiado y convertido en cenizas mis propiedades. —El dedo índice se movía hacia el de Bizancio como si lo fustigara con un látigo.
La cabeza del uigur se volvió hacia Tauro.
—¿Es cierto lo que dice?
El de Bizancio asintió.
—Es la dueña de la plantación Feng y, en efecto, esta ha quedado reducida a escombros.
—¿Y eres tú el responsable? A lo mejor se esconde en ti algo más que un mal narrador de historias. —Tuoba se pasó la lengua por los labios y se dirigió a Feng—. Niño, ¿qué sabes tú de la princesa?
—Llámame otra vez niño y pondré tus resecos huevos donde crece tu mezquina barba.
—No hay ninguna princesa, Tuoba —terció el de Bizancio manteniendo la calma—. Lo que os he contado es solo una historia, nada más.
—Es la hija del emperador, una gongzhu imperial, y si le has pegado otra vez, como hiciste en la montaña, ¡te destrozaré a dentelladas! —La voz de Feng resonó tan alto sobre las tiendas que algunos de los que estaban celebrando la fiesta se detuvieron y se dieron media vuelta—. ¿Dónde está Helian Cui?
El nómada saltó de su caballo.
—Entonces, ¿es la hija del emperador? ¡Por las ocho patas del caballo celestial! Este extranjero me ha regalado una princesa. Se la llevaré al Gran Kan. A cambio me hará su hijo predilecto. Incluso es posible que me case con ella.
—¡Nunca! —Feng pasó junto a Nong E y saltó de su camello.
La madre, horrorizada, presenció cómo su hijo desenvainaba la daga y se abalanzaba con ella sobre Tuoba. Pero el nómada fue más rápido. El sable voló en su mano, silbó en el aire y el brazo armado de Feng cayó en el suelo.
El mundo se quedó petrificado. Mientras el muchacho se hincaba de rodillas gritando, Nong E apartó la vista de Tauro, muda y elocuente. El de Bizancio desmontó de un salto y corrió hacia Feng. ¡Quería matar a su hijo!, pensó Nong E. Arrancó a un nómada la lanza de la mano, dio unas vueltas y preparó el lanzamiento. Tauro se agachó para esquivar el golpe. Instantes después, el mango pulido sobresalía del cuerpo de Feng.
Tauro sacó despacio la lanza del costado del chico inconsciente. Del hombro brotaban ríos de sangre y la punta de hierro parecía haber alcanzado el pulmón. Emitía estertores y por la comisura de la boca salía sangre. El bizantino se desgarró el hábito con rapidez y vendó las heridas mientras a su alrededor se oía el golpeteo de los cascos de los animales y se impartían órdenes.
Tuoba apareció a su lado.
—Eso le pasa a quien amenaza a un hijo del Gran Kan. Puedes estar contento de que haya acabado con él por ti, si no también te habría atacado. La batalla del niño no ha durado mucho. —El gordo uigur se rio.
El puño de Tauro derribó a Tuoba de un solo golpe. No hizo caso ni de las lanzas que los otros nómadas dirigían contra él ni de sus maldiciones. Levantó cuidadosamente a Feng y se lo llevó a Nong E. La señora de la seda permanecía inmóvil en la silla de montar, con la vista perdida en la lejanía.
—Se está muriendo, Nong E —advirtió Tauro. Tenía la túnica embadurnada de sangre. Depositó al herido en el suelo, delante de la madre.
Sanwatze se acercó rápidamente con una cantimplora y lavó la sangre de la cara del chico.
Tauro cogió las riendas del camello de Nong E.
—A lo mejor todavía os oye. ¡Hablad con él!
En lugar de responder, la señora de la seda propinó una patada a Tauro en el rostro y le rompió la nariz con el talón. El bizantino se tambaleó hacia atrás. En el rostro y en el hábito se mezclaron la sangre de Feng y la suya. No había esperado una agresión así, no por parte de una mujer cuyo hijo agonizante yacía a sus pies. Tauro parpadeó para correr el velo de lágrimas. Contempló la imagen borrosa de Nong E dando media vuelta sobre su camello y alejándose de allí.
Sentía que la cabeza le palpitaba de dolor. Le habían roto la nariz más de una vez, y también lo soportaría en esta ocasión. ¡Si por lo menos no hubiera lágrimas! Se frotó los ojos. ¿Dónde estaba Feng? Si su madre lo abandonaba, él quería al menos acompañarlo en su viaje al Hades, al cielo o al paraíso de los seres.
Entonces notó que tiraban del bastón de peregrino que siempre sostenía firmemente en la mano. Un golpe lateral le alcanzó la nariz rota. Ciego de dolor, Tauro se dio media vuelta. Siguió un segundo golpe y una figura borrosa giró a su alrededor. Algo explotó al lado de su oído y el mundo que estaba a su izquierda se hundió con un silbido. Despojado de los sentidos, no le quedó otro remedio que agitar en círculo el bastón para mantener a distancia a su agresor. Después de dar dos vueltas se tambaleó y tuvo que aguantar un nuevo empujón. Alguien le arrebató el bastón de la mano.
—Eres más frágil de lo que pensaba, bizantino —siseó la voz de Ur-Atum junto a su oído derecho—. Más frágil incluso que el vidrio.
Entonces el bambú se estrelló contra la cabeza de Tauro.